4

Auschwitz, mayo de 1943

Mi llegada a Auschwitz no había podido comenzar peor. Todavía no había comprendido que la única regla que reinaba en el campo era la de sobrevivir a cualquier precio y no esperar mucha ayuda de nadie. Las madres se aferraban al más mínimo pedazo de pan para alimentar a sus famélicos hijos, los hombres luchaban por los mejores puestos de trabajo dentro del campamento con la esperanza de sobrevivir un día más. Las guardianas y los SS intentaban aprovecharse de nuestra situación de las formas más crueles y sádicas. La lógica de Auschwitz no podía compararse con la que funcionaba al otro lado de las alambradas electrificadas.

Nos despertaron a primera hora de la mañana, cuando aún quedaban dos horas para el amanecer. Teníamos que vestirnos a toda prisa, dejar la barraca organizada y aprovechar los pocos minutos que se nos permitía entrar en los baños. No era fácil para mí preparar a cinco hijos en tan poco tiempo, pero el mayor me ayudó con Adalia, mientras yo terminaba de preparar a los gemelos. Nuestros zapatos chapotearon en el barro mientras nos dirigíamos a la carrera hasta los baños. Esperamos un rato a la intemperie bajo la lluvia hasta que nos tocó el turno. Primero envié a los niños a que hicieran sus necesidades, pero habíamos ingerido tan poco líquido y alimento que no pudieron evacuar nada. Después me decidí a limpiarles la cara y las manos con el agua gélida que salía de los abrevaderos que utilizábamos como lavabos.

—No bebáis ni un sorbo de agua —les advertí. No hacía falta ser enfermera para saber que aquella agua no era potable.

Apenas habíamos logrado limpiarnos cuando los kapos nos empujaban para que dejásemos paso a los siguientes.

Cuando salimos a la gran avenida, con las manos y la cara aún húmedas, notamos el frío de la mañana polaca. No quise ni pensar cómo serían las temperaturas en otoño o invierno, cuando los termómetros apenas subían a cero grados.

Aprovechando el regreso a la barraca intenté fijarme algo más en los edificios del campamento y sus alrededores. Exteriormente, todas las barracas parecían iguales menos las más próximas a los baños, la llamada Sauna y un barracón cercano, del que desconocía qué función tenía. Las barracas 24 a la 30, al parecer, eran pabellones hospitalarios para hombres y mujeres. El pensar que se preocupaban por nuestra salud me tranquilizó un poco, también me pasó por la cabeza ofrecerme como voluntaria para trabajar en ellas, seguramente aquello podía mejorar mi posición dentro del campo. El resto de las barracas eran todas para residentes, aunque las primeras albergaban las oficinas y en ellas vivían los kapos con muchas más comodidades que el resto de los prisioneros.

Nos hicieron formar durante una larga hora hasta que realizaron el recuento matutino y comprobaron que no faltaba nadie. Después entramos en nuestra barraca y tomamos el único recipiente que nos habían facilitado la noche anterior. Dos de las ayudantes de cocina repartieron un líquido negro y maloliente que llamaban café. Yo me acerqué hasta una de ellas y le pregunté:

—¿No hay leche para los niños?

La mujer me miró y, girándose hacia su compañera, dijo en tono burlón:

—La marquesa quiere leche para los príncipes. Lo lamento pero la sangre azul no tiene preferencias en este lugar.

El resto de mujeres del barracón comenzaron a reírse, así que yo tomé el café y, sin rechistar, me dirigí de nuevo hasta mis hijos.

Tomaron el café a sorbos, al menos el beber algo caliente nos consoló un poco del frío y engañó por unas horas al hambre. Aún nos quedaba algo más de media hora libre. Prefería volver a salir que permanecer más tiempo en aquel lugar inmundo. Nos aproximamos hasta las barracas de la entrada. Allí estaban las oficinas, el almacén y la cocina. La mayoría de la gente empleada eran delincuentes comunes, aunque también había algunos gitanos. Me acerqué a una de las mujeres de la oficina, pero apenas había dado un paso cuando una de las guardas se cruzó delante de mí.

