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Auschwitz, diciembre de 1943

El final del año se acercaba y, lo que normalmente era una fecha de celebración y alegría, en aquel momento nos llenaba de incertidumbre. ¿Lograríamos sobrevivir a 1944? Nos habían llegado noticias de los duros bombardeos sobre Berlín y otras ciudades de Alemania. Las consecuencias en Auschwitz eran que los guardas parecían preocupados, bebían mucho y siempre estaban de mal humor. Muchos de ellos habían perdido a parte de sus familias o comenzaban a temer que sus crímenes no quedarían para siempre impunes. Era mejor evitarlos e intentar pasar desapercibidos.

Mengele cumplió en parte su palabra. Los meses de octubre y noviembre, las cosas mejoraron en la guardería, pero en diciembre los suministros comenzaron a escasear de nuevo. Oficialmente, los ataques aliados estaban dificultando el transporte de materiales, pero, paradójicamente, los trenes cargados con judíos y otros rehenes de los nazis llegaban puntuales a Birkenau. La lógica nazi nunca se parecía a la del resto de la humanidad. El odio tenía para ellos una fuerza que a nosotros se nos escapaba.

La población en el campo gitano disminuía mes tras mes. Además, el invierno estaba siendo especialmente duro aquel final de año de 1943. La mayoría de las barracas no tenían leña o carbón para calentarse. La guardería, la escuela infantil y el hospital eran las únicas en las que se permitían aquellos lujos.

Los niños podían permanecer en su sitio caliente y limpio toda la mañana, pero por la tarde, y sobre todo en las duras noches de invierno, tenían que estar en las barracas anegadas de barro y totalmente heladas.

A finales de noviembre presenté una petición al comandante para que permitiera que los niños más pequeños se quedaran a dormir en la guardería y la escuela infantil, pero fue denegada. Cada día más niños morían, caían enfermos o sufrían los terribles síntomas de la noma.

La moral en el campo era muy baja, por eso me sorprendió el día que nos mandaron a una judía estonia llamada Vera Luke, para reforzar nuestra plantilla de profesoras. La joven había sido enfermera en su país y, aunque tenía un aspecto frágil y enfermizo, fue una especie de aliento fresco para la guardería cuando atravesaba sus horas más bajas.

Reuní al equipo de profesoras a primera hora de la mañana antes de que llegaran los niños a la escuela y comenzamos a evaluar las últimas semanas. Sobre todo me preocupaba cómo íbamos a enfrentar el invierno en aquellas condiciones tan adversas.

—Les presento a una nueva compañera, Vera Luke —dije al resto de las profesoras.

Intentaron darle una calurosa bienvenida, pero la mayoría de mis colaboradoras estaban sufriendo también los efectos del frío, la malnutrición y la angustia que producía la desesperada situación de los niños.

—Cuando me comentaron que trabajaría en una guardería en Auschwitz pensé que se estaban riendo de mí, pero veo que es posible crear un oasis en el desierto —comentó Vera sonriente.

Sonreír era un lujo que hacía muchas semanas ninguna de nosotras se había permitido.

—Gracias, Vera. Pasemos a ver lo que nos falta.

Comencé a recitar una larga lista que cada día era un poco más larga. Cuando terminé de leer, observé unos instantes a mis compañeras, todas parecían cabizbajas y desanimadas.

—Creo que están mirando lo que no tienen y lo que falta para que se queden sin nada. Llevo dos meses en este infierno y he aprendido a no esperar nada, intentar disfrutar de cada día y no pensar en mañana. Les propongo un acto de rebeldía. ¡Celebremos la Navidad!

Todas miramos sorprendidas a la joven. La Navidad significaba para la mayoría de nosotras un tiempo de celebración y esperanza, pero en Auschwitz no existía la Navidad.

—Ya saben que yo soy judía, pero si celebramos la Navidad devolveremos un poco de fe a esos niños. Tendrán de nuevo esperanzas, sueños e ilusiones. Por favor, no dejen que los nazis les roben también eso.

