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Auschwitz, marzo de 1944

El final del invierno se acercaba, pero sabíamos que en Polonia la primavera tardaría aún en llegar. La nieve cubría en parte el campamento, cuando desapareciese dejaría paso al fango producido por la incesante lluvia y a un triste balance de muerte. La comida era muy escasa y algunas familias con influencia en el campo intentaban acaparar la mayor parte. Las mujeres sin maridos, las gitanas de comunidades pequeñas y los niños eran los que más sufrían aquel reparto injusto de las provisiones. Los más privilegiados eran mis antiguos amigos gitanos alemanes. Varias veces había ido a la barraca 14 para que cambiaran su actitud, pero siempre respondían que preferían ver morirse de hambre a los hijos de los demás antes que a los suyos.

En cierto sentido, la desidia de los guardianes, más preocupados en estar todo el día borrachos y olvidar la guerra que se aproximaba con paso inexorable a Alemania, les hacía desentenderse del campo. Nos llegaban noticias de la vida disoluta de las guardianas y los soldados de las SS. Hasta se rumoreaba que Irma Grese estaba embarazada.

Los alemanes habían clausurado la escuela creada por Antonin Strnad para los mayores y yo temía que hicieran lo mismo con la guardería en cualquier momento. Aquella mañana era domingo y no había clase, mis hijos seguían durmiendo en el cuarto de al lado, cuando escuché que alguien llamaba a la puerta. Me levanté y abrí con cuidado para no hacer mucho ruido.

Frau Hannemann, permítame que me presente —dijo una joven de grandes ojos azules y pelo rizado. Hablaba un correcto alemán, aunque por el acento parecía checa.

—Sí, usted dirá.

—Mi nombre es Dinah Babbitt, soy pintora. El profesor Mengele me ha enviado para que haga algunos retratos a los gitanos del campo. Quería pedirle ayuda, ya que al ser la directora de la escuela puede facilitarme el acceso a los niños y las madres.

La petición de la joven me sorprendió, pero, conociendo bien al doctor Mengele, sabía que estaba muy interesado en sus estudios antropológicos y biológicos. En principio no me pareció mal que pintaran a los niños de la escuela, al menos aquello les sacaría de la monótona y tortuosa vida del campo. Aquella parecía otra de las absurdas órdenes de los mandos nazis. Esa gente estaba obsesionada con guardar información y registrarlo todo. Dinah era una joven hermosa de ojos azules y pelo rojizo. Las chicas me contaron que era checa y que Mengele la había elegido para reflejar las tonalidades de piel de los romaníes que la cámara fotográfica era incapaz de captar.

—Le prepararé un listado y a partir de mañana podrá hacer los dibujos, lo que no puedo asegurarle es que los adultos se presten. La gente del campamento está muy descontenta y me temo que algunos se nieguen.

—Muchas gracias por su colaboración.

—¿Quiere tomar un té? —le pregunté. Aquel mejunje que preparaba apenas se parecía a la maravillosa infusión de la India, pero al menos estaba caliente y relajaba un poco el estómago.

—Siempre viene bien un té —contestó sonriente.

No tardé mucho en preparar la infusión. Cuando me acerqué de nuevo a la mesa en la que estaba sentada la joven, esta parecía ensimismada en las ilustraciones de las paredes.

—¿Quién ha dibujado esto?

—La verdad es que ya han perdido el brillo que tenían antes. Yo hice aquel, pero los más grandes los pintó una gitana llamada Zelma.

—Están muy bien, unos dibujos parecidos me salvaron la vida —dijo la joven.

—¿De verdad? —le pregunté intrigada.

—Sí, al poco tiempo de llegar al campo, un compañero me pidió que hiciera un mural de Blancanieves y los siete enanitos, de la película de Disney. Pensé que los guardianes me castigarían, pero el doctor Mengele vio el mural y pensó que podía utilizar mi talento.

—El doctor Mengele siempre busca gente que pueda favorecer sus investigaciones —contesté algo enfadada. Sabía que aquel hombre nos usaba a todos nosotros, era un gran manipulador que lo único que deseaba era destacar y pasar a la historia.

—Es cierto, pero eso me salvó a mí y a mi madre. Las dos estamos en mejores condiciones y además hago lo que me gusta —dijo la joven mientras comenzaba a sorber el té.

—Hace días que no le veo —le comenté.

—Seguro que asistirá al partido de fútbol.

