6: Bestias en las montañas

SEIS

Bestias en las montañas

Lo afirmado por Aernuis se reveló cierro; los enanos eran reacios a tratar con los extranjeros. Sin embargo, la prolongada estancia del príncipe de Eataine en Karak-Izril y su comportamiento ejemplar en la capital le habían reportado cierto respeto, de que, por extensión, también disfrutaba Malekith.

El soberano de los naggarothi ordenó a varias de sus compañías que, regresaran a Athel Toralien en busca de los escribientes y diplomáticos adecuados.

Los enanos también reunieron embajadas de los numerosos reinos repartidos por las montañas, pues aquellas conversaciones no sólo afectaban a Karaz-a-Karak, sino a todo el imperio de los enanos. Las preparaciones llevaron todo el verano y Malekith tuvo la prudencia de enviar misivas a Ulthuan con regularidad para no levantar suspicacias, si bien la información que trasladaba era mínima, con el fin de conservar un papel capital en las negociaciones. Esa posición de privilegio se veía respaldada sensiblemente por el hecho de que los tres únicos elfos en todo el mundo que conocían la lengua de los enanos eran aliados de Malekith: Aernuis, Alandrian y Sutherai.

Durante aquel período también Malekith trabó amistad con el rey Snorri. Lo que en un principio vino motivado por sus ansias de poder político, con el tiempo se convirtió en un afecto por el Alto Rey que ya nunca dejaría de crecer, y según aumentaban sus conocimientos de la lengua de los enanos, más tiempo compartía con Snorri.

—¿Qué es lo más hermoso de Nagarythe? —le pregunto el Alto Rey un día.

Estaban los dos solos en una sala de recepciones de los aposentos del Rey; Malekith sentado en una silla que el monarca había encargado personalmente para su espigado acompañante, mientras que Snorri estaba repantigado en una butaca honda forrada con piel de alce. Los criados habían dejado un barril de cerveza y una enorme bandeja de pasteles en la mesa baja que mediaba entre ambos soberanos.

—Los cielos azules —respondió Malekith sin vacilar—. El aire es fresco y vigorizante, y el viento del norte excita los sentidos. A veces, susurra entre los bosques de pinos; otras, aúlla en las cumbres de las montañas.

—¿Qué opinión os merecen mis montañas? ¿Son comparables con las de vuestro hogar?

—Son imponentes —señaló Malekith, riendo—. Más altas y más voluminosas que los picos de Nagarythe. Pero hasta ahora siempre me he movido por debajo de ellas. ¡Todavía no he pisado sus faldas!

—¡Eso no puede ser! —exclamó Snorri, poniéndose en pie como un resorte—. ¿Qué clase de anfitrión soy si sólo os muestro mis estancias y les oculto la belleza de mis tierras? ¿Os gusta salir de caza?

—Me encanta —respondió Malekith—. He rastreado y dado caza a multitud de bestias monstruosas en las Montañas de Annulii.

—¿Alguna vez habéis matado un troll? —inquirió entusiasmado Snorri—. ¿Y un wyrm de los riscos o un colmillejo?

Malekith meneó la cabeza. Aquellas bestias no se conocían en Ulthuan, y menos por el nombre que les daba Snorri.

—¡Entonces, deberíamos organizar una cacería de trolls! —propuso Snorri con una enorme sonrisa que le partió la barba en dos.

* * *

Dos días después, Malekith estaba sobre un saliente rocoso azotado por el viento que dominaba un profundo valle, varios kilómetros al norte de Karaz-a-Karak, acompañado por Alandrian, el Alto Rey y una escolta compuesta por algunas docenas de enanos. Aunque ya se encontraba bien entrada la primavera, el aire alpino todavía soplaba frío, y los cazadores se protegían de las bajas temperaturas envueltos en capas y pieles. No más que un par de nubes se deslizaban por el cielo, y cuando el sol se vio liberado de ellas, Malekith sintió el pinchazo cálido de sus rayos en la piel.

Snorri señaló un denso bosque que se extendía al otro lado del valle. Los troncos de sus árboles eran anchísimos, si bien no alcanzaban gran altura, lo que les confería una fisonomía muy parecida a la de los enanos. En los márgenes de la floresta, se distinguían claros cuadrados abiertos por los taladores enanos.

—Los wutruth —explicó el rey—, los árboles más resistentes de las montañas. Ese bosque es más antiguo que Karaz-a-Karak. Sólo talamos tres árboles al año para dar tiempo a los más jóvenes a crecer. También es un lugar frecuentado por extrañas y peligrosas bestias.

—Por eso estamos aquí —apuntó Malekith con una sonrisa en los labios.

—Exacto —dijo Snorri.

El Alto Rey rebosaba energía. Encabezó la partida durante el descenso por un sinuoso sendero que serpenteaba entre peñascos hacia el lecho del valle. Saleaba de piedra en piedra con una agilidad sorprendente para su altura, aunque Malekith no pasaba dificultades para seguir su ritmo con sus largas y gráciles zancadas. Durante la marcha, Snorri dedicaba un somero comentario a todo lo que veían.

—Aquel pico más oriental, con los precipicios de color púrpura que quedan frente a nosotros, es Karag Kazor —explicó el rey—. En las hogueras de sus entrañas, Grungni forjó la primera de las hachas de Grimnir.

Por encima de sus cabezas pasó una prodigiosa bandada de aves con oscuras plumas y picos bermellones, que se lanzó en picado sobre el valle y desapareció.

—¡Cuervos chupasangre! —exclamó Snorri—. ¡Un buen augurio! Son aves carroñeras. Que las hayamos visto en tal número significa que hay comida en abundancia. ¡Algo ha estado matando por los alrededores!

Y así continuó el rey, disertando sobre cada tipo de roca, planta, pájaro y bestia que encontraban a su paso. Cuando el sol alcanzaba su cenit y bañaba el valle con sus rayos cálidos, la partida alcanzó la cuidada entrada del bosque. La arboleda era penumbrosa y la maleza no crecía; daba la impresión de que los wutruth se alimentaban de la roca desnuda.

—Tomad un ligero ágape si lo deseáis. Yo no tardaré en regresar-dijo Snorri.

El Alto Rey se internó en el bosque con un puñado de guerreros enanos y rápidamente se confundió con las sombras. Los enanos que no lo acompañaron se sentaron en las rocas y los tocones, y extrajeron pan duro y quesos de fuerte aroma de sus zurrones.

Malekith no tenía hambre y se dedicó a observar atentamente a los enanos. Parecían relajados, pero de vez en cuando echaban un vistazo a las posesiones. Aunque en un principio Malekith pensó que sus obligaciones se limitaban simplemente a actuar como escoltas de la partida de cazadores, concluyó que su presencia obedecía más bien a una función de protección del Alto Rey de una posible acción pérfida de los elfos.

Snorri regresó enseguida, con una sonrisa de satisfacción en el rostro curtido.

—¡Huellas de zarpas! ¡Y grandes! —anunció el rey—. Y cálculo que son bastante recientes.

Snorri dio la orden de que se prepararan para ponerse en marcha, lo que fue recibido con un suave y comprensivo murmullo. La mayoría de los enanos preferían mantenerse bajo tierra siempre que fuera posible, y el séquito de Snorri no opinaba de manera diferente. No obstante, ya le habían acostumbrado a la extraña querencia por el cielo abierto y el aire fresco que cultivaba su Alto Rey, y cedieron a sus deseos con buen humor.

Se adentraron en el bosque varios centenares de pasos siguiendo el rastro. Malekith se agachó, clavó una rodilla en el suelo y examinó las pisadas. Apenas se distinguían, pues la capa de tierra era muy delgada; aun así, el príncipe reconoció una enorme huella, tan larga como su brazo y excepcionalmente ancha. Su forma no era muy distinta de las huellas de los orcos y los goblins, aunque sí considerablemente mayor, y se apreciaban cuatro dedos con uñas irregulares.

—Es de troll —aseveró Snorri con una seguridad petulante—. Tenéis suerte. En esta época del año la mayoría de los trolls ya han emigrado al norte. Éste debe de ser estúpido de remate o un genio.

—¿Y eso? —preguntó Malekith,

—Puede ser tan estúpido como para no enterarse de que en verano el calor le resultará insoportable —explicó el rey—, o lo suficientemente listo como para darse cuenta de que el resto de los trolls se han marchado y que dispondrá de una cantidad ingente de comida por la que no tendrá que pelear.

—¿Eso cambia algo? —inquirió Alandrian.

—Sí y no —respondió Snorri, encogiéndose de hombros—. Un troll estúpido es más fácil de cazar, pero también es más probable que se comporte de manera violenta cuando lo atrapemos. Un troll más inteligente podría advertir el peligro e intentar huir.

Siguieron el rastro hacia el nordeste, internándose más aún en la floresta. De vez en cuando encontraban los restos roídos de algún animal o boñigas con el olor más repugnante que Malekith hubiera conocido jamás. Esas pistas llevaron a considerar a Snorri que su presa andaba cerca a escasos kilómetros.

—Ya hemos sobrepasado el mediodía, así que es probable que se han escondido en un lugar penumbroso, fuera del alcance del sol —dijo el Alto Rey—. No muy lejos de aquí hay unas cuevas que deberíamos explorar. Sería conveniente cazarlo antes del anochecer; si no, podría alejarse y ya resultaría imposible dar con él.

Continuaron tras la pista, que tal como Snorri esperaba, los condujo hasta las cuevas. La tarde había avanzado y el sol empezaba a deslizarse detrás de las cumbres occidentales. Malekith observó el cielo por una rendija entre la frondosidad de los árboles y vio que las nubes volvían a agruparse y la luz se extinguía rápidamente.

El corto día serraniego se acercaba a su fin cuando Snorri los sacó de la floresta y emergieron en un risco de gran altura. El barranco que se levantaba enfrente estaba salpicado de oscuras cuevas. Snorri señaló las numerosas huellas de troll que había en el suelo.