—¿Dónde crees que vas? —me preguntó blandiendo su fusta.

—Quería preguntar una cosa —le contesté mirándola directamente a los ojos. Mis hijos instintivamente se pegaron a mí.

—Esto no es un campamento de verano. ¿Te incomodan las instalaciones? ¿Quieres hacer alguna sugerencia sobre el menú a nuestro cocinero? Maldita zorra, regresa a tu barraca —dijo propinándome un golpe en plena cara.

La sangre empezó a manar con fuerza de la herida empapando mi vestido. Los niños comenzaron a aullar de miedo, pero Blaz dio un paso para intentar defenderme.

—No, Blaz —dije mientras apartaba al resto de los niños.

—Llévate a tus crías a su sitio y no vuelvas a aparecer por aquí. ¿Entendido?

Regresé a la barraca llorando y con la cara ensangrentada. Nos metimos en nuestro rincón y no salimos de allí hasta que nos llevaron la comida. Mi mente estaba completamente bloqueada. Me decía una y otra vez que tenía que reaccionar, pero parecía que el cuerpo no me respondía. Tenía que hacerlo por mis hijos, aunque yo estuviera perdiendo el deseo de luchar, a ellos les quedaba toda una vida por delante.

—Mamá, luego saldré e intentaré buscar ayuda. Estoy seguro de que habrá alguien aquí que quiera socorrernos —dijo mi hijo mayor.

Acaricié su pelo sucio y noté algo que me parecieron piojos. En apenas unas horas, chinches, pulgas y piojos nos torturaban sin piedad. Blaz siempre había sido un buen chico, responsable y cariñoso. Únicamente tenía ojos para su madre. Estaba segura de que sería capaz de hacer cualquier cosa por nosotros, pero temía que le pudieran dañar o matar.

—No hagas nada. Este lugar es muy peligroso. Ya se nos ocurrirá alguna cosa. Dios nunca abandona a sus hijos —le comenté.

—Creo que en un lugar como este hay que echar una mano a Dios —contestó Blaz muy serio.

Me quedé dormida al poco rato y ninguna de las guardianas me molestó. Por unos segundos soñé con Johann y nuestros primeros años de casados. Éramos profundamente felices, a pesar del rechazo que sentíamos de la gente. Por eso nos trasladamos a Berlín, allí nadie parecía escandalizarse por nada, y mucho menos por un matrimonio entre una mujer aria y un gitano. En aquella época, mediados de los años treinta, la capital era un punto de atracción para todos los que queríamos salir de la miseria de postguerra y la crisis económica. En nuestra ciudad, tras el regreso inesperado de las penurias económicas, nadie quería que un gitano ocupara el puesto de un «buen alemán». Muchos romaníes habían peleado en la Gran Guerra. El padre de Johann había sido condecorado con la Cruz de Hierro al salvar a un oficial herido y llevarlo desde el frente hasta un hospital de campaña, pero eso no importaba cuando apenas quedaba nada para repartir. Mi primogénito ya había nacido y únicamente el buen corazón de una panadera casada con un jamaicano hizo que pudiera dar leche a mi hijo y sacarlo adelante. El ensueño de una sociedad más justa que había traído la República de Weimar de nuevo se había convertido en pesadilla.

Aún tengo fresco en la memoria el día que Johann llegó a casa con unas naranjas. Era Navidad y aquella noche no podíamos comer otra cosa que no fuera unas patatas cocidas y dos salchichas. Saboreamos la naranja con un poco de azúcar, mientras mi marido pasaba los gajos por los labios de mi hijo y se reía al verle chupar la fruta, como si se tratara del manjar más sabroso de la tierra.

El hambre constante te hace soñar continuamente con comida. La llegada del almuerzo me despertó, salimos por la ración miserable del mediodía, que consistía en una sopa repugnante y muy líquida. Les ofrecí todo el contenido a mis hijos, yo no probé bocado. Ya llevaba casi tres días sin comer, me comenzaban a faltar las fuerzas. Debía buscar una manera de sobrevivir, en un par de días no podría hacerme cargo de los niños y ellos no aguantarían ni una semana solos.