Vera nos miró con su sonrisa abierta y sus perfectos dientes blancos brillaron como diamantes ante nuestros ojos cansados. En ese momento imaginé a mis cinco hijos celebrando la Navidad. Eran sus fechas preferidas del año, pero en seguida me asaltó la duda. ¿Cómo conseguiríamos todo lo que necesitábamos? ¿Qué podíamos ofrecerles?

—No tenemos nada para poder celebrar la Navidad —contesté algo aturdida. Era la primera vez desde que dirigía la guardería que no me dejaba llevar por la ilusión.

—Podemos hacer un árbol, adornos y regalos, aunque sean sencillos. Intentemos conseguir un poco de azúcar y harina para hacer galletas. El resto serán simplemente villancicos y una breve obra navideña —comentó Vera ilusionada.

Todas comenzaron a hablar entre sí entusiasmadas. Se produjo una gran algarabía y miré a Vera. Entendía lo que estaba intentado conseguir. Quería que recuperásemos la ilusión, pero yo temía que un nuevo fracaso terminase de hundir el poco ánimo que aún nos quedaba.

—Está bien, celebraremos la fiesta. Intentaremos que los guardianes nos ayuden. Aunque seguramente se opongan. Últimamente se ven taciturnos y amargados. Tan solo tenemos dos días para hacer todo. Será mejor que nos pongamos manos a la obra —dije algo más convencida.

La siguiente hora nos dedicamos a distribuir el trabajo. Todos los puntos del día habían quedado relegados a un segundo plano. Ya no importaba la falta de comida y el futuro incierto. Vera nos había recodado que el mejor alimento para el alma era la ilusión.

Cuando llegó la hora de la clase designé a Vera sus nuevas tareas y, como hacíamos todos los días, las profesoras nos colocamos delante de la entrada de las dos barracas para recibir a los niños. Miramos la amplia avenida cubierta de nieve. Por la noche había bajado tanto la temperatura que buena parte del manto blanco se había congelado. El frío nos cortaba la cara y atravesaba sin dificultades nuestras ropas hasta helarnos la piel. Tras diez minutos a la intemperie, decidimos regresar al edificio de la guardería.

Pedí a todas que se sentaran en una de las mesas. Después me asomé por la ventana, pero no había ni una sola alma en todo el campamento.

—¿Alguien sabe lo que está sucediendo? ¿Por qué no vienen los niños esta mañana? —pregunté nerviosa a mis compañeras.

Zelma levantó con timidez la mano y el resto de sus compañeras gitanas la miraron muy serias.

—Las madres están preocupadas y prefieren no traer a sus hijos.

—¿Por qué no me han informado de nada? ¿Qué es lo que sucede? El único sitio en el que los niños pasan calientes algunas horas y comen un poco de pan con mantequilla es aquí.

Notaron mi tono malhumorado, me sentía traicionada por algunas de las mujeres de mi propio equipo.

—Las madres temen no volver a ver a sus hijos si los traen a la guardería. El doctor Mengele se ha llevado a muchos gemelos y algunos niños gitanos que tenían un iris de cada color. Ya no se fían de nosotras. Les he rogado y pedido por favor que hablaran con usted, pero me han contestado que usted es alemana y colabora con los nazis.

Las últimas palabras de la joven apenas atravesaron sus carnosos labios. Se veía que sentía mucho tener que ser la mensajera de tan tristes noticias.

—Eso es ridículo. La mayoría de los niños estarían muertos si no hubiera sido por la guardería. El invierno es el problema. Muchos han muerto de hambre y frío, pero nosotras no somos culpables de no tener nada más para darles —contesté enfadada.

Una de las madres se puso en pie y, señalándome con el dedo, comenzó a gritar, como si durante meses hubiera guardado todas las cosas que pensaba que yo estaba haciendo mal.

