3: La masacre de Athel Toralien

TRES

La masacre de Athel Toralien

Poco después de que las compañías de arqueros se posicionaran a lo largo de la muralla exterior y tras un puñado de ofensivas caóticas, los orcos comprendieron que acercarse a un centenar de pasos de la fortificación significaba una muerte segura, de modo que los pieles verdes pusieron todo su empeño en corregir la caída de los proyectiles de sus catapultas. Sin embargo, su acierto se redujo a un impacto afortunado en la fortificación; el resto de sus disparos, en cambio, se quedaron bastante cortos o sobrevolaron la ciudad y acabaron en el puerto.

Malekith distribuyó a sus lanceros por compañías en las inmediaciones de la puerta más occidental y dio la orden a sus capitanes de arremeter contra las líneas enemigas. La fanfarria de cuernos de fuera acompañó la apertura de las puertas y, a la voz de sus oficiales, las huestes de Nagarythe salieron de la ciudad al unísono, cruzando la puerta en filas de cinco en fondo; las puntas de sus lanzas resplandecían con la luz que irradiaba de las hogueras de los orcos. Un muro de escudos negros precedía la formación y evitaba que las flechas disparadas a la desesperada por los pieles verdes encontraran su objetivo.

La sección de vanguardia se detuvo a unos cincuenta pasos de la puerta. Los salvajes empezaron a distribuirse en bulliciosos grupos irregulares bajo sus estandartes andrajosos. El más grandote de los orcos profería gritos intimidatorios, bramaba y sacudía a sus subordinados, tratando de poner algo remotamente parecido al orden. El grueso de la columna de elfos se escindió en dos grupos, que se posicionaron de manera escalonada a derecha e izquierda de la sección de vanguardia, formando de ese modo una barrera inexpugnable de puntas de lanza que se extendía desde el nordeste hacia el sureste, de modo que un flanco quedaba resguardado por el muro y el otro por el mar.

Detrás de ellos, la mitad de los arqueros descendieron rápidamente de la muralla y se situaron en una posición que les permitía arrojar las flechas por encima de las cabezas de sus camaradas. Malekith observaba el despliegue desde la torre de entrada, acompañado por Lorhir y un puñado de ciudadanos honorables de su nuevo dominio.

—Todavía nos queda cerca de una compañía de guerreros, y no se dirá que no luchamos por el futuro de nuestra ciudad —dijo Lorhir.

—No pongo en duda vuestra gallardía —replicó Malekith—, pero observa y verás por qué un elfo no entra a formar parte de las tropas de Nagarythe hasta que no ha pasado cien años entrenando en los campos de Anlec.

El príncipe hizo una señal y el heraldo del cuerno de guerra que permanecía junto a ellos levantó el instrumento y tocó tres notas ascendentes. Casi inmediatamente la línea de batalla de los elfos se puso en movimiento.

Con una precisión perfecta, las compañías de la derecha —las más cercanas a la muralla— giraron y se desplegaron hacia el norte, orientadas de modo que protegían los flancos de la compañía que encabezaba el contingente. Por el hueco que se había abierto aparecieron los arqueros, que formaron una extensa línea de tres en fondo. Las órdenes vociferadas por los capitanes retumbaron desde la muralla y los arqueros liberaron una ráfaga de flechas que surcó el cielo como un nubarrón y se precipitó sobre el tumulto de orcos, de forma que una única descarga devastadora mató e hirió a centenares.

Apenas la primera andanada de saetas encontraba su blanco, otra ya viajaba cortando el aire. Ocho veces se repitió la misma acción, y una interminable lluvia de cabezas de flecha perforó armaduras y carne verde, y las montañas de cadáveres de orcos cubrieron el bosque y los caminos.

Muchos orcos huyeron de aquella matanza incesante, pero los más grandes y más fieros respondieron a la ofensiva y se lanzaron contra la línea de elfos, profiriendo cánticos y gritos. El Ímpetu de su carga fue en aumento según se acercaban a las filas elfas, y aquellos orcos que habían emprendido la huida dieron media vuelta y se unieron al ataque, espoleados por el arrebato de sus miembros más destacados. Cuando la horda verde se encontraba a poco menos de cien pasos de los elfos, los arqueros arrojaron otra ráfaga de flechas contra sus filas, pero la arremetida no se detuvo, ni tan siquiera vaciló.

