17

Auschwitz, agosto de 1944

El calor insoportable parecía querer anticipar el infierno que estábamos a punto de vivir. Apenas teníamos agua, la comida se había reducido hasta el punto de que muchos se movían como autómatas por el campamento y la mortalidad infantil era abrumadora. A lo largo de los últimos días de marzo, los nazis habían deportado a la mayoría de mis ayudantes. Las dos enfermeras Maja y Kasandra ya no estaban con nosotras y, de las antiguas madres gitanas, la única que aún nos ayudaba era Zelma. Vera Luke se había convertido en mi mano derecha, pero el número de niños al que cuidábamos era muy reducido. La barraca de la escuela infantil estaba clausurada, también algunas de las barracas del hospital, la última miembro del personal sanitario que aún quedaba en el campo gitano era Ludwika.

Las noches eran agobiantes, pero lo peor no era el bochorno y la humedad, lo verdaderamente terrible era el asfixiante olor a humo de los crematorios y las hogueras que se extendían en una interminable noche de San Juan por la zona de los crematorios 3 y 4. El bufido de trenes que llegaban de día y de noche de Hungría parecía incesante. A veces se acumulaban dos o tres y los prisioneros debían esperar uno o dos días dentro antes de caminar hasta los mataderos que los nazis habían preparado para ellos.

Escuchábamos algunas buenas noticias que llegaban del frente: los aliados estaban reconquistando Francia y los rusos comenzaban a penetrar en Polonia. Los bombardeos eran tan intensos que veíamos pasar aviones de día y de noche sobre nuestras cabezas. Aunque los pocos que quedábamos con vida en el campo gitano teníamos la sensación de que aquellas buenas noticias no nos librarían de las garras de nuestros verdugos.

Mengele ya no pasaba nunca por el campo gitano, lo solía ver desde la alambrada seleccionando a los pobres judíos húngaros que llegaban en oleadas interminables cada día a Birkenau. Desde la distancia parecía sereno, vestido con la misma pulcritud de siempre, como si el desmoronamiento del Tercer Reich y la descomposición progresiva de Auschwitz no le afectaran en absoluto. El doctor nos hacía llegar secretamente algunos alimentos, de alguna manera seguía protegiendo a mi familia, aunque fuera como el último resquicio de humanidad que aún le quedaba. Los guardianes, en cambio, parecían abatidos y furiosos al mismo tiempo. Mataban a los prisioneros a capricho, movidos por cualquier excusa, pasaban la mayor parte del día bebidos, ebrios de sangre y odio, como perros rabiosos que se encuentran acorralados y dan sus últimas dentelladas antes de desaparecer.

El caos reinaba por doquier. Los nazis se sentían desbordados en todos los sentidos y sabíamos que, en cierta forma, nuestro campamento era un quebradero de cabeza para las autoridades del campo. Unas semanas antes, los soldados de las SS habían desalojado el campo de familias judío, durante varios días habían llevado a casi todos sus miembros en camiones hacia las cámaras de gas. Los checos apenas habían presentado resistencia, aunque eran muchos más que nosotros. En nuestro campo apenas quedaban hombres jóvenes, la mayoría eran niños, mujeres y ancianos. Sin duda, éramos una presa fácil para los nazis.

Aquella mañana, los kapos y las guardianas, que en las últimas semanas apenas se habían atrevido a entrar, pasaron lista y advirtieron a un millar de prisioneros que al día siguiente partirían para otros campos. Mientras escuchábamos la monótona lectura de los nombres, nos sorprendió oír el nombre de Else Baker, que desde la primavera pasaba parte de su tiempo con nosotras.

Me acerqué a la niña y, tomándole la mano, la felicité.

—Else mañana saldrás de Auschwitz, espero que pronto puedas ver de nuevo a tus padres —le dije mientras le acariciaba el pelo.

—Muchas gracias, Frau Hannemann —dijo la niña, sonriente.

