11: El descubrimiento de la corona

ONCE

El descubrimiento de la corona

Para Malekith, la libertad recobrada resultó tan embriagadora como el vino. Viró el Indraugnir para poner rumbo norte y se dirigió al territorio de hielo que circundaba el Imperio del Caos. Durante varios años Malekith y su tripulación exploraron la línea costera de las gélidas regiones septentrionales, haciendo incursiones por el este y el oeste, tratando de elaborar cartas de navegación para los futuros expedicionarios. La empresa se había revelado vana, pues la proximidad de las Tierras Yermas del Caos y la propia naturaleza cambiante del hielo modificaba el paisaje de una estación a otra.

Asimismo, todo intento de trazar un mapa con los asentamientos diseminados de los humanos resultó infructuoso, ya que se trataba de una raza nómada que se movía según las migraciones erráticas de los alces y otros animales. A diferencia de los humanos que vivían justo al norte de las colonias, los de aquellos territorios eran tan violentos como miedosos. Sus armas y sus armaduras eran más avanzadas, pues estaban forjadas en bronce; sin embargo, algo debía ocurrirles con los elfos, ya que les aterraban y salían huyendo de allá donde Malekith desembarcara con una partida de exploradores.

La caza abundaba en los márgenes de las llanuras nevadas y era fácil capturar ciervos, osos y aves; además, los elfos pescaban. Durante los meses más fríos del año se veían obligados a trasladarse al sur, y entonces aprovechaban para comerciar con otros barcos y conseguían grano y vino. Aunque algunos refunfuñaban por las condiciones adversas, la mayoría se sentía feliz, Malekith entre ellos. Para muchos aquella aventura significaba la oportunidad de arrebatarle el control a los elementos, de forjar algo completamente nuevo en una naturaleza implacable, justo como habían hecho en los bosques agrestes que se habían extendido al este de Athel Toralien.

A pesar del entusiasmo extraordinario de los naggarothi, aquellas tierras eran de una dureza extrema y sus recursos escasos. No se trataba de los exuberantes bosques orientales, sino de una inhóspita e interminable extensión de nieve y roca. Sin embargo, el hecho de que los toscos humanos sobrevivieran en aquel lugar probaba que algo de valor escondía. Aunque Malekith sabía que nunca se levantarían ciudades resplandecientes de mármol y alabastro, estaba determinado a que el norte se sometiera a su voluntad.

Muchos años después de su partida de Athel Toralien, Malekith desembarcó con el grueso de su compañía en una costa helada como otra cualquiera. Llevaban los cuerpos cubiertos por abrigos de piel y guantes, botas gruesas para protegerse de los vientos gélidos y transportaban la comida y las tiendas en trineos tirados por robustos caballos. Unas pocas almas se habían quedado en el Indraugnir con la orden de volver a aquel lugar cada quince días y esperar el regreso de la expedición, que marché tierra adentro, con Malekith a la cabeza de sus guerreros, en busca de los secretos que las tormentas de nieve del norte ocultaban.

* * *

En las Tierras Yermas del Caos, los naggarothi se toparon con los enemigos más fieros a los que jamás se habían enfrentado. El territorio estaba repleto de monstruosas criaturas deformadas por el poder del Caos, y cada vez que los elfos acampaban, los centinelas debían probar su destreza con alguna bestia alada o algún ser incauto y desgarbado.

Los humanos de aquel reino también estaban mucho más avanzados que sus parientes del sur. Tanto si se debía al contacto con unos aliados desconocidos como si habían sido obsequiados con los conocimientos por los Dioses del Caos, aquellos hombres poseían gruesas armaduras de piel y bronce, y armas evolucionadas. Blandían espadas y hachas con una habilidad sorprendente, y algunos tenían poderes chamanísticos y atacaban a los naggarothi con conjuros extraídos de la magia negra que se arremolinaba a lo largo y ancho de las tierras septentrionales.

Muchos humanos presentaban síntomas de corrupción del Caos y exhibían músculos abotagados o rostros monstruosos, y no pocos portaban armas embrujadas con las que los Dioses del Caos les habían obsequiado. Malekith exterminó al jefe de una tribu de humanos con alas de murciélago y escamas en lugar de piel, que esgrimía una espada con el filo irregular y gritaba incesantemente en una lengua misteriosa y atroz. Avanuir también se llevó la vida de un campeón tribal con cuerpo de serpiente cubierto con una armadura confeccionada con huesos duros como el acero.

