17: La marcha sobre Ealith

DIECISIETE

La marcha sobre Ealith

Carathril deambuló por el campamento mientras anochecía, en busca de los prisioneros, deseoso de retomar su conversación con Drutheira. Sin embargo, no logró dar con ellos, y nadie supo ofrecerle una respuesta certera a sus indagaciones. Los elfos de Ellyrion y Tiranoc daban por hecho que se encontraban en el campamento de los naggarothi, mientras que éstos negaban tajantemente cualquier conocimiento del paradero de los prisioneros. Carathril regresó a su tienda de mala gana, solo y desanimado.

Su campamento no distaba demasiado del círculo central. Mientras daba cuenta de una cena compuesta por comida acarreada desde Tor Anroc, pues no había animales que cazar en aquel lugar, hasta sus oídos llegó una algarabía de risas y diversión proveniente del campamento de los naggarothi y viejos cánticos de batalla compuestos durante la guerra contra los demonios que ensalzaban la grandeza de Nagarythe y sus príncipes. Cuando tomaba un trago de agua de su cantimplora para acompañar el plato de pan fresco y queso, llegó un emisario de Malekith con el mandato de acompañarlo a la junta de guerra del príncipe.

Cuando los centinelas le indicaron con un gesto que podía entrar Carathril agachó la cabeza para atravesar el dosel del pabellón, y cuando se irguió de nuevo, se encontró pisando las gruesas alfombras rojas que cubrían el suelo. La tienda era alta y varias lámparas doradas colgaban de cadenas suspendidas del techo de tela e inundaban el pabellón de una luz amarilla. Una docena de braseros mantenían caliente el interior de la tienda sin despedir humo, y en el aire flotaba un animado parloteo.

Los criados, ataviados con unas sencillas batas azules paseaban entre los capitanes con frascas de vino. Carathril rechazó el ofrecimiento de uno de los camareros y buscó un rostro familiar entre la multitud, formada por al menos una docena de elfos. Algunos lucían las mejores galas de los caballeros de Anlec; otros dos, procedentes de Tiranoc, llevaban pañuelos azules y blancos encima de la armadura, como el propio Carathril. Reconoció a tres elfos cubiertos con capas carmesí situados en el otro extremo del pabellón como los oficiales de los Guardianes de Ellyrion. Carathril distinguió al segundo al mando de Malekith, Yeasir, hablando con los caballeros de Ellyrion, y hacia ellos se dirigió a través del disperso grupo de guerreros elfos, declinando repetidamente las invitaciones a tomar vino.

—¡Amigo Carathril! —exclamó Yeasir cuando vio al lugarteniente—. ¿Conocéis a Gariedyn, Aneltain y Bellaenoth? —le preguntó, señalando a cada uno de los caballeros según los nombraba.

—No por sus nombres —confesó Carathril, e inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Tenía muchas ganas de hablar con vos, heraldo —dijo el elfo presentado como Aneltain—, pero pasáis mucho tiempo encerrado con el príncipe Malekith y todavía no había tenido la oportunidad. Debe ser muy gratificante que el príncipe tenga en cuenta vuestras opiniones.

—Yo no diría tanto —replicó Carathril—, aunque me complace enormemente la compañía del príncipe Malekith.

—Y a él la vuestra, me atrevería a decir —dijo Yeasir—. Apenas he intercambiado una decena de palabras con él en toda la semana.

—No era mi intención monopolizar al príncipe… —empezó a decir Carathril, pero Gariedyn agitó las manos para interrumpir su alegato.

—No tenéis que disculparos —dijo el lugarteniente de Ellyrion—. Estamos celosos, eso es todo. Estoy seguro de que si cualquiera de nosotros fuera el heraldo de Bel Shanaar, gozaría de las mismas atenciones.

—Entonces, ¿qué está planeando el príncipe? Decidnos —demandó Bellaenoth—. ¿A quién elegirá para liderar el ataque a Ealith?

