25: La ira de Asuryan

VEINTICINCO

La ira de Asuryan

Las delegaciones de Yvresse, Cothique, Saphery y Ellyrion habían acampado en los prados que rodeaban el templo, componiendo una ciudad de pabellones de vivos colores rojos, azules y blanquecinos. Los banderines de los príncipes ondeaban prendidos de mástiles colocados sobre las tiendas, y centinelas ataviados con cotas de malla hacían guardia en el perímetro del campamento. Ya se había reservado un espacio para el príncipe de Eataine y su contingente, y mientras los criados de Haradrin desembarcaban en el puerto la carga y las provisiones y las trasladaban al campamento, Carathril enfiló hacia el templo.

La estructura exterior del edificio consistía en filas de columnas en las que se había tallado la figura de Asuryan representando múltiples facetas: como padre cariñoso, como águila descendiendo en picado, como fénix renaciendo de sus cenizas… Entre la columnata y las paredes del templo mediaba la Guardia del Fénix, los guerreros sagrados de Asuryan, con sus alabardas resplandecientes y sus yelmos de altísimos penachos. Llevaban unas capas blancas con llamas rojas y azules bordadas que se elevaban desde el dobladillo de la prenda, y se protegían el cuerpo con una rutilante loriga dorada.

Permanecían mudos, pues habían hecho voto de silencio. Todos habían pasado por la Cámara de los Días, donde se rememoraba la historia de Aenarion, así como las historias de los futuros reyes Fénix. Pasado, presente y futuro quedaban al descubierto en esa cámara secreta, de modo que los miembros de la Guardia del Fénix tenían prohibido hablar de los conocimientos que ahora custodiaban. Dos guardias dieron un paso adelante y cruzaron las alabardas para impedir el paso a Carathril, que había pasado bajo el arco de entrada para penetrar en el templo. El capitán les mostró el sello del Rey Fénix y los guardias le dejaron continuar. Nada más entrar, Carathril se encontró en una antecámara, una sala de escasas dimensiones carente de cualquier ornamento salvo un enorme fénix tallado sobre la puerta cerrada de la pared de enfrente. A cada lado de la puerta había un aguamanil con agua clara, y Carathril se detuvo un momento para lavarse las manos y la cara.

Abrió la puerta y entró en una amplia galería que circundaba la cámara central. Había miembros de la Guardia Fénix bloqueando el pasillo a derecha e izquierda, de modo que el capitán siguió de frente por la única ruta posible, pasó bajo otro arco y se adentró en el más sagrado de los templos de Ulthuan.

Su mirada inmediatamente se posó en el fuego sagrado. Brotaba de la nada y estaba suspendido en el aire en el centro de la cámara, sin nada que lo alimentara. Sus llamas cambiaban continuamente de color y pasaban del azul al verde, al rojo o al dorado cada pocos segundos. No desprendía calor, al menos Carathril no lo percibía, aunque el capitán sí notó como se apoderaba de él una sensación de tranquilidad a medida que se acercaba. El fuego tampoco crepitaba ni emitía ningún ruido; las llamas eran tan silenciosas como sus guardianes.

—No os acerquéis demasiado —le advirtió una voz a su lado.

El capitán se volvió y vio a un elfo anciano envuelto en una toga azul y amarilla, con el cuerpo encorvado apoyado en un báculo con el pomo en forma de fénix. Carathril lo reconoció inmediatamente; era Mianderin, el sumo sacerdote del templo, cargo que ocupaba desde que Carathril tenía memoria. Una vez que había apartado la atención de la llama, el capitán se dio cuenta de que la cámara central era un hervidero de actividad con sacerdotes y acólitos atareados en la preparación del Consejo, acarreando mesas y sillas, y extendiendo por el suelo alfombras con llamas estampadas.

—Mañana todo estará listo —dijo Mianderin—. ¿Puedo hacer algo por vos?