Si bien Malekith nunca se aventuró por las tierras propiamente dichas del Imperio del Caos, su expedición a menudo se aproximó a sus inciertos límites. Allí el aire refulgía con auroras mágicas y crepitaba con energía mística. Paisajes vastos y demenciales se extendían amenazantes más allá de la frontera invisible hasta la línea del horizonte: espeluznantes bosques de carne, montañas de huesos, ríos de sangre y cielos llameantes. Incluso en las Tierras Yermas, el territorio maldito y tenebroso que rodeaba el Imperio del Caos, lo demoníaco y antinatural ejercían su influjo, y por primera vez en mil años, Malekith enfrentó su espada contra las hojas de las legiones demoníacas del Caos.

El príncipe corrió riesgos cada vez mayores en su búsqueda de un sino o mito que nunca se materializaba y condujo su ejército más y más al noroeste, buscando una señal que sólo él reconocería.

La realidad era que el desánimo de Malekith no dejaba de crecer. Habían pasado cerca de quince años desde su partida de Athel Toralien y tenía la impresión de que no había hecho ningún progreso en la conquista de la gloria memorable que anhelaba. No encontraba ningún ejército que derrotar y únicamente desterraba hordas diseminadas de humanos y fugaces apariciones demoníacas. Tampoco hallaba riquezas inagotables que enviar a Ulthuan, simplemente una interminable estepa rocosa cubierta de nieve y hielo. En definitiva, la expedición se había convenido en una extenuante y eterna batalla de desgaste.

En Malekith, cuya hueste había menguado por las dificultades y las luchas, empezaba a calar la sensación de que su búsqueda era vana. Volvieron a internarse en el norte, hasta los límites mismos del Imperio del Caos. Aunque Malekith no compartía su desesperación con nadie, los naggarothi percibían la creciente frustración de su príncipe y les inquietaba la posibilidad de que estuviera tramando algún tipo de acción desesperada.

Una violentísima tormenta de viento y nieve los envolvió durante cuatro días. En un principio, los naggarothi trataron de proseguir la marcha luchando contra los elementos, pero finalmente Malekith dio el alto hasta que la tempestad feroz y antinatural amainara.

* * *

Por la noche, con las riendas del campamento elfo zarandeadas por las ventisca, Yeasir se reunió con su señor. Estaban solos en el pabellón del príncipe, envueltos en gruesas pieles, sentados en el suelo gélido junto a una piedra mágica que ardía y que era el único fuego que podían prender. A su alrededor no cesaban los crujidos y el golpeteo seco de la lona, y el viento aullaba insistentemente.

—Si nos hicierais partícipes de vuestras intenciones, podríamos ayudaros —le dijo el lugarteniente.

—¿Y si te dijera que voy a desafiar las mismísimas Puertas del Caos?

Yeasir no contestó inmediatamente, pero su mirada horrorizada era toda la respuesta que necesitaba Malekith.

—¿Me das a entender que hay una línea que los naggarothi no se atreven a cruzar? —preguntó el príncipe.

—Yo os aconsejaría que no lo hicierais, alteza —dijo Yeasir, eligiendo con cuidado sus palabras—. Sin embargo, si después de escuchar mis protestas mantenéis vuestras intenciones al respecto, os seguiré, como también lo hará el resto de guerreros.

—¿Y qué argumentos utilizarás para disuadirme?

—Que ningún alma ha entrado jamás en el Imperio del Caos y ha regresado con vida —respondió Yeasir.

—¿Acaso no es ése el propósito de una empresa como la nuestra? Si nos aventuramos hasta el corazón del Caos y regresamos, ¿no sería una gesta que valdría la pena contar durante milenios?

—Si regresamos —subrayó Yeasir.

—No sabía que el frío te había helado las venas, Yeasir —le dijo Malekith con socarronería.

—No es el miedo lo que me frena —le respondió Yeasir con acritud—. ¡De buena gana marcharía contra cualquier enemigo, mortal o demoníaco, pero no es posible enfrentarse al poder de los Dioses Oscuros con un centenar de lanzas! Si emprendiéramos una acción de esa naturaleza, se nos recordaría como unos idiotas guiados por la estupidez y la vanidad, sin un atisbo de gloria. Aún peor, no se nos recordaría de ninguna manera, ya que si nos adentramos en esos mundos y no volvemos, el relato de nuestra hazaña carecería de final. «Desaparecieron en las nieves del norte», se leería en las crónicas, y nuestros nombres caerían en el olvido.

