2

Camino de Auschwitz, mayo de 1943

Todo sucedió muy rápido. En la zona de carga y descarga de la estación había cientos de personas pegadas al andén. Al principio nos sentimos algo aturdidos. Los policías nos habían dejado frente a unos soldados de las SS y estos, a empujones, nos llevaron hasta el interior de la estación. Me extrañó ver un tren de ganado de color marrón oscuro con las puertas abiertas, pero no tardé en comprender lo que aquella gente pretendía. Continuaba con Adalia en los brazos, pero ahora agarraba con la otra mano las manitas frías y sudorosas de los dos gemelos. Los mayores estaban agarrados a las maletas que mi marido sujetaba con fuerza. Los soldados comenzaron a empujarnos y el andén se fue vaciando a medida que, con dificultad, la gente subía a los vagones. Johann dejó las maletas a un lado y ayudó a Blaz y Otis a subir. Después levantó a los gemelos y los dejó dentro del vagón. En ese momento, la presión de la gente comenzó a arrastrarme hacia delante. Johann había subido dentro del vagón para que le pasase a la niña, pero apenas podía mantenerme frente a la puerta. Mi esposo tomó a Adalia, pero yo estaba cada vez más lejos de ellos. Angustiada, me abrí paso a empujones. Mujeres, hombres y niños como una marea humana aterrorizada me arrastraban hacia los otros vagones, pero no podía dejar sola a mi familia. Me aferré con todas mis fuerzas a una barra del vagón y pegué un salto, me quedé suspendida por unos segundos por encima de las cabezas de la multitud, pero enseguida noté un fuerte golpe en el costado. Me giré y vi a un soldado de las SS con una porra que intentaba bajarme de aquel lugar. Mi esposo observó la escena, se agarró a las maderas del vagón y se acercó hasta donde estaba alargando el brazo. Le miré por unos instantes, noté un segundo golpe que casi me hizo caerme entre la multitud, pero logré agarrar la mano de Johann y él logró introducirme en el vagón.

El olor nauseabundo casi me hizo vomitar, pero me repuse y, con la ayuda de mi esposo, logramos hacernos un hueco para que los niños se pudieran sentar sobre la paja con un pestilente hedor a humedad y orín. Johann y yo tuvimos que quedarnos en pie, con noventa y seis personas en el vagón era imposible que todos pudiésemos estar sentados.

El tren comenzó a moverse lentamente y estuvimos a punto de perder el equilibrio, pero los cuerpos hacinados nos impedían caer al suelo. Aquel infierno no acababa sino de empezar.

Todos los miembros del vagón eran zíngaros como mi esposo. Al principio, la gente intentó tomarse las cosas con calma, pero a medida que pasaban las horas saltaron las discusiones y los enfrentamientos. La sed comenzó a ser un problema a partir de las cuatro o cinco horas de viaje. Los bebés gritaban desesperados, los niños tenían hambre y los ancianos comenzaban a caer desmayados por el agotamiento y la incómoda postura. El vagón no dejaba de traquetear y saltar. Sentíamos mucho frío a pesar de encontrarnos a primeros de mayo; los atardeceres eran gélidos en Alemania y nos dirigíamos más hacia el norte.

Cuando llegó la noche, la algarabía se había apoderado del vagón, hasta que uno de los ancianos gitanos se puso a gritar en su idioma ancestral. El anciano logró que los ánimos se calmaran un poco. Mi esposo ayudó con un par de hombres a organizar el vagón e improvisar una especie de retrete al fondo, con un cubo y una manta que colgaba desde el techo, para tener al menos un poco de intimidad.

Aproveché para dar a mis hijos un poco de comida y bebieron unos tragos de leche por turnos. Los dos más grandes se tumbaron sobre la paja y los tres más pequeños se acurrucaron en los huecos de sus pies y la niña entre ellos.

No había luz, pero no hacía falta para imaginar los rostros preocupados y las expresiones de extrema tristeza de todos los viajeros. Las condiciones en las que nos transportaban no permitían que nos hiciésemos muchas ilusiones de cómo sería el lugar al que nos dirigíamos. Cuando regresó Johann no pude resistir más y me eché a llorar. Intente ahogar mis lamentos en su chaqueta, para que los niños no se despertasen. Pero aquello no me consolaba y aún mientras iba desahogando mis sollozos me sentía más y más desesperada.

—No llores, cariño. Seguro que las cosas mejoran cuando lleguemos al campamento. En el año treinta y seis muchos gitanos fueron internados para que se celebraran los Juegos Olímpicos y a los pocos meses les dejaron regresar a sus casas —dijo Johann con un tono suave. Era la primera vez que hablábamos desde aquella mañana. Por alguna razón, el timbre de su voz me relajó, como si pensara que a su lado nada malo podía ocurrirme.