—No —contestó Carathril, meneando la cabeza—. No, nada…, salvo, quizá, me podríais facilitar alguna información.

—¿Qué deseáis saber? —preguntó el sumo sacerdote.

—¿Tenéis alguna noticia del príncipe Imrik?

—Ayer llegó un mensaje —respondió Mianderin—. Tanto él como el príncipe Koradrel salieron de cacería a las montañas y no ha sido posible localizarlos. Supongo que porque así quieren que sea.

A Carathril se le cayó el alma a los pies. ¿Ahora cómo podría entregarle el mensaje de Bel Shanaar? Deseó con todas sus fuerzas que el contenido del mensaje no fuera de una importancia capital para el desarrollo del Consejo.

—Gracias por vuestra ayuda —le dijo distraídamente al sumo sacerdote.

—Que la paz vaya con vosotros —le deseó Mianderin.

El capitán ya había dado media vuelta y se alejaba, pero se detuvo al oír las palabras del sacerdote y se volvió.

—Espero fervientemente que así sea —replicó, y continuó hacia la salida del templo.

* * *

Era poco más del mediodía del día señalado para el inicio del Consejo y todavía no había señal de Bel Shanaar, Malekith, Imrik o Koradrel. En total se habían congregado en la isla dos docenas de príncipes; algunos líderes de reinos; otros, poderosos nobles por pleno derecho, ya fuera por las tierras que poseían o por las tropas que comandaban. Como Carathril ya había presenciado en otras ocasiones, los príncipes conspiraban y discutían con una superficialidad pasmosa; se dedicaban sutiles gestos de desprecio al mismo tiempo que se hacían promesas de cooperación y de futuras asociaciones. Si bien se les había informado sobre los desdichados acontecimientos que asolaban Nagarythe, ninguno sabía a ciencia cierta por qué había sido convocado el Consejo, y a medida que transcurría el día sin noticias del Rey Fénix, los ánimos iban encendiéndose y estallaban las discusiones.

Algunos príncipes, encabezados por Bathinair, se quejaron amargamente de la falta de respeto implícito en el retraso de Bel Shanaar y se oyeron murmullos que amenazaban con regresar a sus tierras. Pero finalmente Thyriol, Finudel y sus compañeros más cercanos los persuadieron con argumentos corteses. También la presencia de Elodhir fue una ayuda inestimable en el apaciguamiento de la situación, pues no paró de disculparse ante los príncipes por la demora de su padre y de prometerles que sería muy provechoso para ellos oír lo que tenía que anunciarles.

Ya estaba avanzada la tarde y el cielo otoñal empezaba a oscurecer cuando el enorme Indraugnir se deslizó con ligereza hasta el embarcadero, con la bandera de Nagarythe ondeando en el tope del palo mayor. Malekith descendió por la pasarela a grandes zancadas, seguido por varias docenas de caballeros cubiertos por armaduras, y fue recibido con aplausos y vítores, algunos irónicos. Los criados del príncipe saltaron por la borda al muelle y rápidamente descargaron sacos y arcones. Malekith hizo un gesto para que los príncipes lo precedieran hacia el templo y dejó fuera a los caballeros de Anlec, con Carathril, la Guardia del Fénix y los criados.

—Príncipe, ¿dónde está el Rey Fénix? —preguntó Carathril, cortándole el paso a Malekith, que se dirigía con paso brioso al santuario.

Pero el príncipe no le respondió y se limitó a agitar desdeñosamente la mano para que el capitán se quitara de en medio. Ofendido, Carathril gruñó y se alejó como un vendaval en dirección al muelle.

* * *

En el interior del templo, los príncipes y sus asesores se habían sentado alrededor del semicírculo de mesas que se había dispuesto frente al fuego sagrado. Mianderin estaba sentado en una silla justo delante de las llamas, con el báculo de sumo sacerdote apoyado en el regazo. Otros sacerdotes se paseaban entre las mesas llenando las copas con vino o agua y ofreciendo fruta y productos de confitería.