Malekith torció el gesto, no de ira sino de frustración. Sabía que la opinión de Yeasir era válida, pero en el fondo de su corazón anhelaba algo más. Cuanto más tiempo permaneciera en aquellas latitudes, mayores serían las opciones de que otro príncipe sucediera a Bel Shanaar antes de su regreso. El príncipe de Nagarythe no soportaba la idea de volver con la cabeza gacha a Ulthuan y pasar el resto de sus días alejado de las gestas marchitas de tiempos pasados.

—No tomaré una decisión ahora —anunció Malekith—. Quizá el sol matinal traiga consigo una lucidez renovada.

Y así fue.

* * *

Antes del amanecer la tormenta cesó y la calma se instaló en la tundra.

Yeasir apareció dominado por la excitación en la tienda de Malekith, cuando el sol empezaba a despuntar en el horizonte, y el príncipe salió del pabellón detrás de su lugarteniente para averiguar el motivo de la agitación que se había apoderado del campamento.

Al norte, bajo la luz cada vez más intensa del nuevo día, se vislumbraban unas estructuras en lontananza. En lo alto de una colina azotada por la nieve, sobre la superficie helada, se levantaban unos edificios de líneas extravagantes; estaban cubiertos por un manto de nieve, pero no había posibilidad de error. Desde aquella distancia no podía apreciarse la forma exacta de las construcciones, pero por encima de los ventisqueros y las montañas de nieve sobresalían, formando extraños ángulos, piedras grises y negras indudablemente talladas por manos y no por la naturaleza. Los primeros rayos de sol centellearon en los carámbanos que colgaban de balcones exóticos y en cúpulas de formas insólitas. Malekith dio la orden de levantar el campamento y abordar los preparativos para una marcha acelerada.

Lo que el príncipe había calculado un puñado de kilómetros se convirtió en varias leguas, pues las distancias resultaban engañosas en un llanura desértica y cubierta de nieve. La marcha se prolongó varias horas, hasta que los naggarothi alcanzaron los aledaños de los curiosos edificios. Ninguna muralla cercaba las construcciones, que por otro lado parecían abandonadas. La arquitectura que los guerreros tenían ante sus ojos no se asemejaba a nada que hubieran visto antes, ya fuera erigido por elfos, enanos u hombres.

Los edificios estaban construidos con bloques macizos de piedra, sin embargo, éstos no parecían cortados directamente de la roca desnuda, sino que eran más bien una amalgama perfecta de trozos de distintas rocas. Los muros se unían formando ángulos insólitos, y los huecos de las puertas y las ventanas producían sombras extrañas en las que no había ningún ángulo recto. Tampoco había líneas curvas, nada de arcos de medio punto ni elegantes arcos ojivales. Algunos edificios eran bajos y no superaban en altura a Malekith, mientras que otros tenían varias plantas, cada una de una altura no inferior a tres metros y medio.

En un principio, los elfos deambularon por las calles anchas e irregulares, indagaron en amplias terrazas y subieron escaleras con peldaños dé alturas dispares. Los caminos se cruzaban a intervalos desiguales y desembocaban en inverosímiles plazas estrelladas. No encontraron nada aparté de piedra fría —ni madera, ni metal—, y Malekith dedujo que el asentamiento se remontaba a tiempos inmemoriales. Tras una hora explorando sus calles, el príncipe se dio cuenta de que se encontraba en la ciudad más grande que hubiera pisado jamás.

En un lugar como aquél, tan próximo al Imperio del Caos, las distancias podían dilatarse y contraerse contra toda lógica, y eso era lo que ocurría en aquella ciudad. Callejones cortos parecían alargarse cuando los elfos se aproximaban a ellos; daba la impresión que recorrer algunas calles llevaba más tiempo del que sugería el tamaño de los edificios que las flanqueaban, mientras que avenidas fantasmagóricas que parecían extenderse kilómetros y más kilómetros se atravesaban de punta a punta en cuestión de segundos.

Por fin, Malekith y sus guerreros decidieron aventurarse en uno de los edificios; una construcción enorme, de cinco plantas, que se ensanchaba de manera antinatural a medida que se elevaba hacia el cielo ceniciento, con las paredes acribilladas por centenares de ventanas minúsculas y penumbrosas. La planta baja del edificio era un único espacio sin paredes interiores, y en ella sólo había una amplia escalera que descendía al sótano. Al parecer, no había forma de llegar a los pisos superiores desdé aquella sala.