—No me cabe ninguna duda de que los caballeros de Anlec disfrutarán de ese honor —dijo Yeasir, que tendió la copa vacía hacia uno de los atentos criados y rápidamente la tuvo de nuevo llena. Dio un trago y continuó—: Después de todo, Ealith pertenece a Nagarythe y no nos dejaría en buen lugar que se nos viera cobijados en la retaguardia como timoratos soldados de Yvresse.

—Por mi parte os cedería gustosamente ese honor —confesó Bellaenoth, inclinando apesadumbrado la cabeza a un lado—. A decir de todo, se trata de un bastión temible. No me gustaría estar en la primera línea cuando nos acerquemos a sus muros.

—Eso lo decís porque no conocéis a Malekith —apuntó Yeasir—. El príncipe tiene la bravura de un león de Cracia y la fuerza de un dragón de Caledor. Y lo más importante, tiene la astucia de un zorro de Saphery. Nunca nos lanzaría contra una fortificación tan intimidante a lo loco. No, estoy seguro de que nuestro noble príncipe ha trazado un plan para exterminar a esos conflictivos sectarios sin necesidad de arrojarnos inútilmente contra las murallas de Ealith.

—Quizá el bueno del heraldo tiene algo que añadir a esta ingeniosa estrategia-sugirió Gariedyn. Todas las miradas se volvieron a Carathril.

—¿Yo? —balbuceó el lugarteniente—. Yo no tengo ningún conocimiento de la opinión del príncipe, por mucho que penséis lo contrario. —Sus interlocutores se mantuvieron con el semblante escéptico—. Además —prosiguió Carathril—, no me correspondería a mí anunciar tales decisiones si el príncipe ha determinado no hacerlas públicas. Como heraldo, la discreción es una cualidad primordial.

—Por lo tanto, sabe algo —dijo Bellaenoth.

Algo detrás de Carathril atrajo su mirada, y el caballero de Ellyrion hizo un gesto de asentimiento con los ojos fijos en la entrada del pabellón.

—Bueno, de todas formas, pronto lo averiguaremos.

* * *

Malekith se adentró a grandes zancadas en el pabellón, cogió una copa de vino de la bandeja de uno de los camareros que merodeaban en torno a él y apuró su contenido de un trago largo. Mientras depositaba de nuevo la copa sobre la bandeja dorada paseó la mirada por la tienda, sin detenerse demasiado tiempo en nadie.

—Mis nobles capitanes —dijo, satisfecho porque había conseguido su atención inmediata—. Mis leales compañeros. Debo pediros que me disculpéis por mi imperdonable acto de perfidia. En estos tiempos convulsos es difícil discernir en quién puede uno confiar, de modo que había resuelto no depositar mi confianza en nadie. Al menos, debo puntualizar, no había confiado en nadie hasta el día de hoy. No podía estar seguro de que los espías de nuestros enemigos no se hubieran infiltrado en nuestro campamento, y eso me había obligado a mantener las distancias con todos vosotros.

Un repentino murmullo se extendió por el pabellón, pero cesó en cuanto el príncipe retomó su discurso.

—Desde que partí de Tor Anroc sabía que Ealith había sido ocupada por nuestros enemigos —reveló Malekith, adentrándose aún más en el pabellón—. No quería que el enemigo supiera que estaba al tanto de la noticia, así que únicamente he departido en secreto con los heraldos negros, por cuya lealtad no sólo me jugaría la vida, sino mi reino. Tal como había esperado, los enemigos se sienten seguros en su posición, advertidos de que no marchamos hacia ellos con los elementos necesarios para un asedio. Están convencidos de que tendremos que construir torres y arietes para atacar la fortaleza y esperar refuerzos y las catapultas de flechas. Creen que disponen de todo el tiempo del mundo para apuntalar sus defensas y reunir más adeptos. Aquelarres se emboscan en los bosques y las colinas de los alrededores de Ealith, preparados para sabotear nuestros artilugios de asedio, lanzarse por sorpresa sobre los suministros y hostigar nuestras unidades. Pero están equivocados.