Else parecía exultante. Después de unos meses en Auschwitz, el poder salir de aquel infierno, aunque fuese para entrar en otro, parecía la mejor de las noticias. Tras el recuento, Elisabeth Guttenberger, la secretaria del campo, se acercó hasta mí con discreción. Me pidió que caminásemos un rato y nos dirigimos hacia la guardería. Me sentía completamente agotada, el hambre estaba comenzando a afectarme de verdad. Sentía una especie de cansancio crónico y una apatía casi constante. Lo único que me animaba a seguir luchando eran mis hijos y los niños del campamento.

—Esto se ha terminado.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté extrañada.

La mujer se paró y muy seria me tomó de las manos.

—Debe conseguir un permiso para usted y los niños. No puedo contarle todo, pero los nazis necesitan sus instalaciones para los prisioneros húngaros. Los gitanos ya no somos importantes.

—Transportarán al resto. ¿Qué van a hacer con nosotros? Apenas quedaremos mañana poco más de tres mil.

—Mire a su alrededor. Únicamente quedan los que ya no sirven para trabajar. El hospital ha sido desmantelado y todos los colaboradores del campo tenemos órdenes de presentarnos esta noche en la puerta principal. Mañana no habrá ningún kapo, guarda, secretaria o cocinera en el campo gitano.

Estábamos llegando al límite del campo cuando dimos la vuelta. Observé las barracas de madera basta, verdaderas cuadras creadas para animales, la avenida polvorienta y la alambrada electrificada que trazaba las fronteras de aquella pequeña nación gitana. Llevábamos poco más de un año en Birkenau. Durante todo ese tiempo solo había salido de aquella cárcel una vez; de alguna manera, aquel pedazo de tierra infecta era nuestro hogar. No comprendía qué mal le hacíamos a los nazis, por qué nos consideraban tan peligrosos, la mayor parte de la gente internada en Auschwitz no había cometido nunca un delito.

—No creo que el doctor Mengele nos deje morir sin más. Hasta ahora ha cuidado de mi familia. Aunque haya hecho cosas reprobables e inhumanas, no pienso que deje morir a una mujer alemana y sus cinco hijos.

Intenté parecer firme, aunque era consciente de que la lógica de fuera del campamento no tenía nada que ver con la lógica que había dentro. Muchas veces, las órdenes más absurdas se llevaban a la práctica con una frialdad pasmosa, a pesar de que se viera a todas luces que eran una barbaridad.

—De todas maneras, he mandado un escrito al comandante en su nombre pidiendo un traslado. Espero que llegue la contestación mañana a primera hora. Tenga preparada sus cosas. No les dejaremos aquí —dijo Elisabeth abrazándome.

Parecía que nos estábamos despidiendo en el andén de una estación, pero no éramos dos viejas amigas que han pasado un tiempo juntas y ahora tienen que separarse, más bien éramos dos náufragos en medio del océano embravecido de la guerra y la locura humana. Hitler había declarado la guerra total, los nazis debían desechar todo aquello que no ayudara o contribuyera a la victoria final y nosotros componíamos parte de ese desecho de guerra.

La tarde languidecía en el campamento cuando reuní a mis hijos para cenar, algo antes de que nos fuéramos a dormir. Intenté que la rutina fuera la misma de cada día, para que no estuvieran nerviosos. Los tres pequeños se acostaron pronto y Otis no tardó mucho más en dormirse, pero Blaz parecía especialmente despierto aquella noche.

—Mañana se irá la mayoría de la gente, únicamente quedaremos aquí unos pocos. Se rumorea que nos van a hacer lo mismo que a los checos. Los ayudantes no dormirán hoy aquí y mañana pasarán por la mañana a recoger a los que nombraron en la lista.

—Ya lo sé, hijo. No te preocupes, Elisabeth lo está arreglando para que vayamos en el próximo convoy.

—No habrá próximo convoy, mamá. Deberíamos intentar colarnos entre los que salen para otros campos —dijo Blaz, convencido de que era fácil que una familia con cinco hijos se esfumara delante de los ojos de los nazis.

—Eso no es tan sencillo.

