3

Auschwitz, mayo de 1943

Mientras avanzábamos en fila a lo largo de la inmensa alambrada, mis temores tomaban formas fantasmagóricas. Únicamente interrumpidos por terraplenes de un metro, donde el césped crecía entre el barro y las barracas, se abría ante nosotros una sucesión interminable de barracones de madera, como barcos naufragados en una costa infinita. En medio de ellos, como náufragos desorientados, había personas vestidas con harapos que nos miraban con indiferencia. Pensé que se trataba de algún centro de salud mental. Las cabezas rapadas, los uniformes a rayas, la expresión ausente primero de las mujeres y más tarde de los hombres, me parecían signos de demencia. ¿Quién era toda aquella multitud? ¿Por qué nos habían llevado allí? Un olor dulzón impregnaba el lugar y un humo gris apocaba los primeros y tímidos rayos de sol, mientras que las guardianas nos imponían un paso marcial y no dejaban de dar órdenes. Caminamos durante un buen rato hasta alcanzar una verja movible. Nos hicieron entrar por ella; los niños estaban agotados y hambrientos, pero no nos permitían romper la formación ni darles nada de comer. Nos tuvieron casi dos horas frente a un edificio pequeño de madera tosca sobre el que estaba puesto un cartel en alemán con la palabra «registro».

Al final, una guardiana sumamente hermosa, vestida con una capa y el uniforme oficial de color verde, comenzó a ordenarnos a gritos que pasásemos al edificio. Allí, cuatro mujeres vestidas de presas, pero con mejor aspecto que las que habíamos visto al bordear el campo, nos entregaron un papel verde para que pusiésemos nuestros datos y una hoja blanca con la orden de la Oficina Central del Reich en la que se mandaba nuestro ingreso inmediato en el campamento. Estuve un rato rellenando los papeles de mis hijos. Adalia no quería que la soltase y el resto de los niños estaban pegados a mi abrigo.

—Señora, tiene que hacerlo más rápido. No tenemos todo el día —dijo la mujer, impaciente.

Una larga fila esperaba detrás de mí. Avanzamos un poco y nos acercamos a una segunda mesa. Allí, unos hombres tatuaban a gran velocidad el número que nos habían asignado en el papel verde. Extendí el brazo y noté unos fuertes pinchazos, pero el preso me tatuó con mucha rapidez.

—Los niños también —dijo el prisionero de forma inexpresiva.

—¿Los niños? —pregunté horrorizada.

—Sí, son las órdenes —contestó el hombre mirándome a través de sus gafas redondas. Parecía más un autómata que una persona, no expresaba la más mínima emoción.

Blaz, el mayor, extendió el brazo sin rechistar y una vez más me sentí muy orgullosa de él. Acto seguido, su hermano Otis hizo lo mismo, seguido de los gemelos. Se quejaron brevemente al sentir los pinchazos, pero ninguno de ellos apartó el brazo o se negó a que los tatuasen.

—La niña tiene un brazo muy fino —comenté señalando a Adalia.

—A ella se lo haremos en el muslo —contestó el prisionero.

Le tuve que bajar los leotardos blancos y descubrir su pierna blanquecina para que el hombre tatuase el número con la «z» de zíngaro delante.

Salimos del edificio y nos unimos de nuevo a la larga fila de personas que esperaban delante de las guardianas para ser escoltadas hasta el campo de los gitanos. Estuvimos otra hora de pie mientras una fina lluvia primaveral nos calaba hasta los huesos. Afortunadamente, los niños estaban tan agotados y hambrientos que apenas se movían del sitio.

La guardiana más guapa —después me enteré que se llamaba Irma Grese— nos ordenó que nos pusiéramos a caminar. En largas filas la seguimos por un pequeño bosquecillo que comenzaba a reverdecer tras el duro invierno polaco. El contraste de aquellos árboles tan llenos de vida y las embarradas calles del campamento me hizo pensar en lo miserable de la condición humana, capaz de destruir la belleza de la naturaleza y convertir la tierra en un lugar inhóspito.

