14: La corte del Rey Fénix

CATORCE

La corte del Rey Fénix

Majestuosas águilas sobrevolaban en círculo las cabezas de los dos elfos y sus extensas sombras oscilaban en la roca áspera del paso montañoso. No se trataba de vulgares aves rapaces; eran unas águilas gigantes, capaces de apresar con sus garras un león de las montañas y devorarlo. Cada una de sus alas tenía una anchura que doblaba la altura de un elfo. Carathril tiro de las riendas de su corcel para detenerlo y contempló unos instantes el cielo resplandeciente y las águilas que se lanzaban en picado y remontaban el vuelo en las cumbres nevadas de las Montañas de Annulii. El repiqueteo de los arneses cuando su escolta de acompañamiento, Aerenis, detuvo la montura junto a él y lo despertó de su ensimismamiento.

Los dos elfos iban ataviados con capas de lana azules que los resguardaban del frío de la alta montaña; en el caso de la prenda de Carathril, estaba ribeteada con hilo de oro como símbolo de su grado de lugarteniente. Ambos llevaban también una falda que consistía en una ligera cota escamada, cortada a la altura de la cintura y rematada con una tira de cuero blanqueado, y un cinturón ancho ornamentado con plata y gemas. De sus alforjas colgaban unos alargados escudos blancos; el de Carathril tenía dibujado el rostro rugiente de un león, y el de Aerenis estaba decorado con una sencilla runa, sarathai: el símbolo del desafío y la defensa implacable. Los dos guerreros se cubrían la cabeza con sendos yelmos altos, el modelo favorito entre los guerreros elfos de todos los reinos. El casco de Carathril exhibía la cresta de león, emblema de su familia, el penacho del de Aerenis estaba compuesto por una única pluma azur.

Ambos portaban lanzas con las pumas en forma de hoja, arcos largos y combados en las alforjas y una aljaba con flechas con plumas blancas. Por suerte, de momento no habían tenido motivos para echar mano de esas armas, pues la marcha por el paso montañoso estaba transcurriendo sin incidentes. A pesar de esa tranquilidad, ninguno de los dos bajaba la guardia, Estaban cruzando el macizo de mayor altitud de las Montañas de Annulii, donde el Vórtice de Ulthuan irradiaba un anillo de energía mística que se propagaba por el terreno; allí la magia anegaba el aire y la tierra, y la energía latía y fluía alrededor de los dos elfos con una agitación apreciable. Carathril y Aerenis, habituados a las brisas místicas y a las corrientes del mundo, sentían inconscientemente su presencia y su fuerza.

Otras criaturas se habían instalado allí y habían adquirido unos tamaños exagerados —como las águilas— a causa de la energía sobrenatural, pero ésas eran de una naturaleza mucho menos amistosa. Los grifos, con sus descomunales cuerpos de león y la cabeza y las alas de aves titánicas, habían encontrado su hogar en las cumbres, mientras que serpientes gigantes y extraños basiliscos acechaban en las cuevas y los barrancos, azotados por los vientos de la magia.

El teniente se volvió a Carathril, y sus ojos centellearon en la penumbra que reinaba tras la visera.

—Lugarteniente —dijo Aerenis con suavidad, protegiéndose los ojos del sol y siguiendo la mirada de Carathril—, ¿qué os inquieta?

—No es nada —respondió a su segundo al mando—. Me ha asaltado un capricho pasajero, un antojo.

—¿De qué se trata? —preguntó Aerenis.

—Nada las incomoda. Me refiero a las águilas gigantes —respondió acusadamente Carathril—. Comen, se reproducen y crían sus polluelos totalmente ajenos a nuestra aflicción. Esa libertad…, volar y cazar libres de toda angustia y todo conflicto. Ya sabes lo que dicen sobre los magos de Saphery, que pueden transformarse en paloma o halcón.

—¿Os gustaría planear por encima de las brisas mágicas como un pájaro? —preguntó Aerenis con incredulidad, pues Carathril no era conocido precisamente por su sensibilidad poética ni su imaginación—. Dicen muchas cosas sobre esos magos de Saphery, y de que son un pueblo raro no hay duda. Pero no creo que puedan transformarse en pájaros. El funcionamiento de la magia no es tan simple, al menos eso pienso yo.

»De todas formas, ¿por qué querríais ser un pájaro? No sois despreocupado ni caprichoso. ¿Y qué me decís de vuestras obligaciones con Lothern y de vuestro juramento de lealtad al Rey Fénix? ¿Acaso eso no os proporciona el consuelo necesario en estos tiempos oscuros?

