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Auschwitz, mayo de 1943

El único deseo que vi cumplido de lo que había imaginado aquellas largas noches en vela fue el de ver un manto de nieve cubriendo el lodo de Birkenau. Nadie la esperaba a finales de mayo, pero se presentó sin avisar, para segar un buen número de vidas indefensas, liberadas para siempre del dolor y el sufrimiento gracias a la blanca dama. El trabajo en las siguientes semanas fue agotador. Los nazis ponían en el frontal del campo Arbeit macht frei[12], según me habían contado algunas de las veteranas que habían vivido un tiempo en los viejos cuarteles del ejército polaco que componían Auschwitz I. Cada día, decenas de personas pasaban por las camas del hospital, aunque la mayoría fallecía al cabo de dos o tres jornadas. Los miembros del personal sanitario no disponíamos de medicinas, tampoco material quirúrgico ni nada que aliviara en parte el dolor de los enfermos.

Yo trabajaba junto a una enfermera polaca llamada Ludwika y a las órdenes del doctor Senkteller. La enfermera era de origen judío y había atravesado un largo calvario por varios guetos hasta llegar aquí. Su rostro reflejaba mejor que ningún otro la insensibilidad de la que era capaz de contagiarte Auschwitz. El doctor Senkteller parecía no haberse rendido aún, luchando con el campo para conseguir algunas medicinas y un trato mejor a sus pobres pacientes. Ambos eran excelentes profesionales y personas, pero, sin material quirúrgico ni medicinas, muy poco podían hacer contra la gangrena, el tifus, la malaria, la disentería o las diarreas debidas a la mala alimentación e higiene de los presos. El tifus era la enfermedad que más preocupaba en el campo. Los casos se habían multiplicado, sobre todo desde la llegada de una partida de gitanos checos. La única manera de prevenir la propagación de la enfermedad fue la desinfección total de los barracones. La medida la había propuesto el nuevo médico jefe del campamento, llamado doctor Mengele.

Durante un tiempo habíamos estado bajo la supervisión del doctor jefe Wirths, pero Birkenau estaba desbordado y habían enviado desde Berlín a nuevos médicos. El doctor jefe Wirths era hijo y hermano de médicos. En contadas ocasiones mostraba algo de humanidad, aunque casi siempre mostraba su cara más amable, para que sus cobayas humanas no se pusieran muy nerviosas. El doctor Senkteller me había contado que en una ocasión Wirths había intervenido a un paciente sin anestesia delante de su hermano Eduard. Un paciente de Auschwitz tenía varios tumores malignos y el doctor jefe estuvo torturando al pobre moribundo sin mostrar la más mínima compasión. Muchos prisioneros sufrían ataques de pánico cuando nos veían acercarnos con nuestras batas blancas. Para ellos éramos poco menos que la representación del dolor y de una larga agonía.

Entre el equipo médico no se dejaba de hablar del nuevo encargado del hospital del Zigeunerfamilienlager. El doctor Mengele era un joven de poco más de treinta años, que había sido herido en el frente ruso. El primer día que le vi me pareció un hombre apuesto, de trato cordial y agradable, siempre se mostraba sonriente, especialmente con los niños. No parecía como el resto de los nazis de Auschwitz, que con sus uniformes grises o negros se asemejaban a señores de la muerte, segando con sus guadañas los campos de Polonia.

Las nuevas medidas sanitarias del reciente jefe de médicos del Zigeunerfamilienlager no pudieron ser más radicales. A finales de mayo comenzaron a realizarse las desinfecciones previstas por barracones, yo supervisé la de la barraca 14, donde vivía con mis hijos. Fueron unos días especialmente duros para el campamento. El frío de Birkenau era muy húmedo. Era capaz de calarte los huesos hasta el tuétano y ya nada podía hacer que dejaras de tiritar.

