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Auschwitz, junio de 1943

Nunca había visto un día de Navidad en junio. A las diez de la mañana aproximadamente el doctor Mengele entró con su automóvil militar descapotable seguido por cuatro camiones. En aquella ocasión no se trataba de ninguna selección ni traslado, los vehículos estaban llenos de material escolar, columpios, juguetes, sillas, camas y otros utensilios para la guardería. Todo el mundo parecía alborotado. Los niños corrían detrás de los vehículos con sus cuerpos medio desnudos. Varios de ellos cantaban una canción de escuela, como si recibieran a su viejo profesor. La alegría se extendió rápidamente por las mentes de aquellas familias que únicamente habían visto penalidades, hambre y muerte en los últimos meses.

El doctor Mengele aparcó sonriente frente a la barraca 27 y miró por unos segundos a mi equipo, que lo esperaba a los pies de la escalinata, y al centenar de personas, sobre todo niños, que aguardaban pacientemente el desembarco de las cosas de la guardería. El doctor Mengele abandonó el coche con cierta agilidad y comenzó a buscarse algo en los bolsillos, después repartió caramelos a todos los niños, mientras acariciaba sus cabezas y les sonreía.

Justo cuando llegó hasta mí, tocó una especie de silbato y una veintena de prisioneros comenzó a sacar todo tipo de objetos e introducirlos en el primer edificio. Yo de vez en cuando les indicaba que dejasen algunas cosas en el de al lado.

Frau Hannemann, espero que esté contenta. He conseguido todo lo que pidió y algunas cosas más. Será la mejor guardería de toda la región —dijo el oficial de las SS con una expresión infantil que hasta ese momento nunca había observado en su rostro.

—Muchas gracias, Herr Doktor, lo cierto es que estos niños necesitaban una esperanza y usted se la ha dado —contesté sin alargar mucho mi respuesta. Nunca era buena idea hablar mucho delante de un oficial de las SS si había otros alemanes cerca.

A su lado se encontraban la siniestra Irma Grese y la brutal María Mandel. Sus rostros serios y el ceño fruncido contrastaban con la amable expresión del doctor. Aún recordaba unos días antes, cuando habían golpeado a todos los prisioneros que se habían acercado a socorrer al pobre niño que se había electrocutado. Sin duda habían sido las culpables de que Anna decidiera terminar con su vida. ¿Aquellas mujeres no tenían alma? No entendía cómo no sonreían al ver a los niños felices.

Irma me miró directamente a los ojos, su mirada expresaba un profundo odio, como si le repugnase lo que estaba haciendo el doctor por nosotros, pero enseguida comenzó a pedir a la gente que se dispersara y se alejó con la otra guardiana. Los alemanes no consentían que se formasen grupos tan numerosos. Aunque permitieron a los niños quedarse por los alrededores.

Un grupo de prisioneros comenzó a montar los columpios y el arenero para que jugaran los más pequeños. Otro de los grupos se dedicó a poner el cableado para la instalación eléctrica. No tendríamos agua corriente, pero el doctor Mengele había conseguido unos grandes depósitos que facilitarían agua potable cada día. Todo un lujo para un campamento infecto y con aguas insalubres.

Mientras los prisioneros terminaban su trabajo, mi equipo y yo nos dedicamos a pintar las paredes de colores y colocar algunas alfombras con dibujos, queríamos que al día siguiente la guardería y la escuela infantil estuvieran inauguradas. Yo tomé varios botes de pintura pequeños y un pincel y me dirigí a la fachada principal para poner la palabra Kindergarten. El doctor aún continuaba fuera del edificio supervisando los trabajos de los hombres, que escuálidos dentro de sus uniformes a rayas, intentaban no mostrar debilidad.

Comencé a escribir las palabras con diferentes colores mientras el doctor me observaba en silencio. No era muy normal verle durante tanto tiempo fuera del hospital o el laboratorio que había improvisado en la Sauna, pero sin duda quería disfrutar de aquel momento.

—¿Cree que mañana estará todo listo? —preguntó Mengele a mis espaldas.