—Claro que sí —respondió Carathril, volviéndose a Aerenis y sonriendo amargamente—. Y con eso en mente deberíamos reanudar la marcha y comunicar las noticias que portamos al rey Bel Shanaar.

Carathril y Aerenis continuaron por el sinuoso sendero del paso. Sus monturas avanzaron precavidamente por el angosto camino de adoquines grises a medida que el valle se estrechaba y se convenía en un apretado desfiladero. La luz del sol matutino todavía no cortaba la parte superior del cañón, y los elfos se zambulleron en la fría penumbra.

Sobre sus cabezas el aire correteaba y brillaba, y una tenue aurora mágica se desplegaba por encima de los picos apenas distinguibles de las montañas. De vez en cuando, avistaban la silueta lejana de un águila. Allí las rocas tenían un tono pálido y estaban resquebrajadas, y un manto de piedras desprendidas de las paredes cubría el suelo agrietado, de modo que los elfos se veían obligados a avanzar con sumo cuidado entre los montones de detritos. Matojos diseminados de cardos blancos brotaban bajo los salientes rocosos, todavía con las escasas flores postreras en todo su esplendor. En ramas delgadas y espinosas tenía lugar la explosión de color de las primeras bayas con su vivo carmesí. Aquí y allá estriaban el sendero diminutos y sinuosos arroyos formados por las aguas de la nieve fundida de las montañas más altas.

Una quietud absoluta dominaba el paisaje, sólo rota por el ocasional murmullo del viento, que se deslizaba entre las rocas. Los elfos marcharon en silencio durante un rato, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Carathril, familiarizado con el carácter de su subordinado, notaba a Aerenis distante, preocupado, con una tensión hasta entonces desconocida para el lugarteniente.

—¿Pensamientos sombríos? —preguntó Carathril, tirando de las riendas de su corcel para colocarse junto a su teniente—. ¿Te atormenta lo ocurrido en la mansión del príncipe?

—Sí —admitió Aerenis.

—Siento que no pudiéramos salvarlos a todos —se lamentó Carathril, creyendo adivinar el motivo de la aflicción de su camarada.

—No es sólo eso. Antes de que me retuvierais para que no volviera a entrar reconocí un rostro. Una amiga de mi hermana, Glarionelle, se encontraba allí.

—Las llamas se habían avivado. No podrías haberla salvado —dijo Carathril, inclinándose a un lado para posar una mano reconfortante en el hombro de su amigo.

—Eso ya lo sé —asintió Aerenis, acompañando sus palabras con un movimiento de la cabeza. Miró al cielo y añadió como hablando para sí mismo—: Aunque eso me apena, no es exactamente el motivo de mi abatimiento. ¿Qué hacía ella allí? Siempre la había visto tan llena de vida. Su risa estallaba instantáneamente y nunca se apagaba. ¿Qué pudo haberla llevado a buscar consuelo en los dioses prohibidos?

Aerenis cerró los ojos unos instantes, y luego se volvió a su capitán; sus oscuros ojos azules estaban empañados por las lágrimas.

—¿Cómo es posible que alguien tan virtuoso pueda caer en esos abismos?

Carathril no le respondió inmediatamente. Se tomó unos segundos para meditar y buscar las palabras precisas, pero poco podía hacer para consolar a Aerenis, pues ni siguiera era capaz de comprender el sufrimiento que atenazaba a su teniente. El lugarteniente era el último miembro vivo de su familia. Sus progenitores habían muerto en la guerra contra los demonios y no tenía esposa ni vástagos. Desde la muerte de Aenarion, en su corazón sólo había sitio para el deber y la disciplina.

—No lo sé —contestó finalmente, levantando la mano del hombro de Aerenis y apartándose del rostro un mechón de pelo ceniciento—. Quizá fue allí llevada por la curiosidad y luego quedó prendada de la pasión. También he oído historias, si bien no son más que rumores, de que no todo el mundo acude a esas reuniones por propia voluntad. Algunos son engatusados por los líderes de los aquelarres; otros son sacados de sus moradas a la fuerza, drogados y secuestrados. Sin embargo, quienes podrían darte una respuesta certera a tu pregunta ya están muertos, para bien o para mal. Consuélate con el hecho de que hayamos salvado a unos cuantos; no podíamos hacerlo con todos.

