21: La revelación de un destino

VEINTIUNO

La revelación de un destino

A medida que Malekith y sus huestes se acercaban al palacio central, Anlec ofrecía un aspecto más inquietante. La mayoría de los edificios se habían convertido en inmensos templos con osarios, cuyos escalones exhibían oscuras manchas de sangre y de cuyas paredes colgaban las entrañas y los huesos de las víctimas de los seguidores de las sectas como si fueran ornamentos. Centenares de braseros ardían irregularmente, escupiendo humaredas tóxicas y acres a las calles. En el aire flotaba pesado el hedor a muerte, y el silencio era absoluto salvo por las llamas que crepitaban y las pisadas de los guerreros en los adoquines teñidos de sangre. Por fin, llegaron al palacio de Aenarion, un edificio enorme que también hacía las funciones de ciudadela central de Anlec. Parecía desierto y sus amplias puertas estaban abiertas de par en par. Los escalones que conducían hasta la entrada estaban sembrados de cadáveres desmembrados, órganos putrefactos y demás restos.

Malekith se detuvo en la base de la escalinata y escudriñó la puerta, que parecía estar llamándole, en busca de alguna señal que delatara una emboscada. Pero el único indicio de vida que apreció fue la luz rojiza qué irradiaban los faroles del vestíbulo.

Malekith subió los escalones lentamente, con Avanuir en la mano. Sus caballeros desmontaron y lo siguieron de cerca, igualmente listos para atacar. Malekith se detuvo antes de dar el paso que lo conduciría al otro lado del umbral de la puerta y volvió a buscar asaltantes escondidos en el interior. Convencido de que no lo aguardaba ninguna amenaza inminente, reemprendió la marcha y se introdujo en el vestíbulo del palacio.

La sala seguía como la recordaba de mil años atrás. Un largo pasillo flanqueado por columnas —como si fuera una versión a gran escala del vestíbulo de la torre de Ealith— se alejaba de la entrada. A diferencia del resto de la ciudad, allí no había ninguna prueba de asesinatos ni carnicerías. El suelo era un extenso mosaico que representaba la hoja dorada de una espada con un cielo encapotado de fondo. Malekith lo recordaba de cuando era niño.

Había gateado por aquel suelo y acariciado los azulejos dorados alegremente mientras su padre le relataba la historia que se escondía tras esa espada, que no era otra que un sueño, una visión recurrente que lo había animado a levantarse en armas contra los demonios. Si bien entonces su padre no lo había sabido, era la espada de Khaine la que estaba llamándole desde centenares de leguas de distancia, despertada bruscamente de su sueño eterno por la ira de Aenarion.

El estruendoso portazo a su espalda lo sacó de su ensimismamiento, y Malekith se dio media vuelta para responder al ataque. Oyó los ruidos sordos y los golpazos de sus elfos aporreando la puerta desde el exterior para tratar de abrirla, pero el príncipe sabía que era en vano; los vestigios de magia ancestral todavía flotaban ante las puertas: encantamientos que databan de los tiempos de Caledor.

—Ven junto a mí.

Las palabras resonaron en las cámaras vacías y Malekith reconoció la voz de su madre.

Todavía con la cautela de quien espera un ataque inminente, Malekith se adentró con paso firme en el pasillo, ya desprovisto de todos sus recuerdos de niñez. Recorrió los arcos y los techos altos de las galerías con la mirada, buscando indicios de algún asaltante oculto, pero no los halló. Pasó bajo el dintel de la enorme puerta que marcaba el final del vestíbulo y accedió a una antecámara de la que partían dos escalinatas que ascendían en espiral, una a cada lado. La de la izquierda conducía a los dormitorios, los cuarteles y otras salas de uso doméstico, mientras que la de la derecha llevaba directamente hasta la sala del trono de Aenarion. Malekith no vaciló; enfiló hacia la escalera que tenía a su derecha y empezó a ascender lentamente los escalones de mármol. Una alfombra azul oscuro que descendía por el centro de la escalera silenciaba las pisadas de Malekith, y en esa quietud advirtió un sonido apenas perceptible.

