9: Se retrasa la partida

NUEVE

Se retrasa la partida

Durante los meses en que se prolongaron los preparativos previos a la partida de la expedición, Malekith recibió una visita inesperada. El príncipe estaba sentado en la cámara superior de su torre, desde donde se dominaba el puerto de Athel Toralien, repasando el documento que formalizaba el traspaso de poderes a sus sucesores. Aunque poseía un palacio —de hecho, eran varios, tanto en la ciudad como en los bosques de las afueras—, prefería ocuparse de sus asuntos allí, en una torre erigida en parte sobre la vieja muralla donde había defendido la ciudad en aquella primera ocasión del asalto de los orcos.

Malekith releía por tercera vez un pasaje especialmente complejo del documento cuando un ruido lejano que se coló desde la calle por la ventana abierta lo distrajo. El ajetreo también se instaló en el interior de la torre y sonaron portazos y pisadas que ascendían atropelladamente por la escalera. El príncipe intentó ignorar los gritos de excitación y concentrarse en la terminología jurídica del documento que sostenía en las manos, pero el jaleo persistió, y en un ataque de frustración, Malekith lanzó pergamino contra el escritorio y se puso en pie como un resorte. Justo en ese instante alguien aporreó insistentemente la puerta.

—¿Qué? —preguntó Malekith.

La puerta se abrió y apareció Yeasir, que hizo una rápida reverencia mientras se introducía en la cámara.

—Estoy intentando concentrarme —gruñó el príncipe.

—Perdonad que os moleste, alteza —se disculpó Yeasir, jadeando haciendo otra reverencia, esa vez con mayor decoro—. Por favor, asomaos al balcón.

—¿Al balcón?

El príncipe se dio media vuelta y salió a largos trancos al pequeño balcón. Miró con atención la calle que se extendía debajo y vio una muchedumbre de elfos que se dirigía apresuradamente hacia los muelles algunos incluso corriendo, presos de la excitación. Malekith levantó la cabeza y llevó la mirada más allá de los tejados de los almacenes del puerto que se levantaban en un primer plano.

Era un soleado día primaveral y en las aguas calmas de la bahía reverberaba la luz de la tarde. Docenas de barcos anclados se balanceaban por todo el puerto. Todo parecía tranquilo, y Malekith no advirtió nada fuera de lo normal. Pero entonces dirigió la mirada hacia el sur y diviso una fila de barcos negros que cruzaba el dique y se aproximaba al puerto.

Se protegió los ojos del resplandor del sol y escudriñó las embarcaciones. Eran diez; en nueve de ellas no se apreciaba ninguna particularidad, salvo los banderines negros y plateados de los naggarothi que ondeaban en los topes. La décima, sin embargo, atrapó la atención de Malekith de igual modo que había despertado el interés entre sus conciudadanos.

La nave se deslizaba ligera sobre las olas, con cuatro gigantescas velas latinas hinchadas por la brisa; la espuma salía despedida por ambos lados del espolón dorado de proa. Era el navío más grande que Malekith hubiera visto jamás —del tamaño de la torre del homenaje de un castillo— y reposaba sobre tres cascos, de los que uno constituía la estructura central y los otros dos, del tamaño de un barco de guerra a cada lado del primero, actuaban como estabilizadores. Sobre la cubierta se alzaban unas torres altísimas de madera, pintadas de negro y adornadas con oro reluciente. Era la nave más fastuosa que hubiera surcado los mares jamás y Malekith se quedó estupefacto con la majestuosidad y la exquisitez de sus líneas.

Como un león entre una manada de perros escarbando en el suelo, el barco se alzó sobre las olas en el corazón de la flota y dio unas elegantes bordadas impulsada por el viento, mientras se deslizaba livianamente hacia el embarcadero más extenso. El sonido de los cuernos procedente de los otros nueve barcos se propagó sobre las olas, anunciando la llegada de su líder.

Malekith refrenó el impulso de saltar directamente desde el balcón para dirigirse al muelle; por el contrario, se dio media vuelta y ordenó a Yeasir que fuera a buscarle la capa y la espada. Mientras esperaba, tamborileó impacientemente con los dedos sobre la barandilla curvada del balcón, contemplando cómo el enorme barco continuaba acercándose al puerto. Pudo distinguir la tripulación congregada en la cubierta, ataviada con elegantes blusones rojiblancos y afanada sobre los estayes para mantener las velas tensas; en un momento dado, en cumplimiento de una orden inaudible, la tripulación se puso en movimiento para plegar y recoger la vela mayor, y la nave fue aminorando la velocidad a medida que se aproximaba al muelle.