—Sois un líder fuerte y un consejero sabio —dijo Aerenis con una sonrisa compungida, mirando a su lugarteniente a los ojos. Pero una expresión lúgubre reemplazó su sonrisa, y el teniente volvió a desviar la mirada—. Quizá vos y no Aeltherin deberíais haber sido príncipe.

Carathril rompió a reír con un regocijo sincero, y Aerenis le lanzó una mirada fulminante.

—¿Qué os parece tan gracioso? —inquirió el elfo con el ceño fruncido.

—Por mis venas no corre sangre principesca —respondió Carathril—. Ni mi padre ni mi abuelo empuñaron sus armas junto a Aenarion; no eran príncipes guerreros con los requisitos necesarios para gobernar estas tierras. A pesar de mi condición, mi destreza con la espada y mi autoridad, me siento feliz sirviendo a mi señor. Soy hijo de granjeros, no de guerreros. Mientras Aenarion y los príncipes luchaban, mi familia se refugiaba detrás de sus hojas, agradecidos por la protección que les dispensaban sus próceres. Perecieron en campos de maíz, no de sangre, y no me avergüenzo de ello. Da igual lo poderoso que llegue a ser un príncipe, siempre necesitará agua para beber y pan para comer. Yo creo que la vida y el destino tienen un lugar reservado para todos nosotros, y eso me reconforta.

—¡Bueno, esperemos que esta noche la vida nos tenga preparadas unas camas en Tor Anroc! —bromeó Aerenis, ansioso por rebajar la tensión.

Carathril dio un empujón cariñoso a su teniente.

—¡Y también tendrás una de esas damas de Tiranoc con los cabellos de oro para calentarla! ¡Te lo aseguro!

Sus carcajadas resonaron en el desfiladero, y una bandada de pájaros asustados se elevó, rauda, en el cielo.

* * *

El sol otoñal estaba a punto de ponerse en el horizonte cuando Carathril y Aerenis atravesaron a caballo los vastos pastos de Tiranoc. Habían descendido con presteza por el Paso del Águila y habían avanzado un gran trecho en los últimos dos días, pues una vez fuera de las montañas habían aflojado las riendas de sus monturas y habían recorrido muchos kilómetros al galope, con la felicidad que les procuraba perderse entre la exuberancia de los prados y los bosques.

En Tiranoc, al igual que en todos los Reinos Exteriores, la temperatura era mucho más baja que en los Reinos Interiores, ya que estaban más expuestos a los vientos marinos que las tierras circundadas por las Montañas de Annulii. Aun así, el calor del sol había bastado para que el viaje les hubiera resultado agradable, y en compañía el uno del otro habían recorrido muchos kilómetros conversando constantemente, aunque fuera de temas triviales.

Delante de ellos, a no más de dos leguas, la ciudad de Tor Anroc se levantaba sobre una colina de roca pálida bañada por el sol poniente. A los pies del monte se amontonaban casas encaladas, con los tejados de tejas rojas, enclavadas entre campos recién labrados, y desde las chimeneas de las granjas, nubes vaporosas de humo trepaban por el cielo. Los cimientos de Tor Anroc se elevaban desde la llanura bajo la luz naranja y rosada del anochecer, y dos amplias carreteras torcían a derecha e izquierda y ascendían en espiral hasta la cima.

Las banderas amarillas y azules de Tiranoc ondeaban lánguidamente suspendidas de los mástiles que sobresalían de las altas murallas, apenas perturbadas por la suave brisa vespertina. Las torres y las ciudadelas excavadas en la roca blanca quedaban recortadas por las sinuosas almenas de la cortina, que a su vez se veían empequeñecidas por la presencia de un chapitel central que perforaba el cielo crepuscular como una aguja resplandeciente.

Animados por la cercanía de su destino, Carathril y Aerenis llevaron sus corceles a un trote ligero y atravesaron las praderas agrestes; poco después llegaron a una calzada pavimentada con losetas hexagonales rojas, que continuaba en línea recta, como una flecha, hasta la ciudad.

Delante se extendían huertos cercados que albergaban hileras de tercos manzanos y cerezos que se negaban a desprenderse de las hojas doradas y rojizas. Ya se había cosechado y la quietud se había instalado en los campos, que caían silenciosamente en su sueño invernal al otro lado del muro de setos con flores tiernas y palisandros. Los elfos dejaron a sus espaldas los pastos para el ganado que se extendían a los pies de la colina, adonde los pastores y los cabreros habían trasladado sus rebaños desde lugares de mayor altitud. Ya no faltaba mucho para el momento de llevar los animales a los mercados de las ciudades de los alrededores de Tor Anroc y finalmente a la capital.