No me molesté en girarme, tomé mi tiempo para terminar bien la letra y con el bote aún en una mano y el pincel en la otra, le contesté:

—Esa es mi idea, quiero que los niños disfruten de las instalaciones lo antes posible —dije mientras comenzaba la siguiente letra.

—¡Estupendo! —exclamó entusiasmado—. Mañana viene una comisión desde Berlín y quería enseñarles lo que estamos haciendo aquí.

Aunque sabía que la guardería formaba parte del aparato de la propaganda nazi, me pareció demasiado pronto para que nos usaran de escaparate ante el mundo. Una de las últimas veces que mi esposo y yo habíamos ido al cine, antes de la película pusieron un breve reportaje de Terezín, en Bohemia, donde miles de judíos eran deportados pero se les permitía en parte tener una vida aparentemente normal. En el vídeo se veían literas con cortinas, enfermeras, personas sentadas en las mesas leyendo, cosiendo o charlando. Ahora sabía que todo eso era mentira, una de las «realidades» manipuladas de los nazis. De alguna manera, la guardería de Auschwitz colaboraría a crear la farsa de un mundo irreal, en el que las SS trataban bien hasta a sus enemigos.

—¿Qué está pensando? —preguntó Mengele mientras dejaba su mano suavemente sobre mi hombro derecho.

Aquel gesto de cercanía me estremeció, prefería ver a los nazis como monstruos inhumanos. Cuanto más humanos pudieran ser, más me horrorizaban, ya que eso significaba que todos podíamos convertirnos en seres tan despreciables como ellos. La maldad se movía a sus anchas entre las alambradas de aquel horrendo lugar.

—Todo estará listo —contesté al final, quería zanjar el tema y no pensar más en cómo los nazis conseguían utilizarnos a todos y convertirnos justo en aquello que tanto odiásemos.

—¡Muy bien, buen trabajo, Frau Hannemann! —dijo el doctor. Después se quitó por unos segundos el gorro y repasó con cuidado su pelo moreno y peinado con la raya a un lado.

Escuché las botas sobre los listones de madera, me giré y alcancé a verle caminar a lo largo de la avenida mientras los niños se arremolinaban a su paso. Nadie hubiera dicho que aquel hombre era su carcelero, los niños lo trataban con cariño y él sabía sacar de ellos muestras de afecto y sonrisas.

Terminé el cartel y me quedé mirándolo unos segundos. Entonces escuché una voz a mi espalda:

—¿El doctor es bueno o malo, mamá?

Me giré y observé a Otis con su ropa demasiado pequeña, con las piernas desnudas y llenas de cardenales y arañazos. Su aspecto no se diferenciaba mucho del de un niño al otro lado de la alambrada. No sabía qué responder. Sin duda, Mengele era un criminal como todos los que nos tenían retenidos contra nuestra voluntad en Auschwitz. Tal vez se mostrara más amable que algunos de los soldados o las guardianas, pero aquello no cambiaba su condición de verdugo. Mi verdadera duda era cómo advertir a mi hijo de que no se acercase demasiado al doctor, pero que al mismo tiempo no fuera diciendo por el campamento que yo había hablado mal de él.

—Aquí no tenemos amigos entre las personas que nos han encerrado. No quiero que los odies, pero mantente alejado de ellos. ¿Lo has entendido? —le dije con sequedad.

Otis se marchó y continuó con sus juegos infantiles, Blaz se acercó con un bote de pintura en la mano y me dijo en tono bajo:

—Los soldados pagan a algunas de las chicas para que duerman con ellos, algunos de los kapos y un hombre mayor lo organizan. Me lo ha contado un joven llamado Otto que tiene que limpiar el cuarto después de la fiesta. Algunas de las chicas van obligadas, otras lo hacen por un poco de comida.

Me horrorizó pensar que mi hijo sabía todo aquello, estaba teniendo que madurar muy rápido y no estaba preparado para entender el terrible funcionamiento de la vida.

—¡Aléjate de ellos! —le contesté muy enfadada. Temía que esa gente pudiera destruirlos.

Kasandra y Maja salieron de la guardería y vieron mi expresión de enojo, bajaron la cara y volvieron a entrar rápidamente.