Yeasir regresó a la cámara, aseguró la funda de la espada al cinturón de Malekith y le colocó la capa púrpura sobre los hombros. Quizá con más prisas de las que él mismo era consciente, el príncipe salió con paso vivo de la habitación y descendió por la escalera de caracol que ocupaba la parte central de la torre. Los centinelas de la entrada abrieron las puertas cuando lo vieron aproximarse, y Malekith pasó como un vendaval junto a ellos, sin despegar los ojos de la calle que se extendía en el exterior de la torre y que estaba atestada de elfos. Si bien la mayoría se apartaron cuando vieron acercarse al príncipe, algunos estaban tan concentrados en llegar a los muelles que no se percataron de su presencia. Sin embargo Yeasir se adelantó al trote a su señor para llamar la atención de los súbditos despistados y apartarlos del camino del príncipe, y cuando éstos se daban cuenta de su error, se dejaban caer de rodillas sobre el suelo a modo de disculpa y suplicaban la clemencia de Malekith, que pasaba a grandes zancadas por su lado. De ese modo, Yeasir despejó rápidamente el camino hacia el puerto; no obstante, cuando llegaron a las inmediaciones de los muelles, se encontraron el paso bloqueado por la muchedumbre de elfos que confluían desde todas las calles que flanqueaban los edificios de los alrededores.

Algunos se dieron cuenta de la descortesía de su obstrucción, pero no podían hacer más que encogerse de hombros y disculparse con una reverencia mientras trataban en vano de echarse a un lado, ya que el gentío no dejaba de crecer. Tal era el alboroto que las órdenes bramadas por Yeasir apenas se oían, de modo que Malekith finalmente decidió toma medidas drásticas.

El príncipe desenvainó a Avanuir y enarboló la legendaria espada apuntando al cielo resplandeciente. Pronunció una única palabra, la magia recorrió la hoja y el conjuro produjo una explosión de llamas que se alzó por el cielo emitiendo un penetrante pitido y atrapó la atención de la concurrencia.

Una vez advertidos de la presencia de su señor, los elfos empezaron a abrir como buenamente pudieron un pasillo para el príncipe; algunos saltando a los barcos amarrados en los muelles, otros introduciéndose en los edificios o encaramándose a los toldos y los balcones. Como las olas hendidas al paso del barco que se acercaba a puerto, los elfos se separaron para permitir el avance de su príncipe. Malekith asintió con satisfacción, envainó la espada y recorrió a grandes zancadas el vasto pasillo que se extendía entre él y el navío, que ya había iniciado las maniobras para atracar en el puerto.

Malekith llegó al final del embarcadero de madera blanca curvilíneo y aguardó con los brazos en jarras mientras el gigantesco navío viraba lentamente y se detenía junto a él. Unos elfos provistos de gruesos cabos saltaron con agilidad al muelle para amarrar el barco, y en el centro de la embarcación, se alzó silenciosamente un tramo de la borda, por cuyo hueco se desplegó hasta el suelo del embarcadero una amplia escalera. Malekith avanzó por el atracadero y se detuvo al pie de la pasarela. El sol arrojaba su luz desde el otro lado del navío y reducía las velas y las jarcias a una rigurosa silueta. En la parte superior de la escalera emergió una figura femenina, alta y elegante, envuelta en cintas de seda que revoloteaban con la brisa marina. La visitante descendió lánguidamente por la escalera, y Malekith pudo verla mejor, tan joven y bella como la recordaba: Morathi.

La viuda de Aenarion llegó al final de la escalera, se detuvo frente a Malekith y le tendió una mano para que la ayudara a bajar el último peldaño. El príncipe le besó el dorso de la mano y la condujo a tierra, apartando la capa para dejarle espacio. Morathi se volvió hacia Malekith mientras caminaban por el embarcadero y le sonrió.

—Mi maravilloso hijo —dijo la sacerdotisa en un arrullo.

—Mi hermosa madre —replicó Malekith, inclinando educadamente la cabeza.

Cuando la multitud congregada en el puerto distinguió la figura de la visitante, los murmullos de asombro se propagaron desde el extremo del muelle por toda la muchedumbre de elfos. Un silencio respetuoso se instaló entre los asistentes y el único sonido apreciable fue el graznido de las gaviotas que surcaban el cielo y el chapoteo de las olas contra los pilotes de los embarcaderos. La marea de elfos avanzó de nuevo; los más retrasados empujaban las filas delanteras para poder ver a la reina regente de Nagarythe, pues muchos habían nacido en Athel Toralien y nunca habían visto a la sacerdotisa.

Madre e hijo recorrieron tranquilamente a pie el trayecto que los separaba de la torre en la que el príncipe había estado trabajando; Malekith sostuvo en alto en todo momento la mano de Morathi. No se miraron uno al otro en ninguna ocasión y ambos dedicaron sus miradas y sus sonrisas plácidas a las multitudes que los flanqueaban. En el caso de Malekith, su semblante era una máscara que ocultaba sus verdaderos sentimientos, ya que no podía mostrarse inseguro ante sus súbditos y exteriorizar la confusión que le consumía por dentro.

La visita de Morathi era totalmente inesperada y temía las noticias que pudiera traer. No se le ocurría ningún motivo convincente para que su madre hubiera cambiado las comodidades de Anlec por las colonias. ¿Acaso por fin habría tensado demasiado su enfrentamiento con Bel Shanaar y se había visto obligada a exiliarse con su hijo? ¿Estaría Nagarythe amenazado? También aquel navío era un enigma. No sólo no tenía ninguna duda de que no se trataba de un diseño de los naggarothi, sino que ningún astillero fuera de Lothern podía construir una mole de aquellas dimensiones. ¿Cómo habría conseguido una pieza así y con qué intenciones se habría hecho con ella?