—Tal vez Elisabeth podría meternos en la lista.

—Han seleccionado a los más aptos y a todos los que tenían medallas o reconocimientos por haber luchado en la Gran Guerra —le contesté.

Blaz miró malhumorado hacia el suelo, pero no tardó mucho en continuar con sus argumentos.

—Podemos escapar por las letrinas…

—Tus hermanos son muy pequeños y yo demasiado grande —le contesté.

—No podemos quedarnos con los brazos cruzados —dijo Blaz, molesto.

—Mañana pensaremos en algo, tal vez Elisabeth consiga que salgamos de aquí —le dije mientras le acariciaba el pelo.

Cuando la respiración tranquila de mi hijo mayor me indicó que estaba plácidamente dormido, me dirigí a la sala. Recogí lo mejor que pude todo el material. Al día siguiente no había clase y no sabía si algún día volvería a haberla, pero prefería dejar todo en orden. Miré las paredes con los dibujos, las mesas pequeñas y los lápices de colores desgastados. Me sentí satisfecha, recordé las palabras de Ludwika unos meses antes, todo aquel trabajo no había sido en balde, de alguna manera nos habían devuelto nuestra dignidad como seres humanos y nuestro derecho a no ser tratados como bestias.

Escribí mis últimas reflexiones del día en el diario. Mis sentimientos fluyeron como ninguna otra noche.

Todo se acerca a su fin como en un drama shakespeariano. La tragedia parece inevitable, como si el autor de aquella macabra obra teatral quisiera dejar boquiabierto a su público. Los minutos corren inexorables hacia el final del último acto. Cuando el telón caiga de nuevo, Auschwitz continuará escribiendo su historia de terror y maldad, pero nosotros nos convertiremos en almas en pena que recorren los muros del castillo de Hamlet, aunque ya no podamos advertir a nadie del injusto crimen que habrán hecho con el pueblo gitano. Echo de menos a Johann, ignoro cuál habrá sido su suerte, pero en el desbarajuste en que poco a poco se está convirtiendo Auschwitz me asalta el temor de que los nazis se deshagan también de los incómodos testigos de sus asesinatos.

No tardé mucho en regresar a la cama, aunque no dormí nada. Los recuerdos de toda una vida me asaltaban a cada segundo, me sentía satisfecha de haberme casado con mi esposo. Algunos le consideraban un ser despreciable por tratarse de un gitano, para mí era uno de los hombres más maravillosos de la tierra. Pensé en mis padres. Eran ya muy ancianos y no estaba segura de que fueran capaces de sobrevivir a la guerra, ellos también habían vivido una vida plena y feliz. Mis niños dormían a mi lado mientras el sol intenso del verano comenzaba a asomar por el horizonte. Sentía un profundo temor, pero oré durante un buen rato para que Dios alejara de mi mente los malos presagios. Me conformé a su voluntad y con esa seguridad me quedé dormida justo cuando el día despertaba.

De alguna manera, nuestros cuerpos intentaron relajarse aquella mañana. Cuando me espabilé eran casi las diez. No tenía nada para darles a los niños, pero calenté un poco de té y eso fue lo que tomamos en silencio mientras se escuchaba el ruido de la gente que iba a formar para la selección.

Alguien llamó a la puerta y salí para abrir. Era Zelma, tenía sus pocas pertenencias en una especie de sábana que colgaba a su espalda. Su semblante parecía triste, pero en seguida me regaló una de sus hermosas sonrisas.

Frau Hannemann, vengo a decirle adiós. Ha sido un honor conocerla.

—Lo mismo digo —contesté abrazándola.

—Nunca olvidaré a su familia.

Los niños salieron a despedirla y ella se entretuvo besando y abrazando a cada uno de ellos. Al terminar, las lágrimas cubrían sus grandes ojos verdes. Cuando comenzó a caminar hacia las filas, sentí una profunda tristeza.

Ludwika salió de la barraca del hospital y se acercó hasta la guardería. Ella era mucho menos expresiva que mi ayudante, pero intentó a su manera despedirse.