La proximidad de la ciudad implicaba cambios en el paisaje, igual que un árbol grande domina un sector del bosque o una isla modifica el curso de un río. En este caso las granjas se guarecían tras muros de piedra blanca con puertas de plata y oro que flanqueaban la carretera. Más atrás, lejos del camino principal y adonde sólo podía llegarse por serpenteantes senderos que atravesaban los campos, se levantaban mansiones de gran altura con numerosas estancias techadas y torres esbeltas. Allí pasaban los veranos los nobles de Tiranoc, lejos de la urbe. A aquellas alturas del año, sin embargo, sólo un puñado de chimeneas desprendían humo, ya que la mayoría de los príncipes de Tiranoc había regresado a sus casas de la ciudad, al calor de las hogueras, a la emoción de los bailes de invierno y a las intrigas de la vida cortesana de Tor Anroc.

Los jinetes marcharon raudos y los cascos de sus monturas chacolotearon en los adoquines de la carretera. El sol todavía remoloneaba en el horizonte cuando la sombra de la elevada pared de roca de la ciudad envolvió a los elfos.

* * *

Una enorme torre de entrada cortaba la carretera, un bastión excavado en la roca desnuda que se erigía sobre un muro que doblaba la altura de un elfo y que se arqueaba hacia atrás para confundirse con el monte. Otras dos torres blancas, más pequeñas, se levantaban a cada lado de la carretera, sin otra apertura que las aspilleras que dominaban todos los flancos.

En la azotea de cada una de estas torres menores había una catapulta de flechas, dotada de una serie de barras y cuerdas que permitían orientarla prácticamente sin esfuerzo hacia todas direcciones.

La puerta dorada de Tor Anroc estaba abierta, si bien dos carros posicionados uno junto al otro impedían el paso. La parte delantera de los vehículos tenía forma de águila y los costados eran dos alas doradas plegadas. Cada uno tenía dos caballos enganchados que permanecían inmóviles, con los arneses de cuero negro. Sobre cada carro había dos soldados con los semblantes severos, uno con una pica de plata y el otro con el arco tensado y una fecha anclada en él. Los centinelas observaron con recelo a Carathril y a Aerenis mientras éstos frenaban sus monturas y se aproximaban con paso lento y con las manos separadas del cuerpo.

—¿Quién se acerca a Tor Anroc, ciudad de Tiranoc, residencia del Rey Fénix? —preguntó a viva voz el lancero del carro de la izquierda.

—Acompaño al lugarteniente Carathril, de Lothern, portador de noticias para su majestad Bel Shanaar —respondió Aerenis.

Los dos elfos se habían detenido a una docena de pasos de la torre de entrada.

—Yo soy su ayuda. Mi nombre es Aerenis, teniente de Lothern.

—Vamos, Firuthal, ¿a qué viene tanta precaución? —espetó Carathril desmontando.

El lancero bajó de su carro y avanzó hacia el lugarteniente, con una expresión adusta en el rostro.

—No me corresponde a mí responderte a eso, amigo mío —contesta Firuthal, tendiendo una mano amistosa hacia Carathril, que la estrecho con firmeza—. Se han doblado las guardias por orden de Bel Shanaar. Tenemos que patrullar las carreteras y las fronteras, y estar atemos a la presencia de extraños. No soy yo quien debe cuestionar las órdenes.

—Pero yo no soy ningún extraño —señaló Carathril, que se volvió hizo una señal a Aerenis para que se acercara—. Traigo noticias importantes para el Rey Fénix, y quizá, cuando termines tu servicio, podamos compartir una jarra de vino y charlar con mayor libertad.

Firuthal asintió, aunque la sonrisa siguió sin aparecer en sus labios.

—Quizá —respondió el auriga—. Mi turno acaba a medianoche. Iré a buscarte al palacio.

—No me falles —le advirtió Carathril, montando de nuevo. Se oyó el repiqueteo de los arneses.

Firuthal regresó rápidamente a su carro y saltó a él con agilidad. A una palabra suya los caballos avanzaron para dejar el paso libre a Carathril y Aerenis.

—Date prisa. Enviaré un mensaje al Rey Fénix para comunicarle tu llegada —le dijo Firuthal mientras el lugarteniente lo adelantaba. Y añadió, mirando de refilón y por encima del hombro el pináculo de la torre del palacio—: Estará ansioso por oír las noticias que traes.

