12: Enemigos Primigenios

DOCE

Enemigos Primigenios

Un calidoscopio de colores chillones giró alrededor de Malekith. El príncipe se sintió embargado por la extraña y contradictoria sensación de estar simultáneamente elevándose por el cielo y cayendo en picado por un abismo sin fondo. La cabeza le daba vueltas y un hormigueo provocado por la energía le recorría la piel.

Al cabo de un tiempo —si fueron segundos o una eternidad era algo que Malekith nunca pudo asegurar—, los colores empezaron a fusionarse en torno a él y compusieron una paisaje espeluznante sobre el que quedó flotando. El cielo bullía, tomado por las llamas y los nubarrones, y debajo de él se extendía hasta el infinito una llanura arcana: el Imperio del Caos.

Malekith divisó a un lado un jardín interminable, abandonado y en estado de descomposición, poblado de sauces mustios y hierbajos cetrinos. Un miasma de niebla y moscas flotaba sobre los bosquecillos de árboles inclinados y marchitos invadidos por la maleza, y ríos de pus borbollaban entre frondas de hongos pringosos y montones de cadáveres putrefactos. Los pantanos bullían y los pozos de alquitrán burbujeaban y arrojaban gases al aire viciado.

En el centro de la corrompida ciénaga se erigía una mansión de proporciones titánicas: un edificio imponente aunque destartalado, con los muros desmoronados, la madera carcomida y la pintura descascarillada.

Los bloques de piedra derruidos descansaban sobre otros agrietados; tenía las vigas combadas y estaba invadido por la hiedra —de un vomitivo color amarillento— y por gigantescas rosas negras. Un centenar de chimeneas y gárgolas con figuras grotescas escupían gases y vertían icor por las tejas rajadas y la paja podrida del tejado.

Demonios de la muerte y de las epidemias erraban desgarbadamente en la penumbra, envueltos por la niebla. Algunos eran unas enormes criaturas abotagadas, con las carnes purulentas y la piel marcada por la viruela; otros eran bestias viscosas con forma de babosa, con numerosos tentáculos que segregaban baba tóxica. Una multitud de ácaros con forma de divieso escarbaba los muros y los tejados de la fortaleza, mientras que una legión de demonios ciclópeos, cada uno con un cuerno resquebrajado, deambulaba por el jardín profiriendo gruñidos ensordecedores.

Malekith apartó la vista de aquella asquerosidad mísera y la dirigió a una ciudadela portentosa construida con espejos y vidrios resplandecientes. De su superficie irradiaban arcos iris traslúcidos, aunque no transparentes, que fluctuaban con los remolinos de la magia. Las puertas parecían bocas voraces bostezando y las ventanas devolvían la mirada al príncipe como si fueran ojos sin párpados. Llamas multicolores ardían en los chapiteles de torres esbeltas y arrojaban chorros de chispas al suelo que se extendía debajo.

En torno al extraño baluarte se desplegaba un laberinto de inciertas paredes de cristal. Los caminos sinuosos que delineaban se entrecruzaban unos por encima de otros o confluían en dimensiones invisibles, mientras que las distintas partes del inmenso laberinto quedaban unidas por unas puertas huecas con unos dinteles arqueados de fuego que centelleaba ora azul ora verde, púrpura o un color que no estaba hecho para los ojos de los mortales.

En el cielo que envolvía la horripilante torre se distinguían las figuras de unas criaturas aterradoras con forma de tiburón que trepaban por ella desde las termas mágicas y volvían a lanzarse en picado. Unos seres informes retozaban y se arremolinaban por todo el laberinto, brillando con la energía mágica, y unos demonios con brazos que vertían fuego brincaban desenfrenadamente a lo largo de los pasajes de cristal. Malekith sintió que sus ojos regresaban a la fortaleza imposible y se detenían en una galería gigantesca que acababa de abrirse.

Seres arcanos con alas de múltiples colores y cabezas de ave emergían de ella; iban ataviados con unas togas brillantes de color rosa y azul, y en las garras blandían unos palos retorcidos. Una de las criaturas se detuvo y levantó la mirada hacia Malekith. Sus ojos eran como pozos de locura sin fondo, como océanos insondables de torbellinos energéticos que amenazaban con arrojar al príncipe a las profundidades de la eternidad.