El murmullo se reprodujo, aunque esa vez como expresión de excitación e intriga. Dos criados aparecieron con un sillón carmesí, cuyo alto respaldo exhibía un grabado que representaba un dragón enroscado a una torre; los brazos y las patas del trono estaban tallados con la forma de las extremidades escamadas y con garras de la bestia. Malekith se desabrochó la capa y la arrojó al trono, pero él no se sentó, sino que se volvió con los ojos entornados al grupo de capitanes.

—Conocedor de la mentira en la que se basan los movimientos del enemigo, he propagado un nuevo rumor falso entre sus adláteres —explicó el príncipe—. Dos de los prisioneros que viajaban con nosotros han robado sendos caballos y han escapado hacia Ealith con la información que han recogido de los labios imprudentes de nuestros guerreros. Esa información indica que estamos marchando hacia Enith Atruth, a dos días en dirección oeste de aquí y también a dos días desde Ealith, que, por su parte, no dista más de una jornada a caballo en dirección norte de donde ahora estamos, de modo que los fugitivos que han huido de nuestro cautiverio llegarán a sus muros antes de mañana al mediodía. El enemigo, confiado de que continuaremos con nuestros planes de marchar hacia Enith Atruth, no estará preparado para el ataque que lanzaremos. Antes de que caiga la noche, Ealith será nuestra.

—Disculpad, majestad, pero un ejército no se mueve con la misma celeridad que un jinete —apuntó uno de los caballeros de Ellyrion—. Aún si consiguiéramos llegar a Ealith en menos de un día, resultará imposible ocultar nuestras maniobras de aproximación.

—Tenéis razón, Arthenreir —respondió el príncipe, que estaba disfrutando de la teatralidad que rodeaba la presentación de su plan—. No importa si tardamos un día o cien en llegar a Ealith, ya que no tenemos los artilugios necesarios para lograr la victoria en una batalla abierta. Y aunque así fuera, tampoco sería de desear, pues mi intención es que se derrame la menor cantidad de sangre posible. Hay que utilizar la astucia allí donde la fuerza no llega.

—Ya os lo dije —susurró Yeasir, esbozando una sonrisa.

Carathril no se dio por aludido y siguió escuchando atentamente a Malekith.

—El enemigo se siente seguro de cualquier ataque en Ealith, pero también en eso se equivoca. La fortaleza ha permanecido abandonada durante siglos y sus secretos han sido olvidados por la mayoría. Pero no por mí, ni por los heraldos negros. Ealith se levanta sobre un espolón rocoso sólo accesible por un paso elevado dominado por torres y murallas…, o eso es lo que creen los insurrectos.

Malekith miró a los ojos a los elfos más próximos a él y, como si estuviera haciéndoles una confidencia, añadió en un susurro:

—El hecho es que Ealith tiene otra entrada, un pasadizo excavado en la roca que comunica la ciudadela con el exterior. Se abrió con la intención de que las tropas defensoras pudieran salir y atacar a las fuerzas sitiadoras por la retaguardia, y tiene la entrada en una cueva a casi un kilómetro de las murallas. Una compañía de no más de cien unidades partirá antes del amanecer; al amparo de la oscuridad se internará por ese viejo pasadizo hasta las entrañas del enemigo y lo atacará por sorpresa. El resto del ejército marchará a su estela y los adeptos no tendrán escapatoria Mataremos o apresaremos a sus cabecillas y obligaremos al resto a rendirse. Sin unos titiriteros que muevan sus hilos, nuestros enemigos no son más que unos hedonistas decadentes y cobardes, sin estómago para la lucha.

—¿Quién formará parte de la compañía del pasadizo, alteza? —preguntó Yeasir.

—Será una mezcla: cuarenta guerreros de Nagarythe, treinta de Ellyrion y otra treintena de los mejores jinetes de Tiranoc. Un número mayor de unidades no podría garantizar un acercamiento discreto a Ealith, y nuestra fuerza radica en la velocidad y el sigilo, no en el número.

