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Auschwitz, octubre de 1943

Tal y como habíamos pensado, la situación a lo largo del verano se fue deteriorando de manera lenta pero progresiva. Ya era un secreto a voces que los nazis estaban perdiendo la guerra. Las noticias de las grandes derrotas en el frente ruso nos llegaban con cuentagotas, pero también sabíamos de los avances de los aliados en Italia y la destrucción de la mayor parte de la fuerza aérea alemana. Desde el invierno, los bombardeos sobre las ciudades eran generalizados y casi todos los días escuchábamos aviones sobrevolando nuestras cabezas. Las cosas no iban mejor en Auschwitz, los guardianes estaban nerviosos por la marcha del conflicto; además, desde Berlín se había mandado un inspector llamado Konrad Morgen. Tras su llegada el propio doctor Mengele parecía más tenso.

Ya no le veíamos tanto por el campo gitano, se pasaba el tiempo entre los andenes y la barraca 14 del campamento del hospital, donde se había llevado a la mayor parte de los gemelos, para realizar sus experimentos con ellos. Nadie sabía para qué quería a las pobres criaturas, aunque algunos rumoreaban que su deseo era hacer más fecundas a las madres alemanas, para que con su prole llenaran la tierra. Para los nazis, las mujeres éramos poco más que amas de cría. Lo único que les interesaba era nuestra fertilidad, debíamos tener hijos fuertes y sanos para el Reich, aunque luego este los llevara al fuego desgarrador de la guerra. ¿Cuántos buenos muchachos habían muerto en las estepas rusas o en los desiertos de África por su líder? Mengele soñaba con alimentar la maquinaria de destrucción nazi con más criaturas inocentes de ojos claros y pelo pajizo. Tampoco parecía ya muy interesando en la guardería. A pesar de mis peticiones reiteradas para que pidiera el material necesario para los niños, el doctor se limitaba a mandar una carta formal al comandante del campo o simplemente a ignorarme. Para él éramos solo un juguete roto que ya apenas le interesaba.

Yo intentaba encarar los problemas de manera positiva y no pensar demasiado en el futuro.

A pesar de los problemas y el deterioro generalizado del campamento, unos meses antes, un anciano llamado Antonin Strnad había formado con permiso de los guardianes una pequeña escuela para los adolescentes, adonde iba mi hijo Blaz, quien intentaba compaginarla con los ensayos diarios de la orquesta gitana a los que acudía cada tarde. El resto de su tiempo lo dedicaba a ayudarme en la guardería y con los pequeños por las noches.

Aquel domingo mi hijo se encontraba muy nervioso, algunos de los oficiales del campo venían ese día para escuchar nuestra banda y sus componentes eran conscientes de lo peligroso que podía llegar a ser no agradar a los nazis. Mi intención era aprovechar la visita de los oficiales a nuestro campo para rogarles que nos facilitasen más medios para cuidar a los niños.

El comandante del campo llegó con los oficiales poco antes de las doce de la mañana. Llevábamos una semana sin lluvias, pero, por lo que me habían contado algunas prisioneras, en cuanto comenzaba el mes de noviembre, el tiempo en Auschwitz solía ser extremadamente duro. Nevadas continuadas, lluvias incesantes y un frío que te calaba hasta los huesos.

La comitiva se sentó en las sillas que habíamos colocado al lado de las primeras barracas del campamento. Todos los prisioneros parecían algo alterados por la visita, pero, ante las amenazas y los golpes de los kapos, terminaron por tranquilizarse y sentarse en el suelo los más pequeños, y los más grandes por colocarse de pie para escuchar el concierto.

La música comenzó a resonar aquella gélida mañana dominical y por unos instantes todos nos olvidamos de las duras condiciones de las últimas semanas y nos dejamos transportar por las notas etéreas de la música. Cerré los ojos por unos instantes y me olvidé de donde me encontraba. La luz penetraba tímidamente por mis párpados cerrados y me sentí por un segundo en paz. Aquel bello sonido parecía causar el mismo efecto entre los verdugos y sus víctimas, su maldad no les impedía ser almas maltratadas, que habían zozobrado en un océano de desprecio y poco a poco se hundían en su propia crueldad.