La mesa más cercana a la entrada estaba vacía, pues se había reservado a Bel Shanaar. Malekith permanecía de pie detrás de ella, recibiendo las miradas extrañadas de Mianderin y un puñado de príncipes más. Dos caballeros que sostenían un par de fardos envueltos flanqueaban al príncipe. Malekith inclinó el cuerpo, apoyó los puños envueltos en los guanteletes sobre la mesa y paseó su mirada torva por el Consejo.

—La debilidad perdura —aseveró Malekith—. La debilidad aprieta su puño alrededor de esta isla como un niño exprimiendo el jugo de una fruta demasiado madura. El egoísmo nos ha conducido a la pasividad total y el momento de actuar ya se nos podría haber pasado. La complacencia gobierna allí donde los príncipes deberían ejercer su poder. Habéis dejado que los cultos de la depravación florecieran y no habéis hecho nada para atajarlos. Habéis vuelto la mirada hacia las costas ultramarinas y os habéis dedicado a contar vuestro oro mientras que, amparados en vuestra permisividad, los ladrones se colaban en vuestras capitales y ciudades para arrebataros a vuestros hijos. ¡Y habéis consentido con agrado que un traidor se ciñera la corona del Fénix!

Este último reproche provocó los gritos ahogados y los bramidos horrorizados de los príncipes. Los caballeros de Malekith abrieron los fardos y volcaron el contenido sobre la mesa: la corona y la capa de Bel Shanaar.

Elodhir se puso en pie como un resorte y lanzó un puñetazo al aire.

—¿Dónde está mi padre? —inquirió.

—¿Qué ha ocurrido con el Rey Fénix? —gritó Finudel.

—¡Está muerto! —espetó Malekith—. ¡Su debilidad de espíritu lo ha matado!

—¡No puede ser cierto! —exclamó Elodhir, con la voz ahogada y tensa por la ira.

—Lo es —masculló Malekith, con el gesto repentinamente apesadumbrado—. Prometí cortar de raíz esta plaga y me dio un vuelco el corazón cuando descubrí que mi madre era una de los principales artífices. Desde ese momento decidí que nadie estaba libre de sospecha. Si en Nagarythe la corrupción había alcanzado esas cotas, quizá lo mismo había ocurrido en Tiranoc. Mi retraso en la llegada a la Isla de la Llama se debe a las investigaciones que inicié cuando que se me informó de que elfos muy cercanos al Rey Fénix podían estar actuando bajo el influjo de los hedonistas. Realicé mis indagaciones con cautela, pero de manera minuciosa, e imaginad mi decepción y mi incredulidad cuando descubrí pruebas que inculpaban al mismísimo Rey Fénix.

—¿Qué pruebas son ésas? —demandó Elodhir.

—Se encontraron ciertos talismanes y amuletos en los aposentos del Rey Fénix —explicó Malekith pausadamente—. Creedme si os digo que me sentí igual que ahora os sentís vos. No podía creer que Bel Shanaar, nuestro príncipe más sabio, elegido rey por los miembros de este Consejo, hubiera caído tan bajo. No quise precipitarme, así que decidí presentar las pruebas a Bel Shanaar con la esperanza de que se tratara de un malentendido o fueran fruto de una artimaña.

—Y por supuesto lo negó, ¿no es así? —dijo Bathinair.

—Se declaró culpable —prosiguió Malekith—. Al parecer, algunos miembros de mi séquito estaban contaminados de este mal y confabulados con los usurpadores de Nagarythe. Ellos traicionaron mi confianza y avisaron de mis descubrimientos a Bel Shanaar. Esa misma noche, no hace más de siete días, me dirigí a sus aposentos para presentarle mis acusaciones cara a cara. Lo encontré muerto. Con los labios teñidos por el veneno. Había optado por el camino de los cobardes y había preferido poner fin a su vida antes que sufrir la vergüenza de una investigación. Él, con su acción, nos ha impedido profundizar en los planes de las sectas. Temía no ser capaz de guardarse los secretos que conocía y se los ha llevado a la tumba.