—Aquí está bien —gruñó el Alto Rey.

Snorri hizo una señal a un criado, y éste le entregó su ballesta. Se trataba de una extraordinaria pieza fabricada por los enanos, con incrustaciones de piedras preciosas y plata, y con la verga y la palanca de disparar dorados. Mientas el rey cargaba su arma con una minuciosa precisión Malekith extrajo su arco de la aljaba colgada a la espalda y lo encordó rápidamente. Ancló una flecha con plumas negras y dirigió la mirada hacia las cavidades que jalonaban la pared que se levantaba a unos pocos centenares de pasos.

—¿Cómo se caza un troll? —preguntó el príncipe.

—Unos cuantos de mis chicos entrarán en la cueva y lo atraerán hacia el exterior —explicó Snorri—, si no los atrapa él antes… De todas formas es mejor sacarlo al aire libre.

—¿Y adónde hay que apuntar para el disparo letal?

Snorri se echó a reír.

—No es ningún oso ni ningún venado que pueda derribarse con una única flecha —respondió el rey—. Tienen unos cerebros increíblemente pequeños, y he visto trolls que seguían peleando aun con su gruesa cabeza atravesada por tres saetas. El corazón está protegido por una resistente osamenta. El fuego es una buena opción, ya que la carne quemada no se regenera.

Para ilustrar sus palabras, el rey agarró una de sus flechas y le enseño la punta. Tenía una breve runa inscrita en el acero afilado que titilaba con las llamas distantes.

—Acabar con el troll podría requerir un trabajo que complemente el acero —añadió el rey, guardando de nuevo la flecha.

Malekith meditaba sobre las palabras del monarca cuando más de una docena de enanos atravesaron el claro portando antorchas en sus rudas manos. No sentía miedo, pues no había criatura en el mundo que no pudiera vencer; sin embargo, la expectación había acelerado ligeramente su corazón, y advirtió que Snorri demostraba la misma ansiedad por avistar la presa.

El Alto Rey notó los ojos del príncipe posados en él y se volvió.

—¡Divertido!, ¿eh? —exclamó Snorri, riendo entre dientes y guiñando un ojo al elfo.

Los enanos que se habían adelantado ya se habían introducido en las cuevas y la luz de sus antorchas había desaparecido. Casi inmediatamente se oyó el eco de gritos, y tres enanos salieron corriendo de la boca de una cueva, a la izquierda de Malekith; lanzaban miradas por encima del hombro, no asustados, sino para asegurarse de que su presa los seguía.

Una docena de pasos detrás de ellos apareció el troll.

Era alto y desgarbado —fácilmente doblaba en altura a Malekith—, con las extremidades musculosas y nervudas, y una barriga abultada. Tenía una cabeza grande que movía con torpeza, con la nariz chata y pequeña y unos ojos que desprendían estupidez. Su piel era como una gruesa escama gris sin pelo, excepto por unos mechones en la cabeza y los hombros. Unas grandes orejas puntiagudas y estropeadas sobresalían a ambos lados de su espantoso rostro, y tenía una boca enorme, llena de dientes partidos. Los largos brazos acababan en unas manos con forma de garrote, y en la punta de los dedos se adivinaban las uñas rotas y roñosas.

El troll profería aullidos lastimosos mientras perseguía desmañadamente a los enanos; cada pocos pasos se detenía y se encorvaba con los puños clavados en suelo para olisquear el aire.

Snorri efectuó el primer disparo, desde unos noventa metros de distancia. El ruido de la vibración de la ballesta quedó flotando en el aire, y la saeta salió disparada con la punta envuelta en llamas. El proyectil se alojó en el hombro izquierdo del troll, que lanzó un gruñido de dolor.

Los enanos se dispersaron mientras el troll descendía a la carrera por una ligera pendiente en dirección a Malekith y al Alto Rey. El príncipe tomó aire y apuntó su arma, contuvo la respiración y se concentró en las rachas de viento. Musitó un sencillo conjuro y en la punta de su flecha titiló una llama azulada; suspiró y soltó la cuerda del arco. La flecha cruzó como un rayo el claro y se incrustó directamente en el ojo izquierdo del troll.

La bestia se desmoronó agitando las extremidades, aullando y gorjeando. El príncipe se volvió hacia Snorri, que todavía estaba tensando la cuerda de su ballesta.

—¿Que no había un disparo letal? —preguntó Malekith, sonriendo.

—No contéis vuestro oro hasta que hayáis fundido el metal —dijo entre dientes Snorri, sin apartar la mirada de la tarea que estaba realizando.

Malekith se volvió de nuevo hacia el troll y se quedó boquiabierto cuando vio que la bestia se ponía de nuevo en pie. La flecha del príncipe estaba intacta, clavada en la cuenca del ojo del troll y con la punta llameante sobresaliendo por el cogote de la presa. La bestia dirigió su ojo sano hacia los cazadores, lanzó un grito encolerizado y emprendió una carrera dando saltos, lo que le permitía cubrir la distancia con una velocidad pasmosa.

—¡Oh…! —musitó Malekith,

El príncipe recuperó la compostura y realizó tres disparos más contra el monstruo, que se aproximaba rápidamente. Un fuego azul inflamaba las flechas cuando impactaban en el pecho de la criatura. El troll, más furioso aún, agachó la cabeza para una embestida temeraria y en su carrera fue levantando terrones de la fina capa de tierra del suelo.

Snorri disparó otra flecha, que se clavó en la pierna derecha del monstruo, justo encima de la rodilla. El troll se tambaleó y cayó. Por unos instantes, se mantuvo a cuatro patas, meneando la cabeza, semiinconsciente, pero finalmente se levantó y reanudó el ataque.

El resto de los enanos empezaron a gritarse unos a otros, y una ráfaga de flechas convergió en el cuerpo del troll. Algunas no hicieron blanco otras se hundieron en la carne, pero con un pobre efecto. El troll se volvió hacia el cazador que tenía más cerca, un enano de nombre Godri que, era uno de los miembros del séquito más estimados por el rey. Las zarpas pasaron como un rastrillo por la armadura del thegn y el suelo quedo sembrado de esquirlas de hierro rociadas de sangre. El enano se desplomó sobre la espalda.

El monstruo se volvió entonces hacia Malekith y Snorri, con el rostro y los brazos teñidos de carmesí.

Snorri todavía estaba tensando la cuerda de su ballesta. El troll sólo se encontraba a una veintena de pasos de él. Malekith desenvainó a Avanuir y se lanzó al ataque; la hoja emitía un resplandor azul, y en su acometida el príncipe de los elfos abrió un surco en las costillas de la criatura. El troll ignoró a Malekith y persistió en su ataque a Snorri.

El Alto Rey le arrojó la ballesta descargada a la cara y blandió un bifaz que llevaba prendido del cinturón. El primer golpe rajó la barriga del troll, que perdió el equilibrio, y ambos cayeron rodando por la endiente, la bestia mordiendo y golpeando al rey, y éste, atizándole con el hacha.

Malekith salió detrás del rey, a pesar de que los enanos también corrían hacia él enarbolando sus hachas. La bestia se había colocado encima de Snorri y estaba irguiendo la cabeza, con la boca abierta, para arrancarle de un mordisco el rostro.

El príncipe de Nagarythe aprovechó aquella oportunidad y lanzó a Avanuir, a la que guió con el poder de la magia. La espada giró horizontalmente y la hoja mágica voló cortando el aire, atravesó la base del cráneo del troll y le cercenó la parte superior de la cabeza. Sólo el cuello y la zona inferior de la mandíbula continuaron pegados al cuerpo de la criatura, Avanuir continuó su vuelo por encima de Snorri, luego viró y regresó para hundirse en el pecho del troll.

La criatura dio una sacudida y cayó de bruces sobre el Alto Rey, que quedó atrapado bajo el cuerpo sin vida del troll.

Malekith no tardó un segundo en llegar junto a Snorri, y comprobó con alivio que el rey todavía respiraba. El enano parpadeó. Entre ambos apartaron al troll, y Snorri se puso en pie, con la barba salpicada de sangre pestilente y mocos, y la armadura embadurnada con las mismas sustancias. De la parte frontal del yelmo le colgaban gotas de sangre que se filtraban hasta la cabellera trenzada. El Alto Rey se valió de una mano cubierta por un guantelete para limpiarse lo que pudo; luego, se volvió hacia Malekith y adoptó una pose regia, con los hombros rectos y la barbilla levantada.

—¡Os felicito! —dijo el Snorri—. ¡Habéis matado a vuestro primer troll!

* * *

La amistad entre el príncipe y el Alto Rey se cimentó durante el tramo final del verano, cuando quedaban alrededor de veinte días para que se iniciaran en serio las negociaciones. Hasta la capital había llegado la noticia de que una horda de hombres bestia estaba congregándose al sur del vastísimo lago alpino conocido como Agua Negra y que las desproporcionadas dimensiones de aquel ejército hacían temer a los reyes de Kar-Varn y Zhufbar un ataque a sus reinos.

Tras oír aquella información, y puesto que había pasado la mayor parte de la estación deambulando por los pasillos de Karaz-a-Karak sin hacer nada, Malekith sintió cómo se estimulaba su espíritu. El príncipe se enteró de que Snorri estaba preparando una expedición para combatir contra aquellas criaturas del Caos y se presentó ante el rey en la sala del trono para ofrecerse a liderar su compañía junto a los enanos.

Snorri se mostró dubitativo.

—Tengo el pueblo de Karaz-a-Karak a mi disposición —dijo el rey—. ¿Por qué necesitaría otros cincuenta guerreros?

—En tiempos de prosperidad se aprende mucho de los aliados, pero es en las dificultades cuando se aprende lo más importante —respondió Malekith.