Malekith advirtió el gesto de decepción en el rostro de Carathril. El lugarteniente de Lothern era un jinete, como mucho, mediocre, entrenado para la lucha con la lanza y la espada, no con la pica y el caballo. No obstante, era el heraldo del Rey Fénix y un aliado potencialmente útil. El Príncipe alzó una mano para llamar la atención de Carathril y sonrió.

—Mi noble camarada Carathril, tú vendrás con nosotros, como caballero honorario de Nagarythe. ¡Nunca permitiría que un corazón gentil y un brazo firme como los tuyos quedaran excluidos de esta aventura!

—Tenéis mi gratitud eterna, alteza —dijo Carathril, haciendo una apasionada reverencia—. Será un honor para mí cabalgar al lado de unos compañeros tan nobles.

Una vez que los guerreros convocados abandonaron el pabellón, Malekith se sentó en el trono. Instantes después, Yeasir volvió a la cabeza de un reducido grupo de elfos encapuchados y ataviados con togas oscuras. Cuando se descubrieron las cabezas, Malekith vio los rostros de los adeptos que se habían rendido a su causa.

El príncipe de Nagarythe sonrió. Todavía tenía que encargarles otro trabajo.

* * *

El campamento aún estaba tomado por la oscuridad cuando Malekith partió con sus jinetes. El sol permanecía oculto detrás de las montañas y tardaría un tiempo en aparecer. Antes de ponerse en marcha, sin embargo, la compañía se había reunido a las afueras del campamento y tres heraldos negros envueltos por las sombras habían recorrido la línea de caballeros tiñendo de negro los arneses y asegurando los arreos sueltos para evitar que algún destello o repiqueteo los delatara. También habían entregado a los guerreros unas largas capas negras para que se las pusieran encima de las armaduras. Una vez camuflada, la expedición de Malekith había partido silenciosamente y en secreto.

El centenar de jinetes seguía ahora a uno de los heraldos negros, que los guiaba por un sendero serpenteante que discurría hacia el norte y que descendía de la cresta de la colina en la que el ejército había pasado la noche. Cabalgaban deprisa, aunque con prudencia, y Malekith se sentía cómodo con el paso seguro de su montura. Ahora que habían dejado atrás la cortina de humo de las hogueras del campamento podían ver las estrellas postreras titilando sobre sus cabezas en el cielo gris que precede al amanecer. El ruido sordo de los cascos aporreando el suelo era el único sonido que rompía el silencio, y Malekith empezó a relajarse con el chacoloteo cadencioso.

El alba ya despuntaba lentamente al otro lado de las montañas cuando Malekith advirtió que estaban marchando por un camino de cabras lleno de maleza que cruzaba una serie de pequeñas colinas bañadas por la sombra agigantada de las montañas. Varios riachuelos y arroyos atravesaban el camino. Allí el suelo era más fértil, lo que favorecía el crecimiento de matojos de arbustos bajos y macizos espesos de hierbas resistentes.

La columna aminoró el paso para adaptarlo a aquel terreno más complicado y en ocasiones marcharon en fila de a uno siguiendo la ruta que trazaba el heraldo negro que encabezaba la expedición. Otro heraldo iba a la cola, atento a cualquier movimiento que se produjera en la retaguardia. Al tercero no se le veía por ningún lado; había partido al abrigo de la oscuridad para explorar el terreno que se extendía por delante de la columna.

A media mañana hicieron un alto en la marcha para estirar los músculos y tomar un desayuno rápido consistente en pan y carne fría. Para entonces ya habían dejado atrás las estribaciones montañosas y habían recorrido un buen trecho por el páramo rocoso. Entre el calor del sol del mediodía que resplandecía en el cielo despejado y la fina pero cálida capa ceñida a la armadura, Malekith estaba a salvo del frío otoñal, si bien en el aire flotaba el vaho despedido por los jinetes y las monturas.

