10 de abril de 1997

—¡Tienes que salir ya! ¡Pero ya! —me grita Andrés, con las gafas en la mano.

Cada vez que adopta su miserable aire serio, mi jefe cierra los ojos como para no dar la cara a la persona que tiene enfrente. Chilla, pero no quiere hacerse responsable de las caras de estupefacción que le van poniendo.

Hoy está sentado en la mesa de su despacho, dibujando un montón de figuras en las esquinas de los papeles que tiene enfrente, espirales, cubos en tres dimensiones, y margaritas. Al final, las hojas quedan convertidas en una masa negra sin sentido, porque pasa una y otra vez el bolígrafo sobre las líneas trazadas. ¡Interesante para un examen psiquiátrico!, pienso.

—Pero si ni siquiera me han respondido acerca de la reunión que solicité —le rebato.

—Me da igual. No me importa que no tengas hecha la maleta, ni si tienes el planning completado. Y menos aún que tengas la regla. Ya hemos aplazado este viaje varias veces. Al aceptar este puesto, sabías que hay que estar preparada para improvisar. ¿Por qué coño he contratado a una mujer? ¿Por qué? —le pregunta a Marta, que acaba de aparecer en el despacho para hacerle firmar unos papeles.

Marta está temblando y no se atreve ni a acercarse hasta la mesa. Andrés está muy enfadado, no hay duda, porque su rostro se está coloreando de un rojo púrpura a la altura de las aletas de la nariz y parece un dragón a punto de echar fuego y carbonizarnos a las dos. Yo, evidentemente, quiero esfumarme cuanto antes y voy dando pequeños pasos hacia atrás hasta la puerta, pero Andrés tiene el propósito de pegarme la bronca de mi vida.

—No he acabado contigo. Cuando llegues allí, persigue a Prinsa. Son lentos y si no les llamas todos los días, te van a olvidar. No importa si pareces pesada, ¿me entiendes, hijita?

—Sí, Andrés —refunfuño, siguiendo su mano temblorosa agitar el bolígrafo Bic encima de la hoja de papel.

Se mueve con tanta fuerza que ya van apareciendo agujeros en la página.

—Y ahora, ¡corre! Haz la maleta, y vete al aeropuerto. Tu vuelo sale a las cinco de la tarde. Marta tiene los billetes. Mándame un fax cuando llegues. ¡Buena suerte, hijita!

Tomo un taxi por los pelos al salir de la oficina, y me deja en la puerta de mi casa. Hay gente amontonada delante de la puerta del edificio y para poder hacerme paso, tengo que pedir permiso varias veces a la docena de personas que aguardan delante de las escaleras.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunto a una rubia teñida, con un pendiente en la nariz y un pintalabios color fucsia, quien parece formar parte del grupo.

—Estamos esperando a Felipe, del local A. Pero todavía no ha llegado, así que tenemos que esperarle aquí en la calle.

Felipe es uno de mis vecinos. No puedo decir con exactitud a qué se dedica, pero el local es donde tiene montada su empresa. Le he visto en varias ocasiones, pero sólo nos hemos saludado. Después de subir de cuatro en cuatro las escaleras, abro rápidamente la puerta de mi casa y me pongo a hacer la maleta. ¡Cómo odio eso! A pesar de saber desde hace un mes que voy a viajar, no sé todavía lo que me voy a llevar. Revuelvo todos mis trajes y en la cómoda voy contando los pares de tangas y sostenes que necesito llevarme. A la vez, marco el teléfono de Taxi Mercedes para que me vengan a recoger delante de mi casa, la cual se transforma inmediatamente en una tienda de ropa de marca, mal organizada. Odio preparar un viaje en el último minuto. Y para colmo, para poder cerrar mi maleta, tengo que sentarme varias veces encima. ¿Y la combinación secreta? ¿Cuál es la combinación de la cerradura? ¡No me acuerdo! Al borde del desfallecimiento, y con el taxista llamando al interfono, saco toda la ropa de la maleta. No tengo otro remedio que coger otra, porque no me acuerdo de la maldita combinación. Me odio por ello. Soy un desastre para estas cosas, y siempre tiene que pasarme cuando más prisa tengo.