Era un sollozo, un llanto constante y ahogado. Malekith se detuvo y aguzó el oído, pero no oyó nada más. Siguió caminando, y entonces oyó un chillido distante, muy débil, y a alguien que suplicaba clemencia. Se detuvo de nuevo para prestar atención, pero el sonido volvió a desvanecerse y sólo hubo silencio.

—¡Perdonadnos! —gritó una voz detrás de Malekith, que se dio la vuelta como un resorte con la espada en la mano. Pero no había nada.

—¡Piedad! —le suplicó un susurro en el oído derecho, pero cuando el príncipe se volvió, no encontró a nadie.

—¡La hoja no!

—¡Liberadnos!

—¡Dadnos paz!

—¡Justicia!

—¡Sed compasivos!

Malekith se volvió a izquierda y derecha, buscando el origen de las coces, pero estaba completamente solo en la escalinata.

—¡Fuera de aquí! —gruñó el príncipe, alzando a Avanuir.

Por fin, Malekith vio algo en el brillo parpadeante de la hoja: figuras espectrales que se reflejaban tenuemente en el rutilante fuego azul de Avanuir. Sólo veía los espíritus de manera intermitente, y fugazmente, vio cuerpos decapitados, niños con el corazón arrancado, elfas mutiladas y otras víctimas de todo tipo de torturas atroces. Estiraban los brazos sin manos, con la piel colgando de las extremidades; algunos no tenían ojos, y a otros les habían cosido los labios o tenían las mejillas atravesadas por clavos.

—¡Alejaos de mí! —gritó Malekith.

Se volvió al frente y empezó a subir la escalera de forma apresurada, a saltos, lanzando miradas por encima del hombro. Los espectros vaporosos alcanzaron al príncipe en mitad de la escalinata, y Malekith los embistió con Avanuir y rebanó sus figuras incorpóreas con la brillante hoja.

Por fin, Malekith llegó jadeante al último rellano de la escalera y se detuvo frente a la puerta de doble hoja que conducía al interior de la sala del trono. Las puertas se abrieron hacia dentro silenciosamente, y el príncipe recibió un baño de luz dorada que provenía de las numerosas lámparas que había en interior de la cámara.

Al final de la sala estaba sentada Morathi, ataviada con una toga dorada con numerosos pliegues que traslucía levemente la piel de su cuerpo. Sostenía su báculo de hueso y hierro en el regazo, y sus dedos jugueteaban con la calavera incrustada en uno de los extremos. La silla que ocupaba era sencilla, de madera, colocada junto al trono imponente de Aenarion, que había sido esculpido en un único bloque de granito negro y cuyo respaldo tenía la forma de un dragón erguido a dos patas, del cual el trono de Bel Shanaar era una burda imitación. Unas llamas mágicas se elevaban desde los colmillos en las fauces del dragón y se reflejaban en sus ojos.

La mirada de Malekith se concentró en el trono en detrimento de todo lo demás, incluida su madre, pues el recuerdo más intenso que tenía de aquel lugar transcurría allí: su padre preparado para la guerra, sentado en aquel inmenso trono y departiendo con sus célebres generales.

El recuerdo era tan vivo que Malekith oyó la voz suave pero grave de su padre retumbado en la sala. El príncipe no era más que un niño entonces, sentado en el regazo de su madre junto al Rey Fénix, que de vez en cuando hacía una pausa en su discurso para mirar a su hijo. Una mirada que siempre era severa; no desagradable, pero tampoco compasiva, más bien rebosante de orgullo. Durante años, Malekith había mirado aquellos ojos poderosos y oscuros, y había visto el fuego que crepitaba tras un velo de silenciosa solemnidad. Malekith fantaseaba con que sólo él conocía el siniestro espíritu que se refugiaba en el cuerpo del noble monarca, que se escondía de los ojos del mundo para evitar que se descubriera cómo era en realidad.

El alma de un exterminador, el puño que blandía la Matadioses.