—Te quiero —dije mientras le abrazaba. Cuántas veces le había expresado mis sentimientos desde que nos conocíamos, pero poder amar en un lugar como aquel, rodeado de un ejército de desesperados, me pareció la confirmación de todo aquel tiempo de amor ininterrumpido.

—Los romá hemos sido perseguidos durante cientos de años y siempre hemos sobrevivido, también lograremos salir de esta —dijo Johann acariciándome la cara.

Llevábamos más de veinte años juntos. Nos habíamos conocido siendo adolescentes cuando su familia llegó a Freital, el pequeño pueblo cerca de Dresde en donde yo había nacido. Mis padres participaban activamente en la obra social de la iglesia y ayudaban a los niños de los gitanos a integrarse en la comunidad. En cuanto vieron a Johann supieron que era un chico especial. Mis padres tuvieron que superar los prejuicios que siempre ha habido hacia los gitanos. La mayoría de mis vecinos pensaban que no podías fiarte de ellos. En cualquier momento podían engañarte o intentar robarte. Mi padre se hizo enseguida amigo del padre de Johann. Su familia se había dedicado a comprar y vender caballos, pero también comerciaban con todo tipo de cosas. Muchas veces, el padre de Johann venía a casa con él, para enseñarnos sus últimos productos: una mantelería de hilo cosida en Portugal, algunas sábanas o toallas… Mi madre supervisaba las telas con desconfianza, pero casi siempre daba su aprobación. Los dos hombres regateaban unos momentos y después sellaban el acuerdo con un apretón de manos. Mientras tanto, yo tenía la mirada fija en el chico. Su rostro de marcados pómulos y barbilla cuadrada me parecía el de un príncipe de Persia. Aunque rara vez hablábamos. En ocasiones nos dejaban jugar a la pelota en el patio, pero nos limitábamos a mirarnos y pasarnos el balón. Mis padres se encapricharon con el chico y lograron que estudiara en la escuela elemental y que hiciera el bachillerato; después pagaron de su bolsillo su carrera en el conservatorio.

Una mañana, el padre de Johann trajo a casa un viejo reloj de bolsillo y le aseguró al mío que era de cuarzo, con incrustaciones de oro. Tras regatear durante un rato, mi padre compró el reloj, pero dos semanas más tarde estaba parado y el oro se había convertido en simple latón. Los dos hombres estuvieron un tiempo sin hablarse, pero mis padres continuaron apoyando a Johann. Poco a poco, mientras caminábamos juntos al conservatorio, comencé a sentir algo por él, pero Johann no me propuso matrimonio hasta que terminó la carrera. Mi marido no tardó en convertirse en uno de los mejores violinistas del país.

Cuando les conté a mis padres que estaba profundamente enamorada de Johann me aconsejaron que lo pensara bien antes de dar algún paso en falso. Las nuestras eran dos culturas profundamente distintas, pero al final el amor triunfó sobre todos los contratiempos y prejuicios del mundo que nos rodeaba. Naturalmente habíamos sufrido muchas dificultades después de casarnos. Las leyes de los gitanos eran muy estrictas. No les gustaba mezclar su sangre con la de los no gitanos, aunque eran algo más transigentes en el caso de los hombres. Johann tuvo que prometer a mis padres que no sería un romaní itinerante y, cuando su familia se marchó de nuestra ciudad, se quedó a vivir en nuestra casa. Recuerdo los días previos a la boda. Toda la ciudad parecía expectante. Uno de los pastores de la iglesia vino a hablar con nosotros para que desistiéramos de lo que él consideraba una unión «contra natura», pero a pesar de todo éramos muy felices y continuamos con la boda. La mañana que fuimos al registro para pedir los papeles y solicitar la ceremonia civil, los funcionarios nos negaron los certificados y únicamente la intervención del juez, un anciano de dulce rostro, logró que cumplieran con la ley. Ahora, todos aquellos recuerdos y sufrimientos parecían lejanos, casi insignificantes ante el profundo e inquietante abismo al que nos aproximábamos.

A la mañana siguiente nos detuvimos un par de horas en Pruszców. Aquello nos confirmó que nos encontrábamos en Polonia. La sed comenzaba a desesperarnos, el olor a vómito, orines y heces lo invadía todo, convirtiendo el aire en algo casi irrespirable. Entonces un rumor corrió por todo el vagón, un soldado de las SS estaba asomado por el único ventanuco que había en el coche. La gente le suplicaba por agua y un poco de comida.

—¡Denme todo lo que tengan de valor! —gritó con una luger[6] en la mano.