Apenas Dinah había terminado de hablar cuando escuchamos a una mujer gritando en la calle. Salimos corriendo a la avenida y a unos diez metros vimos a una madre con sus dos gemelos, Guido y Nino, de cuatro años. Dos días antes se los había llevado un soldado de las SS, a pesar de mis protestas; desde entonces, la madre venía constantemente a la guardería para preguntarme si sabía algo de ellos. Corrimos hasta la pobre mujer, que se golpeaba en el pecho mientras sus dos hijos no dejaban de llorar. Cuando nos acercamos pudimos ver que los niños estaban cubiertos por una manta raída. Lloraban desconsolados, sus rostros sucios mostraban una expresión de dolor extremo.

—¿Qué les pasa a los niños? —pregunté a la mujer mientras me inclinaba para levantarla de la nieve.

—Dios mío, ese hombre es un monstruo —decía de manera incoherente la madre, como si se hubiera vuelto loca.

—Tranquila, ¿qué les han hecho? —pregunté inquieta.

—Mírelo usted misma, ese monstruo los ha mutilado.

Levanté con cuidado la manta. Entonces pude ver cómo los brazos y la espalda de los dos gemelos estaban cosidos. La amplia herida supuraba y tenía un aspecto terrible, amoratada e hinchada. ¿Por qué les había hecho aquello? Los había cosido uno al otro, uniendo incluso sus venas.

En seguida me vino un putrefacto hedor, la carne se estaba pudriendo. No tardarían mucho en sufrir una infección generalizada, gangrena y la muerte. Les llevé junto a su madre al hospital. El doctor Senkteller y mi amiga Ludwika estaban de guardia. Nos hicieron pasar de inmediato y mientras dejaba a la madre con Dinah, la pintora, pasé para ayudar a mis colegas.

—¿Quién les ha hecho esto? —preguntó con los ojos desorbitados el doctor.

—El doctor Mengele —le contesté.

Los dos se miraron sorprendidos. El aspecto de las heridas profundas y sucias no parecía el trabajo de un profesional, más bien eran los cortes y las costuras de un carnicero.

—La infección les ha llegado al hueso. La única forma de que sobrevivan un par de días es amputándoles los brazos, pero como no tenemos morfina ni antibióticos, la infección se extenderá por todo el cuerpo y morirán entre terribles dolores —dijo el doctor.

Comencé a sudar, sentía ganas de vomitar, pero me controlé.

—¿Estás bien? Pareces mareada —dijo Ludwika, tras contemplar mi rostro pálido.

—Estoy bien. ¿Qué podemos hacer? —les pregunté desesperada. ¿Qué le iba a decir a la madre cuando saliera?

Unos meses antes había prometido a las madres del campamento que protegería a sus hijos, pero cuatro parejas de gemelos y otros cinco niños habían desaparecido con la excusa de curarles de noma, aunque ninguno había manifestado síntoma alguno. Pero aquello era intolerable. El doctor se había vuelto loco, para él lo único que importaba eran sus experimentos.

—Si no actuamos, los niños morirán en menos de veinticuatro horas. Les daremos la poca morfina que nos queda para que se duerman y no sufran —dijo el doctor.

—Gracias —le contesté sin poder evitar que dos lágrimas se escaparan de mis ojos. Me sequé la cara con la mano y salí a la sala en la que esperaba la madre.

La mujer me miró con ojos suplicantes, pero al verme hacer un gesto negativo volvió a llorar y gritar, golpeándose el pecho.

—Al menos no tendrán dolores —dije mientras la abrazaba.

Permanecimos unos minutos unidas llorando, hasta que la pobre madre se calmó un poco. Salimos del hospital y caminamos despacio hasta su barraca. De repente, la mujer se soltó de mi mano y comenzó a correr hacia la alambrada electrificada. Salí detrás de ella, pero me llevaba mucha ventaja y, cuando le quedaba apenas un metro, saltó y se agarró a la alambrada. Un fuerte chispazo me paró en seco, la mujer sufrió varias convulsiones antes de que la descarga la echase hacia atrás. Cuando me acerqué hasta ella, pude ver su rostro asustado. La muerte la había alcanzado por fin, pero sus ojos vacíos miraban hacia el cielo grisáceo de marzo. Me abracé al cuerpo chamuscado, mientras algunos prisioneros comenzaban a rodearnos. Los kapos me hicieron separarme de la mujer y, tras comprobar que estaba muerta, se la llevaron al montón de cadáveres que cada día formaban detrás de la barraca del hospital.

Dinah me ayudó a ponerme en pie. Su semblante serio reflejaba el agotamiento que producía toda aquella violencia y muerte. La crueldad y la maldad como actos cotidianos parecían ocupar casi cada minuto de Auschwitz.

