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Auschwitz, junio de 1943

Me levanté muy temprano para organizar bien el primer día de clases. En unas horas llegaría el doctor Mengele con algunos jerarcas nazis y no quería que se llevaran una mala impresión de la guardería y la escuela infantil. Apenas habíamos tenido unas horas para organizarnos y todo era nuevo para nosotras. Dejé a mis hijos durmiendo y comencé a colocar el material escolar, preparé una película en el proyector y después me fui al otro pabellón para ver cómo estaba todo. Cuando abrí la puerta ya encontré allí a Maja y Kasandra, las dos enfermeras polacas parecían muy dispuestas, a pesar de su juventud. Nos saludamos y ellas intentaron expresarse en alemán. Mientras terminábamos de ordenar, lo único que me obsesionaba era que Zelma hubiera conseguido las tres ayudantes y logrado convencer a las madres gitanas de que nos confiaran a sus hijos durante toda la mañana.

Me dirigí de nuevo a la guardería y vi cómo se acercaba un grupo de niños. Eran los huérfanos que habían llegado hacía unos días y que los nazis habían acomodado en la barraca 16. Únicamente acudieron los más pequeños, pero su aspecto era totalmente desastroso. Estaban sucios, con el pelo grasiento y repleto de piojos. Les acompañaba un hombre joven que se encargaba de cuidarles, aunque evidentemente no hacía bien su trabajo.

—Los niños no pueden ir a la guardería y la escuela infantil en ese estado. Los llevaremos a la Sauna para que les corten el pelo y se duchen —dije con el ceño fruncido al cuidador.

Las dos enfermeras polacas vinieron para ayudarme. Tomé de la mano a dos de los más pequeños y la furia que sentía se transformó paulatinamente en lástima. Aquellos pobres niños habían perdido a sus padres y, tras vivir varios años en un orfanato regentado por monjas, los nazis les habían traído al infierno. Ayudé a los más pequeños a desnudarse. Sus cuerpos frágiles y delgados estaban llenos de mugre, pero también de moretones y heridas.

—Gracias. Lo haces como mamá —me dijo una niña de pelo castaño largo, mientras comenzaba a frotarla bajo el agua tibia. Aquello me partió el corazón, ojalá pudiera ser la madre de todas aquellas criaturas.

Tuve que tragar saliva para no echarme a llorar. Cuanto sufrimiento había traído esta guerra y, sobre todo, la maldad de aquellos que se creían superiores a otros por el color de su piel, su origen o su idioma. Cuando terminamos de limpiar a los niños les pusimos ropa limpia y regresamos con ellos a las barracas. A primera hora había llegado otro de los grupos a los que tendríamos que atender. La mayoría eran gemelos, muchos de ellos no eran gitanos, pero Mengele, desde hacía unos días, había comenzado a traerlos de las selecciones y los guardaba bajo el cuidado de una mujer en la barraca 32, donde estaba montando su laboratorio personal. Todos nos preguntábamos el porqué, pero pocos nos atrevíamos a expresarlo. Los rumores sobre sus experimentos comenzaban a extenderse por todo el campamento. Sabíamos que estaba en Auschwitz con una misión muy diferente a cuidar de los pobres prisioneros gitanos. No podía negar que me inquietaba aquel interés por los gemelos. No quería que Mengele se acercara a mis hijos ni les permitía que se acercaran al pabellón en el que el doctor había instalado su laboratorio.

Dividimos a los niños por edades, aún no habían llegado todos, pero teníamos más de medio centenar de criaturas de entre tres y siete años. Cuando los pobres entraban en la guardería o en la escuela y veían las paredes pintadas con dibujos, las mesas y los cuadernos con lápices, se quedaban con la boca abierta o comenzaban a dar gritos de emoción. La mayoría llevaba años sin ver una escuela y para algunos era la primera vez que pisaban un aula. Mientras las dos enfermeras polacas se encargaban de los mayores, yo intenté ordenar a los más pequeños en la guardería. Cuando todos estuvieron sentados con sus batitas puestas, comencé a darles el desayuno. Mis tres hijos más pequeños estaban sentados en una de las mesas. Otis se había marchado a la otra barraca, pero Blaz se había empeñado en quedarse en la guardería para ayudarme. A sus once años ya no le correspondía estar como alumno, pero por ahora me serviría como ayudante.