Cuando volví a abrir los ojos disfruté de la increíble estampa de mi hijo tocando el violín con la mayor de las pericias. Por un instante me recordó a Johann cuando era joven. Tenía su misma elegancia sencilla, adoptaba mientras interpretaba una postura relajada, como si no tuviera los pies en el suelo. El violín sonaba triste en sus manos, pero al mismo tiempo era capaz de arrancar de nuestro ser los sentimientos que llevábamos meses reprimiendo.

Muy cerca de mí se encontraba Mengele, los prisioneros habían traído sillas también para el personal médico y cada vez que me volvía contemplaba su rostro extasiado. En los pocos meses que nos conocíamos, su aspecto había sufrido una gran metamorfosis. Recordé en ese momento la historia del libro escrito por Oscar Wilde, El retrato de Dorian Grey. En ese relato, el protagonista vendía su alma al diablo para conservar su belleza y juventud, pero aunque mantenía a lo largo del tiempo su gran atractivo exterior, su interior se iba deteriorando y se hacía patente en un cuadro que mantenía oculto bajo llave en una habitación, hasta que poco a poco el dibujo se convertía en el retrato de un monstruo.

Hasta aquel día no lo supe, o al menos no lo había logrado verbalizar. Tenía verdadero temor de Mengele. Recuerdo cuando Zosia, una de las ayudantes del doctor en sus experimentos, una mañana acudió a la guardería por unos gemelos. La acompañé hasta la puerta y apenas habíamos cruzado el umbral cuando Zosia mandó a los hermanos que caminasen solos hasta la avenida. Después se puso las manos sobre el rostro y comenzó a llorar.

—No puedo más. Si supiera lo que ese loco hace con esos pobres chiquillos. Cada día me levanto con la idea de que será el último en el que tenga que ayudarle. Por las mañanas mi primer pensamiento es lanzarme contra las alambradas electrificadas y terminar con todo, pero me falta valor —dijo la joven con la voz entrecortada.

—Ya no queda mucho para que todo esto termine, los aliados llegarán pronto y nos liberarán —le comenté, con el deseo de animarla un poco.

—Pero antes ese monstruo torturará cada semana a cientos de niños…

Aquellas palabras me dejaron perpleja. Muchos murmuraban sobre lo que ocurría en la Sauna y en la barraca 14 del hospital, a la que algunos llamaban el Zoo, pero escucharlo de primera mano de una de las ayudantes del doctor hizo que sintiera un escalofrío por la espalda.

—Cada día realizamos experimentos con niños de todas las edades. Primero investigamos y realizamos ensayos para intentar cambiar el pigmento de sus ojos, muchas pobres criaturas han muerto por infecciones o se han quedado ciegas. Ahora infectamos a los pequeños con todo tipo de enfermedades, para matarlos y hacerles la autopsia. ¡Es terrible! ¡No puedo soportarlo más!

Abracé a la joven mientras las niñas gemelas nos esperaban a unos pocos metros de distancia. Las observé por unos segundos, Elena y Josefina eran dos hermosas niñas pequeñas de origen judío que habían sido seleccionadas por el doctor al poco tiempo de llegar. Normalmente dormían en la barraca de los huérfanos, pero yo sabía que, cuando eran oficialmente solicitadas por el doctor, ningún niño regresaba jamás a la guardería o al campo gitano, se quedaba en la barraca 14 del hospital. Los casos de gemelos solicitados por Mengele fueron al principio esporádicos, pero desde agosto no había prácticamente una semana en la que dos o incluso tres parejas de gemelos salieran de nuestro campo, para no regresar nunca más. Desde septiembre sabías que escaseaban las nuevas parejas de gemelos y cada día me asaltaba el temor de que el doctor me pidiera a mis propios hijos, para realizar sus terribles experimentos.

Noté una fuerte opresión en el pecho, respiré hondo y abracé a Zosia, que rompió a llorar, dejé que se desahogara por unos minutos. Después se recompuso, se secó las lágrimas de los ojos y me dijo que se encontraba mucho mejor. Mientras se alejaba jugando con las niñas de la mano, odié con toda mi alma a Mengele y al resto de los nazis del campo. Además de ser nuestros verdugos, corrompían nuestras almas para llevarse lo más preciado que teníamos, nuestra humanidad.

