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Auschwitz, mayo de 1943

A la mañana siguiente pidieron a los prisioneros de todas las barracas que no salieran a primera hora para ir al baño. A los médicos y enfermeras nos autorizaron a dejar las barracas, los SS sabían que nos necesitaban para que los pobres desgraciados que iban a ser eliminados ese día creyeran que realmente se les trasladaba a un hospital para curarlos del tifus. Mengele apareció conduciendo un coche negro descapotable, como si aquel día soleado y algo templado lo hubiera reservado para hacer un pícnic y no una matanza indiscriminada. Unos minutos más tarde entraron por la avenida media docena de camiones color verde oscuro con guardias de las SS, para intentar cargar rápidamente a todos los prisioneros de las barracas 9 a la 13. Parecían buitres carroñeros en busca de su ración diaria de carne. Los soldados, con los rostros tapados con máscaras antisépticas, se situaron frente a las dos primeras barracas y pidieron a los gitanos que salieran ordenadamente. Intentaron ser lo más amables posible, para que no hubiera resistencias. Nosotros permanecíamos en formación al lado del doctor Mengele, que no dejaba de tararear canciones mientras aquel ejército de desesperados pasaba ante nuestros ojos. Primero, aparecieron los más fuertes, hombres y ancianos que posiblemente no estaban infectados, pero que habían tenido la desgracia de estar en la barraca equivocada; después, personas enfermas y algunos de los presos sacaron en camillas a los más débiles, que fueron amontonados en un camión como troncos de madera, apilados unos sobre otros y sin recibir el trato como enfermos que necesitaban los máximos cuidados. Yo prefería no mirar aquel espectáculo lamentable, sabía que había logrado salvar a algunos cientos, pero a la vez me sentía cómplice de la muerte de todos aquellos desgraciados.

Una madre salió con sus hijos de la mano. Los tres chiquillos nos miraban con los ojos desorbitados por el hambre y la fiebre, uno se abalanzó hacia nosotros, pero los guardas, que llevaban máscaras y guantes, lo devolvieron a la fila entre golpes.

En el último barracón se produjeron más escenas de pánico. Seguramente les había llegado el rumor de que los enviaban a una muerte segura y muchos intentaron escapar sin éxito o lanzarse a las botas del doctor Mengele para suplicar por sus vidas. El oficial alemán continuó tarareando canciones hasta que todos los prisioneros estuvieron cargados en los camiones en dirección desconocida, que no podía significar otra cosa sino su eliminación inminente.

—Ahora les toca a ustedes. Tienen que seleccionar a todos los enfermos con tifus del hospital. No podemos dejar ningún foco de infección en el campo —comentó Mengele con una sonrisa.

Sentí un escalofrío que me recorría toda la espalda. La selección la harían los médicos, pero las enfermeras teníamos que estar presentes y llevar a los enfermos elegidos hasta la salida, donde los soldados se harían cargo de ellos. Primero recorrimos las barracas de los hombres. Una veintena fueron seleccionados, entre ellos un niño que tenía la misma edad de mi hijo Otis. Aquella criatura apenas había comenzado a caminar en la vida y en unos minutos dejaría de existir para siempre. El pabellón de las mujeres enfermas fue el escenario de situaciones aún más dramáticas, ya que varias de ellas tenían a sus bebés en la misma cama.

Una de las mujeres, una joven gitana morena de grandes ojos verdes, tiró de mi bata y entre susurros me dijo:

—El niño no está enfermo, por favor, cuídenlo.

Miré a Mengele, que se había entretenido con dos ancianas que el doctor Senkteller le discutía si tenían tifus o no, tomé al niño envuelto en una mantita blanca muy limpia, algo casi excepcional en el campo, lo llevé a la parte de atrás y lo dejé en una de las cunas. Aquello podía costarme el puesto e incluso la vida, pero era una madre, sabía lo que sentía aquella chiquilla que suplicaba por la vida de su niño.

La operación de desinfección se repitió hasta que la última barraca estuvo vacía y el último enfermo de tifus fue cargado en los camiones de las SS. Cuando los nazis abandonaron el campo se continuó con la rutina, pero una sombra de terror parecía envolverlo todo. ¿Quiénes serían los próximos? En aquel lugar infernal parecía que la vida humana no valía absolutamente nada.