Aquella gélida mañana, los kapos y escribientes se encargaron de sacar a todos los prisioneros de las barracas. Las familias corrían de un lado para el otro a medio vestir, ya que las guardias no habían permitido que la gente sacara nada de sus camastros. Los prisioneros primero salían completamente desnudos, después, a palos, los obligaban a introducirse en una bañera con un líquido desinfectante que les quemaba la piel. Recuerdo a una mujer llamada Ana, que llevaba un bebé en brazos. Su cuerpo desnudo estaba rosado por el frío, pero no le permitían que lo tapase. Ella lloraba y suplicaba, y al final una de las guardianas se lo arrebató de las manos. Él pobre bebé apenas se movía congelado de frío y adormecido por la debilidad. La guardiana lo sumergió en el desinfectante y, cuando el niño salió medio ahogado y con la piel abrasada, se lo entregó a la mujer. La joven madre gritaba de dolor mientras su hijo agonizaba en sus brazos. A las guardianas y los kapos no les importaba si eran ancianos, mujeres o niños los presos, todos tenían que pasar la desinfección. Acto seguido les rapaban el pelo y las barbas. Después permanecían desnudos en medio de la nieve hasta que les permitían ir a los baños a asearse un poco y ponerse las ropas. Las barracas eran desinfectadas, pero a los pocos días volvían a estar repletas de todo tipo de parásitos. Aquella cruel y brutal desinfección había sido del todo inútil.

Unos días más tarde, cuando comenzaron los nuevos casos de tifus, el 25 de mayo, el doctor Mengele reunió a todos los médicos y enfermeras en la barraca número 28, donde vivían los sanitarios, a excepción de mí, que continuaba en la barraca 14 con mis hijos. Después de los primeros días de intervención, todos nosotros habíamos aprendido a temer al oficial de las SS. Mengele se colocó con los puños apoyados en los costados y, con el ceño fruncido, nos anunció:

—El tifus ha vuelto a extenderse y las barracas 9, 10, 11, 12 y 13 están infectadas. No podemos permitir que la epidemia se propague. Las últimas medidas de desinfección no han causado el efecto deseado. Por ello, he dado orden de que se elimine a todos los miembros de las barracas 8 a la 14.

Las palabras de Mengele nos dejaron a todos boquiabiertos y horrorizados. El sufrimiento de unos días antes no había servido para nada. ¿Qué quería decir con «eliminar»? ¿Qué pasaría con los prisioneros de todas aquellas barracas? Nadie dijo nada. No se atrevían a contradecir a un oficial de las SS, ya que eran conscientes de que eso podía suponer la muerte inmediata.

Una vez que dejó de hablar, Mengele nos dio la espalda para indicarnos que la reunión había terminado, poco a poco todos mis colegas salieron del recinto, pero yo no me moví, esperando hasta quedarme a solas con el oficial. Ludwika tiró de mi bata blanca para que saliese, pero me quedé en la sala.

El oficial se dio la vuelta y me vio de pie, con la cabeza agachada. Hizo un carraspeo, como si estuviera impaciente por lo que tenía que decirle.

Herr Doktor

—¿Qué es lo que desea? ¿Su número es…?

—Soy la enfermera Helene Hannemann. Mis padres son alemanes y yo estudié en la universidad de Berlín.

—¿Es usted alemana? Me imagino que será judía.

—No, Herr Doktor. Soy aria, toda mi familia lo es también.

—¿Presa política, tal vez?

—No, estoy aquí para cuidar a mis hijos. Mi esposo es gitano y la policía consideró que mis niños debían acompañarle aquí, pero yo no podía consentir que se quedaran sin su madre —comenté al oficial.

—Lo lamento, pero no tengo tiempo para historias conmovedoras. Estoy aquí para salvar al campamento de la extinción. Esa plaga de tifus terminará con nosotros en pocas semanas, si no tomamos medidas drásticas.

El doctor parecía adivinar lo que iba a pedir. A pesar de sus formas amables y su sonrisa amplia no dejaba de mostrar la ferocidad de un oficial de las SS.

—Ha dicho que eliminará a todos los miembros de las barracas 8 a la 14. Eso supone más de mil quinientas personas inocentes —dije con la voz temblorosa.

—Un mal menor, de otra manera morirán los más de veinte mil zíngaros del campamento —contestó secamente el doctor.