Los elfos sacaron los faroles de luz plateada diseñados por los enanos y bajaron por la escalera hasta una enrevesada red de pasajes y cámaras, Malekith rápidamente temió que acabaran perdidos y apostó un guerrero en cada cruce sujetando en alto un farol, de manera que no se perdiera el contacto visual de ningún elfo con la ruta de regreso. Siguiendo esas instrucciones, se internaron lentamente en las galerías subterráneas. Durante la exploración no hallaron signos de los constructores de la ciudad y lo único que había era piedra lisa, sin labrar, y monocroma.

Una hora después —mucho más tiempo del que Malekith había supuesto por las dimensiones del edificio que se levantaba encima— llegaron a otra escalera que ascendía abruptamente, volvía a descender y sé entrecruzaba de forma inquietante. Que se extendía más allá del techo era indiscutible, aunque por el lugar en el que estaba emplazada —y hasta donde Malekith podía decir—, lo lógico era que desembocara en el centro de la planta baja del edificio, en la que no habían visto ninguna escalera.

El hálito de Malekith y sus guerreros formaba nubes en el aire frio mientras subían por la nueva escalera. Continuaron con la estrategia de dejar un soldado en cada uno de los rellanos retuertos para que siempre existiera contacto visual entre dos elfos. Llegaron al final de la escalera en un tiempo sorprendentemente breve y accedieron a otra planta desierta con amplios ventanales desde las que sólo se veía el cielo encapotado.

Malekith se asomó por la ventana que le quedaba más próxima e inmediatamente retrocedió, profiriendo un grito ahogado. La escalera los había conducido al piso que se extendía encima de la planta baja, por la que habían accedido al edificio, pues acababa de ver debajo a varios de sus guerreros haciendo guardia en la entrada que habían utilizado para introducirse en la extraña construcción. La ciudad se desparramaba en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, y uno tras otro los edificios se perdían en la bruma cenicienta.

Desorientado, Malekith cerró los ojos y respiró hondo. Ligeramente recuperado, se inclinó para asomarse por la ventana sin cristales. Evitó mirar el horizonte y llamó la atención de los naggarothi apostados debajo, a algo menos de veinte metros. Los elfos levantaron la mirada y gritaron sobresaltados, pero sus voces le llegaron a Malekith increíblemente distantes.

El desasosiego se apoderó del príncipe y ordenó abandonar el edificio. Les llevó otra hora bajar la sinuosa escalera y recorrer el laberinto de galerías. Los murmullos consternados se extendieron entre los naggarothi y la confianza habitual de Malekith había quedado mermada por la naturaleza misteriosa del entorno que lo envolvía.

Una vez fuera, Malekith miró el cielo, pero no vio ni rastro del sol, de modo que tuvo que confiar en su intuición para medir el paso del tiempo. Calculó que ya debía de ser media tarde, y sabía que en aquellas latitudes y a aquellas alturas del año el sol apenas permanecía un par de horas por encima del horizonte y se ponía temprano. Malekith anunció que abandonarían la ciudad antes de que cayera la noche y retomarían la exploración con fuerzas renovadas al día siguiente. Sin embargo, puesto que no había sol que los orientara, nadie sabía por dónde habían entrado en la ciudad. Intentaron volver sobre sus pasos como buenamente pudieron, guiándose por las huellas en la nieve, pero éstas desaparecían rápidamente y fue imposible rastrearlas, a pesar de que no habían visto nevar desde que se habían internado en la ciudad. La inquietud de Malekith iba en aumento. El príncipe reunió la compañía y descubrió que habían desaparecido cinco elfos. Nadie recordaba dónde habían sido vistos por última vez, y Malekith temió que se hubieran perdido en los recovecos de la ciudad, quizá para siempre.

El príncipe notó que la inquietud de sus guerreros empezaba a transformarse en pánico y les ordenó no moverse de donde estaban, un lugar indeterminado en medio de las arterias entrecruzadas de la ciudad laberíntica. Sin duda, la proximidad del Imperio del Caos estaba confundiéndoles los sentidos y ni siquiera Malekith podía confiar en lo que veían sus ojos, así que recurrió a un sentido más penetrante, el de la magia que se vertía al mundo a través de las Puertas del Caos.