Tras la sopa pudimos salir otro rato a pasear. Esta vez no marchamos hacia la parte de la entrada, después de mi encuentro con la guardiana. Recorrimos las barracas hacia los baños. Cuando pasábamos por delante de la número 14 escuché a varias personas hablando alemán. Era la primera vez que escuchaba a prisioneros comunicándose en mi idioma. Me aproximé con cautela. Los niños permanecían a mi lado, excepto Blaz, que quería explorar el campamento por su cuenta.

—¿Son alemanas? —me atreví a preguntar a dos ancianas con un par de bebés en brazos.

Las mujeres me miraron con sorpresa. No estaba segura de si era por mi aspecto ario, por la herida de la cara o por la prole de niños que me seguía. La más anciana me hizo un gesto para que me acercase. Después me agaché delante de ella y pasó su mano por mi rostro. Aquella simple caricia hizo que comenzara a llorar, un sencillo gesto de cariño dentro de aquel infierno era el mejor regalo que nos podían hacer.

—Dios mío, ¿qué te ha pasado? —preguntó la más anciana casi en un susurro.

—Una guardiana me golpeó cuando me acerqué a la oficina —le contesté.

—Sería la sádica de María Mandel o la fiera de Irma Grese. Las dos son las peores bestias de Birkenau.

—¿Esto es Birkenau? —le pregunté.

—Sí, estamos en Birkenau, aunque también lo llaman Auschwitz II. Pero tú no eres gitana —dijo la anciana.

—No, pero mi marido y mis hijos sí lo son. Querían traerlos aquí sin mí, pero no podía dejarlos atrás. Soy su madre —le contesté muy seria.

—¿Dónde está tu marido? —preguntó la otra mujer.

—Nos separaron al llegar, creo que se lo llevaron a un grupo de trabajo —le contesté.

—¿Estaba enfermo o muy delgado? —preguntó la más anciana.

—No, más bien fuerte y sano —le contesté extrañada por la pregunta.

—¿Seguro? —insistió la anciana.

Yo no entendía la pregunta de la mujer, hasta que supe lo que hacían con los enfermos, los niños y los ancianos al otro lado de la alambrada.

—Entonces no te preocupes por él. Los que trabajan reciben un poco más de alimento y pueden salir de aquí hasta las fábricas —dijo la otra mujer.

—¿Dónde estás alojada con los niños? —preguntó la anciana que todavía tenía la mano sobre mi rostro.

—En la barraca número 4.

—¡Dios mío, con los rusos! Esas malas bestias lo han pasado tan mal que están completamente deshumanizados, tenéis que salir de allí cuanto antes —dijo la anciana asustada.

—Pero ¿cómo? —le pregunté desesperada.

—Hablaremos con la decana de nuestra barraca. Somos muchos aquí, pero al ser alemanes no estamos tan hacinados como el resto de los prisioneros, aún podemos haceros un hueco. Ella presentará una solicitud al encargado de las SS. Normalmente, cuando es una petición nuestra la suelen aceptar sin rechistar. Esta noche tendréis que regresar allí, pero espero que mañana os trasladen a nuestra barraca. No habléis con nadie ni os metáis en líos. Son gente muy peligrosa —me advirtió la anciana.

Las palabras de la mujer me inquietaron y animaron al mismo tiempo. Habíamos tenido la desgracia de caer en el peor sitio del campo gitano, pero parecía que las cosas iban a mejorar.

Una de las ancianas me dejó su bebé y entró en la barraca, salió con un trozo de esparadrapo y una venda. Me limpió la cara con alcohol y después me tapó la herida.

—Una de nuestras amigas es una enfermera polaca judía, no hay mucho en la enfermería, pero nos facilitó algunas vendas para los niños —dijo la mujer.

—Yo soy enfermera —le contesté.

