14 de abril de 1997

Me encanta la intensidad de nuestros encuentros. Me da una felicidad que él ni siquiera sospecha. Me motiva y me inspira.

La primera vez que nos encontramos, me pregunté si su piel estaba salada o no. Luego, descubrí que olía a palito de vainilla, de los que se utilizan para dar sabor a los alimentos.

Cuando hacemos el amor esta mañana, él me habla en español, no en quechua. Este detalle revela una cierta timidez bien escondida, quiere tomar distancia para consigo mismo, pronunciando palabras en otra lengua para negar esas ganas locas de poseerme; el ruido de su discurso resbala sobre las paredes de la habitación y sus palabras asaltan mi cuerpo, que se contrae cada vez que una de ellas me penetra en los oídos y cosquillea mi trompa de Eustaquio. Y me va debilitando poco a poco. Nunca le puedo decir que no. Después del amor, acabo siempre pigmentada de frases, mi boca se llena de restos imaginarios de hojas de coca masticadas entre los dos y mi pelo brilla como nunca. El suyo también. Durante el amor, lo lleva siempre suelto y es como una gamuza suave de proteínas orgánicas que va lustrando mi cuerpo.

Me gusta la sensualidad de sus labios y, mientras le estoy chupando el dedo gordo del pie, observo, divertida, cómo lo retuerce medio de placer, medio de risa, y cómo su cuerpo se estremece encima de las sábanas inmaculadas de la cama. Le como los talones, como un cachorro que hinca sus dientes en una zapatilla. El ruidito de la madera de la cama contra la pared debe revelarle al vecino de al lado una actividad reproductora envidiable para muchas parejas; pero no se trata del fuerte sonido de una posesión loca, como la de un Cro-Magnon con su hembra, sino de algo más sutil, que pone la piel de gallina. En muchas de estas ocasiones pienso en Roberto, mi gordito.

Rafa ha jugado muchas veces a untarme el cuerpo con mermelada de naranja amarga, la que sobra del desayuno, pues nunca me ha gustado, y que conservamos en la nevera del minibar. Me lame primero, suavemente con su pequeña lengua puntiaguda, y luego me la introduce en la boca. Y el calor que desprende la suya contrasta con la temperatura de la mermelada. Su piel es más suave que el mármol italiano, y es la primera vez que tengo a mi merced un cuerpo completamente imberbe. Me siento orgullosa de tener a tal espécimen en mi cama.

Después de muchos mimos y momentos de placer, él se quita el preservativo, a punto de reventar de lo lleno que está, y lo deja al lado de la cama. Me acuerdo de repente del error que cometen muchos hombres al dejar el condón usado a la vista de todos, pero se lo perdono esta vez. Al contrario, le agradezco con una mirada complaciente el darme en ofrenda su semen cristalino. Recojo el condón con dos dedos y acerco mi nariz al pequeño depósito, buscando el aroma del agua de mar mezclada con clara de huevo, pero el único olor que capto es el del látex recubierto de una sustancia llamada SK70, que, según el prospecto de la caja, aumenta la sensibilidad.

Cuando salgo de la ducha, enrollada en una toalla de color azul eléctrico, recién estrenada, que deja un montón de bolitas enganchadas a todo el cuerpo, me pongo delante del espejo y constato con horror que algunas se han camuflado en mis partes más íntimas. Al verme así, Rafa introduce, entre risas, sus dedos por todos los rincones escondidos, con toda la seguridad de un cirujano plástico empeñado a remoldearme completamente, y me va quitando delicadamente una a una esas pelusillas viciosas, como si estuviera sacándome espinas de la piel. Hoy me siento Fort Apache frente al jefe de los indios, cuyo apodo es Toro Sentado.

—Eres muy rica, jefa —me dice, suavemente.

Y tú eres mi tótem particular, pienso.

Diario de una ninfómana
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