—Sus hijos tienen mejor alimentación que el resto, viven en este lugar confortable y cálido. La mayoría de las madres han perdido a uno o dos de sus niños, pero usted conserva sanos a sus cinco hijos. El doctor la favorece, pero la pregunta es ¿qué le da usted a cambio? ¿Le ha prometido proteger a sus hijos?

El rostro de la mujer parecía descompuesto. Su cara de odio me asustó. Siempre había intentado hacer todo lo posible para mejorar las condiciones de todos los niños. Decidí no contestar. Me limité a ponerme en pie y dirigirme hacia la puerta.

—¿Dónde va, Frau Hannemann? —preguntó Zelma.

—Voy a ir barraca por barraca para hablar con cada madre —le contesté después de cerrar mi abrigo y salir al frío glacial de la avenida.

Todas las profesoras me acompañaron en silencio. Se limitaron a seguirme y darme apoyo moral. Nos dirigimos a la primera barraca y entré decidida. Los niños y las madres se acurrucaban en el centro del edificio. Apenas se notaba la diferencia entre estar dentro y a la intemperie. El olor a sudor, orines y madera podrida me recordó mis primeros días en Birkenau. Pasó por mi mente cada una de las vejaciones que había sufrido y lo difícil que era guardar la cordura en un lugar como aquel. Aquellas madres eran verdaderas heroínas, pero el miedo las había paralizado por completo.

—Lamento mucho la desconfianza que hemos creado entre ustedes y nosotras. La situación en el campo es muy dura, el invierno está siendo terrible y sé que los rumores corren por todos lados. Nosotras únicamente queremos ayudarles. Les ofrecemos lo único que poseemos, nuestra propia vida. No nos gusta tener privilegios. He pedido al comandante que permitiera que los niños se quedaran en las barracas de la guardería y la escuela infantil, pero me han denegado la petición. Tengo las yemas de los dedos ensangrentadas de escribir tantas solicitudes. A veces no tengo ni el papel en el que hacerlo. Herr Doktor nos ha facilitado ayuda. Es cierto que también se ha llevado niños para sus experimentos, pero él mismo me ha informado que está investigando para terminar con esa gangrena que está afectando a los niños gitanos —dije, hice una larga pausa y observé los rostros endurecidos por el hambre y el miedo, parecían fantasmas flotando en el ambiente lúgubre de un camposanto—, pero tienen que confiar en nosotras. Sus hijos recibirán algo más de comida y al menos estarán calientes hasta el mediodía. No tengo control sobre los niños que se llevan al campamento del hospital, pero intentaré retenerlos como si fueran los míos propios. Se los prometo.

Era consciente de que poco o nada podía hacer si los guardianes se llevaban a los gemelos y otros niños, pero al menos intentaría paralizar el traslado y exigir una explicación de las razones por las que se los llevaban. Las madres hicieron un gesto a los niños y estos nos siguieron al siguiente barracón.

Durante tres horas recorrimos todas las barracas del campo gitano. Fue un trabajo agotador y cuando terminamos estábamos heladas y exhaustas, pero casi el noventa por ciento de los niños nos habían seguido. Después me dirigí al hospital, mientras las profesoras comenzaban las clases. Ya era mediodía y a esa hora visitaba a los niños más enfermos, pero apenas había comenzado a cruzar la avenida cuando me encontré con un episodio realmente sorprendente.

La guarda María Mandel caminaba por la nieve tirando de un pequeño trineo de madera. Encima de él había un niño gitano de unos cinco años vestido con ropas caras. El niño parecía disfrutar del paseo. La guardiana se detuvo justo delante de mí.