Malekith abandonó aquel duelo de miradas y contempló una extensión inhóspita y devastada, circundada por una inmensa cadena de volcanes que escupían ríos de lava que se deslizaban por sus laderas ennegrecidas y emponzoñaban el aire con hollín infecto. En la roca desnuda de la ladera se habían excavado unas murallas descomunales; unos gigantescos bastiones del terror, de los que colgaban cráneos y en cuyas almenas semiderruidas ondeaban mil veces mil estandartes bermellones.

La superficie delimitada por los volcanes estaba cubierta de grietas y simas de las que manaba la sangre como si fueran heridas, como si la tierra sufriera constantemente los tajos de una hoja divina. Los esqueletos de criaturas insólitas se apilaban en montañas que alcanzaban gran altura en medio de lagos de un encendido color carmesí, rodeados de dunas formadas por el polvo de incontables huesos. Perros del tamaño de caballos, con la piel escamada y roja, y unos colmillos descomunales, rondaban la inmundicia, y sus aullidos se elevaban por encima del chasquido y el crujido de huesos y cartílagos, y desgarraban el aire.

En el corazón de aquella devastación se erigía un castillo de proporciones inimaginables, tan grande que no dejaba espacio en los ojos de Malekith para nada más. Estaba construido en piedra negra y latón. Torre tras torre y muro tras muro, alcanzaba unas dimensiones tan extraordinarias que podría haber alojado los ejércitos de todo el universo. Sus gárgolas escupían sangre hirviendo sobre las fortificaciones de latón, y guerreros de piel roja, de constitución delgada y nervuda, y cabezas abultadas y con cuernos, patrullaban sus muros. Sobre la muralla más alta se encontraba a encarnación de la furia, la ira hecha bestia, una bestia alada, que se aporreaba el pecho y rugía hacia el cielo tenebroso.

Estremecido, Malekith se dio media vuelta y quedó hechizado por un paisaje de una belleza arrebatadora. Unos encantadores bosquecillos de árboles, con el follaje de color esmeralda, que se mecían dulcemente, flanqueaban unas playas doradas batidas por las olas espumosas, mientras que unos lagos de aguas calmas le hacían señas con sus destellos. Dominando todo el paisaje se levantaban unas montañas majestuosas con las faldas cubiertas por una nieve blanquísima, donde reverberaba la luz de un sol invisible.

Unas criaturas de aspecto ágil retozaban en el paraíso; reían y conversaban, y se acariciaban con unas garras relucientes. Por los prados verde claro deambulaban manadas de bestias con cuerpos sinuosos que brillaban y mudaban de color; componían unos dibujos irisados que hipnotizaron al príncipe elfo. Malekith se sintió impelido hacia allí, atraído por su belleza. Pero de repente comprendió el peligro que encerraba aquel paisaje cautivador y apartó la mirada. Se dio perfecta cuenta de que estaban observándolo y sintió que seres de otro mundo se volvían hacia él. La sensación de que iban a arrancarle el alma y hacerla trizas ante los ojos de los Dioses del Caos lo aterrorizó. Buscó un lugar adonde huir, pero los dominios de los Dioses Oscuros se extendían en todas direcciones, de modo que hizo un último esfuerzo estimulado por el miedo; se concentró intensamente en el deseo de desaparecer de allí, y los torbellinos energéticos de la magia lo envolvieron de nuevo.

Cuando se disiparon, Malekith se encontró flotando en el aire a una altura formidable, como si estuviera contemplando, desde el filo mismo de la creación, los imperios de los humanos, de los elfos, de los enanos y de cualquier otra criatura bajo el sol. Podía distinguir los bosques de Lustria cercados por la selva, donde los hombres lagarto se escabullían entre las ruinas de las ciudades de los Ancestrales, y las tribus de orcos que se congregaban en páramos desolados, trazando franjas verdes en el suelo.

Todo estaba tocado por los vientos de la magia. Malekith nunca lo había visto con tanta claridad. Emanaban de las destrozadas Puertas del Caos en el norte y se propagaban por los territorios septentrionales. El príncipe vio el Vórtice de Ulthuan —un enorme remolino que drenaba la energía del mundo— y vio pozos de tinieblas y montañas de luz cegadoras.