—Eso es cierto —convino Snorri, asintiendo con la cabeza—. Sin embargo, estamos a las puertas de una era importante, y no permitiré que mis descendientes me recuerden como el rey de los enanos que arriesgo las vidas de sus nuevos amigos.

—No temáis por nuestra seguridad, pues todos nosotros nacimos guerreros, conmigo a la cabeza —contestó Malekith—. Las huestes de Nagarythe son las más extraordinarias de todo Ulthuan y, quizá, a excepción de vuestro pueblo, el ejército más portentoso del mundo. Si bien aquí sólo dispongo de un puñado de guerreros, me gustaría demostraros mis palabras con hechos. Puede ser que seamos socios en asuntos comerciales, pero en estos tiempos peligrosos es igualmente importante que nos convirtamos en hermanos de armas sobre el campo de batalla.

—Vuestras palabras encierran gran verdad —reconoció, sonriendo Snorri—. ¡Que no se diga que me negué a mostrar a los elfos el auténtico valor de un enano blandiendo un hacha! En la batalla se desvelará las verdaderas medidas del coraje y la disciplina, y quizá ya haya llegado el momento de que los enanos descubramos las cualidades reales de los elfos.

—Y nosotros de los enanos —replicó Malekith con una sonrisa.

—Sí, eso también —convino Snorri, lanzándole una mirada elocuente.

Ambos sabían que el campo de batalla les proporcionaría una valiosa información sobre sus futuros aliados, tanto respecto de sus puntos fuertes como, si las cosas se torcían, de los débiles.

Por lo tanto, dos días después de aquella conversación los naggarothi se prepararon una vez más para la batalla y marcharon al lado del ejército de Karaz-a-Karak. Snorri encabezaba la columna de los enanos, cuyas huestes eran realmente impresionantes. Desde la muralla que se extendía justo encima de la entrada, el príncipe de los elfos tenía una vista magnifica de la carretera que recorría la falda de la montaña y de las filas de guerreros que, una detrás de otra, avanzaban por ella.

Cada guerrero era diferente de los demás, ya que cada uno se encargaba de conseguir su propio equipo. Algunos llevaban hachas; otros martillos; si bien la mayoría iban armados con arcos o con las ballestas automáticas que parecían gozar de la preferencia de los enanos. En cuanto a los escudos, la variedad de estampados y runas era considerable, aunque mientras contemplaba la marcha de las huestes desde su posición encima de la puerta de la fortificación, Malekith comprendió que los motivos que se repetían estaban dedicados a los diferentes clanes.

Aernuis también observaba la columna de guerreros junto a Malekith. El príncipe rival y su lacayo Sutherai no formaban parte del contingente elfo, pues Malekith no quería que el espectáculo militar y la destreza de los naggarothi se vieran desmejorados por la presencia de dos elfos oriundos de Eataine. Aunque Malekith se había cuidado de no afirmar nunca que todos los elfos eran tan corajosos y fuertes como los guerreros de Nagarythe, su intención era que el rey Snorri tuviera la impresión de que ese era el caso.

Los enanos estaban distribuidos por regimientos de guerreros de un mismo clan, y marchaban precedidos por los estandartes de la familia y de los antepasados. Los ritmos marciales tronaban en los tambores, y los cuernos tocaban melodías fúnebres de notas graves y tristísimas. Algunos soldados portaban armas recién forjadas; otros empuñaban reliquias heredados de sus antepasados, unas armas cuyos nombres e historias eran aún renombrados como las de aquellos que las habían blandido en el pasado,

Snorri era el guerrero más llamativo de toda la fuerza; marchaba a la cabeza de la columna, flanqueado por portaestandartes que mantenían alzados pendones elaborados con hilos de metales preciosos e iconos con inscripciones de runas mágicas.

—El enano que va delante de él lleva el icono del Alto Rey —explicó Aernuis—. El de la derecha, el estandarte del clan de los Snorri. El de la izquierda es el pendón del reino y el cuarto es el estandarte personal de Snorri.

El rey se protegía con una armadura que le cubría totalmente el cuerpo encima de una cota de malla. En el hierro bruñido se distinguían los sigilos grabados, que resplandecían con intensidad. No menos espectacular era el hacha que portaba, cuya hoja se había decorado con tres runas con formas angulosas para propiciar la muerte de los enemigos del Alto Rey. El hacha de doble filo refulgía con una energía mística y el rey la blandía por encima de su cabeza para arengar a sus hombres como si fuera una simple pluma. El yelmo de batalla de Snorri era dorado y asimismo exhibía símbolos mágicos depositarios del valor y la realeza.

—El yelmo del rey fue elaborado por Valaya, al menos eso creen los enanos —señaló Aernuis—. Las runas inscritas en él son un conjuro para que cualquiera que pose su mirada en el Alto Rey se sienta inspirado y sobrecogido; ante el enemigo, el Alto Rey se revela como una pesadilla aterradora que les encoge los corazones.

—Yo no siento nada, ni tampoco me veo preso de ninguna pesadilla —dijo Malekith.

—Entonces, será que no sois amigo ni enemigo —concluyó Aernuis.

El príncipe de Nagarythe miró detenidamente a Aernuis, pero no percibió en su semblante un atisbo de burla ni de insulto.

—Quizá sólo se deba a que estoy demasiado lejos de él —dijo Malekith.

Alrededor de Snorri y sus estandartes se congregaban muchos de los thegns de los reinos, quienes, junto con la guardia del rey, conformaban el grupo de los mejores guerreros de cada clan. Iban armados con hachas enormes y martillos que exhibían runas crueles, y ataviados con cotas de malla y armaduras lo suficientemente gruesas como para resistir el más certero y poderoso de los golpes.

Aquellos venerables enanos llevaban unas barbas que les llegaban por las rodillas, y para proteger aquel valioso pelo se habían prendido unas piezas de armadura a las trenzas de la barba, de modo que ningún enemigo pudiera privarles de su magnífico pelo facial. Durante el tiempo que había compartido con los enanos en Karaz-a-Karak, Malekith había aprendido mucho sobre ellos y sobre su barba, y era una cuestión reseñable —de hecho, sospechosa— que los elfos carecieran de vello facial. «Pequeño barbudo» era una expresión muy común para referirse a los enanos jóvenes, e «Imberbe» era un término deshonroso, un insulto grave entre los enanos.

—Parecen una muchedumbre desorganizada —comentó Malekith.

El príncipe contempló a los enanos mientras éstos avanzaban sin obedecer a una cadencia o un paso colectivo; cada uno caminaba a su ritmo, fumando su pipa tranquilamente, comiendo, charlando u ocupado en cualquier otra actividad muy poco marcial, lo que le llevó a pensar a Malekith que, a pesar de que las huestes de los enanos eran impresionantes visualmente, carecían del rigor de sus legiones de elfos. Apenas se vislumbraba en ellas la precisión y el porte que el príncipe asociaba a las filas ordenadas de sus compañías de lanceros.

También extrajo una valiosa conclusión sobre la actitud de los enanos respecto a la guerra, ya que no se advertía en ellos mayor preocupación por estar marchando hacia la batalla que la que se les supondría por salir a dar un agradable paseo vespertino. Con la experiencia que había adquirido tras sus encuentros con los hombres bestia y los orcos, Malekith sospechó que los enanos habían encontrado poca oposición a su dominio y que, resguardados en sus fortalezas, no se les había presentado la ocasión de medir verdaderamente sus fuerzas desde los tiempo inmemoriales en los que habían conquistado el control de las montañas.

Todavía estaba dándole vueltas a esa idea cuando otro pensamiento irrumpió en la mente de Malekith: la falta de preocupación mostrada por los enanos revelaba un motivo subyacente para aquella expedición. Si la confianza que exhibían los enanos se debía a un conocimiento previo relacionado con la naturaleza del enemigo, ¿no podría ser que todo aquel despliegue estuviera produciéndose con el ojo puesto en los elfos?

—¿Qué habéis oído sobre la horda de bestias? —preguntó Malekith.

—Sólo que es de unas dimensiones colosales —respondió Aernuis.

—Resulta terriblemente conveniente que el Alto Rey sienta la necesidad de marchar con sus ejércitos justo ahora —dijo Malekith—. Quizá pretende intimidarme con este despliegue de fuerzas.

—Podría ser —respondió Aernuis sin demasiado convencimiento.

Malekith se rió para sus adentros con la idea de que los enanos hubieran pensado que aquellas maniobras lo amedrentarían. Sin embargo, su espíritu era digno de admiración, y se lamentó de que no se le hubiera ocurrido antes a él. Quizá si hubiera permitido que un puñado de enanos acompañara a sus emisarios de regreso a Ulthuan, aquéllos habrían difundido a su vuelta la rapidez con la que el imperio elfo estaba expandiéndose y el tamaño de sus ejércitos; de ese modo, se habría rebajado algo la hostilidad de los enanos.

—Cuando vean cómo se comportan los naggarothi en el fragor de la batalla, entenderán que estas amenazas tácitas son inútiles —aseveró Malekith.

—No lo dudo, Malekith —respondió Aernuis, cuyo tono y expresión no dejaban adivinar ninguna opinión personal sobre el asunto.

Posiblemente, el aspecto más intrigante de aquel ejército —y lo que ocupó más tiempo los pensamientos de Malekith— fueran las máquinas de guerra. Mientras que los elfos disponían de artilugios que podían arrojar flechas del tamaño de lanzas desde la cubierta de sus naves desde las murallas de sus fortalezas, los enanos tenían todo tipo de ingeniosos aparatos para el campo de batalla. Algunos eran pequeños, y los enanos lo acarreaban a sus espaldas, como unas hondas que funcionaban con muelles y lanzaban vasijas con fuego, o unos arcos provistos de cabrestantes que permitían disparar media docena de saetas a la vez. Otros artilugios eran mayores y se transportaban en carros construidos a propósito con grandes ruedas y ejes dotados de muelles tirados por ponis.

—¿Qué fin esconderán esas máquinas? —preguntó el príncipe de Nagarythe.