Ansioso por conocer las respuestas a aquellas preguntas, Malekith tuvo que obligarse a aminorar el paso por las calles de la ciudad ya aceptar las reverencias y los saludos cálidos de la muchedumbre, que no dejaba de crecer.

El príncipe detectó cierra petulancia en las maneras de su madre: un orgullo que no le pareció del todo ajustado al de una madre que se reencuentra con su hijo. No podía negarse el revuelo que había levantado su llegada, y Malekith sospechó que ésa era en gran parte la razón de su deleite. Desde que tenía uso de razón, Malekith había sido testigo de las atenciones que suscitaba su madre; sólo Aenarion había sido capaz de eclipsar el brillo de Morathi, quien se empapaba de la silenciosa adulación de las masas de Athel Toralien como una roca que absorbe el calor del sol de un mediodía de verano.

Pasó un buen rato hasta que llegaron a la torre que dominaba la bahía. Malekith miró un instante por encima del hombro mientras cruzaban las puertas y vio a Alandrian junto a Yeasir. Hizo un gesto a Morathi para que lo precediera por la escalera y se volvió a sus lugartenientes.

—Dejadnos a solas de momento —les ordenó—. Aun así no vayáis muy lejos, no tardaré en llamaros. Yeasir, por favor, envía a alguien al puerto para que se asegure de que el equipaje y los criados de mi madre son conducidos al Palacio de las Estrellas. Nosotros nos reuniremos con su séquito allí esta noche.

Los capitanes ya hacían una reverencia y se daban media vuelta para marcharse cuando un nuevo pensamiento acudió a la mente de Malekith.

—Será mejor que también aviséis a mis criados y a los granjeros —añadió Malekith, y Alandrian y Yeasir lo miraron desconcertados—. Mi madre habrá traído una cantidad enorme de adláteres, consejeros y sirvientes Habrá muchas bocas que alimentar.

Ambos hicieron un gesto de comprensión y se alejaron de Malekith que cerró las puertas de la torre detrás de ellos y dejó en el exterior a la muchedumbre boquiabierta.

Se dio media vuelta y subió saltando los escalones de tres en tres, a la caza de su madre. A pesar de la presteza de Malekith, cuando el príncipe llegó al piso superior de la torre, Morathi ya estaba junto a la puerta del balcón. La sacerdotisa se volvió, le sonrió mientras Malekith cruzaba la cámara a grandes zancadas, y le ofreció un brazo para que enlazara el suyo en él. Malekith suspiró, dejó que su madre posara una mano sobre la suya y la condujo al exterior del balcón. La reina sacerdotisa y el príncipe de Nagarythe fueron recibidos con vítores y aplausos calurosísimos. Los elfos habían tomado las calles, y las ventanas y los balcones de los edificios estaban abarrotados de súbditos que buscaban el mejor sitio para ver a su misteriosa y atractiva visitante.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Malekith entre dientes mientras saludaba con la mano a la multitud enfervorizada.

—He venido a visitarte, mi maravilloso hijo —respondió Morathi, sin dejar de sonreír a la masa congregada debajo—. Una madre se preocupa ya lo sabes. Me llegaron noticias de que ibas a adentrarte en las tierras desconocidas en busca de unas aventuras ridículas, así que me pareció conveniente visitar de una vez tu nuevo hogar antes de que te marches.

—No conseguiréis disuadirme —le advirtió Malekith—. Los preparativos estarán listos en unos días.

—¿Disuadirte? —Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Morathi—. ¿Por qué querría yo evitar que partieras? ¿Acaso no fui yo quien te despidió desde el embarcadero cuando dejaste Nagarythe y te reclamo que conquistaras la gloria y la celebridad para ti y para tu pueblo? Y cuando lo conseguiste, ¿no te mostré mi amor y orgullo eternos por todas tus gestas?

—Disculpadme, os he malinterpretado —se excusó Malekith—. Si habéis venido para prestarme vuestro apoyo, os estoy enormemente agradecido.

Morathi no respondió de inmediato; por el contrario, indicó con un gesto discreto que ya deberían regresar al interior de la cámara. Malekith agitó una vez más la mano, regaló la última sonrisa y abandonó el balcón seguido por su madre; dio la espalda a Morathi y cerró la puerta.

—Entonces, ¿a qué habéis venido? —preguntó el príncipe, no en tono acusativo sino de sincera curiosidad.

—No necesitas mi apoyo, al menos no en términos físicos —respondió Morathi.

La sacerdotisa le señaló la botella que había encima del escritorio, y Malekith cogió una copa limpia de una de las numerosas vitrinas dispuestas por la habitación y le sirvió un poco de vino. Morathi lo aceptó haciendo un gesto de agradecimiento con la cabeza y tomó un sorbo antes de continuar.