A pesar del hambre que tenían, todos los niños esperaron pacientemente a que estuvieran colocados los vasos de leche, después les dimos unas galletas, que, aunque un poco rancias, a ellos les supieron como si estuvieran saboreando el mejor de los manjares.

Zelma llegó un poco tarde, pero había conseguido traer a la mayor parte de los niños. Dos de las madres gitanas se fueron con parte del grupo al otro edificio y ella se quedó conmigo y otra de las mujeres.

Sentamos a los niños en las mesas que quedaban y comenzaron a desayunar con el resto. Cuando terminaron de comer hicimos una ficha de cada niño. Era casi mediodía cuando terminamos todo el trabajo. Teníamos en el aula siete nacionalidades, niños gitanos y algunos judíos, no sería sencillo integrar a todos. Les enseñaríamos en alemán y polaco, que eran los idiomas que entendía la mayoría.

Reunimos a los niños de los dos edificios y les pusimos una película de Mickey Mouse. Todo el mundo sabía que eran los dibujos animados preferidos de Adolf Hitler y que antes de la guerra Walt Disney había mantenido una estrecha relación con los nazis. Por desgracia, muchas de las ideas de Hitler habían calado en Estados Unidos y el Reino Unido. A los niños todo aquello les resultaba indiferente. La mayoría nunca había visto dibujos animados. Se quedaron como hipnotizados mientras el ratón hacía todo tipo de piruetas y locuras con su perro Pluto. Aprovechamos la tranquilidad de los niños y los dejamos a cargo de Blaz. Todas merecíamos un pequeño descanso.

Las dos enfermeras polacas comenzaron a fumar, mientras las madres se sentaban en la escalinata para tomar un trozo de pan con queso. Zelma fue la única que se quedó a mi lado. Miré al otro lado de la alambrada. El campo del hospital era más pequeño que el resto y la gran explanada vacía era usada algunas veces para pequeños partidos de fútbol entre los Sonderkommandos y los guardianes nazis. El domingo anterior habíamos observado uno de ellos pegados a las alambradas, eso y los conciertos eran el único momento de ocio que se permitía en el campo.

—¿Está contenta? Todo ha salido tal y como lo habíamos previsto —dijo Zelma.

—Sí, aunque estoy deseando que pase la visita de los nazis —le comenté algo inquieta. Sabía que cualquier capricho o comentario de los jerarcas alemanes sería escuchado con atención por el comandante del campo. No podíamos permitirnos cometer ningún error.

—Todo saldrá bien. Los barracones están preciosos y los niños parecen distintos, más alegres y sanos —dijo Zelma mientras me hincaba su profunda mirada.

—Creo que eres más optimista que yo. Únicamente llevan un día con nosotros —le contesté sonriente. Me gustaba mucho su optimismo, era algo que escaseaba en Auschwitz.

Escuché el rugido de varios motores y cuando miré al principio de la avenida pude apreciar con claridad cuatro vehículos negros que avanzaban lentamente por el campamento gitano. Me puse tan nerviosa que comencé a dar órdenes como una loca. Arreglé a todas las colaboradoras sus batas y les pedí que actuaran con naturalidad y que no parecieran nerviosas, a pesar de que yo me mostraba frenética.

Cuando la comitiva se detuvo a unos veinte metros de la guardería, bajé las escaleras y coloqué a las ayudantes en fila, como si fuéramos un grupo de soldados a los que se iba a pasar revista. Yo no quería ni mirar, me limité a ponerme firme delante del resto de las mujeres.