Mi esposo ayudó a los viajeros recaudando relojes de pulsera, anillos y otras joyas para que aquel tipo nos diera un poco de agua fresca. Un cubo de agua para casi cien personas era muy poca cantidad. Apenas suponía un pequeño sorbo para cada uno de nosotros. La gente gemía desesperada por el agua, perdiendo los últimos modales que aún habían tratado de mantener. Cuando llegó nuestro turno, primero bebió Adalia, apenas unos sorbos, después los gemelos y por último Otis. El mayor me observó con sus labios resecos por la sed. Después me pasó el cubo sin probar el agua. Blaz comprendía que había enfermos y bebés que lo necesitaban más que él. Aquello casi hizo que se me saltasen las lágrimas. Me sentía muy orgullosa de su valor: era capaz de soportar su sed para que los demás pudieran saciar la suya.

Por la tarde del segundo día varios niños tenían fiebre alta y algunos de los ancianos parecían realmente enfermos. Llevábamos prácticamente un día y medio sin casi beber agua y sin comer, además apenas habíamos dormido.

La segunda noche fue aún más terrible que la primera. Un anciano llamado Roth sufrió un ataque al corazón y se derrumbó justo a nuestro lado. No pudimos hacer nada para reanimarle, los niños comenzaron a asustarse, pero al final logramos que se quedaran de nuevo dormidos.

—¿Cuántos días más estaremos aquí? —pregunté a mi marido mientras apoyaba mi cabeza en su hombro.

—No creo que sea mucho. El campamento debe de estar en Polonia, imagino que, tal y como va la guerra, aún tendrán abiertos campamentos para prisioneros en Rusia —dijo Johann.

Esperaba que mi esposo estuviera en lo cierto. Como enfermera, sabía que los niños sin comida ni bebida comenzaban a morir a los dos o tres días, seguidos por los ancianos y los más débiles. Únicamente teníamos un día más para resistir en aquellas condiciones.

Aquella terrible situación me hizo recordar nuestro primer hogar. Nos trasladamos con unos tíos de Johann que tenían una casa baja a las afueras de la ciudad. Durante la noche nos dejaban ocupar un cuarto pequeño y húmedo, pero el simple hecho de estar juntos nos hacía tan felices que muchas noches nos las pasábamos riéndonos bajo las sábanas para no molestar a los ancianos. Un día que me encontraba sola en casa, la tía de Johann comenzó a decirme que me creía una señorita y que no hacía nada en la casa. Después de gritarme e insultarme me echó a la calle. Fuera estaba cayendo una gran nevada. Esperé a mi esposo sentada sobre las maletas, tiritando de frío y con la ropa calada.

Cuando Johann me vio, me abrazó e intentó calentarme un poco. Dormimos aquella noche en una pensión, pero al día siguiente buscamos una pequeña casa con cocina y un minúsculo aseo. Dos semanas más tarde, Johann consiguió un puesto en el conservatorio y las cosas comenzaron a marchar mucho mejor. Ya no teníamos que cenar latas de conserva y luchar para que los pocos marcos que teníamos llegaran hasta finales de mes.

El tercer día de viaje amaneció especialmente frío. Nos detuvimos una vez más y el mismo soldado del día anterior nos ofreció un poco de agua a cambio de más joyas y otros objetos de valor. Aquel poco de agua nos calmó un poco, pero enseguida la sed comenzó a azotarnos de nuevo. Cinco personas fallecieron a lo largo de la jornada, aunque la situación más desgarradora fue la muerte de un bebé en brazos de una joven madre gitana llamada Alice. Sus familiares le pidieron que lo dejara en el lado en el que habíamos amontonado al resto de los cadáveres, pero ella se aferró con fuerza al cuerpo inerte de su hijo. Imaginé que en pocas horas yo misma estaría en su situación. Sentí cómo se me desgarraba el corazón al pensar en todo aquello. Recordé todas las noches en vela, los días felices que había pasado junto a mis hijos. No entendía nada. Mis niños eran completamente inocentes, su único delito consistía en tener un padre gitano. Aquella guerra estaba volviendo loco a todo el mundo.

La noche volvió a envolverlo todo. A mi lado, los niños parecían totalmente inertes, los pobres apenas tenían fuerzas. El agotamiento, la sed y el hambre habían apagado casi por completo sus vidas, como velas a punto de extinguirse. Johann sostenía en brazos a Adalia, que pálida y con la piel seca por la deshidratación únicamente quería dormir.

Me aproximé a los listones de madera de la pared e intenté mirar por una de las rendijas. Pude contemplar una gran estación con una especie de torre central. El tren se detuvo unos minutos y la gente comenzó a moverse. Nos pusimos de nuevo en marcha y entramos por una especie de pequeño arco. Al otro lado, una larguísima alambrada con púas, sujeta por decenas de postes de hormigón, bordeaba las vías. Unos potentes reflectores alumbraban el campamento por completo. Aquel lugar nos parecía inmenso y desapacible, pero al menos era un lugar en el que vivir y en el que poder escapar de aquel tren infernal.