Carathril le hizo un gesto de despedida con la mano y atravesó la torre de entrada, seguido de cerca por Aerenis. La carretera se bifurcaba inmediatamente, y continuaron por el camino de la derecha, que ascendía por la vertiente sur de la colina. El chillido de un ave atrajo su atención, y cuando levantaron la mirada, vieron un halcón que volaba raudo hacia la torre de Tor Anroc: el mensaje de Firuthal. A medida que ascendían por la ladera, las llanuras y las praderas se expandían a su alrededor, extendiéndose desde la montaña hacia la costa, teñidas de un color rojizo por la luz agonizante del crepúsculo. Muy pronto unas construcciones bajas ciñeron la carretera, y los dos elfos se vieron engullidos por el extrarradio de Tor Anroc.

El ruido de ollas y el olor de la comida en el fuego recordaron a Carathril que hacía varias horas desde la última vez que había comido, y el lugarteniente deseó con todas sus fuerzas acabar pronto su asunto con Bel Shanaar para salir en busca de una posada.

No tardó en percatarse del silencio y la calma que reinaban en Tiranoc. Nada más atravesar una segunda torre de entrada, que formaba parte de la cortina, y entrar en la ciudad propiamente dicha, Carathril reparó en que las calles estaban desiertas. En el interior de la ciudad, la carretera continuaba ascendiendo en zigzag. A medida que se acercaban a la cumbre, las curvas eran más cerradas y los edificios más altos, hasta que finalmente la carretera transcurrió por un largo túnel iluminado por antorchas. Por un breve espacio de tiempo avanzaron alumbrados únicamente por el fuego titilante de las antorchas. El repiqueteo de los arneses y el chacoloteo de los cascos resonaban en los muros, en los que de vez en cuando aparecían ventanas alargadas y estrechas, y puertas angostas.

Los frescos de vivos colores rompían la monotonía de la blancura de las paredes; representaban escenas de la cosecha, carreras de carros, cacerías de venado y plazas de mercado. Varios callejones y pasajes evitaban que el túnel fuera completamente hermético, si bien ninguno permitía ver el cielo. La ciudad había sido excavada en el monte; cada sala, ventana y puerta había sido creada por los mamposteros en las entrañas de la colina. Carathril se había criado en las avenidas abiertas de Lothern y se sentía incómodo en un lugar de aquellas características, aunque sólo se dio cuenta de que había empezado a ponerse nervioso cuando salió del túnel para salir a la vasta explanada que rodeaba el palacio.

La plaza estaba pavimentada con las mismas losetas rojas de la carretera, medía trescientos pasos de longitud y estaba tomada por los tenderetes y la muchedumbre. Los gritos de los vendedores pregonando sus productos se mezclaban con el alboroto de las negociaciones y las conversaciones de todo tipo. Los ciudadanos de Tor Anroc, ataviados con largas y holgadas togas blancas, y cubiertos con capuchas, pañuelos y capas teñidos de los mismos colores vivos que los frescos del túnel, se deslizaban ociosamente entre los puestos, cruzando las trayectorias ajenas en una compleja y parsimoniosa danza de mercado. En el centro de la plaza se alzaba hacia el cielo crepuscular la torre del palacio del Rey Fénix, cuyas estrechas ventanas arrojaban una luz trémula.

—Por aquí —dijo Carathril, señalando a su izquierda.

Un camino despejado conducía directamente a las puertas de la torre donde una compañía de aurigas hacía guardia; cincuenta soldados repartidos en dos filas flanqueaban el acceso al palacio.

* * *

Ninguno de los centinelas les interceptó el paso. Un criado se les acerco y agarró las riendas de sus caballos mientras desmontaban junto a la entrada del palacio. Las altas puertas de madera se abrieron, y ante ellos apareció un vestíbulo con el techo abovedado, iluminado por la luz dorada de los faroles. En el lado opuesto a la entrada comenzaba una escalinata de mármol que ascendía en espiral hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Una alfombra de un oscuro color rojo cruzaba el vestíbulo y continuaba por la escalinata. Carathril se alzó el dobladillo de la capa con timidez, consciente de la mugre que cubría la prenda tras tantos días de viaje.

Un elfo, envuelto en una toga azul larga y holgada, con esbeltos pájaros bordados con hilo de oro, apareció bajando rápidamente la escalinata.

—Capitán Carathril, mi nombre es Palthrain: soy el chambelán de su majestad —se presentó el elfo, inclinando la cabeza con deferencia cuando se encontraron al pie de la escalera.