En todo el viaje no vieron un alma, aunque allá por donde pasaban se topaban con los restos de viejas granjas y torres derruidas que salpicaban el paisaje y que parecían haber sido estrujadas por el puño de algún dios. No había ninguna carretera que trazara la ruta que debían seguir, ni el más minúsculo camino o sendero, y era evidente que aquellas tierras llevaban mucho tiempo abandonadas. A media tarde se detuvieron de nuevo y dejaron que los caballos abrevaran en un arroyo de aguas turbulentas. Junto al riachuelo había un puñado de piedras diseminadas como vestigio de un antiguo molino; de la rueda y del mecanismo no había ni rastro.

Carathril fijó la mirada en un cerro solitario de roca negra que emergía abruptamente de la hierba amarillenta no muy lejos del arroyo. En la cumbre del montículo distinguió un monolito derribado de piedra blanca que contrastaba con la negrura del peñasco.

—Elthuir Tarai —susurró una voz profunda que sobresaltó al capitán.

Carathril tenía justo a su espalda a un heraldo negro y muy cerca su montura azabache, que no pastaba ni descansaba, sino que se mantenía alerta y lista para ponerse en acción. El rostro del heraldo permanecía oculto en la penumbra de su amplia capucha, pero Carathril atisbó un par de ojos verde esmeralda. Se trataba de Elthyrior.

—¿Decíais? —preguntó Carathril.

—Aquel cerro —dijo el heraldo, señalando el montículo estéril—. Es el Elthuir Tarai, donde Aenarion empuñó por primera vez en una batalla la Matadioses. Hace mil años allí se levantaba una ciudad llamada Tir Anfirec, y todas las tierras que se extendían a su alrededor eran granjas y praderas. Pero llegaron los demonios y desplegaron sus hechizos viles, y su maldición todavía perdura. En la cima, un Aenarion encolerizado desenvainó por primera vez la espada de Khaine y acabó con una horda de demonios. Yo soy nieto de Menrethor, que luchó al lado del rey.

—Entonces, ¿sois príncipe? —inquirió Carathril.

—Sólo de nombre —respondió Elthyrior con la mirada perdida en el horizonte—. Hubo un tiempo en el que éstas eran las tierras de mi familia; ahora no pertenecen a nadie.

—¿Qué pasó con la ciudad?

—Se cuenta que la sangre sobrenatural de los demonios se filtró en la tierra y la corrompió. Su inmundicia contaminó los campos y los ríos, y Tir Anfirec se marchitó y murió como una planta privada de agua. La magia negra empapó cada partícula, raíz y hoja; la fiebre mató el ganado, los bebés nacían muertos y ninguna vida nueva florecía. Caledor acudió a la ciudad y colocó una piedra magnética; por entonces ya estaba diseñando el Vórtice. Ese monolito, como todos los demás, drenó la energía negra de los demonios, y a lo largo de los siglos la vida fue regresando lentamente; todavía no lo suficiente como para ser repoblada por elfos, pero sí para que brotaran unas cuantas briznas de hierba y anidaran insectos. Pero entonces, hace unos cincuenta años, los seguidores de las tinieblas se presentaron aquí y derrumbaron la piedra, lo que desbarató los encantamientos. Ahora la magia negra está regresando y acumulándose en esta tierra.

—¿Por qué no se levanta de nuevo la piedra? —preguntó Carathril.

—No hay nadie en Nagarythe con los conocimientos o los medios necesarios para ello. Al menos nadie con la voluntad y el deseo de adquirirlos. Quizá en Saphery haya ancianos sabios que entiendan de esas cosas y cuando la paz regrese a Ulthuan puedan restaurar el monolito. Sin embargo, me temo que la vida no volverá a brotar en Elthuir Tarai, pues en aquel cerro Aenarion selló su pacto con Khaine, y el Señor del Asesinato no querrá compartir estas tierras con nadie.

Malekith estaba dando la orden de reanudar la marcha. Sin mediar palabra, Elthyrior se encaramó a su silla de un salto, su caballo salió al galope y Carathril se quedó solo con sus pensamientos. El capitán contempló de nuevo aquel montículo inhóspito y se estremeció mientras trataba de borrar las imágenes aterradoras que el relato del heraldo negro había creado en su cabeza.