—Elisabeth me ha comentado que os conseguirá una orden de admisión en otro campo. Nunca te debieron traer aquí —dijo mi amiga al borde del llanto.

—¿Por qué? No soy mejor que esas personas. Puede que tenga el pelo rubio y los ojos claros, que mis padres fueran alemanes, eso son únicamente accidentes. Me siento como uno de ellos. Ojalá me aceptaran como una más de su pueblo. Han vivido siempre de esta manera, perseguidos y despreciados por todos, pero hay algo grande en sus corazones, una nobleza que ya no se encuentra en el mundo.

Mi amiga se echó a llorar sobre mi hombro. Hasta el último momento tuve que consolar a los que querían ayudarme en este trance tan difícil. Mientras los niños jugaban un rato, recordamos algunas de las cosas que habíamos vivido durante nuestra estancia en el campo. No todas habían sido malas. Después, los nazis ordenaron a los prisioneros seleccionados que fueran subiendo en los camiones que se encontraban entre las barracas de la cocina y el almacén.

La mayoría de los prisioneros se metieron en sus barracas antes de que anocheciera. El calor era asfixiante, pero de alguna manera sentían que dentro de sus cuadras de madera estarían algo más protegidos. Yo prefería quedarme un rato más mirando aquel hermoso día de agosto.

Elisabeth se acercó a las cinco de la tarde hasta nuestra barraca. El campo parecía apagado y vacío cuando la vi caminar por la amplia avenida. Mientras se aproximaba recordé cuando todo estaba lleno de familias que intentaban matar el tiempo dando paseos antes de ir a cenar.

La secretaria se quedó parada a un par de metros de mí. Hizo un gesto negativo con la cabeza y no se atrevió a subir. Comenzó a llorar y se tapó la boca con su mano morena, para intentar atrapar el llanto que rompía la tranquilidad de la tarde.

—¿Cuánto nos queda? —le pregunté serena, como si lo único que me importara en aquel instante fuera conocer lo que me esperaba.

—Dos horas antes de que vengan.

—Gracias por todo.

La mujer se dio la vuelta y muy despacio se alejó por la avenida. Entré en la sala y estuve jugando con los niños casi las dos horas seguidas. Esperábamos que las SS irrumpieran en cualquier momento en la guardería, pero, para mi sorpresa, el cielo nos regaló algo más de tiempo.

Escribí durante un rato, luego dejé el diario sobre la mesa y cuando estaba a punto de comentar a mis hijos lo que iba a suceder, escuché que alguien llamaba a la puerta.

El doctor Mengele entró vestido con un largo abrigo de cuero negro. Nos saludó educadamente y me pidió que nos viéramos a solas. Mandé a los niños al cuarto de atrás y nos sentamos en una de las mesas, como dos viejos amigos que hacía tiempo que no se veían.

El hombre permaneció en silencio unos segundos y después dejó una hoja sobre la mesa.

—¿Qué es ese documento? —le pregunté confusa.

—Es un salvoconducto. Usted no es prisionera del Tercer Reich, con esa carta podrá regresar a casa —dijo el hombre muy serio, con el rostro apagado.

—¿Podemos regresar a casa? —le pregunté más extrañada que alegre.

—No, usted puede regresar a casa. Sus hijos tienen que quedarse —contestó escueto.

—Mi familia está aquí. No puedo irme sin ellos. Soy una madre, Herr Doktor. Ustedes hacen la guerra por ideales, defienden sus creencias fanáticas de libertad, nación o raza, pero las madres únicamente tenemos una patria, un ideal y una raza: nuestra familia. Acompañaré a mis hijos a dondequiera que les lleve el destino.

Mengele se puso en pie y se atusó el pelo nervioso. De alguna manera, yo le desconcertaba, rompía el modelo de mujer aria que él tenía en su mente.

—Morirán esta misma noche en las cámaras de gas. Se convertirán en parte de una masa confusa de cuerpos, después sus miembros se desintegrarán devorados por las llamas y se transformarán en ceniza. Usted puede rehacer su vida, tendrá otros hijos y conseguirá darles lo que ya no pudo darles a estos. Ha sacrificado su vida, mírese, parece el fantasma de usted misma. Está en los huesos.