En cuanto terminó el concierto me acerqué a él. Estaba hablando con otros oficiales e hizo como si no me reconociese. Me quedé a su lado con la determinación de pedirle que mejorara las condiciones de la guardería. A medida que pasaban los minutos me sentía más nerviosa. Al final se giró, me miró de arriba abajo con su mirada gélida y esbozó una suave sonrisa.

—Veo que tiene algo importante que comunicarme, prisionera.

—Sí, Herr Doktor —contesté titubeante.

—He recibido sus informes y peticiones. Hago lo que puedo, pero la situación ha cambiado notablemente en los últimos meses. Los bombardeos de esos diablos marxistas y judíos se están intensificando, se cuentan por miles los niños alemanes que se quedan sin casa y apenas tienen algo que llevarse a la boca. ¿No querrá que dejemos de alimentar bocas alemanas para dar de comer a ratas judías o de razas inferiores? —dijo con el ceño fruncido.

Sabía que no era buena idea responder aquella pregunta, pero noté cómo una sensación de furia ascendía desde mi vientre hasta mi boca. Respiré hondo e, intentando calmar el tono, le contesté:

—Entiendo la situación, pero ya no tenemos leche, las raciones son muy escasas y la mayoría de los niños están enfermando. No creo que logre superar el invierno ni la mitad de ellos.

—Bueno, entonces serán menos bocas que alimentar. No lo olvide, los más fuertes sobreviven, es pura selección natural —me comentó indiferente.

—Están encerrados y no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir, no se trata de selección natural, simplemente de dejarlos morir de hambre, frío y miseria —le dije furiosa.

—¡Cuide su tono! Hasta ahora he consentido sus impertinencias porque se trata de una mujer alemana de raza aria, pero mi paciencia tiene un límite. Recuerde que tiene a cinco bocas que alimentar, preocúpese por ellas y no por esos gitanos. ¿Qué le importa lo que les suceda a los demás? Lo que recibo del Instituto Káiser Guillermo únicamente me da para alimentar a los niños de la barraca 14 de la zona hospitalaria. No puedo mantener a todos los gitanos de Birkenau, no soy su padre —contestó totalmente fuera de sí.

Mientras hablaba, su rostro se aproximaba cada vez más al mío. Le salían espumarajos de la boca. Me aparté un poco, temblaba de miedo y furia, nunca había visto tan alterado al doctor. El resto de los oficiales se giró para ver qué sucedía, Mengele se percató y comenzó a calmarse de repente.

—Este no es un buen sitio para conversar de un tema tan delicado. Le espero en una hora en mi despacho. Por favor, sea puntual. Deseo zanjar este tema para siempre —dijo muy enfadado, pero con el tono de voz suave y un gesto más sosegado. Después me dio la espalda y sonrió al resto de los oficiales, como si de nuevo se hubiera transformado en otra persona. El encantador Josef capaz de engatusar a las damas y tener una magnífica conversación.

Tomé a mis hijos de la mano y me los llevé a la guardería. Deseaba alejarme lo más posible de él. Zelma me siguió y logró alcanzarme antes de que llegara a la barraca. Puso su mano sobre mi hombro y con cara triste me preguntó:

—¿Qué te ha dicho el doctor?

—Que quiere hablar más tarde conmigo —le contesté sin querer entrar en detalles.

—Esta semana han muerto cinco niños más. A este ritmo perderemos a la mitad de los nuestros antes de enero —dijo con un rictus nervioso en la cara.

—Lo sé, pienso en ello cada minuto del día. Es algo que me tortura, ya te dije que intentaré hacer lo que pueda para remediarlo, pero no será fácil —quise explicar a la joven, aunque en el fondo intentaba convencerme a mí misma de que debía llegar hasta el final para intentar convencer al doctor Mengele de que todavía le éramos útiles.

—Rezaré por ti. No es fácil pactar con el diablo —me contestó Zelma antes de irse cabizbaja.

Mientras la banda de música se dispersaba, los prisioneros regresaron a su terrible rutina de horror y muerte. En los últimos meses, casi todas las familias gitanas habían perdido a uno o dos de sus seres queridos. Las primeras víctimas habían sido los bebés, desde que estábamos en el campo habían nacido más de doscientos, pero el ochenta por ciento de ellos apenas había logrado superar la primera semana de vida. Después comenzaron a morir los niños pequeños, debido a la malnutrición y la colitis crónica, que a la mayoría les dejaba tan débiles que un leve constipado terminaba con sus pobres vidas de manera fulminante. Los adultos también habían comenzado a desaparecer poco a poco. Para los nazis era todo un alivio, ya que así tendrían menos bocas que alimentar.