—Los barracones 8 y 14 no están infectados… —dije titubeante.

—Pero al estar tan próximos de los otros seguramente tendrán algún caso de tifus —dijo Mengele, que parecía comenzar a cansarse de la conversación.

—Sí hay un nuevo brote podrá eliminar a esos barracones —contesté.

—Imposible. Es mejor prevenir que curar. Son las duras leyes de la guerra. En estos tiempos, todos tenemos que hacer sacrificios especiales. Usted no ha visto lo que yo he tenido que soportar en el frente ruso, esto es el paraíso terrenal en comparación —dijo Mengele totalmente asqueado.

Comencé a sudar. No parecía dispuesto a escucharme y me estaba arriesgando demasiado. Para él, mi vida no tenía ningún valor. Podía deshacerse de mí de un plumazo y sin que le temblase la mano.

—¿Qué sucede? ¿Tiene familia en alguna de esas barracas? —preguntó impaciente.

—Sí, mis hijos están en la barraca 14 —le contesté dubitativa. Tal vez podía usar esa información contra mí.

—Sacaremos a sus hijos de la barraca si eso es lo que tanto le preocupa. ¿Está contenta? Ya puede retirarse —dijo secamente Mengele.

Me quedé de pie. El alemán dio dos pasos haciendo golpear sus botas negras contra la madera del suelo. Se aproximó tanto a mi rostro que pude olfatear su perfume. No había olido nada tan agradable desde hacía muchas semanas.

—¿Qué es lo que quiere ahora? —preguntó con el ceño fruncido y la boca torcida.

—Le ruego que salve a las barracas 8 y 14, Herr Doktor. Sería un crimen matar a toda esa gente inocente —dije sin poder creer que aquellas palabras hubieran salido de mis labios. Acababa de firmar mi sentencia de muerte.

El oficial me miró sorprendido. La palabra «crimen» pareció enfurecerle de repente, pero logró sosegarse antes de contestar. Sabía que nadie le había tratado de aquella manera, y mucho menos una prisionera. No sé muy bien si lo que me salvó fue mi aspecto ario o la valentía de mi acción, pero el caso es que Mengele se agachó en la mesa, escribió una nota y me la entregó.

—Los barracones 8 y 14 serán respetados. En el caso de que aparezca un solo caso de tifus, los eliminaré de inmediato. ¿Lo ha entendido? No lo hago por usted, simplemente quiero que entienda que no disfruto con todo esto. Debemos sacrificar a los más débiles para que los más fuertes sobrevivan. La única forma de que la naturaleza no se pervierta es que dejemos que sea ella la que elija quién debe vivir y quién debe morir.

—Sí, Herr Doktor —contesté temblando, aunque intenté mantener firme el pulso cuando me pasó un papel escrito con su estilográfica.

—Lleve esta carta a la secretaria Elisabeth Guttenberger. Todavía no se ha tramitado la orden —me dijo, entregándome un papel firmado por él.

—Gracias —dije mientras tomaba la hoja.

—No me dé las gracias, Frau Hannemann. Mi tarea aquí es salvaguardar el campamento y realizar mis trabajos de campo, no facilitar la vida a los internos. Alemania está manteniendo a miles de personas que no son arias, pero no lo hará gratis ni por atenernos a absurdas normas humanitarias —contestó de manera arrogante.

Salí precipitadamente de la barraca y corrí hasta la oficina. No quería que la orden llegara demasiado tarde. Cuando me paré frente a la barraca me encontraba sin aliento. Se acercó hasta mí una de las guardas nazis, era María Mandel, aún guardaba de recuerdo una cicatriz en la cara que me había hecho al poco tiempo de llegar al campo.

—¿A dónde crees que vas, perra gitana? —me preguntó blandiendo su fusta.

—Traigo una orden del doctor Mengele —le dije enseñando la hoja.

La mujer hizo ademán de tomar el papel para arrugarlo, pero apareció por detrás otras de las guardas, Irma Grese.

—¿Quieres meterte en problemas? ¿No reconoces la firma del doctor Mengele?