Llegamos delante de una gran puerta y nos introdujimos en la amplia avenida que dividía el campamento gitano que los alemanes denominaban «Zigeunerlager Auschwitz». A cada lado quedaban las barracas alargadas que servían de cocinas y almacenes, después le seguían más de una treintena de barracones que hacían de residencia de los presos, hospitales y baños.

Al parecer, en el papel que nos habían entregado llevábamos escrito la barraca que nos correspondía, pero nos sentíamos tan aturdidas, agotadas y hambrientas que nos dejábamos llevar como autómatas sin saber dónde estábamos ni qué hacíamos.

Las guardianas se impacientaban y, ayudadas por algunas reclusas, comenzaron a arrancarnos de las manos los papeles y empujarnos hacia nuestros barracones. Al final logré reaccionar y, antes de que una de las reclusas que llevaba una especie de porra me golpease, comprobé que nos habían asignado la barraca número 4.

La avenida principal estaba muy embarrada y, cuando llegamos a nuestra supuesta nueva residencia, nos sorprendió que dentro había grandes charcos de lodo. El agua se colaba por el techo y las paredes de tablones de madera retorcidos y mal clavados. La barraca era literalmente un establo maloliente donde los animales no se habrían atrevido a dormir. Eso éramos para los nazis, bestias salvajes, y como a tales nos trataban.

Aquella especie de cuadra desprendía un terrible olor a suciedad, orín y sudor. Se dividía en dos partes por medio de una larga estufa de ladrillo de más de un metro de alto. A cada lado había tres filas de camastros que las prisioneras llamaban koias. En cada una de aquellas jaulas de madera se apretaban casi veinte personas. La gente debía dormir sobre la madera dura y la única protección era una manta raída, normalmente repleta de piojos. Muy pocos tenían unos sacos en forma de jergón repletos de serrín. Aunque no había camastros para todos y algunas presas debían descansar sobre el fango del suelo o recostadas en el poyete que atravesaba de lado a lado la barraca.

—¿Hay algún sitio libre? —pregunté a unas mujeres que estaban sentadas sobre el poyete que cruzaba el largo hangar. Las mujeres me miraron de arriba abajo y comenzaron a reírse. Ninguna hablaba nuestro idioma, al parecer eran gitanas rusas.

Con las maletas aún en las manos, busqué algún hueco, pero parecía todo ocupado. Los niños comenzaron a quejarse, prácticamente llevaban todo el día de pie sin apenas probar bocado.

Una de las mujeres que era escribana del bloque —así llamaban a las que recontaban cada día a los prisioneros— nos dijo que había un pequeño hueco en la última fila de koias del fondo, pero que mi hijo mayor y yo deberíamos dormir en el suelo hasta que algunas más se quedaran libres.

No entendí qué quería decir. ¿Cómo podían quedar camastros libres? ¿Eso significaba que alguna gente lograba regresar a su casa? Aquello me hizo abrigar una ligera esperanza de volver a ver a Johann y retomar nuestra vida. Tal vez cuando terminara la guerra todo volvería a la normalidad. Por desgracia, más tarde descubrí que la mujer realmente se refería al gran número de prisioneros que morían cada día, por las pésimas condiciones del campo o asesinados a manos de los guardas.

Los niños intentaron encaramarse a sus koias, pero la decana del bloque nos dijo que había unas horas determinadas para descansar y que las guardas prohibían usar las camas antes de que anocheciera.

Respiré hondo y dejé las maletas en el sitio donde dormirían mis hijos aquella noche. El mayor me pidió permiso para salir y, aunque continuaba lloviendo, pensé que era mejor que respirase algo de aire puro, pues el ambiente en aquella barraca era realmente deprimente.

—¿Dónde hay servicios y duchas? —pregunté a la escribana.

—Son las últimas barracas del campo, las números 36 y 35, pero únicamente se puede entrar a los edificios por la mañana y a cierta hora de la tarde. Las duchas únicamente pueden usarse por la mañana —comentó la mujer con el ceño fruncido, como si le molestasen tantas preguntas. Su fuerte acento ruso arrastraba las palabras y me costaba entenderla.

—Pero ¿qué hacen con los niños? —le comenté.

—Ellos tienen que hacer sus necesidades en los costados de las barracas y los adultos se aguantan hasta la hora que les toca. Por la noche hay un cubo y las nuevas tenéis que vaciarlo cuando se llena del todo.