—Has estado demasiado tiempo fuera de Ulthuan. Se me había pasado por la cabeza intentar convencerte para que regresaras allí en vez de lanzarte a errar por las Tierras Yermas, pero comprendí que resultaría inútil y que lo único que conseguiría sería ganarme tu enemistad, quizá incluso tu desprecio.

—Pensasteis bien. No regresaré a Ulthuan. ¿Por qué consideráis que mi vuelta sería tan importante justo ahora?

—No tendría que ser ahora, más bien en un futuro cercano —respondió Morathi—. Tengo la sensación de que el reinado de Bel Shanaar está languideciendo. La usurpación de tu amistad con los enanos tenía como objetivo llenar sus mermadas arcas. Ahora que las colonias han alcanzado la estabilidad total, todos los reinos disfrutan de las comodidades y las riquezas que los dominios ultramarinos nos proporcionan, entre ellos Tiranoc, que lo hace al mismo nivel que todos los demás. Los espíritus más aventureros de Nagarythe han partido de nuestra isla, pues las nuevas generaciones se miran en tu espejo y en el de tus seguidores, y es a nosotros a quienes quieren emular, no al aburrido y excesivamente sincero Bel Shanaar. En la comodidad reside la debilidad, y una espada debe ser forjada en el fuego llameante antes de guardarla en la funda. Sin embargo, en Ulthuan ya no arde ningún fuego, y aunque el imperio sigue creciendo, lo que es Ulthuan está menguando.

—Si Ulthuan ha perdido fuerza, es culpa de los príncipes que allí gobiernan —declaró Malekith, sirviéndose vino.

—Eso opino yo —espetó Morathi—. No hay nadie capaz de suceder a Bel Shanaar; su corte es tan débil como él. Tus logros en las colonias han sido debidamente alabados, pero tus éxitos se los han apropiado otros y los han imitado y despreciado. Tendrías que haber regresado antes de que Bel Shanaar y su gobierno se concedieran todos los méritos del acuerdo con los enanos y te robaran la victoria. Ha llegado el momento de que te forjes una nueva leyenda y regreses triunfante a Ulthuan para reclamar lo que te corresponde por pleno derecho.

—¿Qué diríais si os dijera que mi deseo es no regresar jamás a Ulthuan? —preguntó Malekith—. ¿Y si hubiera decidido que mi vida transcurra aquí, en las colonias, lejos de los abrazos mimosos de Ulthuan?

—Entonces, te repudiaría por idiota y te echaría de mi vida —le respondió Morathi—. Pero tú no piensas eso en realidad. No te gusta Ulthuan, y no te culpo; es como una dama a la que amases y que se hallara fuertemente recluida en los brazos de un amante que no la merece tanto como tú. Y aunque apartes la mirada de la dama, en tu corazón perdura el amor por ella, independientemente de lo que haga.

—Tenéis razón, por supuesto —admitió Malekith—. Ulthuan es como una amante que hubiera desdeñado repetidamente mis atenciones y, sin embargo, no dejara de mirarme, dándome a entender que algún día aceptará mis insinuaciones. No obstante, si lo que decís es cierto, quizá mi momento ya haya pasado. Ya se ha marchitado su belleza juvenil y es posible que esté padeciendo los achaques propios de la decadencia y no tarde en desaparecer. Quizá sea mejor así; quizá debamos romper los lazos con esa minúscula isla y tender la mano al ancho mundo.

Morathi cruzó la cámara a grandes zancadas con el gesto descompuesto por la ira y abofeteó a Malekith, que levantó la mano instintivamente para responder. Pero Morathi era rápida como una serpiente y apresó la muñeca de Malekith entre sus dedos; sus uñas afiladas se hundieron en la carne del príncipe y la sangre se deslizó por su mano.

—¡Como te atreves! —le recriminó Morathi en un susurro—. ¡Tu padre dio la vida por Ulthuan y murió para lograr su salvación! Creía que te había educado mejor, que no te habías convertido en uno de esos idiotas que se pavonean emperifollados por la corte de Bel Shanaar dándoselas de príncipes. ¡Cómo te atreves a condenar a muerte a Ulthuan con tu indiferencia! Tu padre dio la vida protegiendo nuestra isla, ¿quién eres tú para no seguir sus pasos?

Malekith se soltó la muñeca con un gruñido e hizo el ademán de darse media vuelta, pero Morathi se mostró implacable, lo agarró del brazo y tiró de él para encarar a su hijo.

—¿Osas darme la espalda a mí como se la das a tu patria? —le espeto—. Quizá el Primer Consejo estuvo acertado al no elegirte; no por las sombras que te rodean, sino porque eres débil e indigno.

—¿Qué más puedo hacer? —preguntó Malekith—. He conquistado tierras en nombre de Nagarythe y he sellado la mayor alianza que nuestro pueblo conocerá jamás. ¿Qué más puedo ofrecerle a Ulthuan?

—A ti —contestó Morathi—. Cuando Aenarion murió, su legado fue Ulthuan, y tú formas parte de ella. Gobernar también es servir, y así lo entendió Aenarion. Sirvió a Khaine, pues no había nadie más que mereciera su fidelidad. Tú debes estar preparado para servir a un propósito más elevado, a un poder magno.

