19: La guerra de Malekith

DIECINUEVE

La guerra de Malekith

El año ya estaba demasiado avanzado como para que Malekith pudiera preparar otra expedición a su patria, de modo que pasó el invierno reuniendo todas las tropas que consiguió del resto de príncipes. Entretanto, los heraldos negros no descansaron y recorrieron las fronteras recopilando información sobre lo que acontecía en el norte. Los informes que llevaban a Malekith resultaban inquietantes. Al parecer, Morathi estaba mostrándose sin tapujos como la bruja que siempre había sido; le traían sin cuidado las convenciones y se había entregado a su naturaleza tenebrosa.

Nagarythe era un hervidero de actividad y, para mayor consternación de Malekith, con la anhelada primavera también llegaron noticias desalentadoras de las colonias, que avisaban de que el mismo hastío racial que había asolado Ulthuan empezaba a arraigar en las ciudades orientales. En respuesta a la petición de tropas de Malekith, Alandrian sólo podía enviar una fracción del ejército de los naggarothi emplazado en Athel Toralien, pues necesitaba el resto para hacer frente a las hordas cada vez más numerosas de orcos que se internaban en Elthin Arvan desde el sur.

Desde Nagarythe llegaron soldados para unirse al ejército de Malekith. De manera individual o formando parte de una compañía completa, habían llegado furtivamente a Tiranoc desde el norte, desafiando no sólo la furia de Morathi, sino también la ira de la que hacía gala el ejército de Tiranoc, que vigilaba la frontera, con todo aquel que la cruzaba. Malekith había albergado la esperanza de que hubieran sido muchos más, pero al parecer la mayoría de sus antiguos capitanes y tenientes habían preferido servir a su madre, ya fuera por su propio sentido de la lealtad o por miedo; mientras que un cuadro formado por príncipes todavía fieles a Malekith permanecía aislado en las montañas de Nagarythe, aglutinado bajo el estandarte de los señores de la Casa de Anar.

Malekith había aprendido la lección de Ealith y sabía que el ejército que comandara no podía ir directamente desde Tiranoc a Anlec, pues las fuerzas de Nagarythe estarían preparadas para ese movimiento. Aun así Malekith no se dejó llevar por la desesperación, y mientras solicitaba el apoyo del resto de los príncipes, puso especial atención en granjearse la amistad de Haradrin de Eataine, quien tenía a su mando la mayor flota elfa y a la incondicional Guardia Marítima de Lothern. Malekith todavía disponía del Indraugnir, y estaba convencido de que con unos cuantos barcos dragón de Lothern podría derrotar a la flota de Nagarythe. Malekith daría mil vueltas en la cabeza a las escasas ventajas que estaban a su favor, y cuando la primavera empezara a derretir las nieves de las cumbres, su mente habría diseñado un audaz plan de acción.

El primer paso sería desplegar el ejército de Tiranoc en varias huestes no muy lejos del Naganath. Consciente de que los espías y la magia de Morathi advertirían aquel movimiento, Malekith esperaba hacer creer a los naggarothi que el ataque era inminente y atraer sus fuerzas al sur.

* * *

En las postrimerías del invierno, Malekith se internó en solitario a lomos de su corcel en el segmento de las Montañas de Annulii que se elevaba al este de Tor Anroc. Con él llevaba la Corona de Hierro. En su ascensión a los altos picos, encontró un lugar resguardado, se sentó en el suelo y protegido del viento cortante; se colocó la corona en la cabeza, cerró los ojos y dejó que el ancestral artilugio guiara su mente.

Malekith recorrió las planicies de Tiranoc, donde la escarcha todavía recubría la hierba. Su ojo mental viajó entonces al Naganath y siguió el curso de las aguas heladas hasta Nagarythe. Allí vio los ejércitos de Morathi congregados en el Páramo de Biannan y los piquetes apostados a lo largo del río para vigilar los movimientos de las huestes de Tiranoc. Al oeste, divisó un ejército acampado en el exterior de los muros de Galthyr, si bien los sitiadores parecían contentarse con tener a Durinne y sus súbditos aprisionados entre las murallas de la ciudad. Más al norte, las ciudades y los pueblos eran saqueados, y los seguidores de las sectas oficiaban ceremonias sangrientas consagradas a los cytharai.