—Cada una está construida individualmente por los carpinteros herreros del reino —explicó Aernuis—. Ellos contemplan el oficio de la ingeniería con la misma pasión que nosotros el de la orfebrería o el de la poesía. Cada uno centra todos sus esfuerzos y su inspiración en la obra que realiza.

—Entonces, ¿cada máquina es única? —preguntó Malekith, sin apartar la mirada de la larga hilera de carros y cureñas que emergían de la puerta gigantesca.

—Así es —respondió Aernuis—. Como en todo lo que diseñan y fabrican los enanos, cada artilugio recibe un nombre y pasa a los anales de la historia. Se alardea tanto de sus hazañas como de las protagonizadas por un héroe de carne y hueso.

—Eso suena indulgente —dijo Malekith—. Diría que los enanos se recrean demasiado en el pasado y no miran hacia el futuro con el entusiasmo necesario. Eso supondrá su perdición, pues los elfos con perspectiva de futuro como yo sabrán aprovechar mejor las oportunidades que aguardan en los tiempos venideros.

—Los enanos realizan unas planificaciones minuciosas, aunque no posean esa visión de futuro —señaló Aernuis—. Si bien puede que carezcan de vuestras aptitudes, consideran que el auge de su poder es inevitable.

—¿Qué es eso? —preguntó Malekith, que optó por ignorar la advertencia que acababa de hacerle Aernuis. El príncipe señalaba una enorme, catapulta de flechas, cuyos proyectiles eran tan largos que se precisaban tres enanos para cargarla.

—La Lanza del Lobo —respondió el príncipe de Eataine tras meditar un instante—. Si la memoria no me falla, la Lanza del Lobo fue la primera máquina encargada de custodiar la entrada a Karaz-a-Karak. Cuenta la leyenda que fulminó cuatro gigantes cuando las hordas del Caos se expandieron por el sur por primera vez para asediar la fortaleza.

—¿Y qué me decís de aquella catapulta?

Malekith apuntaba un gran fundíbulo seguido por un carro cargado con rocas grandes como caballos y astutamente cortadas.

—¡Ah, ésa es la Quiebrapuertas! —exclamó Aernuis—. Un misterioso artilugio. Una vez oí decir a un ingeniero que hizo añicos la tenebrosa ciudadela de Thagg-a-Durz. Cuando pregunté quién aparte de los enanos tenía los medios para construir baluartes que necesitaran ser atacados con máquinas como ésas, la respuesta que recibí fue el silencio, y el gesto osco que me dedicaron me disuadió de seguir preguntando.

—Entonces, los enanos tienen unos enemigos que todavía no conocemos ¿no es así?

—En todo el tiempo que llevo con los enanos no he vuelto a oír una sola palabra sobre otra raza o nación —dijo Aernuis—. Pero, aunque parezca que son seres abiertos, hay mucho que no nos cuentan.

—Bueno, pronto comprobaremos el valor real de nuestros potenciales aliados —dijo Malekith, que, sin despedirse del príncipe de Eataine, se o media vuelta y descendió los escalones de la muralla, con la capa arremolinándose a su espalda.

* * *

Las huestes compuestas por enanos y elfos marcharon en dirección norte, siguiendo una sinuosa carretera que cruzaba vastos valles por viaductos y que se asentaban sobre unos impresionantes arcos de ladrillo que se desplegaban por encima de las gargantas a varias decenas de metros de altura, salvando los desfiladeros y los ríos que descendían estrepitosamente. En algunos tramos daba la impresión de que la carretera apenas estaba asegurada a las empinadas paredes de las montañas, pues se sustentaba sobre unos pilares y columnas que se elevaban algunos metros del suelo y que habían sido fijadas a las faldas de las montañas mediante unos tornillos enormes y soportaban el peso gracias a un entramado de andamios basados en plata.

El aire era fresco y cortante, a pesar de que el sol les daba de lleno en los rostros. Sin embargo, los enanos mantenían un paso constante, y parecía que nunca se cansaban ni rezongaban. Comían según caminaban, cosa que Malekith consideró práctico aunque burdo, y como ya había observado con anterioridad, cuando montaban el campamento, cada elfo sabía cuál era su cometido y realizaba su tarea sin apenas supervisión ni órdenes de sus superiores.

Mientras contemplaba cómo levantaban el campamento a la mañana siguiente, Malekith reconoció para sus adentros que la verdadera fuerza de los enanos radicaba en aquella sosegada independencia. Todos podían confiar ciegamente en sus camaradas, y el sentido de comunidad y hermandad creaba entre ellos unos vínculos familiares.

Él elogiaba de los naggarothi su disciplina, su sentido del deber y su dedicación inquebrantable, pero sabía que nunca serían reconocidos por su afabilidad ni por su hospitalidad, ni por ser depositarios del cariño de los demás.

* * *

El ejército prosiguió su avance hacia el norte, atravesando valles y picos a un ritmo monótono pero veloz durante otros dos días. Los exploradores partieron con las órdenes del rey de localizar las hordas de bestias enemigas, y poco antes de que anocheciera el tercer día regresaron e informaron de que habían divisado hogueras a varios kilómetros al nordeste.

El rey se alegró de conceder una noche de descanso a las huestes aunque puso todo su empeño en dejar claro a Malekith que no lo hacía porque los enanos no pudieran avanzar directamente hacia la batalla sino porque así dispondría de las horas nocturnas para departir con su lugartenientes, de modo que todos conocieran el plan de batalla para el día siguiente.

Antes del amanecer, los exploradores partieron de nuevo con la misión de localizar al enemigo, y cuando regresaron, las huestes ya estaban listas para la marcha, las hogueras para el desayuno ya se habían apagado y se habían cargado los carros con el equipo. Los hombres bestia, una horda, de salvajes compuesta por varios millares de criaturas de mayor o menor tamaño, habían pasado la noche de juerga y celebraciones, ya que al parecer acababan de arrasar una aislada fábrica de cerveza un poco más al norte.

Las noticias de ese asalto fueron recibidas con numerosas maldiciones y sacudidas de barbas por parte de los enanos, cuyo comportamiento hasta entonces se había asemejado más al de un cabeza de familia lidiando con un primo indisciplinado que al de un ejército que marcha hacia la muerte y el derramamiento de sangre. Ahora, con la creencia de que aquellas criaturas habían atacado sus tierras, los enanos se habían puesto extremadamente serios. Malekith no sólo advirtió la inmediatez de aquel cambio, sino que le pareció extraordinario. La idea de que los hombres bestia hubieran atacado sus dominios estaba a punto de hacer estallar de ira a los enanos.

En cuestión de segundos, los hombres bestia habían pasado de una molestia potencial a un enemigo odiado, y los enanos completaron los preparativos para la marcha con una considerable presteza, ansiosos por atacar cuanto antes al enemigo, no fuera a ser que se les escapara. Las especulaciones sobre el ataque se expandieron entre las huestes, y durante los primeros compases de la marcha se instaló sobre las tropas un velo luctuoso completamente opuesto a la atmósfera que las había acompañado desde la partida de Karaz-a-Karak.

Escasearon las conversaciones y un firme propósito se apoderó de los guerreros. En vez de fumar sus pipas, los enanos repasaban las hojas de sus hachas con piedras de afilar y examinaban las cuerdas de las ballestas. El equipo era revisado una y otra vez, y los thegns recorrían la columna bramando órdenes con voz bronca y recordando sus juramentos a los guerreros.

Las huestes avanzaron con paso constante hacia el norte, guiadas por el jefe de los exploradores, y cruzaron un valle profundo con densos pinares repartidos entre afloramientos rocosos a ambos lados. Un desfiladero atravesaba varios kilómetros de montañas, y las paredes estaban cada vez más densamente pobladas por bosques.

La columna compuso el orden de batalla cuando ya se aproximaba a su presa. El rey y los enanos veteranos se posicionaron en el centro de las huestes, mientras que los guerreros provistos de ballestas y las tropas con armaduras más ligeras se adelantaron. Los lanzadores de fuego se ubicaron en los flancos y los ingenieros prepararon las máquinas para descargarlas de los carros.

* * *

Antes del mediodía, el desfiladero se abrió en una vasta y escarpada hondonada circundada por rocas y altos abetos. Allí se encontraban los hombres bestia, holgazaneando entre los rescoldos humeantes de las hogueras. En los restos destrozados y despedazados del botín, que formaban una alfombra, se distinguían las marcas de sus garras; los barriles estaban hechos añicos y el suelo pedregoso estaba sembrado de astillas. Sobre las piras podían verse los cuerpos carbonizados de varios enanos, a los que habían arrancado la carne.

Ante aquel espectáculo, de las huestes brotó un gruñido profundo y las maldiciones se multiplicaron.

Algunos hombres bestia que se mantenían más despiertos divisaron el ejército que había iniciado los preparativos para lanzar el ataque en el desfiladero y corretearon por el campamento cubierto de basura aullando y gritando. Una de las criaturas recogió un cuerno del suelo y se lo llevó a los labios.

Antes de que sonara la primera nota, la bestia del cuerno se desplomó sobre el suelo con una flecha con plumas negras en el cuello. Los enanos se volvieron con asombro y vieron a Malekith extrayendo otra flecha de su aljaba.

Aunque la criatura del cuerno había sido derribada, los hombres bestia despertaron, se levantaron rápidamente y aferraron los hoscos garrotes, las hojas melladas y los escudos de madera burdamente tallados. Su aspecto y diversidad eran indescriptibles, ya que guardaban ligeras diferencias entre sí.

La mayoría tenían cabezas y patas parecidas a las de las cabras, con largos cuernos en espiral como los de los antílopes o con colmillos retorcidos que sobresalían de sus bocas. El aspecto de los demás remitía a carneros, escorpiones o serpientes. Entes sin forma, con numerosos ojos y extremidades, avanzaban pesadamente hacia los enanos emitiendo unos gruñidos que parecían maullidos y unos chillidos ininteligibles que retumbaban por toda la hondonada.