No le vi llegar, pero cuando levanté la cabeza al escuchar una voz tuve ante mí al mismísimo Heinrich Himmler, el Reichsführer-SS, uno de los hombres más poderosos de Alemania. Yo le conocía de los noticieros que ponían antes de las películas en los cines. Nunca había acudido a una concentración nazi y me había negado a que mis hijos entrenaran en las juventudes hitlerianas, aunque por el hecho de ser gitanos no les habrían admitido de todas maneras. Su aspecto no era imponente. Su rostro pálido, de ojos pequeños detrás de unas gafas redondas, le daba el aspecto de un funcionario corriente, pero todos sabíamos que era uno de los hombres más peligrosos del Tercer Reich. Su voz era suave y vestía de manera impecable, como si estuviera por encima de toda la miseria que le rodeaba y que él mismo se había encargado de crear. Me sonrió y amablemente me dijo:

—¿Usted es la directora de la guardería? Herr Doktor Mengele me ha hablado muy bien de usted. Una alemana es lo que necesitaba un sitio como este.

No supe qué responder, me quedé mirándole y temblando levemente, como si volviera a ser una niña pequeña y me encontrase ante un profesor severo.

—Gracias, Reichsführer-SS —dije tartamudeando.

—¿Esta es la guardería? Luego dirán esa basura comunista y judía que somos inhumanos —dijo Himmler dirigiéndose al resto de la comitiva que se echó a reír.

El Reichsführer-SS comenzó a saludar al resto de las ayudantes, pero a ellas no les dio la mano, como si temiera contagiarse de las razas inferiores. El doctor Mengele se adelantó sonriente y me presentó al comandante del campo Rudolf Höss.

—Muy buen trabajo Frau Hannemann. El doctor Mengele ha destacado su buen hacer y su entrega. Los alemanes siempre apreciamos que nos den la oportunidad de demostrar de lo que somos capaces —dijo levantando la mirada y contemplando el cartel que yo había pintado el día anterior.

Mengele se limitó a sonreír y pasar su mano por mi espalda para que les enseñara las instalaciones. Los tres hombres y el resto de la comitiva me cedieron el paso y cuando entré en la sala pedí a los niños que se pusieran en pie. Blaz paró la proyección y las mujeres abrieron rápidamente las contraventanas de madera para que la suave luz de la primavera polaca penetrara por los cristales.

Los niños miraron algo temerosos a los hombres. Los uniformes de las SS imponían respeto a todos los prisioneros, hasta los más pequeños sabían que era mejor estar lejos de los uniformes negros. El único que parecía no darles miedo era el doctor Mengele, que se aproximó a la primera mesa y se agachó para ofrecer unos caramelos a los niños.

—Este sitio no tiene nada que envidiar a muchas escuelas alemanas —dijo Himmler poniéndose las manos en la cintura.

—Queremos que los niños gitanos y los gemelos de Herr Doktor vivan en las mejores condiciones posibles —contestó Rudolf Höss.

—Muchas gracias comandante —dijo Mengele con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Cuántos niños tienen en la guardería? —me preguntó Himmler.

—En total noventa y ocho niños. Cincuenta y cinco en la guardería y otros cuarenta y tres en la escuela infantil —le contesté.

—¿En qué idioma les enseñan? —preguntó de nuevo el líder nazi.

—En alemán y polaco —le contesté algo indecisa. Temía que no le gustara que les enseñásemos el polaco.

—Excelente —dijo mientras se tocaba el mentón.

Himmler se agachó y se acercó hasta uno de los niños. Era un gitano llamado Andrés que, sin mostrar nada de temor, le miró directamente a los ojos. El nazi se quitó el sombrero y pasó su mano por su pelo corto antes de preguntar al muchacho.

—¿Te gusta la escuela?

—Sí, Herr Kommandant —dijo el niño muy serio. Apenas tenía cuatro años, pero parecía más avispado que la mayoría de los niños de su edad.

—¿Os han dado un buen desayuno? —preguntó de nuevo.

—Sí, hemos tomado leche y galletas —contestó el niño.

—Lo que yo tomaba cuando era niño —dijo el alemán con una sonrisa.

Luego levantó la vista y miró al resto de la clase. Antes de ponerse de nuevo en pie se dirigió a otro niño que estaba sentado al lado y le preguntó:

—¿Sabes para qué son esas chimeneas tan grandes que hay al otro lado de las alambradas?