El príncipe cerró los ojos, bloqueó todas las sensaciones y entró en un trance meditativo que había aprendido de Morathi en su adolescencia. Normalmente, no necesitaba concentrarse con tanta intensidad para dominar los vientos de la magia, pero el momento exigía una delicadeza y una abstracción extremas, así que se remontó a las lecciones de su juventud en busca de un punto en el que concentrarse.

Se imaginó como una mota diminuta, una partícula de polvo sobre el suelo, y dejó que su sentido sobrenatural se expandiera ligeramente. La magia salió haciendo volutas en todas direcciones, sin una forma ni un ritmo definidos. El príncipe dejó entonces en un segundo plano el ámbito de la conciencia, y el ojo de su mente abarcó buena parte de la ciudad y detectó un torrente de energía regular, un flujo subyacente que manaba desde un lugar determinado. Malekith fijó ese punto en su mente y abrió los ojos.

Recuperada la compostura, el príncipe sintió inconscientemente el suave pero persistente influjo del Caos y consiguió orientarse. Se colocó de cara al sur y ordenó a los naggarothi que lo siguieran.

Llevaban quizá una hora de marcha cuando Malekith percibió un flujo de magia distinto. Algo muy cercano a ellos estaba provocando la formación de un torbellino energético, algo muy semejante a los efectos del globo disipador de conjuros de los enanos. Con la confianza de que podría sacar a sus guerreros de la ciudad si fuera necesario, Malekith decidió dar un rodeo e investigar aquel fenómeno. Toda vez que ahora se había alineado con los vientos de la magia, el príncipe avanzó de manera certera entre las grotescas construcciones y condujo su compañía directamente a la fuente de la anomalía.

Algo intangible en el edificio perturbó a Malekith más aún que el resto de las casas de la ciudad. No era tan alto como otros, pero sí extremadamente ancho y con la forma de un zigurat de cinco niveles, si bien las plantas sucesivas no estaban del todo alineadas con la inmediatamente inferior y daba la impresión de que un dios había retorcido el edificio con sus propias manos en tiempos prehistóricos. La planta inferior estaba plagada de pasadizos abovedados, mientras que en los pisos superiores no se distinguía nada. Sin saber exactamente por qué, a Malekith le vino a la mente la idea de que se trataba de un templo. Ahora bien, a qué deidad o poder estuviera consagrado era algo que escapaba a su entendimiento.

El príncipe ordenó a la mitad de sus guerreros que formaran un cordón alrededor del edificio —que se levantaba solitario, ligeramente descentrado, en una irregular plaza octogonal— y lideró a la otra mitad de la compañía por uno de los pasadizos con el techo abovedado inclinado. Recorrieron los pasillos, las escaleras y los túneles del interior de la construcción durante un tiempo, pero todos los caminos los conducían hacia el exterior, de modo que no salían de las cámaras y los corredores de los espacios más externos de cada nivel. Malekith sintió la magia bullendo a su alrededor, y los sentidos le decían que la energía permanecía aprisionada en una sala delimitada por las paredes interiores del edificio.

Por fin, encontró un lugar donde la magia se agitaba violentamente, aunque Malekith escudriñó a su alrededor y no encontró ninguna fuente física para tal alteración. Alzó una mano a sus guerreros para que permanecieran a la espera y enfiló hacia el lugar en el que varias corrientes de energía confluían; se detuvo en el punto exacto en el que eso ocurría, y el choque de los flujos de magia le provocó náuseas.

Miró a un lado y a otro, y descubrió una puerta triangular invisible desde cualquier otro lugar. Apuntó hacia ella y ordenó a Yeasir que avanzara en esa dirección. Confuso pero obediente, el lugarteniente cruzó sigilosamente la cámara siguiendo las indicaciones de su príncipe, pero tuvo la impresión de que estaba señalándole una pared maciza, y cuando sólo un paso lo separaba del muro, vaciló. Sin embargo, Malekith le ordenó continuar con un bramido. Yeasir dio el último paso con el rostro contraído y los ojos entornados ante la expectativa de estrellarse contra la pared, pero ocurrió que a punto estuvo de perder el equilibrio y caer rodando cuando se halló en la parte superior de una extraña escalera de formas angulosas, muy parecida a la que habían encontrado en el primer edificio inspeccionado.

