Cuando Giovanni y yo nos conocimos, supe que jamás iba a pertenecer a nadie más. Fue como si calmara en un instante el retortijón que me había ido consumiendo en el bajo vientre todos estos años, y respondiera de una vez por todas a mis preguntas sobre el amor, el sexo, la fidelidad y las aventuras de una noche.

Porque, en mi descenso hacia el infierno, me encontré un pequeño paraíso. Mi Dios particular tenía el aspecto de un hombre maduro, alto, el pelo moreno y un poco canoso, la cara en forma de pera bien madura, los ojos verdes intensos, las manos fuertes, con las uñas un poco cortadas desigualmente. No se las comía, sólo las pielecitas que las rodean. Dos o tres pelos sobresalían de su nariz potente. Dios tenía un poco de barriga, que me encantaba. Le daba un aire tierno, sobre todo cuando ponía mi cabeza encima y le acariciaba suavemente. De vez en cuando introducía mi dedo en su ombliguito. Siempre me ha despertado curiosidad, pero sé que no le gustaba. Dios olía a brisa y a almendras troceadas, a gotitas de rosa del jardín por la mañana, y a leña recién cortada, y a paja de granja, y a hierba bien verde después de un diluvio. Por la tarde, a las páginas de un libro recién publicado; a yogur natural de leche entera; a león ardiente cuando cae la noche. Y a melocotón blanco, tierno, sin esa sensación desagradable en los dientes cuando lo muerdes con fuerza. Dios tenía un pelito rebelde encima de la ceja derecha, que yo siempre saludaba cuando nos encontrábamos. Un día desapareció, así que nos pusimos a buscarlo con desesperación entre las sábanas. El pelito rebelde se había ido sin más. Al mes, apareció otro. Es cuando me convencí de que la inmortalidad existe. ¡Dios siempre me sorprendía!

Dios tenía los dientes curiosos. Blancos sí, pero cabalgaban unos encima de los otros. Y cuando se reía, le daban un aire de niño pequeño, con sus dientes de leche, que nunca se caen. Dios nunca se peleaba conmigo. Cuando me enfadaba, me observaba con sus grandes ojos y me daba besitos en la frente para tranquilizarme. Dios tenía el instinto de las madres cuando lloran los bebés. Cuando tenía miedo, me cogía en sus brazos y mecía mi cuna invisible.

La boca de Dios era finita, de un rosa pastel, como si llevara carmín, y me trastornaba cuando decía que pensaba en mí en cada fracción de segundo. Dios me enseñó a entregar el más bonito de los regalos: los besos. Él devoraba mi boca. Y yo, la verdad, es que no lo hacía muy bien. Pero eso, pocas veces me lo ha dicho.

También lloraba Dios noches enteras, escondido debajo de la almohada, al oír la sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, cuando me sabía en brazos de otro. Y fue cuando descubrí por primera vez que las lágrimas de un hombre son el mejor regalo para una mujer enamorada.

Dios tenía un pequeño defecto: no sabía pronunciar la c. Intenté enseñarle, pero podíamos pasar noches enteras escupiendo sin éxito. ¡Qué divertido era Dios! Pero lo que más me gustaba de él, era recibir su bendición. Dios era generoso, y bendecía cada vez que se lo pedía.

Diario de una ninfómana
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