* * *

A medida que avanzaban hacia el norte, el paisaje se volvía mucho más agradable, cubierto por una alfombra de hierba amarillenta que peinaba las rodillas de los jinetes a su paso. A plena luz del día aquella monótona pradera era mucho más alentadora que los tenebrosos páramos que habían dejado atrás, y el ánimo de los jinetes mejoró notablemente. A lo largo y ancho de la columna se sucedían las conversaciones, y los soldados incluso bromeaban y reían, como si así espantaran el recelo que los había atenazado hasta entonces.

Carathril se encontró cabalgando junto al escuadrón de Guardianes de Ellyrion, al lado de Aneltain, quien había sido designado por Malekith para comandar la unidad. Sus armaduras eran ligeramente más sencillas que las de los caballeros de Anlec; sólo se protegían con un peto y unas hombreras, y confiaban en su velocidad y agilidad para eludir las embestidas del contrincante. Unas plumas alargadas, arrancadas de la cola de aves de vivos colores, coronaban sus altos yelmos. Por su parte, los corceles de Ellyrion eran completamente blancos, no tan robustos ni con la alzada de las monturas de los naggarothi, y llevaban unos arreos lacados de color azul. Cada uno de los Guardianes de Ellyrion iba armado con una lanza corta con la punta de hoja ancha y un pequeño pero potente arco que disparaba flechas con las plumas azules.

De todos los elfos que conformaban la expedición eran los más parlanchines y marchaban charlando entre ellos con total libertad. Aneltain no era distinto y no había tardado en entablar una conversación con Carathril.

Empezaron hablando de sus patrias. Como era natural entre guerreros de diferentes reinos compararon la belleza de sus féminas, la calidad del vino y los relativos méritos de sus conciudadanos. Pero rápidamente la charla derivó hacia el paisaje que los rodeaba —pues ambos eran extranjeros en aquellas tierras— y finalmente se centró en los naggarothi.

—Son taciturnos, de eso no hay duda —afirmó Aneltain—. Por supuesto, en comparación con los elfos de Ellyrion todos los demás parecen tener los labios cosidos. Pero estos naggarothi pronuncian una palabra en situaciones en las que lo natural serían diez, y ninguna cuando bastaría una.

—El príncipe Malekith parece bastante elocuente —señaló Carathril.

—¿El príncipe? Claro, puede componer un discurso ensalzando lo mejor de los naggarothi —admitió el Guardián de Ellyrion—. También ha sido embajador de Bel Shanaar en la corte del Alto Rey de los enanos, quienes, por lo que he oído, no son una raza que se caracterice precisamente por su locuacidad. Sospecho que se ha pasado los últimos dos siglos obligándose a hablar para llenar los silencios. No, estos naggarothi tienen algo distinto, algo que ensombrece sus espíritus de un modo que me incomoda.

—¿No confiáis en ellos? —preguntó Carathril, casi en un susurro y lanzando una mirada a los caballeros de Anlec que marchaban por delante a escasa distancia.

—Afirmar eso sería exagerado. Lucharía a su lado de buen grado, y confiaría en ellos para protegerme las espaldas. No, simplemente me hacen sentir incómodo. Hay algo en la austeridad de su carácter que me perturba. Para mi gusto no ríen lo suficiente, y cuando lo hacen, muestran un sentido del humor muy tétrico.

—Reconozco que intentar entenderlos es una misión imposible —dijo Carathril—. Es inútil pretender saber lo que mueve a los naggarothi. Son el pueblo de Aenarion. Muchos de ellos, incluido el príncipe, lucharon a su lado. Incluso los que son demasiado jóvenes para haberse criado en aquel oscuro período han sido educados por unos padres que sí vivían entonces. Quizá tienen motivos para no reír, pues todavía les queda mucho por lo que llorar. Sufrieron más que ningún otro pueblo y cargan con unas heridas muy profundas.

—La risa libera de todas las cargas —afirmó Aneltain—. Levanta el ánimo y aleja los miedos.