—Bendito sea el cielo. Esa gente necesita mucha ayuda en el hospital, son muy pocos y casi sin medicinas —comentó la mujer.

Me quedé un buen rato charlando con las dos señoras. Era la primera vez que sentía de nuevo el contacto humano. Mis hijos comenzaron a jugar con algunos de los niños de la barraca. Teníamos que pasar una noche más en compañía de aquella terrible gente de la barraca 4, pero alguien nos había acogido por fin en Birkenau.

Cuando llegó la decana a la barraca 14 me tomó los datos y se los pasó a la secretaria, que llevó la solicitud a la oficina. El hecho de ser enfermera hacía más fácil que aceptaran la petición de traslado. Además, en el campo existía un acuerdo no escrito por el cual se trataba algo mejor a los prisioneros alemanes, a no ser que estos fueran judíos, en ese caso el rigor era casi el mismo.

—Nosotros somos más afortunados que los pobres judíos —comentó la anciana.

—¿Por qué lo dice? —le pregunté extrañada. No me parecía que los gitanos tuvieran muchas comodidades en Auschwitz.

—A ellos les separan nada más llegar. El único campamento judío de familias que hay es el de los checos, el resto se divide en hombres y mujeres, los niños, las madres y los ancianos desaparecen. No sabemos lo que hacen con ellos, puede que los lleven a otros campos —comentó la anciana.

La otra mujer frunció el ceño y, en un susurro, nos dijo:

—Aunque algunos piensan que los matan y los queman.

—No digas eso, nos traerá mal bajío[8] —contestó la anciana persignándose.

—Cuando vienen a ducharse a la Sauna, algunos de los Sonderkommandos[9] se lo han dicho a nuestros hombres. Creo que hay un gitano entre ellos. Al parecer queman los cuerpos en hornos.

—Eso son habladurías. Los nazis no son capaces de ser tan crueles, hasta ese maldito Hitler habrá tenido madre y padre —dijo la anciana enfadada.

—Ese hijo del Beng[10], su padre es Satanás —contestó la otra mujer.

—No creo que lleguen a ese extremo —comenté a las dos mujeres. Durante aquellos años había visto muchas cosas, pero la crueldad humana tiene sus límites, al menos eso es lo que pensaba en aquel momento.

Regresamos a la barraca justo antes de la cena, después de pasar rápidamente por los baños. Tomamos en silencio el pedazo de pan negro y la compota y luego los pequeños se pusieron a dormir. Los niños estaban agotados. Demasiadas emociones y poca comida para tener energías a esas horas de la tarde. Cuando la oscuridad llegó por completo, Blaz me contó lo que había descubierto, y yo, mi charla con las dos ancianas.

—Al parecer, el campamento de la derecha es el hospital de todo el campo. Al otro lado es un campamento de hombres judíos. Por eso cada mañana salen temprano para trabajar en las fábricas de los nazis —me explicó mi hijo.

—Espero que mañana podamos trasladarnos al nuevo barracón. No creo que sea mucho mejor que este, pero al menos la gente parece más amable —le contesté, sin poder pensar en otra cosa.

—Yo he conocido algunos niños y he observado un pequeño cobertizo que está cerca de las oficinas —continuó Blaz con su relato.

—Te prohibí que te acercases a esa zona —le dije nerviosa. Después de la experiencia de por la mañana, sabía que estar cerca de los guardianes o los SS era muy peligroso.

—No te preocupes, no me acerqué demasiado. Únicamente lo suficiente para ver el barracón que tienen los SS detrás del almacén. Allí se pasan el rato fumando y bebiendo, también he visto con ellos a algunas chicas del campamento —comentó mi hijo.

—No quiero que vuelvas a esa zona. Puede ser muy peligroso —le advertí.