La mirada de Malekith se volvió hacia Anlec. Bestias enormes de las montañas —mantícoras salvajes, grifos aulladores, hidras con múltiples cabezas y quimeras estridentes— deambulaban y rugían en el interior de jaulas de hierro repartidas por toda la ciudad. Alrededor de estas jaulas había grupos de domadores con fustas atroces y aguijadas con púas, que apaleaban a las bestias y las alimentaban con carne putrefacta de elfo. Los herreros trabajaban incansablemente en las armaduras para las gigantescas bestias de guerra en las fraguas candentes, y forjaban collares con púas y pesadas cadenas. Los trabajadores del cuero fabricaban sillas de montar sólidas y resistentes, y arneses tachonados con remaches y adornados con huesos.

Por toda la ciudad se habían levantado truculentos santuarios consagrados a deidades oscuras como Ereth Khial, Meneloth y Nethu; en los altares, cubiertos con manteles de piel, había cálices manchados de sangre, y en los braseros crepitaban corazones ensangrentados y huesos carbonizados. Filas de elfos desdichados, encadenados y con la ropa harapienta y los ojos rebosantes de lágrimas, eran arrastrados hasta aquellas atroces mesas de sacrificios y arrojadas a las piras o descuartizados con dagas perversas en honor de los dioses hambrientos.

Todo aquello era supervisado por los crueles nobles de Nagarythe. Los príncipes observaban ataviados con togas oscuras sentados a horcajadas sobre sus caballos de batalla, cubiertos con gualdrapas plateadas, mientras sacerdotes enmascarados y con runas pintarrajeadas en los cuerpos desnudos salmodiaban súplicas y plegarias. Las piedras del pavimento estaban teñidas de rojo y montones de huesos se pudrían en las alcantarillas a la espera de que los royeran pícaros y perros escuálidos.

Malekith se volvió hacia la torre central —el palacio de Aenarion—, pero una extensa sombra lo oscurecía todo. Oyó una voz susurrante; era la de su madre. Aguzó el oído para entender lo que decía, pero no pudo distinguir nada y hasta él sólo llegaba un murmullo. La corona le dotaba de unos poderes inauditos, así que Malekith se estremeció al pensar qué tipo de pacto atroz habría alcanzado su madre para que su brujería no le permitiera verla ni oírla.

* * *

El príncipe mandó un mensaje a Bel Shanaar aconsejándole que desplegara buena parte de su ejército por la frontera, y durante los días posteriores, estuvo vigilando los movimientos de los naggarothi mediante la corona. Cuando supo con certeza que las legiones de los naggarothi marchaban hacia la frontera para protegerla del ataque de las tropas del Rey Fénix, Malekith regresó a Tor Anroc. Desde allí envió veloces halcones mensajeros a Lothern con la orden de que el Indraugnir y una flota poderosa zarparan rumbo norte y bordearan la costa occidental de Ulthuan. Su ruta los haría pasar por Galthyr. Una vez más, Malekith utilizó la corona hallada en las tierras septentrionales para ver que la flota de los naggarothi estaba congregándose en el puerto con el propósito de atacarles en el mar, y que se sumaban más guerreros al asedio de Galthyr para contrarrestar un posible desembarco de las tropas de Malekith.

Siguiendo órdenes secretas de Malekith, los heraldos negros sembraron el miedo y la confusión en el enemigo. Asaltaron convoyes de suministros y atacaron compañías que marchaban para unirse a ejércitos dispersos, quemaron campos de cultivo e interceptaron mensajeros que servían de enlace entre los oficiales naggarothi y Anlec. Los heraldos concentraron sus ataques en el oeste y el sur para fomentar el convencimiento entre lo naggarothi de que estaban siendo víctimas de las maniobras del propio Malekith. Sin embargo, el verdadero ataque de Malekith no llegaría por el oeste o por el sur, sino por el este. En pequeñas compañías y al amparo de la oscuridad de numerosas noches, el príncipe había conducido el grueso de sus huestes hacia las montañas de Ellyrion. Y allí permanecían ocultos en granjas y pueblos de las inmediaciones de las montañas, con las provisiones que el príncipe Finudel les había proporcionado.