Hizo una pausa y respiró hondo, recuperando la calma. Cuando continuó, el tono de su voz era más sosegado, aunque igualmente insistente.

—Sirve a Ulthuan y te convertirás en Rey Fénix. Protégela de sus enemigos externos e internos, y a cambio ella te dará la mano. Ve al norte y aprende de la raza humana. Intérnate en las Tierras Yermas y enfréntate a los Dioses Oscuros que ansían nuestro mundo. Y después regresa a Ulthuan y ocupa tu lugar al frente del reino para protegernos de sus anhelos antinaturales. Me temo que sólo tú puedes defendernos de los peligros que se me han revelado. En mis visiones, el fuego y la sangre se propagan de nuevo por Ulthuan, las llamas se apoderan de las colonias, y todo lo que estimamos es sustituido por las rocas y desaparece.

—¿Qué habéis visto? ¿Cuándo ocurrirá? —preguntó Malekith.

—Ya sabes que no hay un futuro irremediable —respondió Morathi—. Simplemente, he recorrido con la mirada los derroteros de mi vida, y lo que veo es muerte. La guerra volverá, y los naggarothi intervendrán como ocurrió en tiempos de tu padre. Ya advertí al Primer Consejo que sucedería, pero no me escucharon. Debes aprender todo lo que puedas del Caos, y de los humanos, pues nuestro futuro se entrelaza con ambos. Cuando seas dueño de tu destino, regresa a Ulthuan y apodérate de lo que se te ha negado durante tanto tiempo. Haz que Anlec sea de nuevo un faro para la esperanza.

Malekith advirtió deseo y temor a partes iguales en el rostro de su madre, y el amor que sintió por ella lo sacudió por dentro. Posó un brazo sobre los hombros de Morathi y la acercó hacia él. Ella se estremeció, y Malekith fue incapaz de adivinar si era por causa de la preocupación, o de la agitación.

—Será como deseéis —dijo el príncipe—. Me adentraré en las tierras septentrionales y buscaré lo que el destino me tiene preparado. Regresaré a Ulthuan y la protegeré de cualquier amenaza que le depare el futuro.

—Tengo un corcel digno de tu aventura —dijo Morathi.

La profetisa se separó de su hijo y lo llevó de la mano de nuevo al balcón. Levantó un dedo hacia la bahía y señaló el gigantesco navío que permanecía atracado en el embarcadero.

—Se llama Indraugnir, en honor al dragón con el que tu padre trabo amistad y a cuyos lomos combatió contra los demonios. Ambos murieron en la Isla Marchita después de que Aenarion devolvió la Matadioses a su altar negro. Todavía no ha llegado el momento de que montes una criatura tan fabulosa, pero ese navío dragón servirá por ahora; su nombre legendario no pasará desapercibido entre el pueblo de Ulthuan.

—Es una embarcación magnífica —dijo Malekith—. Grande es la gloria de Nagarythe, pero esa nave sobrepasa los medios de los que dispone nuestro pueblo para construirla. No me explico cómo ha podido hacerse.

—Hemos hablado de Ulthuan como una dama coqueta, y lo es —convino Morathi—. Muchos príncipes la admiran y están dispuestos a auxiliarla cuando se les es solicitado a cambio de la promesa de su favor. El príncipe Aeltherin de Lothern es uno de esos admiradores, y ha sido él quien ha construido el primero de los navíos dragón y te ha obsequiado a ti con él. A lo largo de los próximos años, se construirán otros en los astilleros de Lothern, pero el Indraugnir es el primero y prevalecerá como un coloso en los ojos y los sueños de los elfos.

—¿De modo que tenéis aliados fuera de Nagarythe?

—Muchos. Algunos príncipes del Primer Consejo han fallecido, en la batalla o de vejez, y sus hijos empiezan a preguntarse si sus progenitores tomaron la decisión correcta. Además, no todos estuvieron de acuerdo en su momento, y mil años es un período demasiado extenso para vivir bajo el reinado de un monarca de menos valía que Aenarion. Tenemos apoyos en todos los reinos y en las colonias ultramarinas. La frustración del pueblo llano no deja de aumentar, pues si bien viven cómodamente, en su fuero interno bulle la insatisfacción. Yo hago lo que puedo para levantarles el ánimo, para dotar sus vidas de propósito y significado, pero el mundo que habitamos ahora está muy alejado de los tiempos de ansiedad, miedo y privaciones que vivimos hace ya demasiados siglos. Sus moradas son palacios rodeados de jardines paradisíacos y la mayoría considera el mundo como la jaula de oro en la que se ha convertido Ulthuan. Rezamos a los dioses para que nos señalen una dirección, y ellos me responden a través de las visiones y los sueños.

—Me habláis demasiado sobre los dioses y vuestras plegarias —dijo Malekith—. Tentáis el destino coqueteando con el panteón del crepúsculo. Más vale no jugar con deidades como Morai-Heg y Nethu, Mi padre pagó un alto precio por los favores de Khaine, así que no infravaloréis las fuerzas con las que os relacionáis.