El resto de la mañana lo tuve libre, ya que pedí permiso para estar con mis hijos. Tenía la necesidad de abrazarlos y pasar con ellos aquel trance, las desagradables sensaciones de la purga de enfermos me habían dejado con el ánimo por los suelos.

Por la tarde tuve que regresar al hospital, el doctor Mengele se había presentado de improviso y nos había convocado a una nueva reunión. Era extraño que viniera a esas horas, ya que en los últimos días le habían asignado la tarea de hacer las selecciones a los recién llegados en el andén de la estación. Sabíamos que aquello no podía ser nada bueno, pero al menos nosotros sabíamos a qué atenernos, mientras que la mayoría de los prisioneros estaban a su completa merced, ignorando lo que sucedería al día siguiente.

Caminé por la gran avenida junto a Ludwika. La enfermera parecía tan deprimida como yo cuando vimos a lo lejos la barraca de descanso de los doctores y enfermeras.

—No sé cuánto tiempo más podré resistir todo esto. Pensé que lograría acostumbrarme, pero desde que llegó el doctor Mengele todo ha empeorado —dijo casi echándose a llorar.

—¿Tú crees? Puede que sea mucho más drástico que su antecesor, pero al menos sabemos sus intenciones. Si pudiéramos convencerle de que la mejora del campo favorecería su carrera, creo que la cosas cambiarían notablemente —le dije, intentado animarla un poco.

—¿Piensas que la ambición personal es más fácil de manejar que el fanatismo? Yo creo que el doctor Mengele reúne las dos cosas en una.

—Será mejor que no adelantemos acontecimientos —dije mientras subíamos las escaleras de la barraca.

En el interior había casi una docena de personas, tres de ellas eran totalmente desconocidas para mí.

—Queridos colegas, dejen que les presente una nueva adquisición para el equipo, se trata de la doctora Zosia Ulewicz. Será mi asistente personal en el laboratorio que voy a abrir detrás de la Sauna. Berthold Epstein es un reconocido pediatra que nos apoyará con los niños. Ya saben que recibimos la inestimable ayuda del Instituto Káiser Guillermo de Berlín, y en especial de su director Von Verschuer. Tenemos que hacer una buena labor para seguir mereciendo su ayuda. Espero que estén dispuestos a trabajar duro, no olviden que ustedes son unos privilegiados en Birkenau —dijo Mengele muy serio. Su voz intimidante hizo que se produjera un largo silencio.

El doctor tomó una hoja del escritorio y la agitó delante de nuestras caras.

—No han hecho bien su trabajo en esta mañana. Me habían asegurado que en la barraca 8 no había enfermos de tifus, pero yo personalmente he detectado esta tarde dos casos. ¿Saben lo que supone eso? Me obligan de nuevo a vaciar otra barraca. Si hicieran bien su trabajo, estas cosas no sucederían.

Nos quedamos todos petrificados, pensábamos que lo peor de la purga de enfermos había pasado, pero en Auschwitz nunca sucedían las cosas de una manera lógica, cada día era totalmente imprevisible.

—Mañana eliminaremos la barraca 8 y espero que no tenga que deshacerme de todo el campo gitano por su culpa. ¿Imaginan el disgusto que daría al doctor Robert Ritter si su colonia de gitanos es exterminada? Ya saben cómo el profesor ama sus teorías sobre el origen ario especialmente de los gitanos que se han mantenido puros desde su llegada de la India —comentó enfurecido.

Todos nos sentíamos desolados, el campo estaba totalmente aterrorizado y muchos nos miraban como los causantes de todas sus desgracias. Mengele sabía cómo lanzar las responsabilidades a la gente que tenía alrededor. Mientras que sus medidas drásticas le hacían destacar ante el doctor Wirths, nosotros éramos los que teníamos que elegir a los que debían vivir o morir entre los enfermos del hospital.

El doctor nos despidió sin muchos miramientos. No le preocupaba nuestro estado de ánimo, únicamente le interesaba la eficacia que pudiéramos emplear en el trabajo asignado. Estaba cruzando el umbral cuando la voz suave de Mengele me dejó paralizada.

—Enfermera Helene Hannemann, quédese unos minutos, por favor.