Se me revolvieron las tripas de solo pensarlo. Imaginaba que en apenas una o dos horas los orines rebosarían y tendría que salir a la explanada para vaciarlo en mitad de la noche gélida.

—Dentro de media hora todo el mundo tiene que estar dentro de los barracones. Después nos servirán la cena y ya no podremos salir hasta mañana por la mañana. Si alguien es sorprendido fuera de las barracas será severamente castigado —dijo la escribana.

No comprendía nada. Aquellas normas me parecían absurdas y arbitrarias. Llevaba años trabajando en hospitales como enfermera y sabía que era imprescindible tener un orden para que las cosas funcionaran, pero en aquel lugar nada parecía seguir una lógica.

Me dirigí a los servicios con los niños. Blaz estaba charlando con una par de muchachos, pero al verme los dejó y nos siguió.

—¿Qué es este sitio, mamá? —me preguntó.

Sabía que a él no le podía engañar. Aproveché que sus hermanos se habían entretenido jugando con los charcos para ponerme en cuclillas e intentar que comprendiese la situación.

—Este es un lugar en el que estamos encerrados por ser gitanos, no sé el tiempo que tendremos que permanecer aquí, pero debemos intentar pasar desapercibidos. Únicamente llevamos unas horas en el campamento, pero creo que lo mejor es que no llamemos mucho la atención —comenté a Blaz.

—Lo intentaré. Cuidaré de los pequeños y buscaré la forma de traer un poco de comida.

—Ahora vamos a limpiarnos un poco —le contesté acariciando su pelo moreno.

Cuando entramos en el barracón de los servicios se me cayó el alma a los pies. El olor era aún peor que en las barracas normales. Había una especie de abrevadero para animales completamente sucio y al fondo una larga plancha de hormigón con agujeros que hacían la función de un larguísimo retrete corrido. Nos acercamos a los abrevaderos. El agua tenía un color marrón oscuro y olía a azufre. No podía creer lo que veían mis ojos. ¿Cómo iba a lavar a los niños con ese agua? Aquello era un verdadero foco de infecciones.

—¡No toquéis el agua! —grité cuando Otis hizo amago de beber.

—Tenemos sed —protestó Otis.

—Esa agua está infectada —les dije, apartándoles del largo lavabo.

Me miraron con ojos desorbitados. Sus rostros ennegrecidos por todos aquellos días en los vagones de ganado, la piel deshidratada, unas profundas ojeras y sus cuerpos enflaquecidos por el hambre me dejaron sin palabras. Deseaba despertar de aquella pesadilla, pero no podía rendirme; en eso pensaba mientras intentaba aguantar la rabia. Por primera vez en mi vida no sabía qué hacer ni qué decir.

Regresamos a la barraca justo cuando terminaba lo que llamaban la hora libre. La gente comenzaba a entrar en los edificios y en unos minutos la gran avenida central quedó completamente desierta.

Nos acercamos hasta el lugar que nos habían asignado y me asomé para sacar los pijamas de nuestras maletas. Me extrañó verlas abiertas, cuando levanté la tapa me encontré con que apenas quedaba algo de ropa dentro. Nuestra poca comida, los abrigos y el resto de las pertenencias habían desaparecido. No pude resistir más y comencé a llorar. Ahora apenas nos quedaba lo puesto y la comida que nos llevaran aquella noche.

Escuché a mis espaldas unas risas y me volví furiosa. Una de las mujeres estaba escondiendo debajo de la manta una camiseta de uno de mis hijos. Con dos largas zancadas llegue hasta su koia y levanté la manta.

—¡Qué haces, alemana! —gritó la mujer con un fuerte acento.

—Esto es nuestro —le contesté tirando de la camiseta.

La otra mujer me tiró del moño y, cuando intenté apartarle las manos, la primera me golpeó en la cara. Una de las vigilantes de la barraca se acercó hasta nosotras. Ellas eran las responsables de mantener el orden dentro, como los kapos, una especie de vigilantes, lo hacían fuera de los barracones.

—¡Quietas! —dijo la mujer tirando de mí hacia atrás.