El niño se quedó pensativo unos segundos, después, con ojos picarones, le contestó:

—Allí es donde hacen el pan del campamento. Los panaderos nos hacen el pan todos los días.

Himmler se levantó complacido, tocó el cabello del niño y se despidió del resto de la clase, que contestó a coro. Todos los oficiales salieron y yo les seguí.

—Todo está en orden —dijo el comandante del campamento—, pero creo que tienen que asear más a los niños. Sé que los gitanos huelen mal, pero tienen que evitar que huelan de esta manera tan horrible.

Aquel comentario me hizo revolverme por dentro. El comandante sabía perfectamente que mis hijos eran gitanos, pero para todos ellos éramos poco más que animales, aunque estaba segura de que trataban mucho mejor a sus perros que a nosotros.

—Sí, Herr Kommandant —le contesté intentando suavizar mi gesto.

El último en saludarme fue el doctor Mengele, que me apretó los hombros con sus manos huesudas y frías. Después, sonriente, me dijo:

—Buen trabajo. Ya hablaremos.

Cuando la comitiva regresó a sus coches y salieron del campamento gitano todo el mundo respiró más tranquilo. Mientras mis ayudantes daban de comer algo a los niños antes de mandarlos a las barracas, mi amiga Ludwika vino a verme. Parecía algo alterada, aunque el hospital se había salvado de la visita de los jerarcas, tenían demasiado miedo a que alguien pudiera contagiarles algo.

—¿Qué tal ha ido todo?

—Muy bien, creo. Aunque con los cuervos de negro nunca se sabe —dije haciendo una broma. Necesitaba relajarme un poco.

—Caminemos un rato —dijo mi amiga.

Nos alejamos de las barracas y nos fuimos hasta el fondo del campo. En la gran estación donde solían parar los trenes —casualmente aquella mañana no había llegado ninguno— habían colocado algunos miembros de la orquesta de Auschwitz. Cuando los coches de la comitiva pasaron delante de ellos comenzaron a tocar. Dirigiendo al grupo de mujeres estaba Alma Rosé, una violinista austriaca a la que se había encargado la orquesta femenina. Mientras tocaban parecía que sus mentes escapaban de las alambradas, pero, como pájaros enjaulados con las alas rotas, su música siempre sonaba melancólica.

Mi amiga suspiró mientras los coches se paraban brevemente frente a las prisioneras. No pude evitar acordarme de mi marido, no sabía dónde se encontraba. Temía que le hubiera pasado algo malo, pero cada noche oraba para que Dios le protegiera y nos volviera a reunir una vez más. Imaginaba que el Creador del Universo tenía mucho trabajo aquel verano de 1943, pero para la mayoría de los seres humanos nuestros problemas son siempre los más importantes del mundo.

—¿Crees que algún día saldremos con vida de aquí? —preguntó Ludwika mientras la banda continuaba tocando.

Miré el cielo azul, después el bosque que comenzaba a reverdecer al fondo y las flores que tímidamente crecían entre la hierba. La primavera había logrado surgir entre las bombas y los campos sembrados de cadáveres de medio mundo. Aquella era la mayor muestra de que la vida continuaría cuando todo esto hubiera acabado.

—Saldremos de aquí, aunque no estoy segura de que sea con vida. Únicamente pueden retener nuestros cuerpos. Este amasijo de huesos y carne que poco a poco se convierte en polvo, pero nunca nuestra alma.

Me sorprendieron mis propias palabras. No solía mencionar la muerte en el campo, y mucho menos delante de una compañera, pero había algo liberador en ser consciente de que los nazis no tenían la capacidad de exterminar el alma.

Nos dirigimos en silencio hasta las barracas y la algarabía de los niños nos animó de nuevo. Los alumnos salieron ordenadamente y se dividieron en tres grupos. El primero se dirigió a la barraca orfanato, el segundo fue a la que había habilitado Mengele cerca de su laboratorio y el tercero regresó con sus familias.