—¡Mi padre nunca haría algo así! ¡Es leal a Ulthuan y a su pueblo! —aseveró Elodhir.

—Os confieso que siento una gran afinidad con vos, Elodhir —afirmó Malekith—. ¿Acaso no he sido yo mismo engañado por mi propia madre? ¿No he sido víctima del sentimiento de traición y la profunda pena que ahora os desgarra el corazón?

—Debo reconocer que yo también siento una especie de desasosiego —confesó Thyriol—. Da la impresión de que esto es tan… conveniente.

—¡Vaya! ¡Aun muerto, Bel Shanaar continúa dividiéndonos! —replicó Malekith—. La discordia y la anarquía reinarán mientras nosotros discutimos y damos mil vueltas a las conveniencias e inconveniencias de lo ocurrido. Mientras nos enzarzamos en un debate interminable los cultos aumentarán su poder y os arrebatarán las tierras en vuestras narices. Y entonces, lo habremos perdido todo. Ellos están unidos mientras nosotros continuamos divididos. No hay tiempo para las contemplaciones ni las reflexiones. Es el momento de pasar a la acción.

—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó Chyllion, uno de los príncipes de Cothique.

—¡Hay que coronar a un nuevo Rey Fénix! —declaró Bathinair antes de que Malekith pudiera responder.

* * *

Carathril observó a los naggarothi que trabajaban en el navío de Malekith mientras caminaba hacia el embarcadero. Entre la muchedumbre distinguió un rostro familiar; el de Drutheira. Llevaba el cabello aclarado y con algunos mechones negros, aun así el capitán la reconoció. Fue abriéndose paso entre la turba de criados en dirección a la elfa, que estaba recogiendo una paca de tela. Ella lo vio acercarse y le sonrió.

—¡Carathril! —exclamó jadeando, y envolvió la mano del capitán con las suyas—. ¡Pensaba que quizá nunca volvería a veros! ¡Oh, qué felicidad más grande!

—A lo mejor vos podríais explicarme qué le ha pasado al Rey Fénix —dijo Carathril, y la sonrisa de la elfa se desvaneció.

—¿Qué puede importaros eso? ¿No os alegráis de verme?

—Por supuesto —respondió Carathril, sin demasiado convencimiento.

Encontrar a Drutheira le había provocado una gran turbación. Los ojos de la elfa refulgían como las cimas de una montaña, y Carathril tuvo que esforzarse para no distraerse.

—¿Qué hacéis aquí? —tartamudeó el capitán—. ¿Cómo es que estáis al servicio de Malekith?

—Es un príncipe muy noble —contestó la joven, posando las manos en los hombros de Carathril. Al contacto de la elfa un escalofrío recorrió el cuerpo del capitán y los nervios lo atenazaron—. ¡Maravilloso y magnánimo! Cuando sea el Rey Fénix, todos nos veremos recompensados. Vos también, Carathril. Os tiene en gran estima.

—¿Malekith…? ¿Rey Fénix? —balbuceó Carathril.

Algo iba mal, pero no podía pensar en nada que no fuera la piel pálida de Drutheira y la fragancia de su pelo.

—Bel Shanaar es el Rey Fénix…

—¡Silencio! —musitó Drutheira con una voz que era poco más que un suspiro. Se puso de puntillas para alcanzar la altura del capitán y su respiración acarició la mejilla de Carathril—. No os enredéis en los asuntos de los príncipes. ¿No es maravilloso que podamos estar juntos?

—¿Juntos? ¿Cómo? —exclamó Carathril, apartándose de la elfa.

Aquella atracción no era natural. Algo estalló en la cabeza del capitán, algo que pedía a gritos que lo dejaran salir, pero en cuanto Carathril se soltó de Drutheira su cabeza empezó a despejarse.