Malekith hizo otra señal al heraldo y estalló una solitaria nota grave y extensa. Apenas cincuenta pasos separaban a los orcos de los arqueros, únicamente armados con sus arcos. Aun así mostraban un semblante impertérrito. Las unidades que ocupaban posiciones pares dieron un paso a la derecha para abrir la línea. A través de estos canales se colaron rápidamente los lanceros, y los arqueros volvieron a cerrarse de inmediato, escasos instantes antes de que la ofensiva orca cayera sobre ellos.

Los salvajes se arrojaron contra los naggarothi, y el choque provocó un estruendo que pudo oírse desde las murallas. Las lanzas se hundieron en los pieles verdes y las hojas pesadas resquebrajaron astas y escudos mientras los orcos trataban de abrirse paso violentamente por la línea elfa con una fuerza y un ímpetu brutales. Aquí y allá los elfos caían por la mera ferocidad del ataque, pero rápidamente otras unidades se incorporaban y cerraban los huecos que se producían, de modo que nunca se permitía una vía de entrada por la barrera de escudos. A lo largo de la línea, las lanzas empuñadas por los elfos retrocedían y salían propulsadas hacia delante de manera cadenciosa, como una ola que barría de sur a norte y dejaba a su paso centenares de cadáveres de orcos.

La desmedida cantidad de orcos forzaba a los elfos a ceder terreno poco a poco, y aprovechaban el instante entre una acometida y la siguiente para retroceder con paso firme y sosegado hacia la muralla. Sólo entonces Lorhir se dio cuenta de lo que ocurría.

—¡Estáis acercándolos a los muros! —exclamó, sorprendido.

—Ahora seréis testigos del verdadero poder de las huestes naggarothi —replicó Malekith a sus acompañantes.

Entonces, sonaron dos breves notas seguidas por otra nota más larga y estridente, y los arqueros que habían permanecido sobre la muralla se posicionaron en las almenas. Desde allí dispararon directamente a la masa de orcos unas flechas que no pasaban a más de un palmo de la cabeza de sus camaradas; su puntería era tan certera que no existía el peligro de que alcanzaran a sus propios guerreros.

Entre las puntas de las lanzas y las saetas de las huestes de Nagarythe consiguieron que el ardor guerrero de los orcos empezara a atenuarse. Los líderes de los pieles verdes bramaron y apalearon a las tropas que se daban la vuelta para huir del tumulto mientras enarbolaban gigantescas espadas y hachas con las que despedazaban los cuerpos de los elfos como una sierra trocea el tronco de un árbol. El espíritu de sus líderes alentó a la horda verde, que continuó batallando.

Las cuadrillas de las catapultas orientaron sus artefactos hacia los lanceros y consiguieron que varios proyectiles hicieran blanco en su objetivo y abrieran espacios en la línea de elfos. Sin embargo, los arqueros vertieron sus flechas en esas brechas e impidieron que los orcos se colaran por ellas, mientras los lanceros rehacían la formación y las compañías recuperaban su firmeza. Las rocas y las bolas de fuego fabricadas con madera embadurnada de alquitrán caían más a menudo sobre los orcos que sobre los elfos, para el malsano deleite de los artilleros, pues daba la impresión de que no les importaba quién cayera víctima de los mortíferos proyectiles de sus ingenios.

El grueso de la caterva de asaltantes habla sido atraído hacia los muros por los lanceros elfos, y Malekith decidió poner en escena el acto final de su estrategia.

Sonó una nueva orden del cuerno y la puerta norte se abrió para permitir la salida de los caballeros de Nagarythe. Los banderines prendidos de las puntas de sus lanzas ondeaban al viento y los estandartes plateados y negros se sacudían en una docena de astas mientras un millar de caballeros cargaban contra los pieles verdes. Con los gritos de guerra de Nagarythe en los labios y acompañados por las notas de los cuernos, los caballeros de Anlec envolvieron por un costado la horda que se había volcado sobre la línea de elfos.

Los orcos estaban indefensos frente a aquella maniobra, pues no podían dar media vuelta para encarar la nueva amenaza sin exponerse a las lanzas de la infantería, así que centenares de orcos murieron con la primera carga de caballería, ensartados en las lanzas o pisoteados por los cascos de las monturas.

El ímpetu de la embestida colocó a los caballeros en medio de la turba de orcos, y la infantería presionó de nuevo hacia delante para asegurarse de que los nobles jinetes no se quedaban atrapados entre los pieles verdes.

Lorhir dejó escapar un gruñido de consternación y señaló hacia el este.