—¿Mamá, nos vamos? —me preguntó Blaz sacándome por unos segundos de mis pensamientos.

—Sí, regresemos a la guardería. Has tocado muy bien esta mañana. Puede que tu padre te haya escuchado al otro lado de la alambrada. Kanada está muy cerca de aquí y el viento es capaz de llevar la música a cientos de metros de distancia —le comenté para intentar animarle un poco. Blaz podía interpretar mejor que nadie mi estado de ánimo y sabía que me encontraba muy preocupada por ellos y el resto de los niños del campamento.

A la mañana siguiente de reunirme con Johann, conté a mis hijos el fugaz encuentro que había tenido con su padre el día del cumpleaños de los gemelos. Todos comenzaron a protestar por no haber podido verle, a excepción de Blaz. Él comprendía perfectamente que, de haber sido posible que ellos le vieran, les habría llevado a todos conmigo.

—Lo único que no me gusta es tener que interpretar delante de toda esa gente. Son malos, mamá. Nuestro profesor, el señor Antonin, nos ha contado lo que hacen a la gente en las casas de las chimeneas, los matan. Mujeres, niños pequeños y ancianos son asfixiados cada día.

Le escuché horrorizada, era consciente de que un niño como él tarde o temprano se enteraría de lo que sucedía a la gente que llegaba en los trenes, pero me atemorizaba pensar cómo ese horror podía afectar a su mente casi infantil. Un niño de once años no está preparado para saber ciertas cosas, ni para vivir las experiencias que le había tocado experimentar en Auschwitz.

—No hables de eso con nadie, ¿entendido? Tenemos que sobrevivir, Blaz. Nuestra única esperanza es aguantar hasta el final de la guerra. Pero para sobrevivir hay que pasar desapercibidos y no llamar la atención.

En ese momento se acercó el resto de los niños e interrumpimos la conversación. Los minutos se me hicieron interminables aquella mañana. En unas horas debería enfrentarme de nuevo con Mengele y la sola idea de entrar en su laboratorio hacía que se me pusieran los pelos de punta. Siempre había sido consciente de que mi vida estaba en sus manos, pero ahora temía más lo que podía hacerles a mis hijos.

Ludwika vino a las cuatro a la guardería. Cuando escuché cómo llamaba a la puerta me sobresalté, a pesar de que era consciente de que el doctor Mengele en raras ocasiones pasaba personalmente a vernos. Mi amiga trató de tranquilizarme. Los niños intuían que algo malo pasaba y no dejaban de revolotear cerca de mí, como unos cachorros temerosos que prefieren no alejarse mucho de su madre. Ludwika se aferró a mi brazo y salimos al frescor de la avenida.

—Arréglate un poco, píntate los labios y muéstrate despreocupada —me dijo mi amiga mientras comenzaba a arreglarme un poco con un pintalabios.

—¿Te has vuelto loca? ¿Crees que voy a coquetear con ese individuo? —contesté furiosa. Me parecía increíble que alguien como Ludwika me propusiese algo tan vergonzoso.

—No quiero que lo seduzcas, él tiene ya una amante. Todos saben que desde que se fue su mujer se acuesta con Irma Grese. Esa maldita sádica es un demonio, pero imagino que los demonios se atraen entre ellos.

En aquel momento noté que el comentario de mi amiga me molestaba. Sabía que tenía razón, pero hasta en los momentos más terribles de Mengele siempre había visto una actitud humana. Sin duda, errada y despiadada, pero humana. Irma o María Mandel me parecían verdaderos monstruos.

Accedí a hacerle caso a mi amiga y me atusé un poco el pelo, después me pinté los labios y caminé hacia el laboratorio con decisión. Llevaba casada desde muy joven y mi experiencia con los hombres era tan escasa que no hubiera sabido seducir a ninguno. Hasta ese momento no comprendía que al sexo masculino no le hacía falta mucho para dejarse engatusar por una mujer.