¡Y qué decir de la espada! En el regazo del Rey Fénix descansaba la Hacedora de Viudas, la espada de Khaine. Ya en edad muy temprana, Malekith había advertido que sólo su padre y él se atrevían a mirar la hoja teñida de sangre, pues el resto de los elfos desviaban la mirada y preferían contemplar cualquier cosa antes que posar sus ojos directamente en la espada. Era como un secreto compartido por padre e hijo.

—Y sin embargo, no tomaste la hoja de la muerte cuando te la ofrecieron —dijo Morathi, disipando las imágenes que mantenían a su hijo anclado en el pasado.

Malekith meneó la cabeza, aturdido por el encantamiento que su madre había liberado astutamente sobre él. Sin duda los recuerdos que Morathi le había hecho evocar eran reales, pero su hechizo los había convertido en algo tangible, aunque hubiera sido por un instante.

—No, no lo hice —respondió pausadamente Malekith, que comprendió que Morathi se había introducido en su mente y se había enterado de su episodio en la Isla Marchita, del que nunca había hablado con nadie.

—Eso está bien —dijo Morathi.

Mantenía una postura majestuosa en la silla, a pesar de su casi desnudez, y rezumaba elegancia regia por todos sus poros. No había nada de la sacerdotisa salvaje que arrancaba los corazones del pecho de sus víctimas, ni de la seductora y artera profetisa de cuya boca sólo salían mentiras y manipulaba a su antojo a todos los que la rodeaban. Allí estaba la reina de Nagarythe, con toda su sosegada majestuosidad y su esplendor.

—La espada controlaba a tu padre —dijo la reina en un tono suave y tranquilizador—. Desde la muerte de Aenarion he esperado con ansia que fueras a buscarla. Me preocupaba que tú también quedaras atrapado por su poder. Bueno, me siento orgullosa de que rechazaras su reclamo ávido de sangre. Nadie puede dominarla, y si vas a convertirte en rey, deberás dominarlo todo.

—Antes dejaría que los demonios devoraran el mundo que volver a blandir contra ellos esa creación maligna —aseveró Malekith, enfundando a Avanuir—. Como bien habéis dicho, no daría tregua a quien la empuñara hasta que en el mundo no quedara nada más que sangre. Nadie puede llegar a rey con el poder que concede, uno sólo se convierte en su esclavo.

—Siéntate —le dijo Morathi, haciéndole un gesto con la mano que lo invitaba a ocupar el gran trono.

—Todavía no ha llegado el momento de sentarme en él.

—¿Eh? —exclamó Morathi con sorpresa—. ¿Cómo es eso?

—Si alguna vez soy rey, reinaré solo —dijo Malekith—. Sin vos. Cuando os mate, el ejército de Nagarythe regresará a mi poder. Dominaré las sectas del placer y con ellas escalaré hasta el trono del Fénix.

Morathi se mantuvo en silencio unos instantes, mirando a su hijo con ojos antiguos, midiendo su temperamento y sus motivaciones. Finalmente, sus labios esbozaron una sonrisa.

—¿Pretendes matarme? —preguntó en un susurro, con una incredulidad fingida.

—Mientras sigáis con vida siempre ambicionaréis eclipsarme —dijo Malekith, enfurecido por la afectación de su madre—. Siempre seréis mi rival, pues es vuestra condición no servir a nadie más que a vos misma. Yo puedo compartir Ulthuan con vos, pero vos nunca la compartiríais de verdad conmigo. Ni siquiera mi padre os dominó. Os exiliaría, pero os alzaríais de nuevo desde algún lugar recóndito y os convertiríais en mi contrincante en todo lo que ambicionara.

—¿No puedes compartir el poder? —preguntó Morathi—. ¿O no quieres?

Malekith reflexionó un momento, tratando de poner en orden sus sentimientos.

—No quiero —respondió, con la mirada penetrante fija en los ojos de su madre.

—¿Y qué es eso que ambicionas, hijo mío? —preguntó Morathi, inclinándose hacia delante.