Tenía los pómulos angulosos y unos grandes ojos oscuros bajo una mata de pelo negro. Les indicó que le siguieran con unos gestos moderados y precisos.

—Su majestad está deseoso de oír vuestras explicaciones sobre los sucesos acaecidos en Lothern —dijo mientras ascendían con presteza por la escalinata, con los ojos clavados en los de Carathril—. Han pasado muchas semanas desde que recibimos las últimas noticias del príncipe Aeltherin o de algún miembro de su corte.

Carathril vaciló un momento y miró de refilón a Aerenis.

—Tenga la seguridad, lugarteniente, de que me enteraré inmediatamente de cualquier cosa que le diga al Rey Fénix.

—Me temo que las noticias que traigo no serán motivo de júbilo —aseveró el lugarteniente.

Palthrain respondió a las palabras de Carathril con una simple mueca de comprensión, si bien su mirada no abandonó los ojos del lugarteniente.

Continuaron subiendo por la escalera y pasaron de largo varios descansillos, donde unos arcos daban paso a los pasillos y galerías que conducían a las cámaras más amplias del palacio. Cuando llegaron al cuarto piso, Palthrain los desvió y los invitó a cruzar un arco que marcaba la entrada a un vasto anfiteatro interior. Los bancos de madera, vacíos en ese momento, rodeaban una tarima circular en el centro del espacio. En el otro extremo de la sala, donde terminaban las filas de asientos dispuestos en forma de herradura, podía verse al Rey Fénix sentado en un trono de oro con el respaldo alto, rodeado de varios elfos de aspecto regio.

* * *

Según se acercaban, los recién llegados advirtieron que el rey se hallaba enfrascado en una conversación y no desviaba en ningún momento la mirada hacia ellos. Iba vestido con la vestimenta formal que correspondía su condición: ropajes blancos y dorados con espirales y runas de plata delicadamente bordadas. De los hombros le caía una capa de plumas blancas que cubría los brazos del trono, rematada con una banda de hilo de oro y zafiros. Apenas se le apreciaban arrugas en el rostro, la única marca de vejez que toleraba un elfo, y una cinta de oro con una solitaria esmeralda mantenía peinada hacia atrás su cabellera rubia, dejando a la vista una frente fruncida. Tenía los ojos de un resplandeciente color azul y la boca arrugada mientras escuchaba con atención las palabras de sus consejeros.

—Su majestad Bel Shanaar, Rey Fénix de Ulthuan —susurró Palthrain a Carathril en un tono extremadamente respetuoso, mientras avanzaban por el suelo de madera lacada,

El chambelán levantó una mano dócil hacia un elfo bajo y joven situado a la izquierda del Rey Fénix, que permanecía con los brazos cruzados y una expresión de contrariedad.

—Elodhir, hijo del Rey Fénix, heredero al trono de Tiranoc —le explicó el chambelán. El parecido entre padre e hijo saltaba a la vista.

Al otro lado del rey, había un elfo alto y robusto, vestido con una loriga dorada y un grueso cinturón de piel negro; de la cadera le colgaba una espada.

—Imrik de Caledor, hijo de Menieth —dijo Palthrain—. Es el nieto de gran mago Caledor Domadragones.

—Todo el mundo conoce a Imrik —señaló Carathril, estremecido por ver en carne y hueso al legendario guerrero.

—El tercero y último de los consejeros del Rey Fénix es Thyriol, uno de los príncipes magos más poderosos y soberano de Saphery.

El pelo plateado le llegaba por la cintura, recogido en tres largas trenzas atadas con tiras de cuero negro. Llevaba una vestimenta compuesta por numerosas capas blancas y amarillas que centelleaban continuamente, ya que no paraba de mover los pies.

—¿El mismo Thyriol que presidió el Primer Consejo? —preguntó admirado, Aerenis.

—El mismo —dijo Palthrain, y alzando el volumen de su voz anunció—: El capitán Carathril de Lothern, majestad.

—Gracias, Palthrain —respondió Bel Shanaar, todavía sin volverse a los recién llegados.

El chambelán hizo una reverencia y se alejó sin añadir nada más. Carathril y Aerenis se quedaron solos, escuchando la conversación del monarca.

—No podemos mostrarnos clementes —dijo Imrik, meneando la cabeza—. El pueblo necesita nuestra fuerza.