Respiré hondo antes de entrar en la barraca de la Sauna, llamé y pasé sin esperar contestación. El doctor estaba sentado en su silla tomando un refresco. Nunca le había visto beber alcohol, algo muy común entre el resto del personal del campo. Llevaba la guerrera desabotonada y parecía realmente deprimido. Me sorprendió verle así, ya que no reflejaba ser el hombre arrogante con el que había discutido unas horas antes. Otto Rosenberg, uno de los chicos gitanos que le atendía en el campo, siempre contaba que el doctor pasaba la mayor parte del tiempo enfrascado en sus experimentos o con la mirada perdida en algún punto indefinido al otro lado de los sucios vidrios de la barraca.

Frau Hannemann, por favor, pase y siéntese —me pidió con tanta amabilidad como el primer día que me invitó a venir a su laboratorio para hablar de la creación de la guardería.

—Gracias, Herr Doktor —le contesté asépticamente y me senté en la silla.

—Lamento mi comportamiento de esta mañana. El volumen de trabajo crece cada día y los medios son más escasos. Me gustaría centrarme en mis experimentos, pero los trenes se suceden sin cesar y paso mucho tiempo en el andén del campo. Un trabajo duro, pero necesario. La mayoría de esos pobres diablos no aguantarían ni un día en Birkenau.

—Lamento su situación, pero le aseguro que los niños del campo gitano están al borde de la muerte. Todos han comenzado a adelgazar y muchos se encuentran enfermos.

—Lo sé, soy el médico encargado de este campo. Aunque ahora me requieren cada vez más tiempo en el campo del hospital. Le aseguro que estamos muy preocupados por los niños gitanos, pero no es fácil conseguir ayuda —dijo Mengele poniéndose en pie. Sabía que aquello era mentira, ninguno de nosotros le importábamos un bledo, pero el doble lenguaje nazi siempre jugaba con las palabras ambiguas y sin sentido.

Caminó por la sala hasta situarse justo detrás de mi espalda. No podía verle, pero de alguna manera mi cuerpo percibía su presencia. Siempre olía a perfume y su uniforme desprendía la fragancia de la ropa limpia de la lavandería para oficiales. Hasta ese momento no había comprendido que, para muchos nazis, los primeros años en Auschwitz habían sido un largo campamento de verano que poco a poco llegaba a su fin.

—Pediré directamente al comandante que vuelva a enviar a la guardería leche, pan y otros alimentos. También el material escolar necesario. Los médicos me han hablado de una dolencia que están sufriendo muchos niños gitanos. Se llama noma. ¿Ha oído hablar de ella?

Lo cierto era que el doctor Senkteller y Ludwika me habían comentado que algunos niños tenían una extraña enfermedad en su rostro y genitales. Los casos se habían multiplicado últimamente y, después de la escasez de las semanas de otoño, la mitad de los niños tenían esa especie de úlceras sangrantes en el rostro. Yo me sentía aterrorizada por mis hijos, pero hasta el momento ninguno de ellos se había contagiado.

—La noma es una enfermedad endémica de África, pero hasta ahora no habíamos visto casos en Europa. Se trata de una infección polimicrobiana gangrenosa en la boca y los genitales. Las causas pueden ser diversas, pero influyen las condiciones sanitarias y la falta de vitaminas A y B. Normalmente la sufren los niños menores de doce años, y la tasa de mortalidad es muy alta, hasta un noventa por ciento de los enfermos.

Me quedé petrificada. Hasta el momento, los casos muy graves habían sido escasos, pero no podía imaginar que aquella enfermedad fuera tan mortal.

—Por eso he decidido no llevar a los gemelos a la guardería o la escuela infantil. Temo que puedan contraer la enfermedad —me explicó Mengele.

—Pero ¿es una enfermedad contagiosa? —le pregunté. Recordaba haber dado algo sobre el tema en mi etapa en la escuela de enfermería, aunque nunca había visto un caso.

—Pensamos que no lo es. Se combate con antibióticos y mejorando la alimentación. Lo primero no puedo asegurar que pueda proporcionárselo, la mayoría de las medicinas van a parar al frente o las ciudades que están siendo bombardeadas todos los días por los ingleses y norteamericanos, pero mejoraremos en parte la alimentación de sus alumnos.

—Pero, Herr Doktor, la alimentación no será suficiente.

—Estoy investigando la noma con Herr Doktor Berthold Epstein y espero que logremos llegar lo antes posible a una cura más efectiva. Por ello, a algunos de los niños los hemos trasladado al campamento del hospital, sobre todo los casos más graves —me explicó Mengele.