—Recuperar el legado de mi padre y gobernar como Rey Fénix —respondió Malekith, reparando en la sinceridad de sus palabras a medida que las pronunciaba.

Nunca antes había admitido abiertamente sus deseos, ni siquiera asimismo. La gloria, la celebridad, el reconocimiento; no eran más que los peldaños que conducían al trono del Fénix. La corona le había revelado la verdadera naturaleza de las fuerzas que regían el mundo y él no permanecería con los brazos cruzados mientras Ulthuan sucumbía a ellas lentamente.

—Sí, el Caos es poderoso —aseveró Morathi.

—Alejaos de mi mente —le espetó Malekith, encolerizado; dio un paso adelante y llevó la mano a la empuñadura de Avanuir.

—No necesito la magia para leer tus pensamientos, Malekith —dijo Morathi, con la mirada fija en su hijo—. Hay un vínculo entre madre e hijo que no precisa la brujería.

—¿Acatáis vuestro destino? —inquirió Malekith, ignorando la alusión de su madre a su relación, que no era más que un intento de apaciguarla.

—Deberías saber que esa pregunta es estúpida —replicó Morathi ahora con voz severa, casi colérica—. ¿Acaso no te he dicho yo siempre que tu destino era ser rey? No puedes ser rey hasta que no seas el príncipe de tu propio reino, y no tengo ninguna intención de entregártelo. Demuéstrame que eres digno de gobernar Nagarythe. Demuestra al resto de los príncipes que tu fuerza no admire comparación.

Cuatro figuras emergieron de las sombras, al parecer obedeciendo una orden silenciosa, dos a cada lado del príncipe. A la vista de su atuendo debían ser sacerdotes, dos masculinos y dos femeninos, cubiertos por togas negras con tenebrosos sigilos estampados.

Malekith arrojó un rayo de magia que se había materializado en sus dedos, pero Morathi ya estaba envuelta por una tenebrosa esfera de energía que palpitó cuando el rayo impactó en ella. Los sacerdotes lanzare sus propios encantamientos, que salieron disparados hacia Malekith en la forma de cabezas de lobo, pero el príncipe creó un escudo para repelerlas.

Los sacerdotes se aproximaron a Malekith arrojando bolas de fuego y llamaradas de magia negra, Malekith se protegía, haciendo acopio de la magia que flotaba en la sala del trono mientras las ráfagas de proyectiles mágicos volaban hacia él.

Sentada, con un gesto de satisfacción en el rostro mientras sus seguidores acribillaban a Malekith con sus maleficios y sus maldiciones, Morathi observaba con especial interés cómo los contrarrestaba su hijo. Las corrientes de magia fluían revoltosamente por toda la sala, creciendo en intensidad a medida que Malekith y sus enemigos ensanchaban sus mentes para captar la energía de la ciudad que se extendía fuera del palacio.

—¡Basta! —bramó Malekith, liberando la energía que había acumulado en su interior y que produjo un estallido de magia informe.

La masa resplandeciente envolvió a los tenebrosos sacerdotes y los empapó de energía mística, mucha más de la que podían controlar. La primera, una bruja pelirroja, empezó a temblar y a sufrir espasmos tan violentos que, cuando se desplomó sobre el suelo, Malekith oyó como se le partía la columna vertebral. La otra sacerdotisa soltaba chillidos agónicos mientras su sangre se convertía en fuego, que emergió de sus venas con una gran explosión y la envolvió en una tormenta de llamas y rayos. El tercero saltó por los aires, como impulsado por un golpe, con la nariz, los ojos y los oídos manando sangre, y chocó contra una lejana pared. La magia consumía por dentro al último, que cayó desplomado y se arrugó como una bola de papel, hasta que se desintegró por completo y no quedó más que un montón de polvo.

—Vuestros siervos son débiles —dijo Malekith, volviéndose hacia Morathi.

La sacerdotisa no cambió su gesto sosegado.