Gracias a los artificios del ingenio y la magia, la escalera se mantenía invisible, como si la puerta de la que partía fuera ajena al mundo. Yeasir cruzó el umbral y desapareció de la vista de todos, aunque regresó de inmediato e hizo un gesto para que Malekith y el resto de los guerreros lo siguieran. El tramo de escalera era relativamente corto, aunque los conceptos de tiempo y espacio eran cada vez más irrelevantes en aquella ciudad imposible. La escalera descendía hasta una cámara que permanecía completamente a oscuras salvo por el centelleo de los faroles de los elfos. Daba la impresión de que el aire absorbía toda la luz, y ni siquiera con la iluminación que proporcionaban los faroles, Malekith podía ver lo que le esperaba más allá de una decena de pasos.

El príncipe dio un paso cauteloso y descubrió que el suelo estaba embaldosado. Las losas parecían dispuestas al azar, componiendo una figura geométrica inverosímil, aunque cada una de ellas encajaba perfectamente en el demencial mosaico. Las baldosas eran del mismo color gris que la piedra de todos los edificios de la ciudad, aunque levemente esponjosas al contacto con los pies, como si se tratara de una alfombra delgada. Malekith dirigió la luz de su farol a derecha e izquierda y vislumbró unas formas borrosas que se elevaban en la penumbra. Las figuras descansaban sobre unos pedestales colocados en fila a lo largo de una amplia explanada que se alejaba de la puerta. Levantó una mano para que los elfos que venían detrás de él se detuvieran y enfiló hacia las estatuas de la izquierda para examinarlas de cerca.

Bajo la luz grisácea del farol parecían hechas de una aleación deslustrada, pero cuando estuvo a escasos pasos de ellas, vio claramente que se trataba de esqueletos con los huesos cenicientos, no muy distintos de los huesos de un elfo, o incluso de un humano; en proporción tenían el torso corto y las extremidades largas, como los elfos, pero el grosor de los huesos se asemejaba más al de la osamenta de los humanos. También la altura de aquellos cuerpos era mayor que la de los elfos. Los cráneos eran esbeltos, con boca, dos ojos y dos orificios nasales, ya Malekith le resultaron inquietantemente familiares, si bien nunca había visto unos cráneos iguales; esa sensación contradictoria lo mantuvo paralizado unos instantes.

Los esqueletos estaban envueltos desde los hombros por unos sudarios negros, todos iguales, con capuchas que les cubrían los cráneos. También todos tenían unas cadenas de cuentas oscuras, quizá perlas negras, colgando lánguidamente de las muñecas y del cuello. Cada cadáver blandía en la mano derecha una espada angular con la hoja dentada y en la izquierda sujetaba un escudo triangular; todas las armas carecían de dibujos o grabados, al menos distinguibles para Malekith.

Las baldosas se acababan con el último pedestal de la fila y el suelo que continuaba parecía hecho de la misma piedra que los demás edificios. Malekith no pudo ver nada en la oscuridad que se extendía más allá. La luz del farol no se reflejaba en ningún borde ni superficie y no pudo discernir si había más estatuas o si el resto de la cámara estaba completamente vacía. Avanzó flanqueado por las hileras de centinelas inanimados, le resultaba imposible adivinar hasta dónde se extendían. Sin embargo lo que sí advirtió fue que el camino que delineaban se estrechaba de manera casi imperceptible, de modo que las filas de esqueletos debían converger en un punto distante que quedaba fuera de su vista.

Miró a su espalda, en dirección a su compañía, y se llevó una nueva sorpresa, pues, aunque estaba seguro de que no se había alejado más de cincuenta pasos por un suelo prácticamente llano, los faroles de su compañía titilaban tan lejanos como el destello de las estrellas en el cielo nocturno y, esto ya resultaba inexplicable, escorados a la izquierda y desde una posición más elevada que la ocupada por él.

El príncipe les vociferó que una partida de guerreros se reuniera con él. El eco de su voz resonó como si volviera después de haber rebotado en paredes muy lejanas, y Malekith tuvo la impresión de que aquella resonancia era más propia de un lugar mucho más vasto que del espacio donde supuestamente se encontraba. Aguardó la llegada de los demás con un escalofrío, pues la luz que despedían los faroles se hacía más intensa a cada latido de su corazón; era como si los elfos cubrieran una distancia de doce pasos con cada zancada.