Cuando la primera luna de aquella primavera apareció en el cielo, Malekith cabalgó hasta el Paso del Dragón, el Caladh Enru, a unos trescientos kilómetros al sur de Anlec. Una vez allí, desplegó el estandarte de Anlec y formó su ejército para el ataque.

Las huestes estaban formadas por miles de elfos, y entre ellas cabalgaban príncipes de Nagarythe y Tiranoc, Ellyrion y Eataine. Varios magos de Saphery se habían unido a la expedición, Thyriol entre ellos. Tal como Malekith había previsto, la posibilidad de que se aliara con Ellyrion no había sido considerada por Morathi, y el ataque sería una auténtica sorpresa. La guarnición de Arir Tonraeir, en el extremo occidental del Paso del Dragón, sucumbió en una sola jornada, y el ejército de Malekith continuó su marcha hacia Anlec.

El ejército puso rumbo norte; atravesó los picos gemelos de Anul Nagrain y cruzó el río Haruth para llegar a las llanuras de Khiraval. En otro tiempo aquella tierra había sido rica en granjas y pastos para el ganado de Nagarythe, pero ahora, bajo el yugo de Morathi y los seguidores de las sectas, el paisaje mostraba un aspecto desolador. Los restos desmoronados de las granjas abandonadas sobresalían como dientes partidos por encima de los campos llenos de maleza, y manadas de lobos feroces y osos monstruosos habían descendido de las montañas para apoderarse de Khiraval. El ejército avanzó por una carretera salpicada de hierbajos y llena de surcos y baches que los condujo por pueblos desiertos, con puertas y ventanas vacías que los miraban como si fueran unos acusadores ojos negros. Cuantos más testimonios veía Malekith de lo que había sucedido con su reino —su mayor motivo de orgullo—, más aumentaba su ira.

Los oficiales de los naggarothi rebeldes que se encontraban en el sur se toparon con un dilema terrible, pues si se dirigían al norte para interceptar el ataque de Malekith, darían la espalda a las tropas de Tiranoc emplazadas en la frontera. Finalmente, tomaron la decisión de mantener su posición, con la confianza de que el ejército y las defensas de Anlec repelerían las huestes de Malekith.

Los heraldos negros informaron a Malekith de que tenían el camino despejado hasta Anlec, y el príncipe decidió continuar la marcha. Dejaron atrás Khiraval, giraron hacia el nordeste en dirección a Anlec y atravesaron los pantanos de Menruir. Tras quince días de marcha por tierras de Nagarythe, llegaron a la poderosa Anlec, la gigantesca capital.

Malekith confiaba en el valor de sus guerreros y en el pobre adiestramiento de las tropas defensoras, a las que juzgaba formadas por insensatos adeptos a las sectas, muy distintos de los guerreros que su ingenio había enviado al sur. No había tiempo que perder, pues las compañías emplazadas en Galthyr serían rápidamente enviadas a la capital, y los lugartenientes de los naggarothi situados en el sur no tardarían en darse cuenta de que Bel Shanaar no tenía ninguna intención de lanzar un ataque costosísimo en vidas cruzando el Naganath. Tampoco había tiempo para preparar un asedio ni ningún motivo para gastar energías en una negociación.

Como había hecho en infinitas ocasiones anteriormente, lanzaría un ataque contundente y rápido para asegurar la victoria.