Me puse en pie y me di la vuelta. Al menos había conseguido que el doctor accediera a mejorar en parte las condiciones de los niños gitanos del campo.

—No se extrañe si nos llevamos a algunos niños sanos, creemos que la noma tiene también un carácter hereditario. Los gitanos son muy endogámicos y la sífilis que sufren muchos de los hombres parece estar relacionada con la propensión a dicha enfermedad. En el campo de familias de los checos no se han dado apenas casos —comentó Mengele.

—Ellos llegaron hace apenas unos meses —le comenté.

Todos habíamos escuchado que los nazis habían permitido un campo de judíos checos con sus familias. Algo excepcional en Auschwitz, aunque la mayoría pensaba que era una manera de acallar las voces que desde fuera de Alemania se estuvieran levantando contra el maltrato que dispensaban a los judíos.

El doctor me sonrió y pude ver sus dos grandes incisivos separados. Parecía un joven travieso incapaz de hacer daño a nadie, pero ya no podía embaucarme con sus palabras suaves o sus gestos amables.

—Colaboraré con usted mientras mantenga su palabra de mejorar las condiciones de los niños. Por favor, no se olvide de que se trata de seres humanos como nosotros. Puede que su sangre no sea aria, pero es sangre igualmente, Herr Doktor.

El oficial frunció el ceño y cambió su expresión de inmediato. Por unos instantes, temí haberme excedido en el comentario. Pero sabía que Mengele me respetaba porque era capaz de decir delante de él lo que pensaba, aunque eso pudiera traerme terribles consecuencias. No dudaba de que mi condición de alemana y aria me protegía en cierto modo ante su mente racista y criminal, pero él sabía que nadie le hubiera reprochado nada si allí mismo me hubiera pegado un tiro.

—Algún día entenderá lo que estoy haciendo por Alemania y el mundo. No queremos exterminar a todas las razas, pero sí que cada una ocupe el lugar que le corresponde. Después de la guerra habrá una pequeña colonia para que vivan los gitanos, se lo he escuchado decir al propio Himmler, nuestro Reichsführer-SS. Le aseguro que él es un hombre de honor que siempre cumple su palabra.

No le contesté. Me limité a saludarle con una ligera inclinación de cabeza y el doctor me acompañó hasta la puerta. Cuando salí ya era noche cerrada. No quise girarme para despedirme de nuevo. De alguna manera, aquella tarde había perdido las últimas esperanzas de encontrar algo de humanidad en Mengele. Aquel doctor había completado su transformación maléfica en los seis meses que llevaba en Birkenau, aproximadamente el mismo tiempo que nuestra familia llevaba encerrada. De héroe de guerra y nazi convencido había pasado a seleccionador de personas para ser asesinadas impunemente, y a doctor sanguinario al que no le importaban para nada sus pacientes.

Cuando llegué a la barraca, mi amiga ya había dormido a los niños. Fue un alivio para mí no tener que acostarlos aquella noche. Me sentía agotada, sin fuerzas, y el desánimo parecía apoderarse de mí por momentos.

—¿Qué tal ha ido todo?

—Bien, en cierto sentido. Se ha comprometido a continuar trayendo alimentos para la guardería —le contesté sin mucho entusiasmo.

—Es una buena noticia.

—No estoy segura. He sentido algo tenebroso en aquel lugar. Tenemos que estar preparadas para lo peor. Nuestra suerte está unida a los acontecimientos que sucedan fuera de esa alambrada. Si los nazis pierden, querrán borrar las huellas de sus crímenes. Si ganan, no les importará terminar con todos nosotros. Únicamente un milagro puede salvarnos de una muerte lenta y segura.

Aquellos pensamientos lúgubres terminaron por desanimar a mi amiga. Éramos jóvenes y queríamos creer que la vida continuaría, que encontraría un camino por el que llevarnos, pero nosotras no éramos mejores que los millones de personas que habían fallecido en Europa y medio mundo. La muerte no distinguía entre inocentes y culpables, se alimentaba de los cientos de miles de almas que cada año se unían a su horrenda lista de desolación. Todos nosotros estábamos inscritos en aquel registro tenebroso, únicamente un milagro podía salvarnos.