Yeasir venía con ellos y se le abrieron los ojos como platos en cuanto vio la parada de esqueletos. No dijo nada, pero a Malekith no se le escapó la mirada rebosante de inquietud de su lugarteniente. El príncipe le hizo un gesto tranquilizador con la cabeza y se dio media vuelta para reanudar la marcha por la explanada flanqueada de esqueletos. El pasillo que quedaba entre ambas filas de cadáveres —que efectivamente se estrechaba de manera gradual— condujo a los naggarothi hasta una enorme tarima escalonada cuya parte superior permanecía en penumbra, fuera del alcance de la luz de los faroles. Malekith subió los primeros escalones, recorrió el perímetro que trazaban y descubrió otras cinco hileras de esqueletos que confluían en la tarima central formando ángulos irregulares. Volvió junto a sus guerreros y ordenó a un puñado de elfos que hiciera guardia en los escalones inferiores mientras el resto ascendía con él la empinada escalinata.

La compañía llegó a una plataforma que, por imposible y exasperante que resultara, era tan ancha como la base inferior de la tarima. Siete figuras permanecían sentadas allí arriba, en unas banquetas cuadradas; eran unas versiones opulentas de los cadáveres que habían visto debajo, con mayor profusión de perlas negras y broches del mismo material oscuro. Seis de ellas miraban hacia fuera, cada una —hasta donde Malekith podía decir— de cara a una de las hileras que se extendían en el suelo. No llevaban capuchas, pero sí unas sencillas coronas que consistían en unos delgados aros alrededor de los cráneos con una gema negra opaca incrustada sobre la frente.

El séptimo cadáver estaba sentado de cara a Malekith, aunque el príncipe sospechó que habría estado igualmente de frente a los intrusos si se hubieran acercado desde cualquier otra dirección. Su corona era mucho mayor, de un metal plateado, con unas protuberancias enroscadas en forma de cuerno que eran los únicos objetos con figura orgánica que habían visto desde su llegada a la ciudad.

—¡Alteza! —espetó Yeasir.

Malekith se volvió mientras se llevaba la mano a la empuñadura de la espada; sólo entonces se dio cuenta de que había estirado la otra mano hacia el esqueleto del rey para arrebatarle la corona que ceñía su cráneo. Malekith no recordaba haber cruzado la plataforma y meneó la cabeza como si se sacudiera el aturdimiento después de recibir un golpe.

—No deberíamos tocar nada —añadió Yeasir—. Este lugar está maldito… Por los dioses…, quién sabe si algo peor.

Malekith rompió a reír y las carcajadas sonaron apagadas y secas, sin la resonancia de sus gritos anteriores.

—Me parece que este rey ya no reina aquí —dijo Malekith—. Es mi señal, Yeasir. ¿Qué declaración más clara de mi destino podría recibir? Imagíname regresando a Ulthuan con esta corona sobre la cabeza, un objeto de los tiempos anteriores.

—¿Anteriores a qué? —preguntó Yeasir.

—¡Anteriores a todo! —exclamó Malekith—. Anteriores al Caos. Anteriores a la Reina Eterna. Anteriores a los mismísimos dioses. ¿No la sientes? ¿No sientes la antigüedad que rezuma este lugar?

—La siento —gruñó Yeasir—. Y siento la malignidad arcaica de esté lugar. ¿Acaso vos no la percibís? Os lo repito, sobre este lugar pesa una maldición.

—Estabas dispuesto a seguirme hasta las Puertas del Caos —le recordó Malekith a su lugarteniente—. ¿Prefieres que abandonemos aquí este tesoro y continuemos hacia el norte?

Yeasir contestó en un susurro inaudible, pero Malekith lo interpreto como el beneplácito de su lugarteniente, si bien no necesitaba el permiso de nadie para apoderarse de lo que quisiera cuando lo quisiera. La magia lo había conducido hasta aquel lugar, y Malekith sabía que había sido con un único propósito. Tanto si había llegado allí guiado por los dioses como por algún otro poder, lo cierto era que había sido con el fin de que se plantara delante de aquel rey prehistórico y le arrancara la corona.

Un Malekith sonriente levantó el aro del cráneo del rey. La corona era ligera como el aire, y el príncipe no halló dificultades en la operación.

—Ya la tenéis. Ahora, vayámonos —dijo Yeasir, con la voz trémula por el miedo.

—Tranquilízate —le dijo Malekith—. ¿No me hace digno de ser rey?