—Lo siento, hijo, pero no quiero que te suceda nada. A partir de hoy espero que no te separes mucho de las barracas de la guardería. ¿Entendido?

—Sí, mamá —dijo Blaz con la cabeza gacha.

Cuando entré de nuevo en el edificio y vi cómo había quedado la guardería volví a recuperar el sosiego. Las paredes de colores parecían convertir aquel lugar en un sitio especial, una especie de oasis en medio del desierto más horrible y desolado de Polonia.

—Ha quedado precioso —dijo ilusionada Zelma. La joven madre gitana parecía tan animada que intenté cambiar mi actitud. Al fin y al cabo, aquel lugar era un rayo de esperanza entre tanta oscuridad.

Tras varias horas de preparativos decidí reunir a todas las profesoras para comer y organizar el trabajo. Sabía que el cuidar y guardar a las decenas de niños no iba a ser tarea fácil, debíamos estar preparadas y organizarnos bien. Después de la comida se reunió con nosotras Ludwika, nos ayudó a traducir a las dos ayudantes polacas que apenas entendían alemán.

—Tenemos que anunciar a las madres que mañana comenzarán a funcionar la guardería y la escuela infantil. No sabemos exactamente el número de niños que hay en el campo de gitanos, posiblemente casi un centenar. De la Escuela Orfanato de Stuttgart trajeron hace unos días casi cuarenta niños. No todos son pequeños, pero sí algunos de ellos —dije mientras comenzaba a organizar las fichas.

—¿Qué horario pondremos? —preguntó Maja.

—Creo que un horario razonable sería desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde —les dije.

—Pero creo que son demasiados niños para el número de cuidadoras —dijo la otra enfermera judía, Kasandra.

—Tienes razón —le contesté. Ya había pensado en eso. Los niños pequeños en especial necesitaban mucha atención, sobre todo los bebés.

—Propongo que elijamos a unas tres mujeres más. Pueden ser madres gitanas que hablen los otros idiomas del campamento —dijo Ludwika. Desde el principio, mi amiga enfermera había querido involucrarse en las actividades de la guardería.

Apunté todo lo que estábamos hablando, quería presentarle todos los detalles al doctor Mengele, para que aprobara el funcionamiento de la guardería.

—¿Piensas que será difícil convencer al resto de las madres para que nos dejen sus hijos? —pregunté a Zelma.

—Algunas madres gitanas somos muy celosas de nuestros hijos, pero todas saben que aquí tendrán unos cuidados que ellas no pueden darles en las barracas. La mayoría de los niños están muy débiles y enfermos.

—Tienes razón. Nuestra misión esta tarde es informar a todas las madres del campo. También a los cuidadores de los huérfanos —les comenté.

—No es muy precipitado abrir mañana —preguntó Ludwika, algo extrañada por mi premura.

—Al parecer, viene una visita al campo y el doctor Mengele quiere que la guardería esté en funcionamiento —le contesté.

Ludwika movió la cabeza de un lado para el otro. No era la primera vez que los nazis organizaban una visita guiada para los altos jerarcas de Berlín, y todos nos sentíamos como animales en un zoo, para mofa y disfrute de nuestros verdugos. Intenté cambiar de conversación y animar a mi equipo.

—Tenemos material escolar, unas pequeñas batas, mesas y sillas, dos pizarras, tizas, papeleras; las estufas funcionan, aunque en esta fecha no serán necesarias. Tenemos un proyector de cine pequeño y cinco películas de dibujos. También nos han instalado electricidad y, sobre todo, tenemos alimentos. Tenemos leche, pan, algunas verduras, algo de embutido y otros alimentos no perecederos como leche en polvo, latas de carne, pescado, alimentos para bebés y medicinas básicas para bajar la fiebre o luchar contra pequeñas infecciones —comenté con una amplia sonrisa en el rostro.

Todas las mujeres aplaudieron, mostrando por primera vez alegría en aquella tarde. Eran tan raras esas muestras efusivas de contentura que después todas miramos a un lado y al otro por si alguien nos había escuchado. Los únicos que acudieron al oír nuestros gritos de júbilo fueron mis hijos, que jugaban en el pequeño cuarto que habíamos habilitado para nosotros.