Apenas habíamos avanzado dos pasos juntas, cuando una multitud se dirigió hacia la alambrada del fondo del campamento. El partido estaba a punto de comenzar y la gente se agolpaba para observar cómo los SS y los Sonderkommandos del crematorio, durante noventa minutos, competían en igualdad de condiciones. Los prisioneros disfrutaban viendo cómo un SS era derribado por una patada o cuando los prisioneros marcaban un gol en la meta de los alemanes.

A un lado, el cuerpo de la mujer, aún caliente, descansaba sobre otra docena de cadáveres, pero ya nadie le prestaba atención. Todos miraban al partido, indiferentes a su antigua compañera de fatigas. Miré la escalera trasera de la Sauna y vi a Mengele. Estaba de pie, con una mano apoyada en la baranda de madera. Su rostro sonriente miraba hacia el campo de fútbol, como si estuviera en el palco de honor de un estadio. Estaba tan furiosa que no pude evitar caminar entre la multitud y acercarme hasta él. Subí los escalones y cuando me vio frunció el ceño.

Herr Doktor, dos de los gemelos de mi escuela han vuelto en una manera deplorable. Los médicos piensan que morirán antes de veinticuatro horas —dije intentando tranquilizarme.

—Ahora no me moleste. ¡Estoy viendo el partido! —dijo, intentando ignorarme.

Me puse en medio. Con los zapatos era un poco más alta que él, por lo que le interrumpía la vista. Me apartó con brusquedad y estuve a punto de caerme a la nieve, pero en el último momento me aferré a la barandilla.

—¿Qué les ha hecho, Herr Doktor? —insistí.

El hombre me agarró los hombros con sus manos frías y lleno de furia comenzó a zarandearme.

—¡Maldita mujer! He sido muy condescendiente con usted. He tratado muy bien a su familia, son unos verdaderos privilegiados. He favorecido este campo permitiendo una escuela, una guardería, una orquesta, pero tengo que continuar con mis investigaciones. Todo lo que tienen lo proporciona mi instituto. En manos del campo todos los gitanos habrían sucumbido hace semanas. ¿Entiende?

Me sentía aturdida y atemorizada. En el fondo sabía que decía la verdad, pero era tan horrorosa que me negaba a reconocerla. En ese momento deseé con todas mis fuerzas morir. Tener el valor de lanzarme contra la alambrada electrificada y terminar con todo aquel sufrimiento.

—¡Los niños alemanes están sufriendo el hambre y las penalidades de la guerra! ¡Las mujeres embarazadas pierden a sus hijos! ¡Los ancianos mueren mientras mendigan un pedazo de pan! No puede exigirme nada, hago todo lo que puedo, si uno de ellos ha de ser sacrificado por el bien de Alemania, lo será, puede que eso salve a otros. ¿Quiere que sus hijos sean los próximos?

Los ojos rojos de Mengele parecían a punto de explotar. El oficial sacó su pistola luger y me la puso en la cabeza. Pensé que todo había terminado, pero de repente todo el mundo comenzó a gritar. Los alemanes habían metido un gol, el doctor me soltó, guardó su arma y me empujó fuera de la escalera. Caí a la nieve fría y húmeda. Me sentía destrozada, sin fuerzas y a punto de abandonarme, pero Blaz se acercó y me ayudó a levantarme.

—Vámonos, mamá —dijo mientras me apoyaba en sus hombros.

Dejamos la multitud y caminamos hasta la avenida. Después recorrimos la corta distancia que nos separaba de la guardería y entramos en el edifico, que aún estaba cálido. Me senté en la mesa. Las dos tazas de té aún estaban sin recoger.

—Te prepararé un té —dijo Blaz.

—No, estoy bien. Vete a ver el partido.

El niño se acercó a la estufa y calentó el agua. Unos minutos más tarde me sirvió el té. Mientras notaba el líquido caliente recorrer mi garganta, pensé en Johann. Seguramente estaba observando el partido desde su lado de la alambrada. Tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Sabía que él me habría protegido de aquel monstruo, pero por hacerlo tendría que haber pagado con su propia vida. A veces las cosas que nos faltan o los obstáculos que encontramos son aliados que nos ayudan a resistir. Decidí que no me dejaría doblegar, lucharía hasta el último aliento. Mientras el mundo se desmoronaba a mi alrededor, me mantendría firme. Tal vez la primavera lograra resucitar de la más oscura muerte a los famélicos habitantes de Auschwitz.