* * *

Cuando se difundió la voz de alarma, se levantó una algarabía de gruñidos y chillidos, aullidos y ladridos. Junto con aquel barullo, el viento transportó la fetidez del campamento hasta la nariz de Malekith, que apenas pudo contener las arcadas cuando la peste a carroña, sangre podrida y boñigas se apoderó de sus sentidos. Sus hermanos elfos tosieron y escupieron, e incluso los enanos arrugaron la nariz y se cubrieron los rostros con las manos protegidas con guanteletes.

Las diferencias entre los hombres bestia comprendían tanto el tamaño como la forma de sus cuerpos. Algunos no alcanzaban una altura mayor que la de un enano, aunque eran menos fornidos que éstos, y sus rostros eran escuálidos y retorcidos, con cuernos cortos y gruesos. En la mayoría de los casos la altura de las criaturas era similar a la de los elfos, aunque eran más anchos de espaldas y tenían las extremidades más largas. Algunos eran mucho más altos, tal vez incluso doblaran en altura a Malekith, y tenían cabezas de toro, unos colmillos manchados de sangre y los torsos amplios y musculosos.

Varias criaturas apenas tenían pelo en el cuerpo, también había algunas albinas y otras lucían pellejos con vivos estampados; algunas más tenían zonas cubiertas de pelo de distintos tonos rojizos, marrones y negros, con franjas como las de los tigres o manchas como las de los leopardos. De las barbillas prominentes de algunos hombres bestia partían largas barbas. Los ojos negros, rojos y verdes contemplaban a los enanos, que los acechaban con una mezcla de odio y temor.

Los abucheos y los gritos ensordecían el ruido que provocaba el calzado de acero de los enanos en su avance. Mientras tanto, los hombres bestia se congregaban alrededor de sus líderes y acudían al encuentro de los asaltantes.

Según avanzaba, la columna de enanos formó una línea tan ancha como lo permitía el espacio; los regimientos con las máquinas de guerra se situaron en los extremos y los enanos más fornidos ocuparon la posición central. Los artilugios fueron descargados de los carros y se colocaron en lomas y montículos desde donde se dominaba todo el campo de batalla.

Todas esas maniobras, como Malekith había sospechado, no precisaron más que un puñado de órdenes, un par de toques de tambor y alguna que otra breve nota del cuerno. Ahora que la batalla estaba a punto de comenzar, la cohesión que exhibían los enanos en sus movimientos era aún mayor, si bien todavía carecían de la instrucción y la organización precisas de los naggarothi.

Malekith se posicionó junto con sus guerreros cerca de la escolta del Alto Rey, con la esperanza de que Snorri no perdiera detalle de las excelencias de los elfos en la batalla aun cuando la lucha hubiera estallado. Como el número de tropas de las que disponía no le permitía componer una línea correctamente organizada, Malekith formó a sus guerreros en una única sección de arqueros y lanceros, con los soldados con las mejores armaduras al frente y los arqueros detrás, preparados para disparar al enemigo que se acercaba. Él se situó en el centro de la línea delantera, con Alandrian al lado.

—Poco desafío veo yo aquí —dijo el príncipe—. Una banda desordenada contra tantas máquinas y arcos caerá sin necesidad de luchar.

—Realmente vergonzoso, alteza —señaló Alandrian. El lugarteniente, como el resto de la compañía, estaba provisto de una lanza y un escudo alto. El yelmo le cubría buena parte del rostro y sólo le dejaba visible la boca, de modo que Malekith no pudo ver la expresión de Alandrian, cuyo tono había sido poco menos que entusiasta.

—Me parece que quizá hayas dedicado demasiado tiempo a la cháchara y no el suficiente a blandir tu acero —dijo con severidad el príncipe.

Alandrian se volvió, con la boca fruncida por la ira.

—Soy un naggarothi, alteza —aseveró el lugarteniente—. Nací guerrero y no conozco el miedo. No confundáis mis deseos de paz con la cobardía.

Malekith sonrió para sus adentros al oír la respuesta ponzoñosa de Alandrian y se alegró de que su lugarteniente conservara su ferocidad de guerrero tras tantos años juntos.

* * *

La distancia entre los hombres bestia y los enanos todavía era considerable cuando la primera máquina de guerra arrojó su carga letal. Un puñado de piedras tan grandes como la cabeza de un enano surcó el aire, cayó entre la muchedumbre de criaturas y partió huesos y abrió cráneos.

Un alarido de mofa se alzó desde las tropas de enanos con el impacto de la primera descarga, a la que siguió una lluvia incesante de rocas y flechas sobre el inmundo campamento.

La horda de criaturas del Caos apretó el paso para la acometida decisiva; las bestias más veloces adelantaban a las más lentas, de modo que no existía ninguna línea o formación, sino una serie de grupúsculos dispersos que se lanzaban contra los enanos. Malekith suspiró, consciente de que incluso contra los enanos una falta de táctica como aquélla acabaría con los hombres bestia muertos u obligados a replegarse antes de que se blandiera una espada o se arrojara una lanza.

A medida que las rocas y las flechas —a las que se habían sumado ya los arcos y las flechas de los elfos— seguían cobrándose víctimas, Malekith comprobaba que sus predicciones se cumplían. Contra aquellas ráfagas arrolladoras, los hombres bestia no podían mantenerse en pie, y su carga fue perdiendo efectivos según se daban media vuelta y huían de la muerte que se cernía sobre ellos en pequeños grupos.

Un puñado de las criaturas menos inteligentes no cejaron en su acometida, y los enanos concentraron sus proyectiles en ellos. Aquella, monstruosidades desgalichadas avanzaban pesadamente, arrastrando las pezuñas, impermeables al miedo o al dolor y guiadas únicamente por el instinto asesino. Sin embargo, su arremetida se vio frustrada por docena, de rocas y flechas, que machacaron y perforaron sus cuerpos escamado, y curtidos.

Malekith devolvió a la aljaba La flecha que había preparado, suspirando de nuevo; miró de reojo a Snorri y se preguntó si el rey ordenaría la salida para dar caza a las presas supervivientes; él se sintió tentado de lanzarse contra el enemigo a la cabeza de sus guerreros y desplegar toda su destreza con las armas, pero una repentina preocupación le impidió dar esa orden.

Aunque el Alto Rey concentraba toda la atención en la escena que se desarrollaba frente a él, una y otra vez echaba un vistazo a izquierda y derecha, hasta que finalmente giró el cuerpo para escudriñar las paredes del valle que quedaban a la espalda de las huestes. Otros enanos hacían lo mismo, y Malekith sintió un leve estremecimiento de temor.

El príncipe conocía todos los sonidos y los aromas de las Montañas de Annulii de su tierra natal, pero sus sentidos no estaban acostumbrados al particular susurro del viento entre los árboles de aquella cordillera ni a las vibraciones de las rocas o el olor que arrastraba el aire. Por el contrario aquellas tierras eran el hogar de los enanos, y Malekith sabía que los instintos de aquellos pequeños seres eran tan fiables en esas montañas como los suyos lo eran en Nagarythe. Así pues, su súbito interés por el paisaje que los circundaba le provocó una sensación que no había experimentado desde la derrota de los demonios: inquietud.

De repente se dio cuenta de lo poco que conocía aquel lugar y lo ignorante que era de los peligros y los moradores que podía abrigar. Mientras trataba de dominar su preocupación, estalló un sonido que convirtió su inquietud en una emoción que no había sentido en trescientos años: temor.

Había sido un toque de cuerno, grave y breve. No fue el sonido en sí mismo lo que causó tal ansiedad en Malekith, sino la dirección de la que procedió; a pesar de que resonaba por todo el valle, el fino oído del príncipe elfo le indicó que el origen de la nota se hallaba en los árboles que tapizaban la pared oriental del valle, detrás de las huestes de enanos.

Instantes después se repitió el sonido, y esa vez se produjeron respuestas en forma de otros toques atonales y bramidos broncos que llegaron arrastrados por el viento. Al oírlos, los hombres bestia diseminados por la hondonada pedregosa frenaron su retirada, se dieron media vuelta y reemprendieron el ataque contra los enanos.

En ese momento, Malekith descubrió la verdadera dimensión de la disciplina y la cohesión del ejército de los enanos. Snorri bramó sus órdenes y recibió las respuestas a viva voz de sus thegns, y los regimientos de artillería y de ballesteros reanudaron las descargas contra los hombres bestia, mientras la escolta del rey y unos dos tercios de las huestes se daban media vuelta y empezaban a formar para iniciar la batalla en la boca del valle.

Sin idea alguna del plan que regía los movimientos del ejército de los enanos, Malekith decidió desplegar su compañía; envió hacia delante a los arqueros para colaborar en el ataque contra el campamento y ordeno a sus lanceros que dieran media vuelta para encarar la nueva amenaza.

Las preguntas se agolpaban en la mente del príncipe de Nagarythe ¿Cómo era posible que los hubieran rodeado con tanta facilidad? ¿Acaso los exploradores enanos no poseían la inteligencia ni la capacidad necesarias para haber detectado a los autores de la emboscada?

Pero entonces un pensamiento más tenebroso irrumpió en su cabeza, quizá una inteligencia superior, algún tipo de intelecto maligno, guiaba a sus enemigos.

No había tiempo para cavilar sobre esas cuestiones, pues un nueve sonido irrumpió en medio del fragor de los gritos y las máquinas de guerra. Malekith lo advirtió a través de las suelas de sus botas antes que por los oídos; la tierra temblaba con un ruido similar al murmullo sordo de una lejana catarata.

El príncipe no distinguió nada entre los pinos que se levantaban cerca de su posición, pero el sonido que se percibía a través del suelo fue convirtiéndose en un estruendo, y con una sensación de desasosiego cada vez mayor, Malekith adivinó que eran las pisadas de miles de pies.