—Siempre habrá adláteres —afirmó ella, sacudiendo con desdén su mano llena de anillos—. Esa baratija que llevas en la cabeza te dota de un poder realmente impresionante, pero te faltan sutileza y control.

Con una velocidad que no pudieron seguir los ojos de Malekith, Morathi levantó su báculo y lo apuntó al pecho de su hijo. El príncipe clavó una rodilla en el suelo; el corazón le aporreaba con fuerza el pecho y lo sumía en un dolor insoportable. A pesar del aturdimiento agónico, Malekith podía sentir los delgadísimos y apenas perceptibles tentáculos de magia que partían del báculo de Morathi.

El príncipe farfulló un conjuro para contrarrestar el de su madre, cortó con la mano los hilos intangibles y centró todos sus esfuerzos en ponerse en pie.

—Nunca me enseñasteis a hacer eso —le reprochó burlonamente—. Una buena madre nunca le ocultaría esos secretos a su hijo.

—No has venido aquí para que te enseñe nada —le espetó Morathi sacudiendo la cabeza con vehemencia—. He aprendido muchas cosas en los últimos milenios. Si dejaras de lado esos estúpidos celos que te consumen, quizá podría retomar tu instrucción.

Malekith respondió reuniendo los remolinos de magia y arrojándolo contra la reina, transformados en una serpiente monstruosa. Una cuchilla brillante afloró en el bastón de Morathi y decapitó a la criatura incorpórea.

—Menuda ordinariez —dijo, haciendo un gesto admonitorio con el dedo—. Puede ser que con estas payasadas impresionaras a los salvajes de Elthin Arvan y a los enanos, que no tienen hechiceros, pero yo no soy tal fácil de sorprender.

La reina sacerdotisa se puso en pie, alzó el báculo aferrado con ambas manos por encima de la cabeza y empezó a salmodiar atropelladamente. En el aire que la rodeaba aparecieron unas cuchillas que comenzaron a girar alrededor de su cuerpo, cada vez en un número mayor, hasta que se convirtieron en un torbellino de imprecisas hojas gélidas. Malekith rió con desdén y dejó que se desplegara su voluntad para desbaratar el anillo de cuchillas.

Sin embargo, su intento fracasó, pues el producto de la magia de Morathi osciló y cambió de forma para escabullirse de las garras del conjuro de Malekith. Un instante después el vendaval de proyectiles atravesó la sala con dirección a Malekith, lo que obligó al príncipe a dar un salto lateral para evitar que lo descarnaran.

—Lento y predecible, mi pequeñuelo —dijo Morathi, dando un paso delante.

Malekith se mantuvo en silencio, pero en sus manos apareció un látigo de fuego que cortó el aire, y sus dos correas gemelas se enrollaron alrededor del báculo de Morathi. Con un giro de muñeca, Malekith se le arrancó de las manos y el bastón se arrastró por el suelo embaldosado, y con otro movimiento rápido de la mano Malekith lo estrelló contra la pared, y el báculo se hizo añicos.

—Me parece que ya sois demasiado vieja para estos juguetitos —dijo Malekith, desenfundando a Avanuir.

—Lo soy —gruñó Morathi, con el rostro desencajado por la ira.

Un objeto invisible atravesó volando la sala y golpeó las piernas de Malekith. El príncipe sintió un crujido en las espinillas y las rodillas machacadas, y un alarido de dolor escapó de sus labios mientras se desplomaba sobre el suelo. Soltó a Avanuir y se agarró las piernas, retorciéndose y gritando.

—Deja de hacer tanto ruido —le espetó Morathi, irritada.

La sacerdotisa apretó el puño y una descarga de magia agarró a Malekith por la garganta y le impidió respirar. El dolor le embotaba la mente, y mientras pataleaba y agitaba los brazos, jadeando, no podía concentrarse para contrarrestar el encanto.

—Concéntrate, jovencito, concéntrate —le dijo Morathi, acercándose con paso firme, con el puño estirado hacia delante, sacudiéndolo de izquierda a derecha en tanto Malekith se retorcía estrangulado por su homóloga mágica—. ¿Te consideras adecuado para reinar sin mí? Podía esperar esa ingratitud de tipos como Bel Shanaar, pero no de mi propia familia.