Nos dormimos entre las quejas, los gemidos y los golpes de las presas. A la mañana siguiente hacía mucho frío. El cielo estaba despejado y había caído una fuerte helada. El techo de la barraca apenas lograba detener en parte el ambiente gélido del exterior. Nos arreglamos deprisa, yo tenía la esperanza de que aquel mismo día nos trasladasen a la barraca de los alemanes. Después de arreglarnos y tomar el café, regresamos a la barraca. Los niños estaban muertos de frío. Temblaban sin parar y, aunque intentamos calentarnos unos a otros, apenas teníamos calorías en el cuerpo que combatiesen las bajas temperaturas.

Una de las rusas más agresivas se acercó hasta nosotros y sacando una especie de punzón, me dijo:

—Marquesa, necesito tus abrigos. Mis hijos están pasando frío.

Me incorporé dubitativa, no quería crear un incidente que pudiera perjudicar mi salida de aquella barraca, pero tampoco podía permitir que les quitasen a mis hijos sus abrigos.

—Me encantaría poder ayudarte, pero mis hijos también tienen frío. Pídele unos nuevos a la dirección del campo —le comenté mirándola directamente a los ojos.

Dos amigas de la mujer se pusieron a su lado. Luchar contra tres mujeres, y una de ellas armada, no era una idea muy inteligente.

Blaz se puso en pie y, pegando un salto, se escabulló entre las mujeres y salió fuera del barracón. No pudieron detenerle, tampoco nadie se atrevía a salir a esas horas de la barraca.

—¿Dónde cree que va tu mocoso? Dentro de poco lo traerán molido a palos, pero es lo que merecen los que son como tú, que piensan que las cosas malas nunca les pueden pasar, que es la gente como nosotros la que merece las desgracias de la vida.

—No quiero problemas. Todos estamos aquí injustamente, si nos ayudamos podremos salir de esta, pero, si nos comportamos como animales, los nazis nos eliminarán en un abrir y cerrar de ojos —intenté explicarle.

La mujer levantó el punzón y comenzó a moverlo a un lado y al otro. Yo lo seguí con la mirada, después me quité el abrigo y me lo enrollé en el brazo derecho, mi marido me había explicado cómo luchaban los gitanos con sus navajas. La rusa me miró un poco sorprendida, como si mi reacción le hiciera dudar, pero enseguida continuó amenazándonos, eran tres contra una, sabían que no lograría resistir mucho tiempo.

Los niños lloraban a mis espaldas, el único que se mantenía tranquilo era Otis, que se había colocado a mi lado, como si pudiera ayudarme a resistir a aquellas tres fieras.

El resto de las prisioneras con sus hijos comenzó a hacer un semicírculo a nuestro alrededor, para no perderse nada de la lucha. Notaba cómo el corazón me latía a mil por hora, la poca vitalidad que me quedaba se intensificó en ese momento, para poder resistir a aquellas mujeres. No podía dejar que me volvieran a humillar, los abrigos eran lo único que separaba a mis hijos de una muerte segura.

—Si no quieres por las buenas, tendrá que ser por las malas —dijo la mujer y lanzó la primera punzada.

Logré esquivar el punzón y con el otro brazo la golpeé en el vientre. La rusa se dobló de dolor, pero las otras dos saltaron por mí y me tiraron de los pelos hasta empujarme al suelo embarrado. La rusa aprovechó para sentarse sobre mi pecho y ponerme el punzón en la garganta. Otis golpeó a una de las mujeres, pero de un fuerte empujón le mandaron hasta las camas.

—Tus crías se van a quedar sin madre, pero eso no importa, tarde o temprano iban a morir, la gente como tú no sobrevive mucho tiempo en un sitio como este.

Intenté incorporarme, pero las dos mujeres me sujetaban los brazos y la otra estaba sentada sobre mi pecho. Pensé en suplicar, pero no hubiera servido de nada, aquellas rusas eran poco más que bestias salvajes.

En ese momento Blaz apareció por la puerta de la barraca seguido por varias mujeres y hombres. Los gitanos de la barraca 14 habían venido en tropel para ayudarnos.

—¡Rusas, dejad en paz a la gadyí[11]! —gritó la anciana que había conocido el día anterior.