Una mancha oscura en el cielo atrapó su atención, y lo que vio fue une roca que surcaba los aires hacia la línea de enanos. Las armaduras y los huesos de los guerreros enanos crujieron y se quebraron bajo el peso de la piedra, que rebotó en el suelo y pasó rodando por encima de las huestes.

En un principio, Malekith pensó que alguno de los extraños artilugios de los enanos había fallado, o que los hombres bestia también poseían catapultas, pues ya había visto anteriormente a los orcos emplear máquinas de guerra rudimentarias. Otro movimiento atrajo la mirada de Malekith hacia la vertiente oriental del valle, donde distinguió una figura colosal que fácilmente alcanzaba una altura de diez elfos, con el cuerpo desnudo salvo por unos informes harapos de pellejo y unas pieles de borrego ensangrentadas.

Mientras Malekith los escudriñaba, el gigante se encorvó, agarró otra roca y la lanzó desde el otro lado de la arboleda hacia el ejército desplegado a sus pies.

Por otro lado, una densa ola de varios centenares de hombres bestia se deslizó gritando desde la floresta occidental, de cuyo amparo emergían arrojando piedras y demás proyectiles improvisados. Estas hordas se incorporaban a la batalla desde un bosque que se extendía muy cerca de donde se había posicionado una batería de máquinas de guerra, y las cuadrillas que las manejaban las abandonaron y formaron para inicias la defensa de sus vidas. Sin embargo, el número aplastante de hombres bestia hizo efímera aquella resistencia, y Malekith vio que las hordas continuaban su descenso por la ladera, directamente hacia la línea de enanos.

Las huestes se movieron para contrarrestar aquel ataque, y los guerreros enanos avanzaron para chocar contra los asaltantes con los escudos acoplados. Según disminuía la distancia entre los bandos, los enanos arrojaban sus hachas contra el enemigo, que a cambio les lanzaba jabalinas poco flexibles que impactaban en las armaduras de la primera fila de enanos. Los hombres bestia cayeron por decenas durante este intercambio, mientras que las macizas armaduras de los enanos sólo sucumbieron en algún que otro caso aislado.

La oleada de grotescas y nauseabundas criaturas, el torrente interminable de guerreros, de bestias abotagadas y encolerizadas profiriendo aullidos animales, era incesante.

Finalmente, la carga de hombres bestia embistió brutalmente la línea de enanos y una lucha encarnizada estalló a lo largo y ancho de las filas. Los enanos aguantaron con firmeza y combatieron al enemigo con una ferocidad inquebrantable; sin embargo, no dejaban de llegar salvajes exultantes por sumarse a la pelea. La masa de hombres bestia fue expandiéndose por encima de los cadáveres de enanos, y Snorri envió al frente más tropas para que ensancharan los flancos antes de que la avalancha de criaturas repugnantes rodeara la vanguardia de su ejército.

Malekith observaba con detenimiento la batalla que se libraba a su izquierda. Pero entonces recordó que el primer toque de cuerno había sonado desde el este, a su derecha. Buscó con la mirada a Snorri y lo encontró enfrascado en intensas consultas con sus thegns. Al comprobar que todos los esfuerzos de los enanos se concentraban en el oeste, Malekith decidió que la mejor manera de llamar la atención sobre el peligro que acechaba desde el oeste era por medio de la acción.

—¡Naggarothi, seguidme! —bramó, desenvainando su espada. Y añadió cuando uno de los lanceros mostró su entusiasmo levantando el escudo—: ¡Adelante!

Malekith encabezó el avance de sus elfos hacia la cresta de la ladera donde se encontraban el valle y el profundo cráter de la hondonada. Una nueva orden puso la tropa al trote, que rápidamente sobrepasó el flanco de la línea de enanos, cuyos gritos encolerizados salieron en su persecución. Sin embargo, Malekith ignoró los abucheos, ya que consideraba comprensible que los enanos interpretaran erróneamente el movimiento de los elfos como una huida.

Enseguida percibieron los gruñidos y los aullidos que provenían del bosque. Malekith recordó lo que Aernuis le había relatado sobre su primer encuentro con los goblins y dio el alto a sus guerreros.

Como cabía esperar, docenas de lobos montados por goblins emergieron de la arboleda a la carrera. Los lobos eran mayores que las bestias normales, tenían las fauces cubiertas de babas, el pelaje oscuro y los ojos inyectados de sangre. Los goblins portaban lanzas y pequeños escudos redondos, y sus rostros verdes, embutidos en los cascos revestidos de piel, arrojaban gruñidos atroces y miradas sedientas de muerte. Muchos también llevaban arcos que disparaban a discreción.

Los naggarothi levantaron simultáneamente los escudos a la altura de la cabeza y las pequeñas flechas salieron repelidas sin causar daño alguno, pues carecían de la potencia que generaba un auténtico arco elfo. Sin embargo, los goblins se valieron de la cantidad para conseguir lo que se les escapaba por calidad, y continuó la lluvia de flechas, que caían, la mayoría a mitad de camino, dando tumbos en el aire y girando en espiral. Y cuando algunas unidades de goblins ya estaban más cerca de los elfos, sus repugnantes camaradas ignoraron el riesgo de que sus saetas las alcanzaran y continuaron disparando con escaso éxito.

—¡Lanceros, en guardia! —bramó Malekith.

Los naggarothi bajaron los escudos en el momento en que el primer lobo saltó sobre ellos; el animal quedó ensartado en una lanza, y el diminuto jinete salió despedido entre chillidos. Otro elfo atacó al goblin desplomado con su lanza y le atravesó la garganta; luego, giró el asta para extraer el arma y recuperó la posición de en guardia.

Muchos más lobos intentaron un ataque directo saltando sobre los elfos. No obstante, lejos de sufrir los estragos de la embestida, el muro de lanzas se mantuvo firme, y los jinetes de las bestias corrieron la misma suerte que su predecesor.

Una segunda oleada de goblins atacó con mayor cautela, y en el último momento, viró y recorrió la línea de elfos golpeando las puntas de sus lanzas. Pero los naggarothi se adelantaron un par de pasos que pillaron por sorpresa a los goblins, y una buena cantidad de jinetes recibió las punzadas de las armas.

Los goblins se acercaban y se alejaban permanentemente de la línea, con la intención de lanzar un ataque relámpago en cuanto los elfos bajaran la guardia, pero ni uno solo de los pieles verdes ni de sus monturas lupinas consiguió arañar siquiera a un miembro de los naggarothi. Si bien el ataque no causó daños directos entre los elfos, Malekith vio que del bosque brotaban más goblins a pie, y comprendió que no tardarían en rodear a su reducida compañía.

El príncipe profirió un gruñido, extendió la mano para capturar los vientos de la magia y concentró todo su poder; podía sentirlo recorriéndole cuerpo, deslizándose bajo su piel y viajando por sus venas. Entonces, pronunció un conjuro para concentrar todas las energías dispersas y moldeó la espiral de magia con su mente.

Una lanza dorada que desprendía chispas afloró en su mano derecha, y Malekith arrojó el arma mágica hacia los lobos, maldiciendo entre dientes. La lanza atravesó los cuerpos de tres criaturas y explotó en una lluvia de llamaradas. Los lobos, presas del pánico, aullaron y gruñeron, y le dieron media vuelta para emprender una huida desesperada, espoleados por sus acobardados jinetes.

No antes de lo que era conveniente, Malekith reorganizó sus tropas para enfrentarse a los goblins que emergían a pie de la floresta. Los pieles verdes trataban de cercar a los elfos, embistiéndoles con sus armas, burlándose e insultándoles a viva voz en su asquerosa lengua.

Los naggarothi giraron y ensancharon la formación con agilidad para formar un semicírculo con las espaldas cubiertas por el afloramiento rocoso de la entrada del valle, de modo que no cedían ningún flanco desprotegido al enemigo. Los goblins farfullaban entre dientes y escupían, pero no lanzaron el ataque inmediatamente y se entretuvieron contemplando los cadáveres de sus hermanos y los cuerpos sin vida de los lobos que yacían amontonados alrededor del regimiento de elfos.

—Me parece que han reconsiderado su postura —dijo junto a Malekith Alandrian, riendo.

Los ojos del príncipe no se movieron de los goblins, que seguían saliendo en tropel del bosque. En breves instantes se contaban por cientos las diminutas criaturas escupidoras que les gritaban y provocaban, si bien no se acercaban demasiado.

Algo inmenso se abrió paso entre los árboles que se alzaban a la espaldas de los goblins, provocando un gran estrépito, arrancando ramas y despedazando troncos.

El gigante lanzó un bramido y salió al valle, sin duda aburrido de lanzar piedras desde arriba. En la mano derecha aferraba una rama tachonada con esquirlas de armadura, hojas de hachas y espadas, y pedazos curvos de escudos. Espoleados por la aparición de su colosal compañero los goblins se atrevieron a aproximarse a la línea de los naggarothi y descargaron sus armas contra los escudos de los elfos, chillando con sus voces estridentes.

Malekith distinguió un silbido entre el griterío y el fragor de la batalla se volvió y vio una enorme saeta metálica trazando un arco en el aire desde la Lanza del Lobo y por encima del ejército de los enanos. Para alivio del príncipe elfo, la cuadrilla del artilugio bélico había orientado hacia su posición la gigantesca catapulta, asentada en un montículo en medio del ejército enano.

Siguió la trayectoria de la descomunal flecha, hasta que ésta impacto de lleno en el pecho del gigante y atravesó sus monstruosos esternón, corazón y espina dorsal. La criatura emitió un grito ahogado de asombro dio un par de pasos tambaleándose hacia delante y se derrumbó sobre el suelo. Bajo su cuerpo quedó atrapada una docena de goblins. Los gemidos de consternación se propagaron entre los pieles verdes mientras cruzaban miradas con el gesto torcido por el pánico.