—¡Me han robado! —grité furiosa.

—No es cierto —contestó una de las mujeres—, esta maldita nazi quiere causar problemas.

—¿Es eso verdad? —preguntó la vigilante.

—¡No! Ellas me han robado todo lo que tenía —le contesté enfurecida.

—Es tu palabra contra la suya. Vete a tu camastro y no causes problemas. De lo contrario informaremos al Blockführer[7] y te castigará. Eres madre, intenta no meterte en conflictos con otras internas —dijo la vigilante mientras me empujaba a mi camastro.

Regresé a mi catre con la cara magullada, me sentía impotente, pero sabía que aquella mujer tenía razón. Diez minutos después dos prisioneras entraron con un inmenso recipiente con un pan negro cuyos pequeños trozos rancios estaban hechos principalmente con serrín, una cucharada de margarina y un poco de compota de remolacha. Aquello supuestamente debía alimentarnos hasta el día siguiente. Las prisioneras y los niños se colocaron rápidamente en fila con unos pequeños peroles. Una mujer me pasó un recipiente con el que teníamos que comer mis cinco hijos y yo. Fui casi de las últimas en recibir la ración. Cuando los niños vieron lo que les traía dudaron por unos segundos, pero se encontraban tan hambrientos que no tardaron ni un minuto en comérselo todo. Yo preferí compartirles mi pequeña porción. Sabía que apenas les alimentaría un poco más, tal vez lo suficiente para que resistieran hasta la mañana siguiente.

La claridad comenzó a menguar con rapidez. Dentro de las barracas no había luz eléctrica y en cuanto anochecía todos tenían que acostarse para intentar dormir. Fuera la lluvia había cesado, pero el agua se filtraba por las paredes y el suelo. Quité las botas a la pequeña y encargué a su hermano Blaz que las vigilara, después ayudé a los gemelos para que se tumbaran a su lado. Pegados a ellos había cuatro mujeres que los arrinconaron hasta que sus espaldas se pegaron a la madera húmeda de la pared de la barraca. Luego se subió Otis, que se colocó entre las mujeres y sus hermanos, consiguiendo hacerles algo más de hueco ante las protestas de las incómodas vecinas. Apenas quedaba luz dentro de la barraca, la suficiente para observar por unos segundos los rostros de mis cuatro hijos pequeños. Parecían sentirse en paz a pesar del horror que nos rodeaba, me prometí hacer todo lo imposible para que sobrevivieran, después los tapé con la manta y me giré hacia mi hijo Blaz, que se había subido en el poyete con la otra manta.

—Mamá, ven a descansar, seguro que las cosas mañana las veremos un poco mejor —dijo mi hijo sonriente.

Nos abrazamos intentando hacer equilibrios para no caernos en medio del fango. Blaz se durmió casi al instante. Escuché su respiración pausada y después percibí los últimos quejidos y protestas de las prisioneras y sus hijos. Nos encontrábamos en un establo pestilente rodeados por desconocidos. Mi esposo Johann había desaparecido y el futuro parecía tan incierto que lo único que tuve fuerzas para hacer fue una pequeña plegaria por mi familia. Llevaba casi siete años sin pisar una iglesia, pero en aquel momento hablar al vacío inexorable de aquel hangar me pareció la única forma de abrigar una pequeña esperanza. Los pensamientos apenas me fluían. El hambre, el temor y la angustia asfixiaban la mente como si vivir en aquel campo fuera lo mismo que intentar respirar debajo del agua. Recordé de nuevo el hermoso rostro de mi marido. Aquellos ojos que decían tanto. Volvería a ver a mi hombre, él no me dejaría sola ni en el infierno. Johann, como Orfeo que atravesó el inframundo para rescatar a su esposa, volvería por mí para arrebatarme de los brazos de la misma muerte, aunque aquella noche me pasó por la cabeza que sufriría la misma suerte que Eurídice y mi amado se quedaría al otro lado de la laguna Estigia. La vigilia se hizo eterna, sin apenas sueños, me sentía rota por el temor y la incertidumbre, pero con la determinación de no rendirme. Mis hijos serían mi fuerza hasta que volviera Johann por nosotros.