Mientras el ejército del príncipe se preparaba para el ataque, el resplandeciente cielo primaveral se reflejaba en el mármol negro de los edificios de Anlec, que resplandecían cubiertos por una tardía capa de escarcha. Los estandartes negros y plateados ondeaban ruidosamente azotados por el viento frío sobre las numerosas torres que se levantaban a lo largo de las murallas, por donde iban y venían los centinelas que las patrullaban, protegidos por lorigas negras y yelmos dorados. La ciudad-fortaleza vibraba con las pisadas de pies calzados y el chirrido de los metales de los regimientos que realizaban la instrucción en las plazas al aire libre. Los bramidos de los instructores resonaban en los muros de piedra confundidos con el crepitar de las piras de sacrificios y los gritos y gimoteos de los cautivos.

La ciudadela era aterradora, pues había sido erigida por Aenarion con la ayuda de Caledor Domadragones y se había diseñado tan concienzudamente que ninguna maniobra de aproximación pasaba desapercibida. Ochenta torres altísimas y kilómetros y más kilómetros de gruesas murallas circundaban la ciudad, que sólo disponía de tres puertas, todas ellas totalmente vigiladas por bastiones con artilugios bélicos y guarniciones que flanqueaban los caminos de acceso.

Acercarse a aquellas puertas entrañaba un peligro enorme. Los muros se prolongaban hacia fuera desde la cortina de Anlec, lo que proporcionaba a las tropas defensoras emplazamientos para acribillar la carretera de un tramo de casi un kilómetro. Algunas torres aisladas, separadas entre sí por la distancia de alcance de sus artefactos de guerra y rodeadas por zanjas con estacadas, componían un anillo alrededor de la fortificación.

Entre el círculo formado por las torres y las murallas de la ciudad se había cavado un foso de una anchura de cincuenta pasos que no estaba lleno de agua, sino que de él se elevaban unas llamas mágicas verdes que crujían y chisporroteaban con furia. Sólo un puente levadizo atravesaba aquel foso llameante en cada carretera, protegido por una fortaleza tan imponente como las torres de entrada a la ciudad.

A pesar de todas aquellas descorazonadoras defensas de Anlec, en el semblante de Malekith no había temor. El príncipe estaba sentado a horcajadas sobre su corcel a la cabeza de su ejército, cubierto con su armadura de oro, con la corona encantada ceñida en la cabeza y la resplandeciente Avanuir aferrada en un puño. A su espalda se extendía una columna de dos mil caballeros, todos ellos veteranos curtidos en las colonias orientales comandados por capitanes que habían luchado con Malekith en los fríos territorios septentrionales. Llevaban lorigas doradas y capas negras y púrpura. Sus picas centelleaban con los encantamientos y en sus escudos ardían runas protectoras mientras contemplaban la tenebrosa ciudadela de Anlec con los semblantes severos e impertérritos.

Al norte y al sur de los caballeros se habían apostado las compañías de lanceros, siete mil elfos en total. Con Yeasir a la cabeza, formaban en fila de diez en fondo; los banderines se agitaban sobre sus cabezas y los cuernos de plata comunicaban las órdenes. Yeasir recorría arriba y abajo la línea de lanceros, recordándoles que iban a luchar por el soberano legítimo de Anlec y exhortándoles a que no mostraran compasión y se mantuvieran firmes cuando tuvieran cara a cara a sus despreciables enemigos. Detrás de las filas de lanceros se encontraban los arqueros en número de trescientos con sus arcos negros encordados y las aljabas repletas de flechas.

Más al norte cabalgaban los Guardianes de Ellyrion. El príncipe Finudel y la princesa Athielle se habían ofrecido con entusiasmo a unirse a las huestes de Malekith y marchaban a la cabeza de sus dos mil jinetes. Finudel empuñaba a Cadrathi, la pica con la punta estrellada que su padre había blandido junto a Aenarion. Athielle, por su parte, lideraba sus tropas enarbolando la resplandeciente hoja blanca de Amreir, la gélida espada que su madre había utilizado para matar al príncipe demonio Akturon. Los estandartes blanquiazules con imágenes estampadas de caballos dorados ondeaban sobre las cabezas de la caballería. Los corceles le Ellyrion mostraban su nerviosismo aporreando el suelo y relinchando mientras sus jinetes charlaban distendidamente, sin un atisbo de inquietud por la fortaleza inexpugnable que se levantaba frente a ellos.