Entonces, todo cobró sentido para Malekith. El mundo se desplegaba ante él y lo veía como quizá sólo su madre lo había visto antes. Había corrientes de energía que barrían las tierras aún no explotadas por los mortales. El aliento de los dioses peinaba océanos y llanuras, valles y selvas. Toda la magia provenía del Caos, tanto la blanca como la negra, y su belleza era cautivadora, como lo es la del mar embravecido por la tormenta para quien no se encuentra atrapado en su oleaje mortal.

Malekith siguió observando un rato, ya consciente de la corona que refulgía en su cabeza y que actuaba como una especie de llave; debía tratarse de un artefacto creado por las razas que habían precedido a los elfos y que se remontaban más allá incluso del advenimiento de los Ancestrales. Le hubiera resultado muy fácil permanecer allí para siempre, maravillándose de la rica coreografía compuesta por el azar que ejecutaban los sinuosos vientos de la magia. Podría haberse pasado una eternidad escudriñando sus fluctuaciones con la corona ceñida en la cabeza, aun así no habría desentrañado todos sus secretos. Sin embargo, algo le acuciaba, una sensación en el fondo del alma que amenazaba con sacarlo de sus ensoñaciones.

* * *

Yeasir consiguió ponerse de rodillas a duras penas, todavía debilitado por la explosión de magia que lo había derribado. Los gritos de alarma de sus camaradas se multiplicaban a medida que los esqueletos ascendían por los escalones en dirección a los naggarothi. El lugarteniente fue gateando hasta el borde de la plataforma y vio la legión de cadáveres escalando implacablemente, quién sabía si guiados por un propósito común o por la voluntad. Las saetas de los elfos apenas causaban efecto; la mayoría rebotaban sin más en los huesos refulgentes, mientras que otras simplemente los atravesaban como si fueran meros espectros.

Cuando la vanguardia de esqueletos alcanzó la plataforma, los naggarothi arremetieron contra ellos con las lanzas y hundieron las puntas plateadas en sus cráneos y cajas torácicas con más éxito que con las flechas, ya que no fueron pocos los esqueletos que se desmoronaron en una pila de huesos cuya luz fue apagándose hasta extinguirse. El avance de los cadáveres era tan inevitable como la marea, y aunque la primera fila de ataque había caído, la segunda ascendía de manera imparable, así como la tercera, y la cuarta.

A pesar del tiempo transcurrido, las hojas de los cadáveres continuaban tan afiladas como el día que habían sido forjadas, y blandidas por los esqueletos, tajaban escudos y carne. Los gritos de dolor y pánico empezaron a retumbar en torno a Yeasir, mientras él trataba de desenvainar la espada; pero la funda había quedado aprisionada bajo su cuerpo y no tenía la fuerza necesaria para levantarse.

El elfo que luchaba a la izquierda del lugarteniente profirió un aullido y se precipitó por los escalones con la garganta rebanada por una hoja sobrenatural. Su verdugo se adelantó para ocupar el hueco dejado por el elfo y se volvió, sonriente, hacia Yeasir; enarboló la espada por encima del cráneo, y la perversa y oscura hoja irradió una luz dorada. Yeasir gritó e intentó escabullirse, pero el esqueleto dio otro paso adelante, listo para asestar el golpe. El lugarteniente alzó el escudo justo en el momento en el que caía la espada y la hoja del cadáver impactó contra él con un estallido sordo. La espada aporreó repetidamente el escudo del elfo, con una ferocidad inquebrantable y cadenciosa. Al décimo golpe, Yeasir se había quedado sin fuerza en los brazos, y la undécima arremetida le hundió la parte superior del escudo en el rostro y lo dejó aturdido. Casi sin sentido, ya no podía hacer nada para zafarse de la espada que una vez más levantaba el esqueleto; miró intensamente los ojos del guardián y no vio nada más que dos abismos tenebrosos.

La luz dorada que inundaba la cámara se intensificó súbitamente y se produjo un estallido cegador de luz blanca. El lugarteniente elfo soltó un grito y apretó los ojos con todas sus fuerzas para recibir el zarpado inminente de la hoja sobrenatural; pero el golpe no se produjo, y Yeasir abrió un ojo, temeroso de lo que pudiera ver. La figura amenazadora del esqueleto todavía se erguía frente a él, con el brazo alzado, si bien su luminiscencia había declinado hasta un débil destello y permanecía inmóvil.