—Seréis su lugarteniente y heraldo, y yo una de sus siervas —dijo ella pausadamente, como si estuviera dando explicaciones a un niño—. Viviremos juntos en Anlec.

—No voy a ir a Anlec —aseveró Carathril.

Cualquiera que fuera el encantamiento de Atharti que había utilizado con él, empezaba a disiparse. Carathril procesó apresuradamente toda la información que le había dado Drutheira.

—¿Qué le ha ocurrido al Rey Fénix?

La elfa se echó a reír de una manera siniestra, y el brillo de sus ojos le encogió el corazón.

—¡Ese idiota de Bel Shanaar está muerto! ¡Malekith será coronado Rey Fénix y recompensará generosamente a quienes lo apoyaron!

Carathril retrocedió, tambaleándose. La cabeza le daba vueltas. En la turbación tropezó con un rollo de cuerda y cayó de espaldas. Drutheira corrió inmediatamente hacia él, se agachó a su lado y sostuvo su rostro entre las manos.

—Pobre Carathril —dijo en un arrullo—. No podéis detener el destino; debéis aceptarlo.

De nuevo se sintió abrumado al contacto de la elfa, pero entonces le asaltó un momento de lucidez y le pareció que una voz distante estuviera hablándole. Bel Shanaar ha muerto, y Malekith quiere sucederle como Rey Fénix. «Hay que evitarlo —le decía la voz—. Malekith no es un sucesor adecuado». Carathril soltó un gruñido empujando a Drutheira para quitársela de encima y salió corriendo a trompicones hacia el templo.

—¡Traición! —bramó—. ¡Atención!

Un puñado de sirvientes de Malekith trató de aferrarlo, pero se abrió paso a empellones entre ellos y se escabulló de sus garras para continuar la carrera por el muelle.

—¡A las armas! —gritó—. ¡Se ha emprendido una campaña de infamia!

Los caballeros de Anlec desenvainaron las espadas. Algunos encararon a Malekith y el resto se dirigió al atrio del templo, donde los esperaba la Guardia del Fénix con las alabardas caladas.

* * *

—¿Ésa es vuestra intención? —preguntó Thyriol, lanzando una mirada al resto de los príncipes.

—Si el Consejo así lo desea —respondió Malekith, encogiéndose de hombros.

—No podemos elegir a un nuevo Rey Fénix ahora —señaló Elodhir—. Un asunto de esa magnitud no puede resolverse precipitadamente. En todo caso, no todos los príncipes están presentes.

—Nagarythe no esperará —aseveró Malekith, dando un puñetazo en la mesa—. La fuerza de las sectas es enorme y para cuando llegue la próxima primavera, controlarán el ejército de Anlec. Mis tierras ya habrán sucumbido y se lanzarán a la conquista de las vuestras.

—¿Queréis que os elijamos para lideramos? —preguntó pausadamente Thyriol.

—Sí —contestó Malekith, sin un atisbo de duda o rubor—. Nadie de los presentes quiso tomar esa responsabilidad hasta que yo regresé. Soy el lijo de Aenarion, el sucesor que él eligió, y si la revelación de la traición le Bel Shanaar no es suficiente para convenceros de la estupidez de elegir a alguien de otro linaje, tened en cuenta mis otros méritos. Bel Shanaar me eligió como embajador ante los enanos, pues me unía un estrecho vínculo de amistad con el Alto Rey. Nuestro futuro no se encuentra únicamente en esta isla, sino en el ancho mundo. He estado en las colonias que se extienden al otro lado del océano y he luchado para erigirlas y protegerlas. Aunque por las venas de sus habitantes corra sangre de Lothern, de Tor Elyr o de Tor Anroc, son un nuevo pueblo, y al primero que acuden en busca de auxilio es a mí, no a vosotros. Nadie tiene una experiencia en la guerra como la mía. Bel Shanaar fue un rey reconocido por su sabiduría y su pacifismo, pero al final esas mismas cualidades han sido las causas de que nos veamos sumidos en esta tragedia, pues ni la paz ni la sabiduría se impondrán nunca a las tinieblas ni al fanatismo.