—Me temo que hay cargas demasiado pesadas como para que nada pueda levantarlas. Yo por lo menos me alegro de luchar con ellos y no contra ellos. La mayor parte de los guerreros naggarothi partieron de estas costas rumbo a las nuevas colonias, empujados por la necesidad de luchar y ansiosos por escapar de una vida pacífica. No soy capaz de comprender lo que puede pasar por la mente de alguien que sale en busca de tales peligros, pero así son los naggarothi; responden a la llamada de la guerra en detrimento de todas las demás. No me cabe ninguna duda de que cada uno de esos jinetes que marchan delante de nosotros ha vertido más sangre en ultramar que la que nosotros verteremos en toda nuestra vida.

—Seguro, y eso no los hace menos inquietantes —dijo Aneltain—. He oído que en Anlec todavía practican el ritual instaurado por Aenarion de forjar una lanza y una espada para cada niño que nace y entregársela en su vigésimo cumpleaños. Aprenden los nombres de sus armas antes que el de sus padres y durante sus primeros años duermen en escudos como si fueran cunas. Pero, como bien decís, es mejor que marchemos hacia una batalla junto a ellos que contra ellos.

Una vez alcanzado un acuerdo sobre esta materia, se enzarzaron en un debate sobre las costumbres distintivas de sus patrias, y la tarde se les pasó como un suspiro.

La columna continuó varias leguas en dirección norte. Cuando el sol empezaba a declinar por el oeste, Malekith detuvo de nuevo la marcha de la columna, y los jinetes se congregaron formando un círculo alrededor de su líder. Los heraldos negros se habían esfumado.

—La noche se nos echa encima rápidamente y tenemos que estar preparados —dijo el príncipe—. Todavía nos encontramos fuera del campo visual de Ealith, y los heraldos negros han partido para abrirnos una senda a través de los piquetes del enemigo. Cuando regresen con la confirmación de que el camino está despejado, saldremos al galope. Sariour se alza por encima de las montañas antes de la medianoche, así que deberemos alcanzar el pasadizo antes de que nos bañe con su luz celestial. No hay forma de saber lo que nos aguarda en el interior de la cueva, y cuando nos adentremos en ella, no podré extenderme en las órdenes pues deberemos avanzar con el sigilo de los fantasmas.

Malekith giró lentamente sobre sus talones, paseando su mirada feroz por los ojos de los guerreros que formaban su compañía.

—Sólo voy a deciros una cosa —declaró—: tened piedad con aquellos que se rindan, pero no tengáis ninguna piedad con quien se resista. Es imposible saber los horrores que nos encontraremos ni los actos depravados que esos sectarios ya pueden haber perpetrado entre los muros de la fortaleza. No os distraigáis con nada. Cuidad de vuestros camaradas, y ellos cuidarán de vosotros. Guiaos por vuestras espadas. Compadeceos del enemigo, sí, pero no quiero que ninguno de vosotros caiga esta noche. Dirigid vuestras plegarias a Asuryan, mostraos agradecidos con Isha, pero también reservad unas palabras para Khaine, ¡pues esta noche penetraremos en su reino carmesí!

La compañía se mantuvo silenciosa, con las palabras del príncipe resonando en sus oídos mientras el sol se hundía en el mar y era sustituido por la luz de las estrellas. El viento frío proveniente del norte arreció, y Malekith se ciñó la capa al cuerpo. Los jinetes inspeccionaron las armas de sus compañeros para asegurarse de que la luz no se reflejara en ningún retazo de metal o que alguna pieza traicionera de los arneses repiqueteara en el momento más inoportuno.

Malekith desmontó y estiró las piernas dando un pequeño paseo mientras aguardaba la orden para ponerse en marcha. Sin embargo, no tuvo que esperar demasiado, ya que enseguida regresó un heraldo negro apenas distinguible en la oscuridad. El príncipe montó —tenía las piernas doloridas después de tantos días a caballo—, y la columna rápidamente desapareció al galope para cubrir la última etapa del viaje.