—No hay nada que temer —replicó Morathi—. Sólo los auténticos sacerdotes realizan los verdaderos rituales oscuros. En su mayor parte, ese tipo de ceremonias son poco más que una reunión donde se sirve un banquete y se comparten cotilleos. Sólo Bel Shanaar y su aparentemente piadoso círculo fingen escandalizarse con algunos rituales, pero en el fondo saben tan bien como tú y como yo que no puede ignorarse a Atharti, Hekarti, ni los demás dioses. La única razón de que en Nagarythe sepamos realizar estos rituales se debe a que todavía valoramos las viejas tradiciones y las costumbres ancestrales. Alguien debe salvaguardar las sendas que han caído en el olvido, y si eso significa que el resto de los reinos tengan que volver la mirada hacia nosotros de vez en cuando, mucho mejor.

—Si actuáis en contra de Bel Shanaar, se os acusará de traición. Sé que perseguís menoscabar su poder e influencia, pero cuidaos de no destruir Nagarythe en el proceso. Ningún príncipe de Ulthuan traicionaría al Rey Fénix y si os precipitáis, dejaréis Nagarythe sin aliados y en una posición muy débil.

—No vaya hacer ningún movimiento en contra de Bel Shanaar —dijo Morathi, sentándose en la silla del escritorio de Malekith: se arregló la negra y larga cabellera detrás de los hombros y miró a su hijo—. La figura del Rey Fénix siempre debe infundir un respeto profundo y una autoridad incontestable. Nunca minaría el poder del Rey Fénix; eso te legaría una corona deslustrada, con menos valor que una diadema de cobre. La debilidad la sufrirá el rey Bel Shanaar, no el trono que ocupa, y llegado el momento, los príncipes nos rogarán que los ayudemos. E impulsado por la ola levantada por su deseo y necesidad, ascenderás al trono del Fénix y el poder de Anlec, por fin, será restaurado como corresponde. Yo no soy más que el medio para que lo consigas. No puedo ser proclamada Reina Fénix. Sólo tú, hijo de Aenarion, puedes reclamar lo que te pertenece, y como no van a ofrecértelo, deberás arrebatárselo.

Malekith meditó en silencio las palabras de su madre mientras volvía a llenarse la copa de vino. Se acercó al balcón y miró detenidamente el Indraugnir. Sin duda, era un nombre acertado, pues si el dragón de su padre había sido un elemento fundacional en las hazañas que se contaban sobre él, del mismo modo aquel barco se convertiría en un pilar sobre el que se edificaría la leyenda de Malekith. Su madre era hábil en la manipulación de la opinión popular, y con la agitación de la imaginación de Ulthuan con aquella novedosa embarcación y la recuperación de las viejas historias sobre valor y heroísmo de la época del primer Rey Fénix, Morathi había construido el escenario en el que debían transcurrir las aventuras que aguardaban a Malekith.

Las oportunidades de regresar al buen camino antes de que ya no haya vuelta atrás no son muchas ni frecuentes, y Malekith sabía que la influencia de Morathi sobre los demás príncipes decrecía a medida que la ejercía. Así pues, si Bel Shanaar era sucedido por otro Rey Fénix electo, ajeno al linaje de Aenarion, el precedente que se establecería adquiriría el rango de tradición, y toda esperanza de Malekith de ver Anlec de nuevo como capital de Ulthuan se desvanecería para siempre.

—¿Y qué me decís de la Reina Eterna? —preguntó el príncipe tras los largos instantes de reflexión—. En el caso de que sucediera a Bel Shanaar yo no puedo casarme con mi hermanastra.

—Eso es intrascendente. He convencido a muchos de tus hermanos príncipes de que el matrimonio entre Yvraine y Bel Shanaar es un mero tecnicismo para cumplir el requisito de que el Rey Fénix debe pertenecer al linaje de Aenarion. Tú eres su hijo, así que no hay ninguna necesidad de un matrimonio por motivos de línea de sangre. Si nos negamos a ese matrimonio, los apoyos para que se repita una farsa como ésa serán minoritarios. Si bien durante un tiempo, poco después de la guerra contra los demonios, existió el sueño de retornar a la paz que había prevalecido bajo el reinado de la Reina Eterna, somos pocos los que vivimos y menos los que podemos recordar la época anterior a Aenarion. La Reina Eterna es una mera figura decorativa; el verdadero poder político de Ulthuan no recae en Averlorn sino en Tor Anroc. Ella es irrelevante; una sacerdotisa que ocupa un puesto muy por encima de su condición.

—¿Y Morelion?

—El primogénito de Aenarion vive en soledad en las islas orientales —explicó Morathi—. No tiene ningún deseo de suceder a Aenarion, y aunque quisiera, carece de los medios y de la influencia necesarios para presentar una propuesta seria al trono del Fénix. Confía en mí y confía en Nagarythe. Cuando decidas asumir las responsabilidades de tu padre, unos cuantos estaremos preparados para alzarte al lugar que te corresponde.