—Pero muchos tienen tanto de víctimas como de verdugos —señaló Bel Shanaar—. Sus propios demonios los han empujado al abismo. Los sacerdotes juegan con sus miedos y manipulan sus penas. He hablado con algunos que afirman que no eran conscientes del envilecimiento que se había operado en ellos. La magia negra está involucrada en este asunto. Todo esto encierra un propósito más maléfico aún y que todavía no hemos desvelado.

—Entonces, debemos encontrar a los cabecillas e interrogarlos —sugirió Elodhir. El príncipe dio un paso para acercarse aún más a su padre—. No podemos permitirnos que las sectas se expandan libremente. Si dejamos que eso ocurra, nuestros ejércitos acabarán devorados por ellas y nuestro pueblo consumido por sus propios deseos. ¡No! Aunque haya quien lo juzgue severo en exceso, debemos aplicar la ley con una firmeza y una determinación implacables.

—Todo eso está muy bien, Elodhir, pero ¿a quién le aplicamos la ley? —preguntó Thyriol. Como siempre, el príncipe mago pronunció en tono sosegado unas palabras colmadas de sentido.

Mientras mesuraba las palabras apropiadas para continuar con su exposición, el mago elfo paseó los delgados dedos de su mano por su cabellera plateada. Sus oscuros ojos verdes se fijaron de uno en uno en sus compañeros de debate.

—Todos sabemos dónde se encuentra la raíz del problema, aunque ninguno de nosotros pronuncie su nombre: Nagarythe. Ya veis, lo he dicho y el mundo sigue girando.

—Los chismes y los rumores no son ninguna base para la política —replicó Bel Shanaar—. Quizá nuestros invitados traigan nuevas que arrojen luz a nuestra discusión.

Carathril se quedó atolondrado un instante, sorprendido por su repentina inclusión en la conversación. El Rey Fénix y tres príncipes lo miraban inquisitivamente. El lugarteniente se aclaró la garganta y puso en orden sus pensamientos.

—Traigo malas noticias, majestad —dijo suavemente Carathril—. Mi teniente y yo hemos cabalgado hasta aquí con la mayor presteza para informaros de que el príncipe Aeltherin ha fallecido.

Imrik frunció el ceño, mientras que el resto de los presentes inclinó fugazmente la cabeza.

—Sin duda, es muy triste para nosotros que el extraordinario príncipe cayera en desgracia, majestad —continuó Carathril—. Desconozco las circunstancias que lo llevaron a ello, pero el príncipe Aeltherin se había convenido en un adepto de los cultos del placer. No sabemos desde cuándo, aunque parece ser que llevaba bastante tiempo confabulado con la sacerdotisa de Atharti y que desde su cargo desencaminaba nuestros esfuerzos por descubrir las tramas de la secta. Sólo un suceso casual, un nombre balbuceado en sueños por un prisionero, nos puso en el siniestro camino que conducía a las puertas de la mismísima mansión del príncipe.

—¿Y cómo es que el príncipe no está aquí para defenderse de tales acusaciones? —inquirió Elodhir—. ¿Por qué no se encuentra bajo arresto?

—Se quitó la vida, alteza —explicó Carathril—. Intenté por todos los medios hacerle entrar en razón, le imploré que dejara su caso en manos de los tribunales, pero sufrió un ataque de locura y no accedió a mis demandas. No sé qué pudo llevarlo a actuar así, y no me atrevo a especular.

—¿Un príncipe gobernante afiliado a esas malignas prácticas? —musitó Thyriol, volviéndose al príncipe—. El asunto es aún más grave de lo que nos habríamos atrevido a admitir. Cuando se difunda la noticia de la muerte de Aeltherin, lo que vendrá a continuación será miedo y sospechas.

—No me cabe duda de que ésas eran las intenciones de los urdidores de esta tenebrosa conspiración —aseveró Bel Shanaar—. Una vez que los gobernantes de los reinos pierdan toda la confianza de sus ciudadanos ¿hacia quién volverá las miradas el pueblo? Cuando ya no pueda confiar en las autoridades, mayor será el temor de nuestro pueblo y mayor será su entrega a las sectas.

—¿En quién deberíamos confiar sino en nuestros pares? —inquirió Imrik, con el semblante sombrío.

—La deserción del príncipe Aeltherin pone en entredicho a todos los príncipes —dijo Bel Shanaar, meneando la cabeza con pesadumbre—. Si queremos librar a nuestro pueblo de las tentaciones de las sectas debemos permanecer unidos. Sin embargo, ¿cómo podemos actuar juntos si persiste la duda de que los seres en los que confiamos podrían estar obrando en contra de nuestros intereses?