La gente se inquietó al ver que estábamos detenidos, pero durante casi cuatro horas nadie se acercó hasta nuestro tren y, llevados por el agotamiento, todos fueron acurrucándose unos encima de otros, intentando estar lo más apartados posible de los cadáveres y dormir un poco. La madre del bebé muerto era la única que permanecía entre ellos, como si ya hubiera tomado la decisión de dejarse llevar por las sombras.

Mientras mi familia dormía intranquila, casi en las fronteras de la agonía, comencé a llorar en silencio. Me sentía culpable por no haber previsto que la locura de los nazis terminaría por alcanzarnos, debíamos haber huido a España o América, para alejarnos lo más posible de la terrible locura que se había apoderado de nuestro país y de casi toda Europa. Siempre quise creer que al final la gente se daría cuenta de lo que representaban Hitler y sus secuaces, pero no fue así. Todos los siguieron en su locura fanática y convirtieron el mundo en un infierno de guerra y hambre.

Cuando el día decidió asomar por el horizonte escuchamos unos ladridos y pasos sobre la gravilla que rodeaba a las vías. Medio centenar de soldados, un oficial de las SS y un intérprete que repetía sus órdenes en varios idiomas despertaron a todo el tren.

La gente se encontraba deseosa de abandonar nuestro particular infierno, sin ser aún conscientes de que entraban en otro aún peor.

—Quietos —dije a los niños. Ellos me miraron tranquilos. Estaban muy cansados, aunque sentían curiosidad por lo que les esperaba fuera.

Después de que el vagón se vaciara, mi esposo tomó las maletas y antes de descender miramos a ambos lados. Una gran multitud bajaba rápidamente de los trenes. Abajo, los soldados de las SS y unos prisioneros vestidos con uniformes a rayas les pedían cordialmente que se colocasen en filas separadas.

—¡Bajen, rápido! —nos gritó uno de los soldados.

Mi marido pegó un salto y después nos ayudó a descender a todos. Sentía las piernas débiles y una sensación desagradable en los huesos, como si el frío de aquel lugar penetrase hasta lo más profundo de mi ser. Los soldados de las SS tenían perros y llevaban porras en las manos, pero ninguno parecía con intención de usarlas. A unos metros se veían torres de vigilancia, y al fondo unas grandes chimeneas, pero el gentío apenas nos permitía contemplar lo que se encontraba más cerca.

Nos dividieron en dos grandes grupos. Pusieron a las mujeres y los niños a un lado y colocaron al otro a todos los hombres. Al principio intenté resistirme a la separación de Johann, me aferré a su mano hasta que uno de los prisioneros se acercó y con voz suave me dijo:

—Lo verá más tarde. No se preocupe, señora.

Mi marido me pasó las maletas y se quedó en la otra fila. Nos miraba e intentó sonreír para tranquilizarnos, pero sus labios fruncidos pretendían disimular una angustia casi insoportable.

—¿A dónde se llevan a papá? —preguntó Emily, mientras se frotaba sus ojos irritados.

No supe qué contestar. Me había quedado sin palabras, el dolor me había dejado muda, como si mi mente ya no pudiera soportar aquel sinsentido. Me limité a acariciar su cabeza y bajar la vista para que no se diese cuenta de mis lágrimas.

—Los hombres de veinte a cuarenta años vendrán con nosotros —dijo uno de los oficiales de las SS.

El grupo se dividió en dos y contemplé cómo se alejaba Johann. Al estar entre los primeros apenas pude observar durante unos segundos su espalda ancha, con el pelo negro y rizado metido en parte por el cuello de su camisa. Mi marido había ocupado toda mi existencia durante casi quince años. Sentí como si me arrancasen las entrañas cuando echaron a andar. La vida no merecía la pena ser vivida sin él. Después miré a mis hijos. Me observaban con sus ojos muy abiertos, como si intentaran escudriñar mi alma. Entonces supe que ser madre era mucho más que criar niños, consistía en doblegar el alma hasta que el yo se confundía para siempre con sus bellos rostros inocentes. El grupo de hombres ya estaba a cierta distancia mientras me mordía los labios para no llorar. Johann caminaba dentro de la formación, ocultándome su rostro. Pedí al cielo verle por última vez. Los soldados les empujaban y apremiaban, pero al menos Johann por un instante se atrevió a girarse y sus ojos se despidieron de mí, intentando suplir con aquellas hermosas pupilas la falta de sus palabras.