El ala sur del ejército de Malekith estaba liderada por Bathinair, príncipe de Yvresse, que montaba un monstruosos grifo capturado en las Montañas de Annulii cuando era una cría y adiestrado para convertirse en su montura en Tor Yvresse.

Su nombre era Garrarroja y se trataba de una bestia majestuosa. Su enorme cuerpo de gato de caza con franjas blancas y negras triplicaba las proporciones de un caballo. Tenía cabeza de águila, con una cresta alta compuesta por plumas rojas y azules, y sus garras carmesíes de poderosa ave rapaz parecían espadas curvadas. De sus robustos hombros partían unas amplias alas de plumas grises y negras, entre las cuales se había instalado el trono de madera blanca que alojaba a Bathinair y en cuyo respaldo revoloteaban los estandartes de Yvresse y de su linaje. El príncipe blandía la lanza de hielo, Nagrain, cuya asta bañada en plata brillaba con la luz matinal y cuya refulgente punta de cristal superaba en dureza a cualquier metal. Garrarroja sacudió la cabeza hacia atrás, soltó un alarido ensordecedor y arañó el suelo con una garra, ansioso por emprender de una vez la cacería.

Bathinair no había acudido solo desde Yvresse, y junto a él había dos mil guerreros armados con lanzas y escudos azules, y ataviados con togas de luto.

Charill, uno de los príncipes de Cracia, también se encontraba allí. En su caso, permanecía a la espera subido a una cuadriga tirada por cuatro leones majestuosos de las montañas de su reino. Cada uno de ellos era del tamaño de un caballo y tan blanco como la nieve, y rugían y gruñían, revolviéndose con nerviosismo en la medida en que se lo permitían los arneses. El príncipe blandía la legendaria hacha Achillar, cuya cabeza de doble hoja echaba chispas cuando la empuñaba Charill. Al lado del príncipe, estaba su hijo, Lorichar, sosteniendo el estandarte de Tor Achare, compuesto por la cabeza de un león bordado en hilo de plata sobre un fondo escarlata. Padre e hijo llevaban largas capas de piel de león ribeteadas de cuero negro, de las que colgaban numerosas alhajas. Otros nobles sobre sus propias cuadrigas tiradas también por leones flanqueaban al príncipe; de semblante severo, una malla dorada les cubría el cuerpo y cada uno iba armado con un hacha y una lanza.

Habían llegado acompañados de cazadores de las montañas: guerreros con los ojos azules, largas cabelleras rubias recogidas en trenzas y con pieles de león sobre los hombros. Llevaban el pecho cubierto por placas de armadura con motivos leoninos y faldas cortas confeccionadas con hilo de oro. Los guerreros león blandían distintos tipos de pesadas hachas, con runas grabadas, y de las que colgaban borlas trenzadas; su porte irradiaba una ferocidad similar a las bestias que les habían prestado su nombre y aferraban sus armas con ansiedad y determinación.

En último lugar, estaban los príncipes de Saphery, Merneir y Eltreneth liderados por Thyriol. Ellos iban a lomos de pegasos: caballos alados capturados en los picos más altos de las Montañas de Annulii. De los hombros de los magos caían numerosas capas centelleantes de múltiples colores y en sus manos empuñaban espadas y báculos que resplandecían con energía mágica. Trazaban círculos sobre las huestes de Malekith, y los arneses doradas de sus monturas voladoras destellaban con los reflejos del sol.