Abrió el otro ojo, y entonces sí se atrevió a suspirar. De pronto, reparo en las risas estrepitosas a su espalda y se volvió poco a poco, preguntándose qué nueva aparición terrible lo aguardaría.

Malekith ocupaba el centro de la plataforma, con la corona resplandeciente sobre la cabeza. Tenía el rostro demacrado, con una expresión de desdén, divina aunque extrañamente cruel, y con la mirada distante. Su cuerpo irradiaba energía. El príncipe miró a Yeasir un buen rato, pero no parecía verlo. Entonces, Malekith agitó un brazo en el aire y los esqueletos volvieron a la vida, giraron sobre sus talones y descendieron de la plataforma. Yeasir suspiró, aliviado, mientras contemplaba cómo regresaban a sus pedestales y retomaban su vigilia estática.

* * *

Gracias al poder de la corona, Malekith podía ver las fuerzas mágicas que mantenían unidos a los esqueletos y las primigenias órdenes que ardían en sus cerebros huecos, de modo que ordenarles que detuvieran su ataque era de lo más sencillo. A continuación, con otro pensamiento, el príncipe les había enviado de regreso a su estado de letargo eterno. Sobre su cabeza, y por toda la cámara, proliferaban los arcos dorados y las columnas resplandecientes, invisibles para todos los demás.

La conciencia extrema que le proporcionaba la corona le permitía apreciar la magia de los arquitectos prehistóricos de la ciudad, las galerías sinuosas y los balcones en forma de arco construidos por fuerzas místicas hasta entonces desconocidas incluso para él. Por eso la cámara se mantenía ajena a otras magias, pues contenía su propia energía, mucho más poderosa que los vientos de la magia. De igual modo que el aire no puede atravesar objetos sólidos, los vientos de la magia no encontraban un resquicio por donde introducirse en una cámara que rebosaba fuerzas sobrenaturales.

Ahora, obsequiado con la clarividencia que otorgaba la corona, era imposible predecir hasta dónde llegaría el príncipe de Nagarythe con el dominio del poder del Caos. La corona era una llave que abriría las puertas a Malekith de unos hechizos que dejarían en nada la brujería de Saphery. ¿Acaso no había visto con sus ojos los dominios de los Dioses del Caos? ¿Acaso no los había retado en su propio reino y había salido airoso?

La euforia se apoderó de Malekith; una euforia mayor que la que le había provocado cualquier triunfo anterior. Su madre le había advertido de que el Caos era el más peligroso de los enemigos, de que el peligro que encarnaban los orcos y los ejércitos de hombres bestia era una nimiedad en comparación con las legiones de demonios que acababa de ver. Los Dioses del Caos tramaban sus estrategias y aguardaban pacientes, ya que disponían de la eternidad para urdir sus planes y llevarlos a buen término. Malekith había advertido el aumento paulatino del poder de los Dioses del Caos durante su estancia entre ellos, y había comprendido que el Vórtice que protegía a los elfos no duraría siempre.

De pronto, Malekith lo vio claro. Los humanos del norte eran vasallos de los Dioses Oscuros, y su prosperidad y expansión estaban interrelacionadas con las de sus inefables amos. Podía llegar un momento en que el baluarte del Vórtice fallara y las hordas del Caos se desparramaran por el mundo. Ulthuan no estaba en absoluto preparada para un acontecimiento de tal magnitud. A Bel Shanaar ni siquiera podía pasársele por la imaginación plantar cara a una amenaza así. A Malekith le resultó obvio que sólo él, con el poder que le otorgaba la corona, disponía de los medios para proteger a los elfos de su peor maldición.

Lentamente, y haciendo un esfuerzo enorme, Malekith se quitó la corona que le ceñía la cabeza. Los fastuosos elementos arquitectónicos mágicos desaparecieron de su vista y el príncipe se encontró de nuevo en la misteriosa cámara subterránea de la ciudad prehistórica. Los guerreros naggarothi se apelotonaban en derredor de su señor, escudriñándolo con los ojos rebosantes de asombro y temor.

Malekith sonrió. Ya conocía su destino.