Las tres mujeres se pusieron en pie desafiantes, pero al comprobar la docena de hombres y mujeres que habían entrado en la barraca armados de navajas, punzones y otras armas caseras, se limitaron a apartarse de su camino y permitir a los alemanes que me socorrieran.

—Toma tus cosas, ya han dado la autorización para que te instales en nuestra barraca —dijo la anciana, sonriente—. Esta mujer es intocable, como se os ocurra acercaros a ella o intentar hacerle daño, no pararemos hasta mataros a todos. ¿Entendido?

Las rusas parecían amedrentadas por las palabras de la anciana. Tomé las pocas posesiones que nos quedaban y salí con los niños de la barraca. Los gitanos me rodearon como si fueran mi escolta personal, después nos llevaron hasta su barraca sin que ningún kapo dijera nada. Tenían mucha influencia en el campamento y nadie osaba meterse con ellos. Luego la anciana me mostró la koia donde podíamos dormir. La barraca parecía mejor aislada que la otra, la mantenían más limpia y había menos prisioneros ocupándola. No era el paraíso, pero al menos se parecía menos al infierno que nuestras primeras horas en Auschwitz.

Después de dejar las cosas en nuestro pequeño sitio noté que se me nublaba la vista y, antes de poder sentarme, me desplomé en el suelo. Cuando recuperé el conocimiento, varias mujeres estaban a mi alrededor, mientras otras tranquilizaban a mis hijos.

La anciana me tenía en su regazo y al observar que abría los ojos me preguntó:

—Chiquilla, ¿cuánto tiempo llevas sin comer?

Entonces me acercó una especie de salchichón algo pasado, le di varios bocados, pero enseguida le pedí que mejor se lo diera a los niños.

—A ellos les daremos algo más tarde, pero si tú no comes nada no tendrán una madre que les cuide y les enviarán a la barraca 16, donde meten a los huérfanos, esos pobres no suelen durar mucho tiempo con vida.

Tomé a bocados el resto de salchichón como si fuera el más suculento de los manjares. Llevaba muchos días sin llevarme nada a la boca. Enseguida noté cómo regresaban mis fuerzas. Después me incorporé un poco y miré a mis hijos. Estaban jugando con otro niños de la barraca, parecían tranquilos y con mejor semblante.

—Aquí estaréis bien. No podemos daros lujos, pero nos ayudaremos unos a otros. Mañana empiezas a trabajar en el hospital. Los médicos se han puesto muy contentos cuando se han enterado de que había una enfermera nueva en el campamento —dijo la anciana sonriente.

Aquello me parecía música celestial. En un sitio como Auschwitz el tener una función podía ser lo que te librara de una muerte segura.

—¿Con quién se quedarán los niños? —pregunté algo inquieta a la anciana.

—No te preocupes, nosotros los cuidaremos. Tenemos muchos enfermos entre nosotros, ya nos pagarás con tus atenciones —respondió la mujer.

—¿Cuál es su nombre? —pregunté a la anciana, que todavía no me lo había dicho.

—Anna, Anna Rosenberg, aunque puedes llamarme abuela.

Aquella noche pude dormir bien por primera vez. De alguna manera recuperé algo de esperanza. Ahora formaba parte de una comunidad y ellos se encargarían de protegerme. Mi única preocupación en ese momento era averiguar dónde estaba mi esposo. Llevaba mucho tiempo sin tener noticias suyas. Algunas mujeres me habían comentado que era muy difícil contactar con los que estaban fuera de nuestro campamento, pero no quería perder la esperanza. Muchas veces, cuando la realidad te araña el alma, es mejor intentar evadirse con ensoñaciones. Por eso, cuando cerré los ojos intenté imaginarme cómo sería nuestra vida cuando todo esto hubiera terminado. Él regresaría a la Filarmónica, nuestros hijos estudiarían en la universidad y compraríamos una casa pequeña en las afueras de Berlín hasta que llegaran los primeros nietos y pudiéramos jugar con ellos junto a la chimenea, mientras afuera la nieve caía lentamente hasta cubrirlo todo de blanco.