7: Se sella la alianza

SIETE

Se sella la alianza

Con el shaggoth fulminado y sus aliados goblins ahuyentados o muertos, los hombres bestia no tuvieron el valor para continuar luchando, y rápidamente se replegaron a los bosques. Ni los enanos ni los elfos estaban preparados para aventurarse en su persecución; los enanos, porque sabían que nunca los atraparían, pues el enemigo era más veloz, y en cuanto a los elfos, éstos estaban totalmente destrozados tras el conjuro del chaman y el ataque del shaggoth.

La marcha de regreso a Karaz-a-Karak se le hizo mucho más lenta y tediosa a Malekith. Le dolía todo el cuerpo, y las punzadas en el brazo herido y en la espalda se repetían con cada paso. Los enanos se habían ofrecido a transportarlo en la cureña de una de las máquinas de guerra, pero Malekith se negaba a ceder a la humillación que eso hubiera significado, y a pesar del dolor atroz marchó caminando junto a los enanos disimulando su sufrimiento cuanto podía.

También fue un motivo de orgullo para el príncipe de Nagarythe que los guerreros elfos que podían mantenerse en pie siguieran su ejemplo, si bien el príncipe permitió que siete de ellos, con heridas terribles, fueran acomodados en los carros. Los cuerpos de otros diecinueve elfos eran acarreados con roda dignidad junto con los cadáveres de los enanos.

Los enanos hicieron gala de la misma determinación por demostrar su resistencia, y a pesar de que un buen número de ellos tenía huesos rotos, tajos profundos, marchaban hacia la capital por su propio pie, vendados y cojeando, pero con la cabeza bien alta, al menos tan alta como le era posible a un enano.

Malekith pasó con el Alto Rey la mayoría de los días que sucedieron a la batalla, y comprobó con satisfacción que el despliegue heroico de sus guerreros y de él mismo le había reportado el respeto sincero de Snorri, que se mostraba mucho más conversador y parecía ansioso por que las inminentes negociaciones llegaran a buen puerto.

* * *

El contingente cruzó las puercas de Karaz-a-Karak y fue recibido entre vítores y exultaciones populares. Los enanos coreaban el nombre de Snorri y se acercaban a los guerreros para felicitarlos, mientras que los elfos eran agasajados con un entusiasmo similar y recibían todo tipo de obsequios y presentes de manos de pequeños barbudos con los ojos como gatos y sonrientes damas enanas.

Aquella misma noche, el Alto Rey dispuso un banquete para el ejército victorioso y no escatimó en comida ni en cerveza para sus guerreros y para los elfos. Concedió el honor a Malekith de sentarse a su derecha en la mesa y le obsequió con su propia jarra real. Se pronunciaron numerosos brindis y aún más discursos, aunque en esa ocasión Malekith fue mucho más elogioso con sus anfitriones de lo que lo había sido en Karak-Kadrin, y además de agradecer a los enanos su hospitalidad, alabó su valor y su sentido del honor; prometió amistad eterna al pueblo enano e hizo un juramento de fraternidad con el Alto Rey.

Esto último fue un acontecimiento extraordinario y en los enanos supuso la señal para la aceptación sin reservas de los elfos como camaradas y amigos. E independientemente del resultado de las negociaciones, Malekith sabía que, a partir de ese momento, siempre sería un aliado de Snorri, sentimiento que alegró enormemente al príncipe elfo, no sólo por el poder y el prestigio que sin duda eso le otorgaría, sino también porque Malekith admiraba y quería de corazón al monarca de los enanos.

* * *

Al día siguiente al festín, Alandrian fue requerido en los aposentos de Malekith, y el príncipe le encomendó una misión muy personal. Su lugarteniente acató las órdenes en silencio y salió en busca de Aernuis, a quien encontró en una de las galerías superiores.

—Tenemos que discutir un asumo importante —le dijo Alandrian en tono conspirativo—. Sígueme.

El príncipe de Eataine no hizo ninguna pregunta y salió detrás del lugarteniente, que lo condujo hasta el exterior de la fortaleza por una de las numerosas puertas secundarias. Una vez fuera, ascendieron un buen trecho por la falda de la montaña, hasta un terraplén azotado por el viento.

—¿Adónde vamos? —preguntó finalmente Aernuis cuando Alandrian empezó a subir un sinuoso tramo de escalones que ascendía por la pared de un desfiladero.

—No podemos arriesgarnos a que nos oigan o nos vean —le explico Alandrian.