Malekith comprobó que todas las tropas bajo su mando estaban listas para la batalla y su ánimo se elevó al contemplar la imagen que ofrecían sus huestes. Hacía siglos que no comandaba un ejército de aquellas dimensiones y sintió el alborozo de la sangre que corría por sus venas. Para bien o para mal, lo que deparara aquel día pasaría a la historia y su nombre sería recordado por las generaciones venideras. Sin embargo, el príncipe no se contentaba simplemente con pasar a la posteridad y estaba resuelto a conseguir la victoria. Ordenó al ejército que se detuviera justo antes de entrar en el radio de alcance de los arcos de las primeras torres y giró su corcel para encarar a sus huestes. Alzó a Avanuir por encima de la cabeza y se dirigió a su ejército con una voz que sonó alta y clara a lo largo y ancho de las filas.

—¡Mirad ese baluarte del terror! —bramó, señalando Anlec con la hoja mágica, bañada por un fuego azul como el zafiro—. ¡Hubo un tiempo en que allí brotó la esperanza para nuestro pueblo, pero ahora alberga nuestra perdición! Entre sus muros residen los espíritus de nuestros padres. ¡Imaginad sus alaridos al ver el grado de envilecimiento que ha alcanzado algo tan ilustre! ¡Aquí encendió Aenarion el deslumbrante faro de la guerra y ahora arde una llama deshonrosa de maldad y esclavitud! ¡Hemos venido para extinguir ese fuego funesto y restablecer la luz del Fénix! Quizá vosotros veis allí una muralla interminable y un montón de torres infranqueables, pero yo no. El poder de Anlec no radica en sus piedras ni en su argamasa, sino en la sangre de sus defensores y el coraje de sus espíritus, y esa fuerza ya no está presente en la ciudad, sumida ahora en la ignorancia, pues toda la energía y el honor que podía albergar han sido aplastados por el yugo de la miseria y la esclavitud.

El príncipe dirigió entonces la espada hacia sus huestes y cortó el aire de lado a lado con la punta.

—¡En vosotros sí veo el verdadero espíritu de nuestro pueblo! —aseveró Malekith—. Nadie ha venido aquí por obligación ni a cambio de riquezas, sino empujado por una causa noble y justa. No queremos ver estas ciudades de tinieblas en nuestros reinos y todos sabemos que hoy evitaremos que su sombra maléfica siga expandiéndose. ¡El feroz Charill! ¡El noble Finudel! ¡El majestuoso Thyriol! ¡Recordad estos nombres y sentíos orgullosos como yo de luchar a su lado! Todos los presentes seremos recordados en tiempos futuros y nuestros nombres serán homenajeados. ¡El agradecimiento de nuestro pueblo será eterno, y el recuerdo de los que lucharon hoy se mantendrá vivo! Mirad a derecha e izquierda y grabad en la memoria los rostros de vuestros compañeros de batalla. En ellos no veréis signos de debilidad; sólo determinación y valor. Todos y cada uno de vosotros sois candidatos a convertiros en príncipes, pues la recompensa es para los que están dispuestos a arriesgarlo todo, y nunca se habían reunido tantos compañeros tan dignos desde los tiempos de mi padre. ¡Todos vosotros sois héroes, y como tales, contáis con el favor de los dioses!

Malekith levantó entonces su espada frente a él a modo de saludo.

—¡Y no olvidéis que soy yo, el príncipe Malekith, quien os lidera! ¡Yo soy el legítimo señor de Anlec! ¡Vástago de Nagarythe! ¡Hijo de Aenarion! ¡No conozco la desesperación, el miedo ni la derrota! Con esta hoja forjé un nuevo imperio en oriente. Yo impulsé la gran alianza con los enanos. Estos ojos han visto a los Dioses Oscuros sin estremecerse. Me he enfrentado a monstruos y otros horrores, y siempre he salido victorioso, y hoy no será diferente. Venceremos porque allá donde voy la victoria me sigue. Venceremos porque en mi destino está escrito el triunfo. ¡Venceremos porque ése es mi deseo!

Malekith se levantó entonces sobre los estribos y alzó a Avanuir por encima de la cabeza. Un grito atronador que hizo temblar la tierra emergió de las gargantas de los guerreros, y Malekith sacudió la espada para poner en marcha a su ejército.

—¡La gloria nos aguarda! —gritó el príncipe de Nagarythe.