—Prisionera, quiero que atiendan a este niño. Se llama Bavol y es hijo del rey de los romaníes en Alemania. Su familia es de las más nobles de los gitanos. Sus padres fueron elegidos por Herr Doktor Robert Ritter para representar a los romaníes alemanes. Cuentan que hasta se hizo una coronación en Berlín hace tres años, oficiada por el arzobispo. A su padre se le debió subir el cargo a la cabeza y organizó una pequeña rebelión de gitanos en el gueto de Łódź, por eso deportaron a la mayoría aquí. Las órdenes eran ajusticiar a los padres, pero no decían nada del crío. Será mejor que lo cuide bien, vale más que todos esos mocosos juntos.

Me sorprendió ver a aquella mujer terrible llevando al pequeño príncipe en el trineo. Miré al niño de grandes ojos negros. Su aspecto era impecable y su vestido de terciopelo azul no tenía ni una mancha.

—¿Cuando termine la clase lo recogerá? —le pregunté algo nerviosa. Nunca se sabía cómo podía reaccionar aquella mujer.

—Sí, claro. En el caso de que no venga yo, vendrá algún kapo del campamento. El niño se encuentra bajo mi supervisión directa. Nadie puede tocarlo —contestó secamente. Luego se agachó y sonrió al niño después de darle una chocolatina. Me dio por pensar que para María Mandel aquel pobre niño era como una especie de mascota con la que entretenerse y recibir algo de afecto. Dejamos de existir cuando no hay nadie en el mundo que sea capaz de amarnos.

La guardiana comenzó a caminar de nuevo hacia las primeras barracas y yo miré a Bavol. Le di la mano y, tras sonreírle, le pregunté si quería venir conmigo. El joven príncipe no habló, pero me devolvió la sonrisa. Subimos las escaleras de la guardería y, tras presentarlo a una profesora, lo dejé en la estancia. Por unos segundos, observé las paredes. La pintura parecía más apagada que el día de la apertura, pero todavía era un sitio maravilloso en el que olvidar las desgracias del campo.

—¿Te gusta pintar? —pregunté al niño.

Hizo un gesto afirmativo y dejó su arrogante postura para esbozar una sonrisa. Imaginaba que durante aquellos años todo el mundo había tratado al niño y a sus padres como a dioses, y ahora no era más que otra pobre víctima del arbitrario y cruel sistema nazi.

Los dos días siguientes fueron frenéticos. Las profesoras llegaban dos horas antes de las clases para preparar el material y yo acudía cada dos por tres a las oficinas para pedir más cosas. El doctor Mengele accedió a darnos algo más de comida aquel día y un kapo apareció con un abeto para la fiesta.

Durante casi todo la mañana estuvimos ensayando villancicos y una breve obra de teatro. Todo tenía que salir a la perfección.

El día 24 de diciembre por la noche, la víspera de Navidad, la fiesta estaba preparada. Los más pequeños cantarían dos o tres canciones, los grandes representarían la obra de teatro del nacimiento de Jesús y después habría algo de comida para los niños y sus padres. No sabíamos si iba a acudir algún guardián, aunque lo dudábamos mucho. Para ellos era más fácil seguir viéndonos como animales o cosas, no querían tener que titubear a la hora de castigarnos o asesinarnos.

La fiesta comenzó con puntualidad. Las velas y las guirnaldas adornaban la guardería, produciendo un ambiente navideño; un hermosísimo abeto con velas y cintas convertía la estancia en lo más parecido a un amplio y hogareño salón de una casa.

Los padres entraron en silencio y se acomodaron en las sillas. La mayoría de los hombres se quedó de pie, las madres intentaban conseguir las mejores posiciones para poder contemplar bien a sus hijos. Blaz y Otis se encargaron de acomodar a la gente para que no se produjeran problemas. Una gran cortina hacía de telón. Vera salió al escenario improvisado vestida con una especie de túnica y se dirigió al público:

—Queridos padres y madres, abuelos y hermanos, hoy vamos a celebrar juntos una de las fiestas más queridas por niños y adultos, la Navidad. Los niños han preparado con mucho amor este programa, por eso les pido…

De repente, la joven se quedó paralizada, como si hubiera visto a un fantasma. Me giré y noté primero el frío que se colaba por la puerta entreabierta. Después apareció María Mandel. Su uniforme, impecable como siempre, estaba cubierto en parte por una gran capa gris. La gente se apartó de ella temerosa. Todos creíamos que iba a interrumpir la función o que comenzaría a dar golpes a los asistentes, pero se limitó a apoyarse en la pared de la entrada y quedarse en silencio.