—¡Exterminadlos! —gruñó Malekith, iniciando la carrera.

Los naggarothi no necesitaron más arengas para lanzarse al ataque.

Los goblins se quedaron inmóviles durante unos segundos, como unos animalitos paralizados por el miedo cuando un halcón se lanza en picado hacia ellos, hasta que finalmente se dieron media vuelta y echaron a correr chillando para refugiarse en el bosque, perseguidos a unas docenas de pasos de distancia por los elfos.

A pesar de que el terror dotaba a los goblins de una velocidad insólita, la reducida longitud de sus piernas provocaba que su carrera fuera mucho más lenta que la ágil zancada de los elfos, y Malekith adelantó al más retrasado de los pieles verdes sin esfuerzo. El príncipe sacudió la espada a derecha e izquierda y destrozó cabezas y espaldas. Entonces, los naggarothi cayeron sobre el grueso de la muchedumbre que huía y empezó la carnicería.

Malekith sintió cómo se apoderaba de él el ardor de Khaine mientras manejaba la espada, sin importarle la sangre agria que le salpicaba en los labios y le teñía la armadura de oro.

Sus guerreros estaban dominados por una ferocidad semejante, tras tantos y tan largos días encerrados en la fortaleza de los enanos sin una válvula de escape para toda su energía. Las cabezas y las extremidades volaban por los aires durante aquella orgía mortal, y los elfos, espoleados por la ira, cazaron y mataron hasta el último de sus enemigos.

Sólo pararon cuando no quedaron más que vísceras y pedazos de carne ensangrentada. Los jadeos de los elfos no eran fruto del agotamiento, sino de la excitación.

Después de probar el sabor amargo de la mugre que le cubría el rostro, Malekith se limpió la sangre de la boca y miró a su alrededor. Los enanos seguían enzarzados en una lucha brutal con los hombres bestia y estaban retrocediendo hacia la cuenca del valle, alejándose de la posición de los elfos.

Malekith desconocía si el bosque escondía más goblins u algún otro tipo de criatura repugnante, pero ordenó a su compañía que diera media vuelta para regresar al foco central de la batalla. Si seguían en línea recta, cargarían directamente contra la retaguardia de la horda de bestias.

El príncipe distinguió los cuatro estandartes de Snorri Barbablanca sobresaliendo del tumulto y optó por una línea de ataque que atravesara las criaturas inmundas del Caos para reunirse con el Alto Rey.

Más relajados tras la masacre perpetrada con los goblins, los naggarothi avanzaron con decisión, abriéndose paso a tajos entre los hombres bestia. Las criaturas de mayor tamaño luchaban delante, y habían dejado a los más pequeños y a los más cobardes detrás para enfrentarse a los elfos. Si bien la mayoría de aquellas bestias se escabulleron antes de probar el acero, algunas no comprendieron el peligro que las acechaba hasta que ya fue demasiado tarde, y sus vidas acabaron ensartadas en el asta de una lanza o escindidas por Avanuir.

En un momento dado, algo desconcentró a Malekith mientras penetraba espada en mano por la masa de criaturas. Algo estaba cambiando en la magia que había a su alrededor, y aunque era oscura y pesada, y estaba pegada al suelo, algo estaba provocando que se elevara lentamente para formar volutas en el aire. El príncipe se detuvo un instante y ordenó a sus guerreros que continuaran presionando; mientras tanto, él concentró toda su atención en la energía mística. No había duda, algo estaba llevándose la magia a otro lugar. Malekith siguió el efluvio con los ojos por todo el terreno que abarcaba la batalla. Como un águila buscando su presa, Malekith dejó que la magia guiara sus ojos, basta que su mirada se posó en un hombre bestia en particular. La piel de aquella criatura era de un pálido color verde, salpicada por unos bultos que parecían musgos y que se elevaban de unas zonas sarnosas cubiertas de pelo. Iba ataviado con una capa raída de un material que parecía piel; tenía el cuerpo encorvado y de su espalda sobresalía una mano. Su cabeza cornuda estaba cubierta por una gruesa capucha fabricada con un material rudo y forrada de mucosidades resecas. En la garra llena de forúnculos aferraba un largo listón de madera envuelto malvadamente con fragmentos incandescentes de roca, que chamuscaban el sentido mágico de Malekith y ardía con magia negra.

El chamán levantó su garrote y apuntó con él a los elfos. Malekith se dio cuenta demasiado tarde de lo que estaba ocurriendo; empleó todas sus fuerzas para recuperar la energía mágica que estaba absorbiendo el chamán, pero no pudo detener el maléfico conjuro.

Una densa nube de moscas brotó del garrote con un zumbido atronador que ensordeció el resto de los ruidos. El enjambre se elevó por encima de los hombres bestia y voló directamente hacia los naggarothi. Pero no fue la visión de la nube estridente lo que inquietó a Malekith, sino las oscuras energías que palpitaban en ella, cuyo hedor, como a podredumbre o a leche amarga, asaltó sus sentidos sobrenaturales.

La nube de moscas descendió sobre los elfos con un zumbido que hacia estallar los tímpanos. Allá donde se posaba una mosca la materia se pudría. Las armaduras empezaron a oxidarse y las astas de madera de las lanzas se cubrieron de moho. Malekith vio a un elfo espantando las moscas con el escudo, pero en cuestión de segundos el arma se había desintegrado hasta convertirse en un polvo de color naranja. Las placas de las armaduras se resquebrajaron, las pieles se rajaron y se deshilacharon, y las láminas de las juntas de la armadura se transformaron en una masa oxidada.

De repente, sin embargo, como absorbida por una enorme inhalación, la magia desapareció. Un nuevo agente, como un viento reparador, atravesó la densa nube y alteró otra vez el místico flujo de energía, que finalmente se disipó. El enjambre se disolvió y dejó a los elfos agitando en el aire limpio guanteletes oxidados y astas de lanzas partidas. La brisa se embraveció y se convirtió en un torbellino absorbente inmaterial, como un enorme abismo que se hubiera abierto bajo el mar y tragara las aguas.

Una luz cegadora atrapó la atención del príncipe, que por encima de las cabezas inclinadas de los hombres bestia que seguían absortos en le batalla sólo pudo distinguir un enano que blandía un globo metálico junto al rey. La luz blanca se desparramaba desde las runas grabadas en la extraña esfera, y hacia allí se dirigían los vientos mágicos.

El chamán trató de contrarrestar el poder del globo de los enanos, y la corriente de la energía etérea de los vientos mágicos cambió de sentido. Sin embargo, algo salió mal. Malekith podía sentir que la magia se estaba volviendo virulenta y peligrosa, como una bestia mansa que de pronto se enfurece y enseña los colmillos afilados que esconde en la boca.

Por un momento, el príncipe creyó ver algo con el rabillo del ojo, la sombra de una sombra de una figura parecida a un demonio gigante que se levantaba por encima del chamán y extendía una mano casi invisible hacia el tumulto de hombres bestia. Pero enseguida desapareció, y Malekith pensó que quizá sólo lo había imaginado.

De pronto, el chamán explotó, y la energía mágica que desprendió despedazó hombres bestia y enanos en un radio de varias decenas de metros. El suelo se resquebrajó bajo su cuerpo sin vida y el aire se revolvió con una energía intangible. Malekith sintió como la onda expansiva de la magia lo zarandeaba como habría hecho una tempestad o una ola, pero apretó los dientes y dejó que las energías lacerantes pasaran de largo.

Aunque la hoja mágica de Malekith y su armadura forjada por Vaul se habían librado del contacto del horrible conjuro, sus guerreros exhibían un aspecto desolador. Algunos habían quedado atrapados en sus armaduras oxidadas y rodaban por el suelo intentando desprenderse de ellas; muchos más tenían purulencias y lesiones por todo el cuerpo causadas por las picaduras de las demoníacas moscas. La mayoría había perdido las armas, entre ellos Alandrian, y a Malekith no le quedó más remedio que ordenar la retirada, por mucho que eso hiriera terriblemente su orgullo. Pero antes de que pudiera transmitir la orden se les presentó otro problema monstruoso al que deberían hacer frente.

* * *

Los truenos estallaron encima de sus cabezas y los nubarrones se congregaron sobre el valle con una velocidad inusitada. Los relámpagos resquebrajaron la oscurecida bóveda celeste y golpearon el suelo como flechas cegadoras. Un viento aparecido de ninguna parte empezó a aullar por el desfiladero, doblando árboles y rociando el aire con arena y gotas de sangre.

Los pinos del bosque que se extendía en la parte oriental del valle salieron despedidos en todas direcciones y emergió un monstruo no muy distinto de un dragón, quizá un poco más pequeño, pero con las patas, el cuerpo y la cola cubiertos con las escamas propias de esas criaturas. Su piel era de un intenso color carmesí, aunque tenía las garras negras como el carbón. El monstruo, gigantesco como un centauro, tenía un torso con la piel de color bermellón y dos brazos en el lugar que debían ocupar el cuello y la cabeza de un dragón. La cabeza sobresalía entre unos hombros ancho, protegidos por las hombreras tachonadas de una armadura. De su cráneo sobresalían dos cuernos, y su boca era poco menos que una grieta llena de colmillos.

Blandía dos espadas idénticas, mayores que cualquier cosa que Malekith hubiera visto antes, y eran unas hojas forjadas a conciencia, muy alejadas de las armas toscas de los hombres bestia. Los feroces aceros chisporroteaban con la energía que los recorría. Las empuñaduras y los gavilanes de las espadas estaban hechos de huesos de columna vertebral y los pomos eran cráneos auténticos. La colosal bestia tenía unos ojos grandes y rebosantes de la energía de la tormenta.

—¡Un shaggoth! —exclamó uno de los soldados de Malekith.

El príncipe no tuvo dudas de ello.