Adalia entró sonriente, tenía un bigote de leche y por primera vez desde nuestra llegada se la veía despierta y animada. La escasa alimentación había contribuido a que los niños parecieran apagados y mortecinos, pero la comida comenzaba a animarles de nuevo. Los gemelos llevaban algunos juguetes y los dos mayores cargaban unos cuadernos y lapiceros.

—Seguid jugando. No pasa nada —dije a mis hijos. Los cinco sonrieron y regresaron al cuarto.

—Qué bien se ven —dijo Ludwika.

—Sí, gracias a Dios —le contesté sin poder evitar una sonrisa. Ya no me sentía prisionera. Aquellas verjas parecían invisibles ante mis ojos. El horizonte era lo único que deseaba contemplar aquel día. Mi alma se sentía libre, nunca podrían adueñarse de ella aquellos violentos asesinos. Sabía que para ellos nuestra felicidad era en parte su desdicha. Comían mejor que nosotros, disfrutaban de interminables excursiones los fines de semana y se acostaban los unos con los otros. Eran poco más que animales salvajes, crueles y despiadados jugando como niños desalmados con juguetes rotos, solo que en este caso cada una de sus decisiones daba o arrancaba la vida a cientos de personas.

Continuamos trabajando durante un par de horas más y después salimos en parejas para hablar con las madres. Teníamos que convencer a todas para que tuvieran a sus hijos vestidos y preparados antes de las ocho. Las cuatro madres gitanas los recogerían desde las primeras barracas hasta las últimas.

Mientras caminaba con Zelma, comenzó a hablarme de Anna.

—Anna estaría disfrutando de este momento.

—Sí, pero se encuentra en un lugar mejor. Parece que la única manera de salir de Auschwitz es muerto —le comenté.

—Conozco a un par de gitanos que lograron escapar. Eran de los que construyeron esta parte del campo, pero ahora las medidas de seguridad son mucho más duras.

Caminamos casi hasta el final del campamento y nos acercamos hasta los baños. Aquella era la hora libre y pensamos que algunas madres estarían aseando a sus hijos. Al pasar cerca de la última barraca vi uno de los trenes. Una gran multitud intentaba coger sus enseres, mientras los oficiales nazis hacían la selección. Casi había olvidado que unas semanas antes yo había llegado en uno de esos terribles transportes. Me acordé de Johann, no sabía nada de él desde hacía semanas. Pensé en buscar algún hueco al día siguiente para presentar una solicitud ante Elisabeth Guttenberger.

—¿Qué piensas? Estás muy callada —dijo Zelma.

—Estaba recordando el horrible viaje que pasamos desde Berlín —le comenté.

—Yo vine del gueto de Łódź. Por alguna razón debieron reunir a todos los gitanos aquí. Llevaba en aquel infierno desde 1941 y allí tuve a mi hija, el niño ya había nacido. Era muy difícil conseguir comida y los judíos nos discriminaban, por lo que resultaba muy dificultoso conseguir un trabajo. Los únicos que recibían dinero del gueto eran los que servían a alguna de las industrias de los alrededores. Al final, mi marido consiguió un trabajo en una fábrica de ruedas y nuestras condiciones mejoraron un poco —dijo Zelma, como si le resultase muy doloroso tener que recordar.

—¿Qué sucedió con tu marido? —le pregunté, pero apenas había pronunciado las últimas palabras cuando me di cuenta de que aquella pregunta removería sus sentimientos una vez más, pero ella se limitó a agachar la cabeza.