El nombre del Rey Fénix actuó como una esponja que absorbió todo el dolor y la ira de Malekith, y el príncipe contraatacó arrojando un manto de llamas que envolvió a la reina.

Morathi estaba ilesa, pero le había liberado del puño y ahora empleaba esa energía para protegerse del encanto de Malekith. El príncipe giró el cuerpo sobre el suelo para apoyarse en un costado, tosiendo y jadeando.

Pero entonces algo volteó a Malekith y lo empujó de espaldas contra las baldosas; un peso le oprimió el pecho con una fuerza que no dejaba de crecer, y Malekith luchó por no perder el conocimiento. Entre los puntitos negros y los destellos de luz que le nublaban la visión le pareció distinguir una criatura imprecisa, incorpórea, posada sobre su pecho. Era un demonio baboso con cuernos, tres ojos y unas fauces repletas de colmillos. Trató de olvidar el dolor que le atenazaba el cuerpo y se concentró en la mente, pero tenía el cuerpo paralizado.

Morathi avanzó, se detuvo junto a su hijo y lo miró con desafección. Estiró la mano hacia el yelmo de Malekith y se lo arrancó de la cabeza. La reina lo examinó de cerca unos instantes; analizó cada rasguño y abolladura de la superficie gris y acarició las inmediaciones de la corona, si bien no la tocó en ningún momento. Se agachó con delicadeza junto a Malekith y dejó a un lado el yelmo, fuera del alcance del príncipe. Malekith trató de aplacar un acceso de pánico. Sin la corona se sentía desnudo y desposeído de todos sus poderes.

—Si no sabes utilizarla como es debido, no deberías tenerla —dijo Morathi con suavidad.

Posó una mano en la mejilla de Malekith y se la acarició. Luego, llevo los dedos a la frente del príncipe, como una madre tranquilizando a su pequeñuelo con fiebre.

—Si me lo hubieras pedido, te habría ayudado a desentrañar sus poderes. Sin ella tu magia es débil y tosca. Deberías haber puesto más atención a las enseñanzas de tu madre.

—Quizá —respondió Malekith.

Con un alarido de dolor, el príncipe descargó su puño cubierto por el guantelete en Morathi y le golpeó de lleno en el rostro. El puñetazo lanzó a la sacerdotisa de espaldas contra el suelo.

—¡Esto lo aprendí de mi padre!

Anonadada, Morathi perdió la concentración y su encanto se disipó, Malekith sintió que el peso que le oprimía el pecho se debilitaba. Con un gran esfuerzo dirigió la magia a sus piernas maltrechas y reparó huesos y músculos, y recompuso ligamentos.

De nuevo con el cuerpo indemne, el príncipe se puso en pie y su figura amenazante se elevó por encima Morathi. Un simple movimiento de su muñeca bastó para que Avanuir saltara del suelo y se acoplara a su mano, con la punta de la hoja suspendida firmemente a un dedo del rostro de Morathi.

Con el semblante grave, Malekith levantó la espada por encima del hombro izquierdo y la descargó de revés contra el cuello de Morathi.

—¡Espera! —gritó la sacerdotisa.

El brazo de Malekith se detuvo en seco, y la hoja quedó flotando a un palmo de su objetivo.

No había sido un hechizo lo que le había frenado, sino el tono de la voz de su madre; no revelaba desesperación ni miedo, sino ira y frustración. Era el mismo tono que había utilizado tantas veces en su niñez cuando estaba a punto de hacer algo malo.

—¿Qué? —preguntó Malekith, desconcertado por su propia reacción.

—Usa la cabeza, piensa en qué es lo mejor —dijo Morathi pausadamente—. ¿Realmente de qué te servirá matarme?

—¿Qué queréis decir? —inquirió con desconfianza el príncipe, entornando los ojos.