Sin añadir una palabra, Aernuis subió los escalones hasta una estrecha cornisa donde apenas cabían los dos. A sus pies, las rápidas aguas de un río se habían abierto paso por un barranco y caían unos sesenta metros sobre una laguna rodeada de rocas puntiagudas. El viento arrastraba gotas de agua y el estruendo de la cascada acallaba los demás sonidos.

—¿Qué tienes que contarme? —preguntó Aernuis.

—Tengo un mensaje del príncipe Malekith —respondió Alandrian.

—¿De qué se trata?

Más veloz que el ataque de una serpiente, Alandrian se colocó a la espalda de Aernuis y extrajo una hoja encorvada del cinturón; agarró al príncipe por la barbilla y, hundiéndole el acero en su espalda, le atravesó la columna. Aernuis forcejeó mientras se derrumbaba sobre las rodillas y chilló, pero el lugarteniente le tapaba la boca para amortiguar el volumen de sus gritos.

—Ya no le eres de ninguna utilidad —susurró en el oído de su víctima—. Malekith ha sido obsequiado con el favor del Alto Rey, y no olvida las afrentas sufridas. No es reconocido precisamente por su naturaleza indulgente.

Aernuis se retorció y sollozó, pero Alandrian lo tenía apresado como un torno.

—Mi señor no puede permitir que vivas —le explicó—. Estaría dispuesto a dejar que su luz diera lustre a tu vida, pero no puede compartir el poder contigo. Eres inferior a él, y tus ambiciones minarían los proyectos en los que ha puesto todas sus esperanzas.

El príncipe de Eataine sacudió los brazos tratando de agarrar a su verdugo, pero Alandrian le golpeó las manos para quitárselas de encima y sin atisbo de placer ni pesar, el lugarteniente rebanó la garganta de Aernuis con el cuchillo, empujó su cuerpo fuera de la cornisa y se adelantó unos pasos para ver cómo el elfo caía dando volteretas en el aire y se hundía en el agua espumosa. La furia de la cascada se tragó rápidamente el agua que borbotaba teñida por la sangre.

Alandrian lanzó con indiferencia el acero detrás del cadáver de Aernuis y regresó a la escalera preguntándose dónde podría encontrar a Sutherai.

Quince días después, la sala de audiencias de Snorri bullía con la presencia de numerosos enanos y elfos. Aunque aparentemente los miembros de las dos razas se habían mezclado y estaban conociéndose, la realidad era que unos y otros sólo alternaban con sus iguales y únicamente un puñado de los más valientes de cada pueblo se aventuraba a hablar con miembros de la otra delegación. El Alto Rey contemplaba la escena con regocijo, sentado en su trono. Malekith estaba de pie a su derecha.

—Es una pena que vuestros dos compañeros no estén aquí para presenciar la culminación de tantos esfuerzos —se lamentó Snorri.

—Realmente es una pena —respondió Malekith, Y de inmediato añadió—: No alcanzo a comprender qué pudo apoderarse de ellos para aventurarse fuera de la ciudad sin escolta.

—Ni yo —manifestó Snorri.

Malekith no detectó ningún dejo acusatorio en la voz del Alto Rey, aunque quizá su ignorancia de la lengua de los enanos le privaba de captar alguna insinuación que pudieran contener sus palabras.

—Me alegro de que su desaparición no haya causado problemas en las negociaciones —dijo suavemente Malekith—. Es una buena noticia que la repentina partida no haya despertado sospechas infundadas entre nosotros. Una incidencia como ésta podría haber dado al traste con muchos meses de cuidadosa planificación.

—¿Creéis que hay motivos para sospechar? —preguntó Snorri, volviéndose con mirada inquisidora hacia Malekith.

—Yo no, pero entiendo que haya quien contemple una circunstancia como ésta con suspicacia. No creo que esté tramándose ninguna conspiración. El príncipe Aernuis ha pasado mucho tiempo exiliado por propia voluntad, y quizá sus nervios se han visto superados por la inminencia de las conversaciones.

—Independientemente de los motivos que los hayan empujado a marcharse, es probable que en estos momentos ya sean pasto de los trolls —dijo Snorri, devolviendo la atención a la muchedumbre congregada debajo—. O algo peor.

—Un final lamentable para un príncipe de Ulthuan —afirmó Malekith.

Ambos se dejaron arrastrar unos instantes por el barullo de la sala, hasta que Malekith sintió la necesidad de romper el silencio que se había instalado entre ellos.

—¿No creéis que deberíamos unirnos a nuestras delegaciones para que empezaran a que relacionarse? —sugirió Malekith.