María Mandel frunció el ceño. Comprobó la firma y me permitió pasar. Entré toda ufana en la sala y dejé el documento sobre la mesa de Elisabeth Guttenberger. Aquella joven era una gitana muy bella e inteligente. Apenas habíamos cruzado dos o tres palabras, pero la mayoría de los reclusos hablaban muy bien de ella. Su familia se había dedicado a vender antigüedades e instrumentos de cuerda en Stuttgart. Su padre había llegado a ser diputado en el Reichstag y uno de los miembros más reconocidos de la comunidad gitana.

—El doctor Mengele ha paralizado la eliminación de las barracas 8 y 14 —dije con la voz todavía entrecortada por la falta de aliento.

—Gracias a Dios. Cuando he visto la orden me he quedado helada —dijo Elisabeth mientras sellaba el escrito.

—Lo lamento por los que mañana morirán —le contesté.

—Aquí la única certeza es que todos moriremos, pero si al menos se salva alguno, habrá merecido la pena seguir luchando cada día. Llevo aquí desde mediados de marzo y lo único que he visto en todo este tiempo ha sido muerte y desolación. Detuvieron a toda mi familia en Múnich. Tengo a varios de mis hermanos y hermanas en el campo e intento ayudarles desde mi posición, pero es casi imposible. No hay mucho que repartir —contestó Elisabeth.

—Al menos ahora tienes un trabajo mejor —le comenté.

—Cuando llegamos nos tocó construir las barracas y las calles del campo. Mi padre no pudo resistir el ritmo de trabajo y falleció el primero. No sé cuántos saldremos con vida de aquí, aunque a veces pienso que no lo haremos ninguno de nosotros.

Las palabras de Elisabeth me devolvieron de nuevo a la dura realidad de Auschwitz. No importaba mucho retrasar la muerte de unos pocos si al final la muerte de todos sería segura.

María Mendel entró en el cuarto y pusimos fin a la conversación. Aquella temible mujer era capaz de romperte el alma con una simple mirada. No podía entender cómo las guardianas habían llegado a aquel grado de deshumanización, hasta que comprendí que simplemente nos veían como bestias a las que debían vigilar y exterminar si era necesario. Regresé despacio hasta mi barraca, por aquel día mi trabajo había terminado. Me paré ante mi barraca y respiré hondo antes de entrar. Cuando pasé y vi a todos los gitanos alemanes respiré aliviada, de haber llegado unos minutos más tarde a la oficina todos habrían sido eliminados al día siguiente. Mis hijos corrieron hasta mí al verme entrar. Blaz me hizo un informe detallado del día. Él era el encargado de cuidar a sus hermanos más pequeños. Al parecer, según me informó el mayor, Otis se había peleado con otro niño, pero enseguida los había separado su hermano. Además, los gemelos habían quitado a Klaus, un anciano de la barraca, sus muletas, pero todo había quedado en una travesura. Por último, la pequeña Adalia, como siempre, se había portado muy bien. Apenas se había separado de Anna en todo el día, que la trataba como si fuera su propia nieta.

Repartí algo de comida entre la gente, desde mi posición como enfermera era más fácil conseguir algo de pan, patatas y varias latas de sardinas. No era mucho, pero cada día se entregaba a una familia de la barraca. Después me senté un rato para charlar con Anna.

—¿Te encuentras bien? Te veo muy deprimida —me preguntó la anciana.

—Ha sido un día muy duro —le contesté sin querer entrar en detalles.

—Como todos. Aquí únicamente hay días duros.

—Sí, eso es cierto —le dije con aire ausente.

—Ya nos hemos enterado —dijo en tono suave, intentando que la gente de nuestro alrededor no nos escuchase. El campamento era como un pueblo, muchas noticias corrían como la pólvora.

—No he podido hacer nada por ellos —le contesté.