—Si permitimos que nos dividan, se iniciará un terrible período de anarquía —advirtió Thyriol, caminando de un lado a otro frente al trono del rey—. El gobierno de los reinos se halla en un momento tremendamente delicado, y nuestros líderes más carismáticos se encuentran más allá de nuestras costas, en las colonias del otro lado del océano.

—Nuestro líder más carismático está sentado en este trono —aseveró Elodhir, entornando los ojos.

—No estaba personalizando —se explicó Thyriol, alzando una mano conciliadora—. No obstante, desearía que el príncipe Malekith estuviera aquí, aunque sólo fuera para resolver el asunto del pueblo de Nagarythe. En su ausencia nos resistimos a indagar en su reino.

—Bueno, Malekith no está aquí y nosotros sí —dijo Bel Shanaar con sequedad. Se acarició la frente en silencio durante unos instantes—. No tiene importancia. Thyriol, ¿qué consejo nos ofrecen los magos de Saphery?

El príncipe mago detuvo su paseo y giró sobre los talones para encarar al Rey Fénix. Cruzó los brazos, y éstos desaparecieron en el interior de las mangas de su voluminosa toga; meditó unos momentos con la boca fruncida.

—Habéis hablado acertadamente de magia negra, majestad. Nuestros augurios advierten de una acumulación cada vez mayor de energía maligna en el Vórtice, en el espacio circundado por las Montañas de Annulii, provocada por las prácticas de las sectas. Los sacrificios de seres sobrenaturales están alimentando los vientos malignos. Si ése es el propósito de los cultos o una consecuencia no buscada de sus ceremonias, es algo que no podemos afirmar. Esta magia es poderosa y peligrosa, y no hay mago que pueda manejarla.

—¿No hay modo de extinguir de manera segura esta magia negra? —preguntó Imrik.

—El Vórtice disipa parte de su poder, y con el tiempo, podría limpiar los vientos si no continuara alimentándose ese tipo de magia —explicó Thyriol—. Desgraciadamente, no podemos hacer nada para acelerar el proceso, aparte de poner fin a las sectas que realizan las prácticas de brujería.

—Eso nos devuelve a la cuestión principal —suspiró Bel Shanaar—. ¿Cómo podríamos librarnos de esas sectas?

—Actuando con firmeza —masculló Imrik—. Reunid a los príncipes; Llamad a las armas. Valeos de la hoja y el arco para barrer esta plaga.

—Vuestra sugerencia podría desembocar en una guerra civil —advirtió Thyriol.

—Quedarse con los brazos cruzados provocará una destrucción igual —dijo Elodhir.

—¿Vos os pondrías a la cabeza de ese ejército? —preguntó Bel Shanaar, revolviéndose en el trono para fijar la mirada en el príncipe de Caledor.

—Yo no —respondió con acritud Imrik—. Caledor todavía está libre de esta plaga, y mi intención es mantener la paz de que disfrutamos en estos momentos.

—Saphery carece de generales de renombre —dijo Thyriol, encogiéndose de hombros—. Me parece que el resto de los reinos se mostrarán reacios a correr los riesgos del estallido de una guerra abierta.

—Entonces, ¿quién liderará la cacería? —inquirió Elodhir, cuyo tono revelaba la exasperación que lo embargaba.

—¿Capitán Carathril?

Bel Shanaar se volvió hacia el oficial, que dio un respingo, sorprendido de que no hubieran olvidado su presencia. Había supuesto que los príncipes ya habían oído todo lo que necesitaban y había estado esperando a que le dieran permiso para retirarse.

—¿Cómo podría serviros, majestad? —preguntó el lugarteniente.

—Os eximo de vuestras obligaciones con la Guardia de Lothern —declaró el rey, poniéndose en pie—. Sois leal y honorable; os entregáis con dedicación a vuestro pueblo y al mantenimiento de la paz y del gobierno legítimo. Desde este momento os nombro mi heraldo; seréis la boca del Rey Fénix. Os entrevistaréis con los príncipes del imperio. Quiero saber si hay uno entre todos ellos dispuesto a acometer la aniquilación de estas sectas intolerables. El peligro que nos acucia no es otro que la división de nuestro pueblo y la destrucción de nuestra civilización. Debemos mostrarnos firmes y orgullosos, y expulsar a estos infieles profesionales del engaño. La gratitud del imperio y de este trono colmarán al príncipe que nos libere de estas tinieblas.