—¿Qué pasa con Imrik? —preguntó Finudel—. Es un general de los pies a la cabeza y también ha luchado en el nuevo mundo.

—¿Imrik? —exclamó Malekith con un dejo desdeñoso—. ¿Dónde está Imrik ahora? ¿Es estos momentos de extrema necesidad? ¡Escondido en Cracia con su primo, cazando bestias! ¿Deseáis que Ulthuan sea gobernada por un elfo que se oculta en las montañas como un niñito caprichoso y malcriado? Cuando Imrik exigió que se reuniera un ejército para enfrentarse a Nagarythe, ¿le hicisteis caso? ¡No! ¡Sólo cuando yo enarbolé el estandarte os apelotonasteis entusiasmados!

—Andad con ojo con lo que decís; vuestra arrogancia os hace un flaco favor —le advirtió Haradrin.

—La intención de mis palabras no es herir orgullos —afirmó Malekith, que aflojó los puños y tomó asiento—. Mi intención es haceros ver lo que ya sabéis; en el fondo me seguiríais agradecidos allá donde mi liderazgo os condujera.

—Sigo diciendo que este Consejo no puede tomar a la ligera una decisión tan importante —insistió Elodhir—. ¿Mi padre ha muerto en unas circunstancias que todavía exigen una explicación detallada y pretendéis que os entreguemos la Corona del Fénix?

—No le falta razón, Malekith —señaló Haradrin.

—¿No le falta razón? —rugió Malekith. Se puso en pie como un resorte, volcando la mesa y lanzando por los aires la corona y la capa de Bel Shanaar—. ¿No le falta razón? ¡Vuestra indecisión os expulsará del poder, esclavizará a vuestras familias y quemará a vuestro pueblo en diez mil piras! Han pasado más de mil años desde que acaté la primera decisión, caprichosa, de este Consejo y vi a Bel Shanaar apropiándose de lo que Aenarion me había prometido. Durante mil años me he limitado a contemplar cómo crecían y prosperaban vuestras familias y cómo os enzarzabais en riñas infantiles mientras mis parientes y yo nos desangrábamos en los campos de batalla en la otra punta del mundo. Confiaba en que todos recordarais el legado de mi padre e ignorarais los gritos angustiosos de mi sangre, pues nuestra unión obedecía a un interés común. ¡Ahora ha llegado el momento de que os unáis bajo mi liderazgo! No voy a mentiros. Puede ser que a veces sea un gobernante severo, pero sabré recompensar a quienes me sirvan, y cuando regrese la paz, todos obtendremos una parte del botín logrado en la batalla. ¿Quién de los presentes tiene más derecho al trono que yo? ¿Quién de los presentes…?

—¡Malekith! —bramó Mianderin, señalando la cintura del príncipe. Durante su invectiva, Malekith había estado agitando los brazos acaloradamente y se le había ido desplazando la capa detrás de los hombros—. ¿Por qué lleváis una espada en un lugar sagrado? Las más antiguas leyes de este templo prohíben la entrada de armas. Deshaceos de ella ahora mismo.

Malekith se quedó paralizado casi de manera cómica con los brazos extendidos. Bajó la mirada hacia el cinturón y la espada enfundada prendida de él. Cerró la mano alrededor de la empuñadura de Avanuir y la desenvainó. Levantó de nuevo la mirada y la paseó por los príncipes del Consejo, con los ojos entornados y el rostro iluminado por el fuego azul mágico.

—¡Basta de palabras! —declaró.