Las leyendas más antiguas sobre dragones hablaban de esas criaturas, pero Malekith siempre las había considerado meros mitos anteriores al auge de los elfos, anteriores incluso a la llegada de los Ancestros y del destierro de los dioses elfos. Los shaggoths, de la familia de los dragones, habían gobernado el mundo antes de la llegada de los dioses y habían vendido sus almas al Caos mucho antes de que los Dioses Oscuros se hubieran presentado para reclamar este mundo.

Si se creía la palabra de los dragones, éstos habían combatido contra los shaggoths durante una eternidad, hasta que finalmente los vencieron y los enviaron a sus escondites.

Con la llegada del Caos, según supuso Malekith, los shaggoths habrían abandonado sus guaridas. Y ahora una de esas tiránicas criaturas miraba fijamente a Malekith con unos ojos que irradiaban muerte. Los rayos caían desde los nubarrones directamente en el pecho del shaggoth. La energía chispeante recorría la piel de la criatura y la vigorizaba en vez de lastimarla.

—¡Nuestros aliados están observándonos! —arengó Malekith a sus elfos, puesto que los que podían moverse ya retrocedían aterrorizados por la aparición—. ¡No os comportéis de manera vergonzosa! ¡No mostréis temor! ¡Sed firmes en la lucha! ¡Matad en el nombre de Nagarythe!

El shaggoth, con los rayos todavía centelleando en su cuerpo, arremetió contra uno de los naggarothi y lo aplastó de un zarpazo que hizo añicos la armadura oxidada del guerrero y le destrozó los huesos y los órganos. Un barrido con una de las espadas trinchó otros tres elfos y arrojó sus restos por los aires. Los naggarothi, todavía con las órdenes de Malekith resonando en sus oídos, juntaron las filas y lanzaron un ataque, pero incluso aquellos cuyas armas no se habían desintegrado a causa del conjuro del chamán no fueron capaces de encontrar un punto débil en las escamas y la piel de la bestia.

Con un rugido ensordecedor, el shaggoth lanzó los restos del desafortunado naggarothi que se habían quedado adheridos a su zarpa, embistió le nuevo a la compañía y derribó otro puñado de elfos. Sus espadas resplandecían con la energía, y con ellas el monstruo prehistórico golpeaba y rebanaba con un regocijo atroz, abriendo profundos tajos sangrientos entre los miembros del regimiento.

Malekith reunió la poca energía mágica que le quedaba después del conjuro de los enanos para contrarrestar el conjuro del chamán y se lanzó al ataque. Avanuir desprendía llamas azules mientras el príncipe dirigía la espada mágica hacia el vientre de la bestia.

La criatura se irguió profiriendo un grito encolerizado, y Malekith se vio forzado a dar un salto atrás para evitar una zarpa que cortaba el aire en dirección a su garganta. El príncipe se agachó para esquivar el golpe de una espada descomunal, aferró a Avanuir con las dos manos y la descargó contra las patas de la bestia. Sin embargo, a pesar del encantamiento, la hoja de Nagarythe simplemente rasguñó la piel blindada del monstruo.

Alertado por sus sentidos prodigiosos, Malekith trató de esquivar otra cometida de una de las diabólicas espadas, pero el puño del shaggoth le alcanzó en el hombro y el príncipe salió despedido; fue dando vueltas por el aire y aterrizó como un peso muerto sobre el suelo. Malekith se afanó por ponerse en pie de nuevo. El viento le azotaba la espalda. Pero con una velocidad inusitada, el shaggoth estiró una zarpa, apresó al príncipe y lo sostuvo en alto mientras desplegaba el brazo derecho hacia atrás —en el que esgrimía una espada que chisporroteaba con la energía—, preparándolo para el golpe de gracia.

Malekith emitió un grito ininteligible y hundió a Avanuir en una pata delantera de la criatura, que dio una sacudida y soltó al príncipe. Malekith cayó al suelo y fue arrastrándose hasta colocarse debajo del voluminoso cuerpo del monstruo; cuando se irguió, Avanuir abrió en canal el vientre de la criatura, cuya piel era más blanda. Una sangre viscosa y oscura empezó a chorrear de la herida. El shaggoth intentó retroceder para dejar al descubierto a Malekith, protegido bajo su cuerpo, pero el príncipe se escabulló rodando entre las patas en movimiento de la bestia, esquivó una espada enorme que abrió una profunda zanja en el trozo de tierra que había ocupado instantes antes y hundió a Avanuir en la base de la cola del shaggoth.

Aquellas heridas habrían sido letales en cualquier otro oponente, pero en el caso del shaggoth ni siquiera frenó su ímpetu. Malekith salvó otro ataque rodando el cuerpo y levantó a Avanuir con el tiempo justo para rechazar una estocada; sin embargo, el golpe le arrebató la espada mágica que se le escurrió de los dedos.

Desarmado, Malekith se levantó para encarar a la bestia y clavó la mirada desafiante en sus ojos oscuros. En aquellas negrísimas cuenca destellaba un atisbo de inteligencia, una comprensión de quién era Malekith. Algunos naggarothi clavaban sus espadas y cuchillos en el shaggoth tratando de distraer la atención de la bestia, que estaba puesta en el príncipe, pero el monstruo se volvió rápidamente, los barrió con una sacudida de la cola, y los elfos salieron volando por los aires. Malekith permaneció inmóvil; en sus puños cerrados resplandecía la llama mágica.

El shaggoth se irguió amenazadoramente ante el señor de Nagarythe enarbolando las dos espadas por encima de la cabeza. Los nubarrones que había convocado seguían arrojando rayos hacia las puntas de aquellos primigenios aceros. La bestia cruzó las espadas frente a él, a modo de saludo jocoso, con la boca torcida en una sonrisa maléfica.

El primer golpe acertó de lleno en el pecho de Malekith y lo levantó de suelo con una explosión de electricidad. Las chipas de energía saltaron de la armadura mágica del príncipe mientras éste se elevaba tres metros y medio de la tierra y volvía a desplomarse sobre el suelo pedregoso. El dolor viajo por su columna vertebral y notó las costillas molidas, pero el orgullo de Malekith no le dejaría morir con la espalda pegada al suelo.

Se puso en pie con un grito agónico; su cuerpo sufría los espasmos provocados por el dolor de las lesiones. Aun así, el príncipe encaró de nuevo al shaggoth.

—¡Soy hijo de Aenarion! —Malekith lanzó un escupitajo de sangre a los pies del shaggoth—. Mi padre acabó con los cuatro demonios más portentosos que los Dioses Oscuros pudieron enviar. Los ejércitos cayeron fulminados por su hoja. El suelo temblaba con sus pisadas. Yo seré recordado como se le recuerda a él.

El shaggoth descargó la espada izquierda, y Malekith levantó el brazo para protegerse. El oro de su armadura encantada chirrió y chisporroteo con el impacto. La bestia frunció el ceño y su sonrisa se desdibujó; parecía frustrada y enfurecida. Otro golpe que habría derribado árboles y molido piedras hizo patinar hacia atrás a Malekith, que tenía un brazo roto y un tajo le cruzaba el rostro.

El príncipe escupió más sangre y volvió a levantarse del suelo.

—Tus días pasaron hace mucho tiempo —espetó provocadoramente, al monstruo—. Esta época nos pertenece. Vuelve a tu oscuro agujero y reza a tus dioses por que no te demos caza.

El shaggoth rugió, encolerizado, y descargó la espada atropelladamente, lo que permitió a Malekith esquivar el golpe sin problemas. El príncipe se agachó y el acero le pasó por encima; luego se alzó en el aire de un salto, impulsado por la ira y la magia, y golpeó con sus puños llameantes el rostro del shaggoth, que se tambaleó y retrocedió varios pasos, meneando la cabeza.

Malekith aterrizó con agilidad, preparando el siguiente golpe, cuando el shaggoth profirió un ensordecedor aullido de dolor y se dio media vuelta bruscamente. El príncipe vio que tenía la cola cortada por la mitad. De alguna parte recóndita del cuerpo descomunal de la bestia brotó un destello de luz, y una de sus patas delanteras sacudió el aire convertido, en una fuente de sangre viscosa.

El elfo se agachó para examinar la panza espasmódica de la criatura y vio al Alto Rey empuñando un hacha con runas refulgentes. Cada hachazo del monarca arrancaba pedazos de carne y huesos, y provocaba los bandazos del shaggoth.

Con la determinación de no ser eclipsado por Snorri, Malekith saltó hacia Avanuir y levantó la hoja, y si bien tenía el brazo izquierdo destrozado y el cuerpo le ardía por dentro a causa de las lesiones internas, Malekith emprendió la carrera y, de un salto, se encaramó a la espalda de la bestia, que corcoveó y se volvió, momento que aprovechó Malekith para trepar por la cresta huesuda del espinazo. Soltando saliva entre los dientes apretados por el dolor, el príncipe asió uno de los cuernos con su maltrecha mano izquierda y plantó un pie en el hombro del shaggoth, y en un bramido triunfal, clavó a Avanuir en el cuello de la bestia y la sepultó en su carne musculosa y prieta. Tres veces más se hundió Avanuir en el cuello del shaggoth, hasta que la criatura se estremeció, dio unas sacudidas y se desplomó. Malekith hizo un esfuerzo final para decapitarlo y arrojó la cabeza del shaggoth a los pies de Snorri, que tenía el cuerpo completamente cubierto de entrañas y nervios del monstruo. Malekith saltó sin ninguna ceremonia desde los restos de la criatura al brillante barrizal que había formado la sangre derramada junto a Snorri.

El Alto Rey miró con desdén a Malekith; sus ojos refulgían al otro lado de la visera del yelmo. Entonces, dedicó al príncipe el gesto con el pulgar apuntando hacia arriba que los enanos empleaban como señal de aprobación, según Malekith había visto alguna vez.

—Ésta la compartiremos, supongo —dijo un Malekith magnánimo. Sólo entonces, con ese asunto resuelto, Malekith se permitió desmayarse.