Le sonreí. En aquel momento supe que siempre había sido superior a él y a todos los asesinos que gobernaban aquel infierno. Ellos eran capaces de terminar con la vida de decenas de miles de personas en segundos, pero no podían crear vida. Una buena madre valía más que toda la maquinaria asesina del régimen nazi.

Retiré con la mano el papel. Pensé en suplicarle, arrastrarme delante de él, para que salvase a mis hijos, pero me quedé quieta, con una paz interior que no podía explicar. Mengele tomó el papel de la mesa, lo guardó dentro de la chaqueta y por un instante pude ver en sus ojos algo parecido a admiración.

Frau Hannemann, no entiendo lo que hace. Este acto individual es deplorable, está anteponiendo sus sentimientos al bien de su pueblo. Lo que hemos intentado hacer en Alemania los nacionalsocialistas ha sido justo lo contrario, un cuerpo nacional en el que el individuo ya no tiene importancia. Espero que esté segura de su decisión, ya no hay marcha atrás.

El oficial se dirigió hacia la salida. Los niños aparecieron en cuanto escucharon que estaba sola. Todos me abrazaron a la vez, formamos un único cuerpo con seis corazones latiendo al unísono.

—Nos van a llevar a un lugar mejor —dije a mis hijos con un nudo en la garganta. Podía parecer que les estaba mintiendo, pero lo creía de verdad.

La esperanza de la muerte tenía aquel día un dulce sonido a eternidad. En unas horas seríamos libres para siempre.

Los pequeños enseguida regresaron a sus juegos, el único que se quedó a mi lado fue Blaz.

—Hijo, he pensado que debes intentarlo. No nos queda mucho más de quince minutos. Te he preparado algo de comida, también un poco de dinero. Algunos comentan que cerca del campo la resistencia polaca ayuda a los pocos que logran escapar.

—Pero no puedo dejaros —dijo Blaz, confundido.

—Quiero que des un beso a tus hermanos. Ellos vivirán a través de ti, tus ojos serán sus ojos, tus manos las de ellos, nuestra familia no será raída para siempre de la faz de la tierra.

Blaz comenzó a llorar, me abrazó y noté el calor de su cuerpo por última vez. Se despidió de sus hermanos, que lo abrazaban indiferentes para continuar con sus juegos. Sus ojos parecían querer retener los rostros delgados de todos ellos. El tiempo siempre devora con su insaciable apetito los recuerdos y las caras de las personas amadas. Únicamente la memoria los retiene con el esfuerzo de las lágrimas y el suspiro doloroso del amor.

Le coloqué bien la gorra cuando estuvo frente a la puerta. Le acompañé hasta la puerta, coloqué sus ropas y le limpié la cara con un paño, después le di un último beso antes de que se alejara hacia la Sauna. Cuando desapareció entre los barracones, se escuchó una sirena. Noté un nudo en el estómago y contuve la respiración. Un silencio incómodo se impuso en todo el campo, después el sonido de motores y por último los ladridos de unos perros que se aproximaban. Entré de nuevo en la guardería. Miré a mis hijos, que estaban jugando, me senté a su lado y les ayudé a recortar unos papeles, mientras el mundo desaparecía a nuestros pies envuelto en fuego y ceniza. Recordé el rostro sonriente de Johann y quise creer que él sí se salvaría de la destrucción, que un día lograría reunirse con Blaz y juntos reconstruirían el edificio derruido de nuestra existencia. En aquellos últimos instantes pensé en el aroma a café de nuestro hogar y en los minutos previos al desayuno, cuando todos dormían acurrucados bajo la sombra de mis alas. «Bendita cotidianidad, que nada te rompa, nada te hiera ni niegue la belleza y el dulce trazo que dibujas en nuestras almas», escribí en el cuaderno antes de cerrar definitivamente sus hojas.