No todas las fuerzas orcas habían intervenido aún en la lucha y un grupo de varios centenares de orcos marchaba con presteza desde el otro extremo de la muralla. Corrían frenéticamente hacia la batalla y aparecerían por la espalda de los caballeros; eso si no decidían introducirse en la ciudad por la puerta norte, que permanecía abierta.

—¡Hay que cortarles el paso! —exclamó Lorhir, dándose media vuelta para enfilar rápidamente hacia la escalera.

Pero Malekith le agarró del brazo y lo retuvo.

—Ya te he dicho que no formáis parte del ejército de los naggarothi —espetó el príncipe con acritud.

—¡Pero no os quedan tropas de reserva! —gritó Lorhir—. Los arqueros solos no los detendrán. ¿Quién va a frenarlos?

—Yo lo haré —afirmó Malekith—. ¡Si cada uno de mis guerreros vale por cinco de los vuestros, yo valgo, al menos, por cien!

Malekith se dio media vuelta y corrió por la muralla en dirección este.

Mientras corría iba salmodiando apresuradamente entre dientes, invocando la compañía de los vientos de la magia. Enseguida los sintió en el aire, que se agitó en torno a él, y palpitando en las piedras que se extendían bajo sus botas. Aunque no con la intensidad de la magia condensada por el Vórtice de Ulthuan, los filamentos de la energía mística que giraban por todo el mundo soplaban con fuerza suficiente allí, en las tierras septentrionales. La euforia fue apoderándose de Malekith a medida que el poder de su hechizo aumentaba y recubría su cuerpo con una energía ilimitada.

El príncipe desenvainó su espada y profiriendo un grito, se encaramó al borde de la muralla y saltó. En sus hombros se desplegaron unas resplandecientes alas mágicas plateadas que lo elevaron por los aires.

Mientras se dirigía rápidamente hacia los refuerzos de los orcos, su espada brilló con el poder mágico y la hoja emitió una intensa luz azul, que se expandió hasta que envolvió por completo el cuerpo del príncipe, de manera que lo convirtió en un rayo de energía cegadora.

Los orcos se detuvieron a trompicones y levantaron la mirada, sorprendidos y sobrecogidos, mientras Malekith se precipitaba sobre ellos con un puño extendido delante de la cabeza y blandiendo la espada, lista para la acometida.

Como un meteorito, el príncipe de Nagarythe impactó contra los orcos, y la explosión que produjo provocó llamaradas azules y arrojó pieles verdes envueltos en llamas y fragmentos de tierra humeantes en un radio de decenas de metros. Varias docenas más de orcos salieron despedidos de suelo por propia iniciativa cuando las llamas empezaron a recorrerles el cuerpo. La cortina de humo del cráter comenzó a disiparse y se pudo ver a príncipe agachado y con una rodilla hincada en el suelo. Malekith, con la espada calada delante de él, como una lanza, profirió otro grito, y la hoja se hundió en el pecho del piel verde más cercano.

Más por instinto y por brutalidad innata que por valentía, los orcos más próximos al príncipe se lanzaron a la carga, enarbolando las armas; articulando chillidos que resquebrajaban el aire. Los movimientos vertiginosos de Malekith lo convirtieron en un ente borroso que trinchaba y golpeaba con su hoja resplandeciente los cuerpos de sus oponentes, derribando un orco a cada latido de su corazón. En escasos segundos, todos salvo uno de los pieles verdes huían despavoridos de la ira de Malekith.

La criatura que aún permanecía allí era una bestia descomunal que casi doblaba en altura al príncipe elfo. Unas gruesas planchas de armadura, teñidas de sangre seca, le cubrían el cuerpo de pies a cabeza. Miró a Malekith con unos ojos rojos, pequeños y salvajes mientras apretaba los dedos de la zarpa alrededor del mango de la enorme hacha de doble cabeza.

Levantó el hacha por encima de la cabeza, profiriendo un gruñido, y la descargó con una fuerza terrorífica. Malekith se apartó ágilmente en el último momento y la hoja del hacha se hundió en el retazo de tierra que unos instantes antes había pisado el príncipe. Malekith dio unos pasos a la derecha, sosteniendo la espada relajadamente en un costado, mientras el caudillo orco desenterraba su arma, que salió del suelo provocando una lluvia de terrones.

El orco lanzó otra estocada con el hacha aferrada con ambas manos, acompañando el movimiento con un bramido furioso, pero el príncipe esquivó sin dificultades la brutal acometida y descargó su espada en el hombro del caudillo verde, del que salieron despedidas esquirlas de armadura. Mientras el orco recuperaba el equilibro, el señor de Nagarythe se colocó a su espalda y le golpeó las piernas con la hoja, que atravesó los muslos de su oponente y dejó maltrecho al monstruoso piel verde.