* * *

Carathril se agachó para sortear la espada de un guerrero naggarothi, rodó por el suelo, se puso en pie de nuevo y dio un salto lateral para eludir otra hoja que volaba hacia su pecho. Él no llevaba ninguna arma —¿para qué iba a necesitarla en el Consejo?—, una decisión de la que se arrepintió inmediatamente.

Otro guerrero dirigió su espada a la garganta de Carathril, pero el capitán se apartó justo a tiempo, agarró el brazo de su atacante y le partió el codo retorciéndoselo. La espada se deslizó de la mano del naggarothi y cayó de punta sobre las baldosas de mármol que rodeaban el templo.

Carathril rotó con el cuerpo del caballero y lo interpuso en el recorrido de otra hoja que atravesó la espalda del naggarothi y cuya punta sobresalió de su pecho a un palmo del rostro de Carathril. El capitán empujó el cuerpo sin vida de su escudo, recogió la espada del suelo y con ella detuvo otro golpe. Se arriesgó a mirar por encima del hombro y calculó que todavía le separaban cien pasos del templo. Por todas partes, había soldados de la Guardia del Fénix luchando contra los caballeros de Nagarythe, y el único sonido que producían era el del choque de sus alabardas en las espadas y las armaduras de sus contrincantes. Con un rugido, Carathril embistió con el hombro a otro guerrero para quitárselo de en medio y corrió hacia la entrada del santuario.

* * *

—Es mi derecho ser coronado Rey Fénix —aseveró Malekith—. No el vuestro concedérmelo, así que lo ejerceré gustosamente.

—¡Traidor! —gritó Elodhir, saltando por encima de la mesa y desparramando copas y platos.

Los gritos y las voces de los príncipes y sacerdotes se elevaron bulliciosamente.

Elodhir salió corriendo hacia Malekith, pero Bathinair lo interceptó a mitad de camino, y ambos cayeron al suelo hechos un ovillo con las togas y las alfombras. Elodhir propinó un puñetazo al príncipe de Yvresse, y éste salió disparado hacia atrás. Bathinair gruñó, rebuscó en la toga y sacó una daga con la hoja curvada, no más larga que un dedo, y atacó con ella a Elodhir. La cuchilla cercenó la garganta del príncipe, cuya vida se escapó por una fuente de sangre que bañó las baldosas descubiertas del templo.

Bathinair se agachó jadeando sobre el cuerpo de Elodhir y unas figuras aparecieron a la espalda de Malekith, bajo el arco de entrada a la cámara central. Eran caballeros de Anlec con sus armaduras negras. Los sacerdotes y príncipes que habían salido disparados hacia la puerta resbalaron y en su intento por no caerse chocaron unos con otros. Los caballeros blandían hojas embadurnadas con sangre fresca y avanzaban con intenciones siniestras.

Malekith mantenía la serenidad, y toda marca de su ira anterior se había desvanecido. Avanzó lentamente por el camino que iban abriendo sus guerreros a golpe de espada entre la masa de príncipes, sin apartar en ningún momento los ojos de la llama sagrada que ardía en el centro de la sala. Los gritos y los alaridos resonaban en las paredes, pero Malekith se mantenía ajeno a todo lo que no fuera el fuego.

Haradrin salió del tumulto y corrió hacia Malekith enarbolando la espada que había arrebatado a un guerrero. El príncipe lanzó una mirada desdeñosa a su agresor, esquivó el golpe mortífero y hundió su espada en el estómago del príncipe de Eataine, que se quedó paralizado unos instantes, durante los cuales ambos príncipes se miraron fijamente a los ojos, hasta que brotó un hilito de sangre entre los labios de Haradrin, y éste se desplomó sobre el suelo. Malekith dejó que su espada se deslizara entre sus dedos, alojada en el cuerpo que se desmoronaba, en vez de extraerla del cadáver, y continuó su camino hacia la llama sagrada.