—Primero cantarán los niños la canción «O Du Fröhliche» —anunció Vera algo nerviosa.

La sala se llenó de aplausos y mis hijos ayudaron a descorrer el telón. Los niños estaban vestidos con pequeñas pajaritas negras y pantalones con tirantes. Sus camisas tan blancas relucían a la luz de las velas navideñas. Miraron a Maja, una de sus profesoras, y comenzaron a cantar acompañados por el violín de Blaz.

La hermosa voz de los más pequeños comenzó a revolotear entre las paredes de aquella guardería, mientras los primeros copos de nieve descendían en la noche oscura. El coro nos transportó a todos a aquellas navidades felices. Nuestras mentes recordaron los primeros regalos, la ilusión y la magia que envolvía aquella noche del pesebre en Belén. Poco a poco a todos nos invadió una inmensa melancolía. De repente, uno de los niños comenzó a sollozar y no tardaron en contagiarse todas aquellas criaturas que recordaban la Navidad anterior, repleta de regalos y felicidad.

Las lágrimas ahogaron sus voces, primero como un susurro, después como un torrente que terminó por arrastrarnos a todos con su tristeza. Miré a Adalia, que estaba al lado de las niñas, y desde la distancia contemplé las hermosas perlas que salían de sus ojos azules. Pensé en Johann, no sabía nada de él desde mi visita fugaz a Kanada, era la primera vez que pasábamos las fiestas separados. Tal vez aquella era nuestra última Navidad. Ya no habría más comidas especiales, ni canciones frente a la chimenea, tampoco los regalos debajo del árbol a la mañana siguiente ni la impaciencia de los niños rompiendo los papeles de colores, con sus ojos abiertos como platos y la felicidad derramándose por cada poro de su piel.

Intenté sobreponerme, no podíamos estropear aquella noche con pensamientos lúgubres ni con lamentos por los que ya no estaban con nosotros. Me puse al lado de los niños, di la mano a mi pequeña Adalia y comencé a cantar. Al principio, mi voz resonó solitaria en la estancia, pero enseguida se unieron las de las otras profesoras y más tarde toda la sala entonó el hermoso villancico.

Las niñas cantaron dos canciones más y los mayores interpretaron con mucha gracia el nacimiento de Jesús. Emily iba vestida de la Virgen María y Ernest de San José.

Zelma y Kasandra hicieron una representación de marionetas para los niños, que se sentaron a los pies de sus madres. Bavol, el pequeño príncipe gitano, se puso a los pies de María Mendel, que disfrutaba con el espectáculo, pareciendo humana por primera vez en todo aquel tiempo.

Cuando terminó la función, todos se dirigieron a las mesas y comenzaron a comer. A pesar de que la mayoría de los adultos no habían probado todos aquellos manjares desde hacía mucho tiempo, dejaron la mayor parte a los niños.

María Mendel no se acercó a la mesa, comenzó a colocar el abrigo al niño y salió discretamente de la guardería. Mientras se marchaba me pregunté qué había en el alma de aquellas mujeres para que se comportaran de manera tan brutal y cruel. Sabía que nunca obtendría una respuesta. La maldad es mucho más que un comportamiento antisocial o una deficiencia psicológica, ante todo se trata de una falta de amor por uno mismo y por los demás. La guardiana se comportaba como una madre, pero no estaba segura de hasta dónde estaría dispuesta a llegar para salvar a su nueva mascota. Los nazis siempre cumplían las reglas. Su vida era el partido y sabían que cualquier infracción suponía alejarles de aquella fuente de poder e influencia, convirtiéndose de nuevo en los don nadie que habían sido siempre. Hitler les había dado una razón para vivir, eran perros fieles de un amo despiadado, pero que al menos les dejaba saborear las sobras de su cruel poder.