—Pero lo has hecho por nosotros. Tarde o temprano los matarían, los enfermos aquí no duran mucho. En la vida no siempre conseguimos lo que nos proponemos. Yo me crie en Frankfurt. Mi familia llevaba cientos de años siendo caldereros. Nos ganábamos bien la vida, pero de vez en cuando nos echaban de los pueblos porque alguien había perdido algo o se habían producido algunos robos. En un pueblito muy cerca de Frankfurt conocí a una maestra llamada María. Aquella mujer era un ángel y, con todo su buen corazón, un día se acercó a mi padre y le pidió que la dejara enseñarme a leer y escribir. Mi padre le contestó que me necesitaban para que les ayudara a fabricar los calderos, pero que si empleaba los domingos y las tardes en enseñarme, por él no habría problema. En poco más de un mes aprendí a leer y escribir. Ya era una jovencita de trece años, pero tenía una mente rápida y una gran curiosidad. Lo malo fue que un familiar nos trajo a su hijo y concertaron un matrimonio —me contestó.

—¿Con trece años? —le dije extrañada. Desde hacía tiempo no se permitían los matrimonios de mujeres menores de dieciséis años.

—Sí, bueno, realmente esperaron un año a que cumpliera los catorce, pero mi madre no me dejó ir más a la escuela. Tenía que aprender a cocinar, coser y otras tareas más adecuadas para las mujeres.

—Lo siento.

—No importa. Sufrí mucho con mi esposo, pero tuve cinco maravillosos hijos. Logré que todos estudiaran en la escuela, incluidas las niñas, pero no me ha servido de mucho. Los nazis han encerrado a la mayoría, no sé si sobrevivirá alguno.

—Gracias a lo que aprendiste, les pudiste dar una educación a tus hijos. Has logrado mantener unidos a los gitanos alemanes en el campamento y has salvado a mi familia. Te admiro Anna, no he conocido a muchas mujeres tan valientes como tú.

Los pequeños ojos de la anciana se humedecieron por unos instantes. Todas intentábamos mantener la serenidad para que los niños no sufrieran, pero en algunos momentos era casi imposible controlar los sentimientos.

Anna era una mujer muy sabia. Había logrado mantener unidos a los gitanos alemanes. Entre ellos se cuidaban como una gran familia. Me apoyé sobre su hombro para descansar un poco. Sentía que aquella tarde me había enfrentado al mal y lo había derrotado. El doctor Mengele me parecía la mezcla perfecta entre indiferencia y eficacia. Sabía que no era buena idea ponerse en contra a todo el campamento de los gitanos, pero anhelaba que sus superiores aprobaran su trabajo. Aquel era su punto débil, a diferencia del resto de los miembros de las SS, era capaz de perder en parte, si pensaba que con ello era posible mejorar la visión que tenían de él sus superiores o consideraba que sus subalternos le ayudarían a la hora de ejecutar su misión.

Mientras llegaba la cena me acerqué a los niños. Parecían encontrarse en mejor estado que unas semanas antes, pero cada vez les veía más delgados y sucios. Sabía que si caían enfermos no podría hacer mucho para salvarles. Ellos eran lo único que me mantenía con vida. Les abracé y al sentir sus delgados cuerpos junto al mío, deseé con todas mis fuerzas que volvieran a entrar en mis entrañas, formar con ellos parte de un todo, en esa simbiosis perfecta entre una madre y el niño que día a día se forma dentro de sus entrañas. Aquella noche les había salvado la vida una vez más. Tal vez me comportaba de manera egoísta, aunque yo no lo supiera. Una jornada más en Auschwitz significaba perpetuar la agonía de la muerte, mantener el alma cautiva de los barrotes crueles de la indiferencia de nuestros verdugos. La sonrisa de mis hijos me hizo olvidar el infierno de las últimas semanas. No quería pensar en lo que sucedería a la mañana siguiente, más de un millar de personas perderían la vida por el capricho de un doctor. Pero para ellos no éramos más que animales listos para ser sacrificados por un ideal superior. Malditas ideas que son capaces de volver viles a los hombres. Las madres no tenemos ideologías, nuestros hijos son nuestra única causa y patria; para los hombres, matar y morir por sus ideas era algo natural; para nosotras, asesinar por los ideales era la mayor aberración creada por el ser humano. Nosotras, como madres que habíamos sido capaces de generar vida, no podríamos nunca convertirnos en las cómplices de tantas muertes.