—Entonces, esperaré a que los dioses me transmitan su deseo —dijo Malekith—. Cuando reciba la señal, lo sabré. Devolveré a Ulthuan su grandeza y el recuerdo de mi reinado se transmitirá durante siglos con la misma fuerza que el de mi padre.

—Eso es —dijo Morathi con una sonrisa de satisfacción—. Ahora dime, ¿cuál de tus palacios recomiendas a tu agotada madre?

* * *

Tal como Malekith había sospechado, Morathi llegaba acompañada por un séquito de proporciones exageradas, compuesto por escoltas, cocineros, animadores, jardineros, probadores de comida, pintores, poetas, cronistas, actores, costureros, siervas, sastres, acólitos, adivinos y sacerdotes. En total, sumaban cerca de setecientos. Todos venían directamente de Nagarythe y eran por completo distintos a cualquier cosa que los colonos hubieran visto antes.

Durante varias décadas, la afluencia de inmigrantes que llegaban desde Ulthuan había ido menguando, de modo que las modas y los gustos más recientes eran desconocidos en ultramar. Morathi deploraba la mentalidad borreguil de los elfos que adoptaban servilmente el estilo que imperara en la corte, pero no era de las que dejaban pasar una oportunidad, por lo que explotaba el gusto voluble de los elfos, por así llamarlo, a su conveniencia.

La reina hechicera había cultivado con esmero una reputación como propulsora de nuevas modas y como dechado de la exquisitez estética. Siempre se encontraba en la vanguardia en lo concerniente al patronazgo de un nuevo cantante o poeta prometedor, o a la hora de apoyar algún movimiento que, aunque subido de tono, gozara de popularidad. En ese sentido, Morathi se las ingeniaba para dar la impresión de que su evolución corría pareja con el tiempo, mientras que Bel Shanaar y sus seguidores parecían anticuados y anquilosados en el pasado. A ello ayudaba que, por medio de la brujería, Morathi parecía no envejecer nunca, y sus facciones variaban por la edad incluso menos que las de cualquier elfo ya entrado en años, mientras que los años se acumulaban de manera casi imperceptible en el Rey Fénix. Tanto entre los jóvenes como entre los mayores, Morathi aparecía como la combinación perfecta: guardiana de sus tradiciones al mismo tiempo que visionaria innovadora.

Su fenomenal séquito reflejaba la vasta amplitud de sus inquietudes y de los movimientos en los que se implicaba. Desde los poetas satíricos que declamaban su desazón por las tabernas ocultas tras velos blancos, hasta los malabaristas estrafalarios llenos de tatuajes que ofrecían su espectáculo en las plazas; todos, los centenares de miembros de su delegación, se hicieron notar en toda Athel Toralien. Pero lo que supuso un cambio sustancial en la ciudad fue la llegada de los sacerdotes.

Malekith se había resistido al influjo de las órdenes sacerdotales en Athel Toralien, pues Aenarion lo había educado en la desconfianza en los sacerdotes, que le habían dado la espalda cuando había acudido a ellos en busca de orientación. El príncipe nunca se había opuesto abiertamente a ningún templo ni santuario, pues estaba convencido de que cualquier sacerdote que inaugurara un edificio de esas características en los límites de sus tierras caería rápidamente en el ostracismo. En ese contexto era difícil que partidarios del sacerdocio llegaran a la colonia, y la mayoría de los que la visitaban la abandonaban la misma estación de su arribada. La llegada del séquito de Morathi fue como si se abrieran las puertas de una esclusa, y sacerdotes de todos los colores empezaron a ejercer su oficio por toda la ciudad.

En la primera época de la Reina Eterna, los elfos habían rendido culto y habían aplacado a sus dioses en determinados lugares de Ulthuan consagrados para cada uno de ellos. Los elfos se desplazaban a aquellas grutas sagradas —en torrentes auspiciosos y cuevas y picos siniestros— para rogar a los dioses y dedicarles loas.

Ahora, con los elfos diseminados por todo el mundo, Morathi había revolucionado lentamente el papel del sacerdocio. En otro tiempo, los sacerdotes se habían recluido durante años en los santuarios erigidos en lugares sagrados; en ese momento, con las modificaciones que había introducido Morathi, se habían convertido en repartidores del poder de los dioses. Todos eran ordenados de acuerdo con las tradiciones del pasado, pero en vez de la peregrinación de los elfos a los lugares sagrados, eran lo propios sacerdotes quienes llevaban las bendiciones de sus dioses por todo el globo; así todos podían seguir rindiendo culto a Asuryan y Kurnous, Isha y Lileath. Y los sacerdotes consagraban nuevos lugares a sus dioses en el ancho mundo, e incluso en las ciudades de Ulthuan se fundaban santuarios y templos.

Los ciudadanos de Athel Toralien, privados durante años del consuelo espiritual, recibieron con los brazos abiertos a los sacerdotes recién llegados y se entregaron a sus rituales. Cuando una mañana Malekith presentó sus quejas a Morathi, ella aplacó su preocupación entre risas.