—Sí, hagamos que este poni se ponga en marcha —respondió Snorri levantándose del trono.

* * *

Las conversaciones entre elfos y enanos se desarrollaron durante más de un año, un tiempo en el que se firmaron numerosos tratados y ambas partes realizaron diversos juramentos. Mientras los gobernantes y los diplomáticos se enfrascaban en interminables debates, los miembros civiles de las dos razas trataban las cuestiones materiales y alcanzaban acuerdos privados.

Malekith se recuperó de sus lesiones a tiempo para ver cómo se cerraban las negociaciones. De nuevo en plena forma, dividió su tiempo entre Athel Toralien y Karaz-a-Karak, y encabezó sus huestes en numerosa y celebradas victorias sobre las criaturas de las tinieblas. Bel Shanaar envió al príncipe un poderoso obsequio en reconocimiento de sus logros: un dragón blanco de las montañas de Caledor. Tal como su padre había hecho en los tiempos de la lucha contra los demonios, Malekith lideró sus ejércitos a lomos de aquella poderosa criatura, y sus enemigos cayeron a su paso.

Durante muchos siglos más el príncipe de Nagarythe marchó en numerosas batallas junto al Alto Rey, y la amistad que se profesaban se convirtió en un símbolo de la unidad entre las razas de los enanos y los elfos.

* * *

La alianza con los enanos inauguró la época dorada de los elfos. Sus colonias se expandieron por todo el globo y las riquezas de las tierras lejanas se acumularon en sus arcas. Sus flotas llegaban allá donde los deseos de los elfos las llevaran, y se erigieron rutilantes ciudades de mármol y alabastro en los confines agrestes del mundo.

Desde Ulthuan, los elfos se esparcieron por todos los rincones y se asentaron en las selvas tórridas de Lustria, en Las exuberantes selvas de otra orilla de la Gran Océano y en las islas volcánicas orientales. Las ciudades de Ulthuan prosperaron con el imperio, y hasta el más indolente de los elfos habitaba una gran mansión rodeado de todos los lujos. Toda la tierra que se extendía desde el mar hasta las montañas se había convertido en dominio de los elfos, mientras que en las cumbres los enanos ejercían su autoridad, y su propio imperio se expandía con los auspicios de la alianza.

Sólo había un territorio que permanecía libre de la influencia de los elfos. Más allá de las montañas de los enanos, hacia el este, se extendían las inmensidades malditas de las Tierras Oscuras. Ningún elfo albergaba el menor deseo de adentrarse en ellas, pues había suficientes riquezas en este lado del mundo para ambos pueblos, y los enanos les habían advertido que en aquella vastedad yerma no hallarían más que muerte y sufrimiento.

Así pues, los elfos llamaron a las elevadas cumbres los Saraeluii: las Montañas del Fin del Mundo.

Entretanto, los elfos se convirtieron en unos verdaderos maestros en todas las materias que estudiaban. Sus ejércitos marchaban a su antojo liderados por sus príncipes, y las maléficas tribus de orcos y goblins, las repugnantes hordas de los hombres bestia y las inclasificables criaturas del caos fueron arrinconadas en el norte.

Sólo allí, el techo mismo del mundo, los elfos no se aventuraron. Ése era el punto en el que el Imperio del Caos tocaba el mundo y vertía sus caudales de energía mágica que deformaban y corrompían la tierra. Con la experiencia de los sufrimientos padecidos a manos de los demonios en ocasiones anteriores, los elfos no albergaban ningún deseo de entablar una guerra con los Poderes Oscuros en el umbral de sus dominios desnaturalizados, y se contentaban con acorralar las pesadillas mutantes y los monstruos en las latitudes frías e inhóspitas, alejadas de las ciudades meridionales.

Pero Malekith sentía que esas batallas no colmaban su espíritu, pues sus enemigos a los que se enfrentaba ahora apenas representaban una amenaza; eran los restos dispersos de los nutridos ejércitos y tribus que en otro tiempo habían habitado las selvas. Su dragón había sido asesinado por un gigante monstruoso durante una batalla entre los naggarothi y la última horda importante de orcos que había acosado las tierras de los elfos, y el príncipe tuvo que reconocer a regañadientes que había llegado fin de una era. Elthin Arvan estaba dominado, y con ello sus posibilidades de engrandecer su nombre disminuían; por lo tanto, Malekith dirigió su atención a los territorios del norte, y la primera etapa lo condujo hacia las frías Tierras Yermas del Caos.