Una hora más tarde, las familias salieron de la guardería totalmente felices. Pasados unos minutos estarían de nuevo en su horrible realidad, pero todos nos agradecieron aquel regalo inesperado que una vez más les ofrecía la vida. Al finalizar la fiesta, las profesoras me ayudaron a recoger y, cuando todo estuvo de nuevo en orden, acosté a los niños. Estaban tan cansados que apenas opusieron resistencia. Blaz y Otis habían recibido de regalo un tirachinas pequeño, pero no podían sacarlos fuera de la barraca porque estaban prohibidos en el campo. Los gemelos, una muñeca sin un brazo y un caballo viejo y descolorido, pero para ellos eran los juguetes mejores del mundo aquella noche. Adalia apretaba contra el pecho su muñeca de trapo y me dio un beso mientras se acurrucaba en mi cama.

Me dirigí a la sala y comencé a escribir en mi cuaderno. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo, como si hubiera renunciado en cierto sentido a seguir guardando mi memoria. Apenas había comenzado cuando escuché cómo la puerta se abría. Escondí dentro de la chaqueta el cuaderno y miré inquieta hacia la sombra cuyo contorno recortado se intuía en la puerta. Para mi sorpresa, se trataba de María Mandel, que, con el cuerpo ligeramente encorvado, entró y dio unos pasos hacía mí. Comencé a temblar. Aquella mujer nunca era mensajera de buenas noticias y todo el mundo la temía. La guardiana se aproximó a la luz y vi sus ojos rojos, pero con una expresión feroz en el rostro.

—Se lo han llevado —comentó escuetamente.

Sabía que hablaba del niño que había decidido apadrinar aquellos días, pero no entendía muy bien a qué se refería. No quise preguntarle nada, podía reaccionar violentamente y hacerles algo a mis hijos.

—Se lo han llevado, acaban de desalojar la barraca de los huérfanos. Una docena ha ido al campamento del hospital, pero el resto dentro de unos minutos dejará de existir.

La voz de la guardiana estaba ronca como si hubiera estado llorando un largo rato. Pensé que habría bebido, pero parecía sobria aquella noche de Navidad.

—¿Quiere que le prepare algo?

—No, simplemente no deseaba estar sola esta noche. Todo lo que ha pasado aquí… —la mujer no terminó la frase.

—Lo lamento. Era un niño hermoso e inteligente.

—Tú qué sabes, puta. Eres una mujer alemana y has tenido varias crías de monos con ese gitano. No eres como yo, la gente como tú sois poco más que escoria. Guárdate tu compasión, dentro de poco la tendrás que usar para tus hijos.

Me miró y, por un segundo, tras aquellas inmensas capas de maldad y soberbia, vi un rayo casi apagado de humanidad. Después se dirigió a la puerta y salió en mitad de la tormenta de nieve. Sus palabras me atravesaron como puñales encendidos. ¿Qué quería decir con aquello? ¿Me estaba amenazando o simplemente intentaba aliviar su rabia?

La muerte de cada ser humano es irremplazable, tiene un valor infinito, nada puede sustituir la vida que se lleva. Aquella noche celebrábamos la vida, el nacimiento del Niño Dios, pero muchos infantes tenían que morir sacrificados en las hogueras del odio y la maldad. Incliné mi cabeza y pensé en el mensaje del pesebre: Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres.

La guerra continuaba cobrándose su parte de muerte y desolación aquella Noche de Paz. Intenté llenar mi corazón de amor, no deseaba que el odio me corroyera las entrañas. Tenía que amar incluso a mis enemigos, aquella era la única manera de no convertirme yo también en un monstruo.