El príncipe de Nagarythe se ciñó la corona en la cabeza, y el mundo su alrededor desapareció.

* * *

Una fulgurante luz dorada inundó la inmensa cámara. No parecía brotar de una única fuente, sino que irradiaba desde todas las paredes. Yeasir parpadeó ante el repentino resplandor, tratando de disipar las manchas que flotaban delante de él. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, pudo ver con mayor claridad dónde se encontraban.

Era una sala enorme, mayor que cualquiera que hubiera visto en Ulthuan o en el imperio de los enanos. Las paredes se levantaban a una distancia imposible. Yeasir miró a su alrededor y habría jurado que el número de paredes crecía y menguaba, de modo que a veces estaba en una irregular y gigantesca cámara octogonal, y en otras, en una triangular.

Desorientado, alzó la mirada y descubrió un techo inmenso que se extendía hasta el horizonte, tan vasto que no veía dónde se juntaba con las paredes, y del que colgaban unas colosales estalactitas puntiagudas con formas extrañísimas. El techo en sí estaba compuesto por unas placas grandiosas que formaban vértices estrambóticos, y la perspectiva parecía torcerse y contraerse dependiendo de adónde dirigía la mirada. Yeasir apartó la vista de aquel decorado turbador y se volvió a su señor. Tuvo la impresión de que el príncipe estaba congelado. Malekith permanecía junto al esqueleto regio en el centro de la tarima, como una estatua, con la corona en la cabeza y los dedos todavía posados sobre el aro metálico. El lugarteniente se adelantó de un salto y le gritó, temeroso de que el príncipe hubiera sido víctima de un hechizo; pero otro chillido proferido por uno de los guerreros atrajo su atención y se volvió. Varios naggarothi estaban señalando hacia el otro lado de la cámara.

Yeasir siguió con la mirada los brazos estirados de los elfos y vio lo que se había temido desde que habían penetrado en la vetusta cámara: los esqueletos descendían de sus pedestales y enfilaban hacia la tarima central. Sus cuerpos también desprendían luz mientras avanzaban con determinación, enarbolando las espadas y los escudos. Yeasir echó un vistazo a las figuras sentadas en torno a ellos y vio con alivio que, de momento, ninguna movía un dedo; olvidó por un instante a su paralizado príncipe y corrió hacia el otro lado de la plataforma. Los esqueletos de los guerreros se les acercaban desde todas las direcciones.

—¡Formación defensiva! —ordenó Yeasir.

Los naggarothi se juntaron para formar un anillo de lanzas y escudos alrededor de la tarima elevada.

—¡Alteza! —gritó el lugarteniente, que atravesó de nuevo la plataforma y sacudió a Malekith por el hombro, como si intentara despertarlo.

En cuanto Yeasir tocó a Malekith saltaron chispas de energía por todo el cuerpo del lugarteniente y éste salió disparado hacia atrás y fue rodando con estruendo por el duro suelo de piedra hasta el otro extremo de la tarima. Mientras la energía mágica le recorría el cuerpo entumecido, sus músculos se sacudieron espasmódicamente. Yeasir apretó los dientes y trató de controlar las convulsiones de sus extremidades, pero sentía que las fuerzas le habían abandonado. Permaneció tumbado, rezongando; los brazos y las piernas le pesaban como si fueran de plomo, le pitaban los oídos y tenía la visión nublada.

Se oyeron nuevos gritos de alarma, pero el lugarteniente no pudo descifrar lo que decían. En los fugaces momentos en que sus ojos recuperaban la visión, veía a los arqueros anclando las flechas en las cuerdas de los arcos y disparándolas desde el borde de la plataforma, pero no podía ver si los proyectiles causaban efecto. Sin dejar de gemir, consiguió sentarse y erguir el torso, y el entumecimiento empezó a desvanecerse, aunque un dolor lacerante ocupó su lugar en cada uno de sus huesos y articulaciones.

Intentó hablar, pero lo único que consiguió fue apretar los dientes y emitir un silbido. Sintió una punzada de dolor en la columna que fue ascendiendo y le explotó en el cerebro. Entre los zumbidos y los pitidos que se le apelotonaban en sus oídos, se colaron retazos de gritos y el atroz estrépito de cientos de huesos avanzando por el suelo de piedra. Un pensamiento inspirado por el pánico le atravesó la cabeza aturdida y dolorida: «Estamos condenados».