—Tu aversión a la religión es bastante antinatural, Malekith —le dije la reina sacerdotisa mientras paseaban por la muralla exterior de la ciudad, contemplando el océano encrespado por el viento—. Si quieres eliminar tu odio, tendrás que superar tus miedos interiores.

—No me asustan los sacerdotes —gruñó Malekith.

—Sin embargo, nunca has pisado un santuario ni has dedicado un instante a la loa de los dioses —subrayó Morathi, que se detuvo, apoyó espalda en el muro y dejó que el sol matinal le bañara la pálida tez—. Quizá lo que te asustan son los dioses.

—Los dioses nunca han favorecido a Nagarythe, así que no veo el motivo de rebajarme en su nombre —replicó el príncipe.

—Aun así, los dioses tienen reservado un papel en tu vida —le advirtió Morathi—. Tu padre se convirtió en el Rey Fénix gracias a la bendición de Asuryan. Y fue la espada de Khaine la que blandió para liberar nuestra isla. Su primera esposa fue la elegida de Isha. Tu sangre llama a los dioses, que a cambio reclaman tu sangre.

—Ahora hay otros dioses, extranjeros y más fuertes —dijo Malekith, con la mirada inconscientemente perdida en el norte, en dirección al invisible Imperio del Caos—. Me temo que en estos momentos incluso Asuryan ha llevado a cabo una cura de humildad.

—Entonces, si tu espíritu no desea abrazar a los dioses, hazlo por el bien del poder. Una participación y un apoyo a la religión como los míos te permitirán controlar aquello que ahora sientes distante. No importa si tú crees o no que los dioses te escuchan; lo importante es que nunca olvides que tu pueblo sí lo cree, y si ellos creen que gozas del favor de los dioses, su dedicación y su lealtad serán mucho mayores.

—No reinaré con mentiras —declaró Malekith—. Algún día nos liberaremos de los dioses, para beneficio de nuestro pueblo.

Morathi no añadió nada más, pero su semblante expresaba silenciosamente sus dudas.

* * *

A medida que se acercaba el momento de la partida de Athel Toralien crecía el nerviosismo de Malekith, que estaba deseando emprender la marcha de una vez. La visita de Morathi había trastocado la rutina y toda apariencia de orden en la ciudad, y Malekith sabía que su madre no había tenido otra intención. Sabedora de lo volubles que podían ser en ocasiones los elfos, Morathi se había asegurado de que el espectáculo de su llegada, la entrega del Indraugnir y la partida de Malekith fueran los ingredientes de una historia que perdurara en la memoria colectiva y de la que se hablara en la ciudad durante años.

Del vasto séquito de la reina sólo un puñado de siervas y videntes talentosos regresarían a Ulthuan con ella. El resto constituía, en sus propias palabras, un regalo con el que obsequiaba a Athel Toralien y al resto de las colonias orientales. Quería garantizar que el nombre de Malekith siguiera vivo en su ausencia de las colonias, que prácticamente había crecido sin ayuda de nadie.

Por fin, llegó el día de la partida de la expedición. Malekith estaba de pie en la cubierta del Indraugnir, que se mecía anclado en el puerto de Athel Toralien. Junto a él estaban Alandrian y Yeasir. Morathi, por su parte se encontraba en uno de los espaciosos camarotes, preparándose para el viaje. Los tres elfos contemplaban la colonia, cuyo tamaño se había multiplicado por diez con respecto a la primera vez que habían surcado sus aguas rumbo al fondeadero de la ciudad, hacía más de trece siglos. Los tres sabían hasta qué punto habían cambiado las cosas desde entonces y no necesitaban las palabras para compartir sus recuerdos.

—¿Adónde os dirigiréis? —preguntó Alandrian.

—Hacia las tierras nevadas y cubiertas de hielo —respondió Malekith, apuntando con el dedo en dirección noroeste—. Voy al encuentro de mi destino, ya sea glorioso o indigno.

—Será glorioso, de eso no tengo dudas —dijo Alandrian con buen humor—. Los dioses os han elegido para las grandes empresas, príncipe. Lleváis en la sangre sobresalir en los anales de la historia como un coloso mientras que el resto de los mortales tenemos que conformarnos con trabajar a vuestra alargada sombra.

—Bueno, mi sombra y yo no tardaremos en marcharnos —replico Malekith con una sonrisa—, así que siéntete libre de disfrutar de todo el calor y la luz que puedas en mi ausencia. ¡Si lo que has dicho es cierto cuando regrese, mi figura eclipsará el sol y las lunas desde varios kilómetros de distancia!

Con la marea a favor, el príncipe se despidió de Alandrian. Antes de separarse, su lugarteniente le prometió que mantendría a salvo la ciudad y reiteró su lealtad a Nagarythe. Morathi apareció en la cubierta justo en el momento en el que el barco zarpaba para despedirse de la multitud aduladora que de nuevo se había congregado en el embarcadero con la esperanza de verla. El viento infló las velas y el Indraugnir se alejó. A mediodía la ciudad ya había desaparecido del horizonte.