Miramos hacia los desgraciados pasajeros de la muerte. En este caso eran personas bien vestidas, seguramente provenían de alguna ciudad rica de Bohemia o Polonia. Su buen aspecto no tardaría en cambiar. En unos días les costaría reconocerse delante de un espejo, pero en aquel momento muchos se mantenían arrogantes y exigentes, como si se encontraran de viaje y Birkenau fuera la estación de un balneario o una zona turística de los Alpes. Los alemanes trataban de tranquilizarlos y apenas se mostraban agresivos con los más recalcitrantes. Por alguna razón, me fijé en una niña pequeña de pelo rubio que parecía perdida entre la muchedumbre. Llevaba un precioso abrigo verde y una maletita en la mano. La pobre lloraba y caminaba de un lado al otro sin encontrar a su familia. Un oficial se acercó hasta ella con otra niña de la mano. Eran iguales, se parecían como dos gotas de agua. El oficial se puso en cuclillas y comenzó a acariciar las cabezas de las dos niñas. Desde donde estábamos no podíamos distinguirlo con claridad, pero cuando se puso en pie ya no me quedó ninguna duda de que se trataba del doctor Mengele.

El oficial dejó a cargo de uno de sus ayudantes a las dos niñas gemelas y se situó enfrente de los grandes grupos en los que se había dividido a los recién llegados, después con un gesto de la mano comenzó a enviarlos a la izquierda o a la derecha. Desde esa distancia no podía ver la expresión de su cara, pero su cuerpo parecía reflejar una total calma, como si aquello ya fuera para él un asunto rutinario. Recordé el día en que un oficial como el doctor separó a mi esposo del resto de su familia. Noté cómo la rabia y la furia ascendían desde mi abdomen y tuve ganas de vomitar.

—¿Se encuentra bien Frau Hannemann? —preguntó Zelma al verme palidecer.

—Sí, simplemente estoy un poco mareada —le contesté mientras me inclinaba hacia delante.

En ese momento me vino una arcada y no lo pude resistir, vomité sobre la tierra embarrada de la avenida. Sentía que el estómago me iba a salir por la boca. De alguna manera, mi espíritu había comprendido que estaba sirviendo al mismo diablo, pero en mi mente seguí negándolo.

Nos dirigimos de nuevo a la barraca de la guardería. Mis hijos me esperaban impacientes por cenar e irse a la cama. Todos querían que llegara el día siguiente para ver con sus propios ojos la inauguración de la guardería. Intenté disimular, en las últimas horas había perdido toda la ilusión del principio. Imaginaba cómo sería la visita de los jerarcas nazis al día siguiente y sentía de nuevo ganas de vomitar.

Zelma se despidió de mí en la puerta y me prometió que al día siguiente regresaría con otras tres ayudantes. Confiaba en ella, a pesar de su juventud había demostrado ser una buena colaboradora. Además, me sentía muy identificada con ella, las dos habíamos perdido a nuestros esposos, aunque yo aún albergara la esperanza de volver a ver al mío.

En nuestro cuarto había dos camas. En una dormirían Otis y Blaz junto a los gemelos y, en la más pequeña, Adalia conmigo. Comparado con los húmedos y horribles camastros de las barracas, aquello parecía un hotel de lujo. Los obreros habían aislado bien las paredes y el techo. Sentíamos que el lugar estaba seco, limpio y cálido.

Antes de que los pequeños se durmieran, leímos uno de los cuentos nuevos. Llevábamos mucho tiempo sin ver un libro, por eso los tres pequeños tenían los ojos muy abiertos mientras pasaba lentamente las páginas con dibujos llamativos. Cuando cerré el libro, Adalia ya estaba dormida, la arropé y llevé a los gemelos hasta la otra cama.

—Buenas noches, angelitos —les dije, y fui consciente de que era la primera vez que estábamos solos desde nuestra llegada al campo.

Otra de las cosas que te robaba Auschwitz era el derecho a la individualidad y la intimidad. Nunca estabas solo, apenas podías reflexionar o pensar, ya que cuando el hambre no te atenazaba el alma, el dolor, el terror y la humillación convertían tu mente en la de un autómata.

—Mamá, ¿por qué no cantas la canción? —pidió Emily. Sus hermosos ojos claros parecían desbordarse sobre los míos.

—Está bien, pero solamente una vez.