—¡Asuryan no os aceptará! —espetó Mianderin, dejándose caer de rodillas delante de Malekith y con las manos entrelazadas en un gesto de ruego—. ¡Habéis derramado sangre en su templo sagrado! No hemos formulado los conjuros apropiados para protegeros de las llamas. ¡No lo conseguiréis!

—¿Y? —gruñó el príncipe—. Soy el sucesor de Aenarion. No necesito la protección de vuestra brujería.

Mianderin asió la mano de Malekith, pero el príncipe tiró de los dedos y se desenganchó del arúspice.

—Ya no atiendo a las protestas de los sacerdotes —aseveró Malekith, Y apartando a Mianderin de una patada, extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba en acritud suplicante y penetró en las llamas.

* * *

Carathril se apoyó en una columna para recuperar el aliento. Había visto varios guerreros entrando en el templo, pero la batalla en el exterior del santuario prácticamente había cesado. La plaza estaba sembrada de cadáveres con togas blancas y cuerpos embutidos en armaduras negras. El capitán se enderezó y dio un paso en dirección al templo, con el corazón aporreándole el pecho, pero en ese preciso momento la tierra dio una sacudida, y Carathril salió despedido.

La Isla de la Llama tembló violentamente, agitada por un terremoto, y las columnas se desmoronaron alrededor del capitán. El suelo palpitó con furia y lanzó a Carathril de un lado a otro, hasta que finalmente lo arrojó contra uno de los pilares derrumbados. El capitán se lanzó rodando y evitó por los pelos los cascotes que seguían precipitándose de la estructura exterior del templo y estrellándose contra las baldosas de mármol del suelo.

El cielo se cubrió de nubarrones rápidamente y sumió la isla en la oscuridad; empezaron a estallar relámpagos en la tierra y cayó la temperatura. Unos rugidos atronadores sacudían el suelo mientras el heraldo trataba de ponerse en pie, pero entre todos los ruidos estrepitosos que lo rodeaban, un grito aterrador se instaló en sus oídos: un aullido interminable de un dolor que no era de este mundo le desgarró el alma.

* * *

En el interior del templo, príncipes, sacerdotes y caballeros sin distinción salieron despedidos en todas direcciones por la atroz sacudida. Las sillas se desparramaron por el suelo y las mesas volcaron. El yeso de las paredes se resquebrajó y el del techo se derrumbó en trozos enormes. Las baldosas del suelo se cubrieron de grietas y se abrió un surco de tres pasos de ancho en la pared oriental, que arrojó una nube asfixiante de polvo y piedras.

El fuego de Asuryan palidecía a marchas forzadas, y el anterior azul oscuro de sus llamas se había convertido ahora en un blanco resplandeciente. En sus entrañas se vislumbraba la silueta de Malekith, todavía con los brazos extendidos.

Con un ruido seco ensordecedor, la llama sagrada explotó e inundó la sala de luz blanca. Malekith se derrumbó sobre las rodillas y se llevó las manos a la cara.

El príncipe de Nagarythe estaba ardiendo.

Levantó la cabeza y lanzó un grito mientras lo consumían las llamas.

Su alarido de dolor retumbó por todo el templo y sus resonancias aumentaban de volumen cada segundo que pasaba. La figura abrasada se puso en pie lentamente y salió de las llamas.

El cuerpo calcinado y humeante de Malekith aterrizó en el suelo despidiendo nubes de ceniza y chamuscó una alfombra. Trozos de carne carbonizada se desprendían del príncipe y caían entre gotitas de armadura fundida que empezaban a enfriarse. Malekith tendió una mano y se desplomó. Su ropa había desaparecido consumida por el fuego, y en algunas partes de su cuerpo, las llamas se habían comido la carne y no quedaban más que huesos. Su rostro era una máscara negra y roja, sin párpados en los ojos, y de sus venas reventadas emanaba vapor. Malekith dio una sacudida, y luego se quedó inmóvil, destruido por el veredicto de Asuryan.

Muy pronto toda Ulthuan sería pasto de las llamas.