El orco se derrumbó sobre las rodillas mientras emitía un aullido iracundo y se abalanzó como un desaforado sobre el príncipe, que retrocedió y observó como su contrincante se daba de bruces contra el suelo. Con una hábil estocada, Malekith hundió la hoja en el hombro expuesto del orco y luego cercenó con el filo de la espada la muñeca del otro brazo. El orco soltó un alarido mientras el hacha caía al suelo, todavía con el puño aferrado al rudimentario mango de madera.

Malekith se paseó alrededor del orco, mirándolo con una sonrisa desdeñosa en los labios. Totalmente indefenso, el orco no podía hacer nada más que gritar y echar espuma por la boca. Con una elegante estocada, el príncipe realizó una última acometida, y la cabeza del orco salió volando por los aires acompañada de una lluvia carmesí y cayó como un escupitajo de sangre a los pies de Malekith. El príncipe hundió la punta de su resplandeciente hoja en ella, todavía cubierta por el yelmo, y la levantó para que todo el mundo la viera.

Lo que quedaba del ejército orco había emprendido la huida a través de las florestas, dejando atrás su maquinaria bélica, y un estruendoso rugido triunfal emergió de las filas de los naggarothi. Tres veces corearon el nombre de su príncipe, levantando al mismo tiempo las lanzas y los arcos en homenaje a su soberano.

Mientras los caballeros se dedicaban a la caza de los pieles verdes que se escabullían en los bosques, Malekith regresó a su nueva ciudad.

* * *

Cuando las noticias de la acción de Malekith llegaron a Ulthuan, provocaron el debate y la confusión. El príncipe Aneron viajó a Tor Anroc con numerosos aliados y solicitó una audiencia con el Rey Fénix, Los nobles y los cortesanos abarrotaban los bancos que rodeaban el trono, y la atmósfera vibraba con la acalorada discusión.

La entrada del Rey Fénix fue acompañada por un silencio respetuoso. El monarca avanzó desde las enormes puertas mientras su capa de plumas barría el suelo de mármol que quedaba detrás de él. En cuanto Bel Shanaar se sentó en su trono, Aneron se adelantó y ejecutó una reverencia mecánica,

—¡Malekith debe ser sancionado! —espetó Aneron.

—¿Qué delito ha cometido para tener que ser sancionado? —preguntó suavemente Bel Shanaar.

—Se ha apoderado de mis tierras, de un territorio soberano de Eataine —respondió Aneron—. La ciudad de Athel Toralien fue fundada por mi padre, y yo la heredé. Ese miserable de Nagarythe no tiene ningún derecho de reclamarla.

—Si permitís que Malekith conserve un trofeo que ha robado, estaréis sentando un terrible precedente —señaló Galdhiran, uno de los príncipes con menos renombre de Eataine—. Si podemos arrebatarnos las tierras unos a otros y reclamar el derecho a la conquista, entonces, ¿qué es lo que nos impide hacer lo que nos plazca? Sólo Nagarythe y Caledor con sus poderosos ejércitos, estarían servidos con esos métodos. ¡Debéis poner fin a esto antes de que empiece!

Esas palabras provocaron los abucheos y las burlas de algunos miembros de la corte y los gritos de adhesión de otros. El alboroto se prolongó unos instantes, hasta que Bel Shanaar levantó la mano, y el silencio regresó a la sala.

—¿Hay alguien para hablar en favor de Malekith? —preguntó el Rey Fénix.

Alguien tosió levemente, y rodas las miradas se volvieron hacia la fila de bancos más elevada, a la izquierda del Rey Fénix. Morathi estaba sentada en medio de un séquito de naggarothi, con el semblante adusto. La profetisa se puso en pie con languidez y descendió lentamente los escalones de la sala de audiencias; mientras caminaba, su toga se inflaba detrás de ella como si fueran nubes doradas al amanecer.

—Yo no hablo por Malekith ni por Nagarythe —anunció la profetisa, con una voz mansa pero firme—. Lo hago en nombre del pueblo de Athel Toralien, abandonado en sus hogares a una muerte segura a manos de los salvajes orcos por el príncipe Aneron.

—No había espacio… —empezó a decir Aneron.