Maja y Kasandra me ayudaron a recoger las aulas, después comí con mis hijos. Me sentía muy cansada. La tensión del día me había agotado, quería que los niños se durmieran pronto, escribir una o dos páginas del diario y dormir. El sueño era uno de los pocos momentos en los que nos sentíamos verdaderamente libres.

Los niños comieron con una sonrisa en los labios. Ya no tenían que ir a los infectos baños del campo a hacer sus necesidades, comían mucho mejor y nuestra sencilla habitación parecía un palacio en comparación con la barraca 14.

Tras leer un cuento a los más pequeños y besar a los mayores cerré la puerta y me senté en una de las pequeñas sillas. Apenas llevaba un par de minutos cuando escuché los pasos de uno de mis hijos, me volví y contemplé el rostro de Blaz. La luz de la vela apenas iluminaba sus facciones morenas, pero no me hacía falta verle la cara para saber que quería contarme algún secreto.

—¿Estás bien, hijo? —le pregunté mientras con un gesto le indicaba que se acercase. Se sentó en mi regazo como si fuera mucho más pequeño y se dejó mimar por unos instantes.

Blaz había sido el primero en irrumpir en nuestra tranquila vida de pareja. Se parecía mucho a su padre en todos los sentidos, aunque tenía mi constancia y obsesión por el orden.

—Cuando nos quitaron nuestra identificación y todos los recuerdos logré guardar algo entre las ropas. Hasta ahora no quería decírtelo, temía que te enfadaras conmigo. Cada noche paso un rato acariciándola y de vez en cuando la miro.

—¿De qué se trata? Me tienes en ascuas —dije impaciente.

Mi hijo se limitó a sacar del pecho una pequeña foto y la puso delante de mis ojos. En la imagen aparecíamos todos. Yo estaba embarazada de la pequeña, la foto la habíamos hecho el verano antes de que echasen a Johann de la orquesta. La guerra todavía no había empezado y, aunque comenzábamos a tener algunos problemas con los nazis, todavía la vida parecía tranquila y feliz. Observé largamente nuestros rostros sonrientes. Aquella imagen había atrapado un momento de felicidad y lo había convertido en eterno. Ya no éramos aquella familia feliz posando en un bello parque de Berlín. Aquel aire veraniego, el sonido de una banda de música de fondo, el olor a algodón de azúcar parecían tan lejanos como mi juventud, pero al mismo tiempo estábamos atrapados para siempre en aquella imagen.

Comencé a llorar y Blaz se aferró a mí con fuerza. Sentí sus brazos y su mejilla acariciando la mía. Nuestras lágrimas se mezclaron, como un día nuestra sangre fue solamente una en el seno materno. Por unos segundos fuimos de nuevo un solo cuerpo, unido por el cordón umbilical. Cerré los ojos y recordé el rostro de Johann. Deseé con todas mis fuerzas que estuviera allí con nosotros. Una familia unida de nuevo. Tan feliz como aquel instante perdido en la memoria de una imagen en blanco y negro.

—Gracias, cariño —dije a mi hijo entre sollozos.

Se apartó un poco de mi rostro y me miró con los ojos anegados en lágrimas. Blaz no solía llorar nunca, era un niño fuerte y decidido.

—Te cuidaré, mamá, os cuidaré a todos hasta que regrese papá. Sé que está cerca, puedo sentirlo. Echo de menos tumbarme junto a él en las siestas de la tarde, tocar juntos el violín al lado de la ventana del salón, caminar a su lado imitando sus pasos y soñando con ser como él algún día —dijo entre sollozos.

—Lo serás, mi pequeño knirps[14] —dije mientras nos fundíamos de nuevo en un abrazo.

Nuestras respiraciones se acompasaron en el salón, que comenzaba a refrescarse con el viento del norte. La luz de las grandes farolas de Auschwitz penetraba por las ventanas opacando a las estrellas y la luna. Algún día, cuando aquel campo estuviera a oscuras y en silencio, las lumbreras celestes volverían a bañarlo con su luz pura, como siempre había sido, y el mundo sería de nuevo un lugar bueno para vivir.