Escuché con extrañeza mi voz rasgando la silenciosa barraca. Apenas reconocía su timbre, pero enseguida me evocó los recuerdos de mi infancia y los días felices pasados con mis hijos. Todos ellos eran especiales para mí. Pertenecían a una cadena interminable de eslabones que formaban mi vida. Desde Blaz, el mayor, hasta Adalia, cada uno era absolutamente único e irrepetible. Tenían su propia personalidad, gustos y opiniones. Los quería con toda mi alma. Sabía que el hecho de que a aquellas alturas de la guerra todos estuviéramos vivos y a salvo era poco menos que un milagro. Me estremecí mientras cantaba la última parte de la canción de cuna. De alguna manera me sentía como aquella mañana en la escalera de mi casa, cuando deseé con todas mis fuerzas que la desgracia pasara de largo por mi vida, pero esa vez yo fui la elegida para convertirme en parte de la gigantesca fábrica de terror que era el sistema de campos de concentración alemanes.

Las últimas palabras salieron de mi boca con un tono triste y melancólico. Las nanas de los niños siempre suenan apagadas, tal vez porque su función principal es relajar a los más pequeños, por eso cuando miré de nuevo a los gemelos, estaban dormidos. Blaz y Otis me dieron un beso en la mejilla y se taparon el uno al lado del otro.

Antes de irme a dormir me coloqué una pequeña chaqueta sobre los hombros y salí al salón principal. Encendí la luz y contemplé por unos segundos las paredes con dibujos, las mesas de escuela, la gran pizarra en la pared. Me parecía que estaba viviendo un sueño, aquella era la guardería de Auschwitz, sonaba extraño, pero era absolutamente real. El segundo pensamiento que cruzó mi mente fue de dónde habían sacado los nazis aquel material. Sabía que no debía hacerme aquellas preguntas, pero no pude evitar pensar que aquel material pertenecía a alguna escuela cercana que las SS habían desmantelado para construir la nuestra.

Me senté en una de las sillitas y tomé un cuaderno cuadriculado. Saqué un bolígrafo y comencé a escribir.

Querido esposo:

Sé que es absurdo que te cuente mi vida en el campamento. Seguramente estés en algún lugar igual o peor que este, pero siempre lo hablábamos todo, ¿te acuerdas? Cuando perdiste el trabajo y yo estaba en los últimos días del embarazo de la pequeña, mientras los niños estaban en el colegio, caminábamos durante horas por las calles de Berlín. Ya no nos permitían entrar en los parques, como si fuéramos apestados, pero los hermosos bulevares de la ciudad nos parecían suficientes para seguir soñando. Hablábamos de irnos a América, también de cómo sería nuestra vida si al final los alemanes volvían en sí y daban la espalda a Hitler, pero sobre todo comentábamos las ocurrencias de los niños o las anécdotas de la semana.

Necesitaba derramar todos mis sentimientos y temores en aquella hoja escolar.

Hoy me siento igual, como si estos cuadernos fueran parte de aquellas larga caminatas. Aunque ahora no estés a mi lado, continuamos andando juntos, agarrados del brazo y mirando al destino directamente a los ojos…

Escribir un diario en un sitio como este era poco menos que burlar la brutal opresión de nuestros verdugos. Ellos querían robarnos hasta la memoria, por eso aquellas letras apretujadas deseaban cercar nuestros recuerdos, para que nadie se atreviese a robárnoslos. Tal vez era una manera de exorcizar el peligro que seguía flotando sobre nuestras cabezas. Una condena de muerte en la que aparecían todos nuestros nombres. Al fin y al cabo, todos tenemos que morir tarde o temprano, pero tenía la sensación de que en el campo de concentración no fallecías, simplemente dejabas de existir. Las familias enteras eran apresadas y muy pocos salían con vida de las alambradas electrificadas, nadie las recordaría nunca más, su memoria se disiparía como la niebla cuando el sol comienza a calentar la tierra. Humo, nada infinita, vacío inexistente en el que el ser se convierte en poco más que un suspiro exhalado en la eternidad. Creía que éramos inmortales, mis padres siempre me habían dicho que nuestros nombres estaban para siempre en la memoria de Dios. Los nazis querían borrarnos de la faz de la tierra y llevarnos para siempre al limbo de los no nacidos.