—Silencio —le espetó Morathi, y el príncipe de Eataine balbuceó unas palabras de conformidad—. No ha lugar a que interrumpáis a vuestros superiores cuando están hablando —y prosiguió—. El príncipe Aneron y el reino de Eataine perdieron sus derechos sobre Athel Toralien cuando no cumplieron con la obligación de proteger a sus ciudadanos.

Hasta ese momento, Morathi había dirigido sus palabras hacia Bel Shanaar. Entonces, se volvió y habló para toda la cámara.

—El príncipe Malekith no ha usurpado ningún trono. Ni una sola hoja se levantó contra los guerreros de Eataine, ni tampoco se derramó una sola gota de sangre de hermanos elfos. El señor de Nagarythe conquistó una ciudad abandonada que estaba siendo sitiada por los orcos, y con su acción, salvó la vida de centenares de elfos. Que ese territorio hubiera pertenecido en otro tiempo al príncipe Aneron no tiene nada que ver. Si vamos a discutir el asunto de la propiedad en esos términos, entonces quizá deberíamos solicitar la comparecencia de un representante de los orcos, pues ellos poblaban esas tierras antes de nuestra llegada.

Las risas que provocó la sugerencia de Morathi se extendieron por la sala, pues durante años, en Ulthuan, los relatos sobre la brutalidad y a estupidez de los orcos habían sido una constante. La antigua reina de Ulthuan se volvió de nuevo al Rey Fénix.

—En este episodio no se ha hecho ningún mal. Malekith no solicita recompensas ni alabanzas; simplemente, el derecho de conservar lo que la logrado con su esfuerzo. ¿Seréis capaz de negarle ese derecho?

La mayor parte de los nobles congregados aplaudió el argumento de Morathi. Bel Shanaar caviló su decisión. Por lo general, la ciudadanía le Ulthuan alababa al príncipe Malekith y su heroica defensa de la colonia. El príncipe Aneron, por su parte, nunca había gozado de popularidad, ni siquiera entre los elfos de Eataine, y eran muchos los que se regocijaban con el desaire implícito en la anexión de la ciudad al imperio de Malekith. El Rey Fénix había oído los abucheos con los que una multitud ingente de elfos apostada en las afueras del palacio había recibido a Aneron en Tor Anroc.

—Traigo conmigo otra prueba —añadió Morathi.

Hizo un gesto a sus criados y uno de ellos descendió apresuradamente desde los bancos y le entregó un rollo de pergamino. Morathi se lo tendió a Bel Shanaar, que no lo abrió y se limitó a mirar inquisitivamente a la profetisa de Nagarythe.

—Es una carta del pueblo de Athel Toralien —explicó Morathi—. Está firmada por los cuatrocientos setenta y seis supervivientes del ataque de los orcos. En ella juran fidelidad incondicional al príncipe Malekith. A continuación, invitan a sus familiares y amigos a reunirse con ellos en las nuevas tierras y expresan su confianza en que la ciudad prosperará de manera extraordinaria bajo la protección de los naggarothi. Por lo tanto, no consideréis únicamente mi opinión; escuchad también la voz de los habitantes de la ciudad.

Esas palabras provocaron las ovaciones de un sector de los cortesanos y príncipes presentes en la audiencia. Aneron torció el gesto, ya que incluso alguno de sus camaradas de Eataine participó de la mofa.

—Al parecer sí que está sentándose un precedente —dijo Bel Shanaar cuando la algarabía amainó—. Un príncipe que abandona sus dominios y no acomete su defensa pierde todos los derechos de propiedad sobre ellos. Fuimos elegidos para un cargo superior con el compromiso de proteger Ulthuan junto con Aenarion, y nuestras acciones de gobierno deben garantizar la defensa de sus habitantes. Por lo tanto, he aquí mi veredicto: puesto que el príncipe Aneron desertó de sus tierras y de sus súbditos, yo, como Rey Fénix, considero que Athel Toralien era un territorio abandonado, así pues, cumplía los requisitos para una reconquista por parte de cualquier otro príncipe. El príncipe Malekith ha demostrado la legitimidad de su demanda, y ésta será aceptada por la corte. Que esta decisión sirva de advertencia para todos aquellos que buscan las riquezas y el poder que ofrece el nuevo mundo. Llevad allí el nombre de Ulthuan, pero no olvidéis vuestras obligaciones.

La vergüenza cayó sobre el príncipe Aneron. Sin apenas apoyos a su causa, el príncipe de Eataine partió discretamente de Ulthuan rumbo a oriente, hacia las frondosas costas de Lustria. Malekith fue proclamado señor de Athel Toralien, y este acontecimiento marcó el inicio de la conquista de las colonias.