Malekith bajó la espada, pero dejó a Avanuir lista para atacar al menor indicio de que trataba de conjurar un hechizo.

—¿Crees que matándome recuperarás el gobierno de Nagarythe? —dijo Morathi, inmóvil como una estatua y sin apartar la mirada de los ojos de su hijo—. ¿Crees que mi muerte te conducirá al trono de Ulthuan?

—No perjudicará mis opciones —señaló Malekith, encogiéndose de hombros.

—Pero tampoco te ayudará. Mátame aquí y ahora, sin testigos y la gesta de tu victoria nunca se conocerá de verdad. «Malekith mató a su madre», dirán las crónicas, y con el tiempo caerá en el olvido, en algún lugar recóndito de la historia, como un secreto vergonzoso.

—¿Y si os dejo vivir? —preguntó Malekith con recelo.

—Volveré los cultos en tu favor —dijo Morathi—. Es absurdo que consideres que puedes controlarlos, y sin mí se escindirán, y cualquiera podría oponerse a ti o simplemente desaparecer por completo.

—Si os dejo vivir, utilizaréis las sectas del placer contra mí. Minaréis mi poder hasta que no me quede más remedio que tratar con vos. No creáis que es tan fácil engatusarme. Es mejor que muráis aquí, aunque eso signifique que tenga que empezar de cero.

—Hay otra opción, Malekith. Puedes encarcelarme y utilizarme como rehén para que las sectas te juren fidelidad. ¿Qué mejor símbolo de tu nuevo poder que la reina sacerdotisa de Nagarythe encadenada? Mejor aún, preséntame ante Bel Shanaar como tu prisionera. Tu clemencia te hará ganar un crédito enorme en la corte del Rey Fénix y entre los demás reinos. ¿Quieres que te conozcan como un asesino despiadado, o como un vencedor magnánimo? ¿A cuál de los dos crees que elegirían como sucesor de Bel Shanaar? Ya te rechazaron una vez, acusándote de ser un asesino despiadado inadecuado para reinar. ¿Acaso que viertas la sangre de tu madre les hará cambiar de opinión?

—Ni me importan ni me preocupan las opiniones de los príncipes menores —aseveró Malekith, levantando de nuevo a Avanuir para asestar el golpe.

—¡Entonces, eres un idiota! —gritó Morathi—. Si piensas conseguir la corona de Ulthuan a la fuerza, ve ahora mismo a la Isla Marchita y toma la espada que empuñó tu padre, porque la necesitarás. Si lo que quieres es que se cumpla tu derecho de sucesión y reinar con gloria, entonces tendrás que conseguir que el resto de los príncipes te sigan. Ya has conseguido que te respeten; muchos te pondrían en el lugar de Bel Shanaar hoy mismo. ¡Conquístalos! Muéstrales que tienes las cualidades de un rey y que la sangre de Aenarion pruebe su validez.

Malekith bajó la espada por segunda vez. Miró intensamente los ojos de Morathi, tratando de descubrir algún atisbo de engaño o falsedad, pero lo único que encontró fue sinceridad.

—Recibiríais una cura de humildad delante de toda Ulthuan —dijo Malekith—. Vuestro estatus, vuestra condición, no valdrían nada.

—Esas cosas me importan tan poco como a ti. Confío en ti, y mi paciencia es inagotable. Cuando te conviertas en Rey Fénix, recuperaré la posición que me corresponde. Me he postrado ante sacerdotes y dioses para conseguir lo que tengo. No me costará ningún esfuerzo representar por un tiempo el papel de prisionera de Bel Shanaar.

Malekith enfundó a Avanuir y ayudó a su madre a levantarse. Apoyo una mano en su hombro y la atrajo hacia sí.

—Os indultaré —le susurró—, pero si actuáis contra mí o me engañáis, no me lo pensaré dos veces y os mataré.

Morathi se abrazó con fuerza a su hijo, le acarició la nuca y pegó los labios a su oreja.

—Ya me has demostrado que eres capaz de hacerlo —musitó—. Por eso me siento tan orgullosa de ti.