Ludwika me miró sorprendida, no era una buena señal que el doctor quisiera hablar conmigo a solas. Comencé a temblar mientras me aproximaba a pequeños pasos hasta él. Temía que la decisión de librar a la barraca 8 ahora se volviera en mi contra, pero estaba dispuesta a afrontar las consecuencias. Lo único que me preocupaba eran mis hijos, aunque estaba convencida de que Anna se haría cargo de ellos si a mí me sucediera algo.

—Imagino que toda esta situación la habrá puesto muy nerviosa. He investigado su caso particular, necesitaba corroborar algunas cosas. Su pureza racial es envidiable, sus padres son dos miembros muy activos en la comunidad, aunque por desgracia no están inscritos en el Partido. Pensará que soy un monstruo, pero no es cierto. Únicamente intento actuar de una manera lógica y eficaz. Y sabrá que en Auschwitz los recursos son muy limitados y las enfermedades no dejan de extenderse por todas partes. Imagino que no aprueba mi decisión para atajar esta plaga de tifus, pero nada más dejo que la naturaleza haga su selección: los más débiles mueren y los más fuertes sobreviven —dijo, dando una de sus largas peroratas seudocientíficas.

Yo me mantenía en silencio con la cabeza agachada, sabía que le molestaba que le miraran directamente a los ojos, en especial los prisioneros. De una manera inesperada, noté cómo con sus dedos sostenía mi barbilla y la levantaba.

—Admiro su valentía, no entiendo el sacrificio por sus hijos mestizos ni por qué se casó con un zíngaro, pero enfrentarse a todo esto usted sola… Con su actitud ha demostrado una gran entereza, por eso pienso que es la persona idónea. Muchos de los prisioneros gitanos la admiran y la respetan. Tiene dotes de organización y sabe mantener la disciplina, según me han contado sus superiores. Por eso deseo que sea la directora de la Kindergarten que voy abrir en Auschwitz. No quiero que los niños gitanos y los gemelos sufran tantas privaciones.

Al principio no entendí a qué se refería. No podía ni imaginar que alguien se plantease crear una guardería en Auschwitz. En el poco tiempo que llevaba en el campo de concentración únicamente había observado desolación y muerte. ¿Por qué quería el doctor Mengele abrir una guardería en un lugar como este? Dudaba de sus intenciones altruistas, no me parecía un hombre generoso ni sentimental, su carácter era más bien práctico y no mostraba mucha compasión por nadie que no fuera ario.

—¿Quiere que dirija una guardería aquí? —le pregunté, intentando creerme sus palabras. Aquella idea me parecía una broma macabra. ¿Cómo íbamos a cuidar a niños en estas condiciones? ¿Qué podíamos ofrecerles?

—Sí, le pido que lo piense. Les traeré todo el material necesario, comida para los niños, ropa nueva, leche, películas infantiles. Por lo menos, ellos no sufrirán como el resto de los internos.

—Lo pensaré —dije sin saber cómo reaccionar.

—Espero una respuesta mañana antes del mediodía —me dijo sonriente, como si de alguna manera supiera que no me podía negar.

Salí de la barraca como si caminase en una nube. Podía hacer algo realmente positivo por los niños del campamento y al mismo tiempo salvar a mis propios hijos. No sabía a qué se debía ese cambio repentino de Mengele, pero no podía negarme. Lo primero de todo eran los niños. Cuando llegué enfrente de la barraca 14 y vi a todos los niños con sus ropas sucias y sus cuerpos delgados correteando por la barraca, soñé con aquella guardería. Me encargaría de que fuera la mejor que se había abierto jamás en un campo de concentración. Por fin entendía por qué el destino me había llevado a Auschwitz, todo comenzaba a tener algo de sentido. La separación de mi esposo, los primeros días terribles y angustiosos, habían merecido la pena. Ahora podía llevar algo de esperanza al campo gitano de Birkenau. Mantener al mayor número de niños con vida hasta que finalizase aquella horrible guerra. Mi esposo me había comentado que en una ocasión había escuchado a Himmler decir por la radio que todos los gitanos serían llevados después de la guerra a una reserva, donde podrían vivir según sus costumbres ancestrales sin ser molestados. Todo aquello parecían castillos en el aire, pero aquel día tocaba soñar. Ahora tenía como misión sagrada salvar a los niños gitanos de Birkenau, pero sobre todo devolverles las ganas de vivir en medio de toda aquella muerte.