Reventada por los nervios, me pongo delante del espejo del baño y con mi cara de pequeño Buda poco inspirado voy haciendo unos ejercicios de respiración abdominal que, se supone, tendrían que relajarme en el acto. Siempre suele funcionar. Mientras busco unos preservativos para meterlos en la maleta, me encuentro un fax de mi amiga Sonia que no he tenido tiempo de leer hasta ahora. Lo haré en el avión. Bajo por el ascensor; subir las escaleras es bueno para trabajar los glúteos, pero bajarlas no tiene ningún sentido. Me tropiezo de nuevo con el grupo de antes que sigue reunido delante de la puerta. Mientras el taxista está poniendo mis cosas en el maletero, no puedo evitar preguntarle a la misma rubia:

—¿Tenéis una entrevista de trabajo? ¿Os ha citado a todos a la vez? —Quiero saber más acerca de Felipe.

—No, no. Venimos a repetir. Pero sólo él tiene las llaves —me replica, como si fuera obvia la razón de su espera.

De repente los asuntos de Felipe me interesan mucho y le sigo preguntando, al subir al taxi:

—¿Y a qué os dedicáis?

El rostro de la rubia se ilumina de satisfacción. Un chico del grupo, altísimo, se acerca a nosotras para participar en la conversación, mientras yo entro en el taxi, cierro la puerta y abro la ventana.

—Somos actores profesionales —explica la rubia, levantando orgullosa su pequeño mentón.

Y añade, como para satisfacer mi curiosidad que ya no puedo esconder, o quizá para provocarla más:

—Felipe vende trozos de vida.

El taxista me echa un vistazo de impaciencia por el retrovisor, luciéndome entender que está mal aparcado, y salimos disparados.

Justo antes de embarcar, y a punto de apagar definitivamente mi móvil, recibo un mensaje. Es Cristian. «¿Quieres cenar conmigo esta noche?». ¡Por Dios! Me voy de territorio español con dos incógnitas: ¿qué era eso de los trozos de vida de Felipe?, y ¿qué hago ahora con Cristian? Con lo curiosa e impaciente que soy, no sé si podré esperar las respuestas a tantas preguntas hasta mi vuelta.

Ya llevamos unas cuantas horas volando y, con la mano en una bolsa de plástico, repaso todas las compras que he hecho en el duty-free mientras aguanto el ronquido de un paquidermo medio calvo y sudoroso que está sentado a mi lado. Con cara de asco me vuelvo hacia él para observarle, y constato con horror que su cabeza se está yendo hacia mi hombro. ¡Que ni se le ocurra apoyarse sobre mí!

Intento distraerme, pues con cada nuevo vuelo me entra más miedo a volar. Me he acordado del fax de Sonia y me pongo a leerlo.

Querida Val,

Es vulgar, horroroso, pero al menos te pondrá de buen humor hoy… Sonia.

No cambiará nunca. Sonia es mi amiga desde hace unos tres años, y me ha demostrado que siempre tiene el mensaje justo en el momento preciso. Trabaja como jefa de producto en unos laboratorios farmacéuticos y se pasa la vida obsesionada por conseguir un ascenso. Cuando la vi por primera vez, me recordó inmediatamente a la heroína de unos dibujos animados japoneses, Candy, que echaban en la televisión francesa cuando era pequeña. Candy siempre llevaba minifaldas y botas hasta las rodillas. Sonia es igualita. Tiene la piel de color porcelana, unos grandísimos ojos bordeados de pestañas negras infinitas y una nariz muy respingona, con miles de pecas. Tiene el rostro completamente liso, sin arruga alguna. Siempre lleva faldas de niña buena con zapatos planos, que le dan un aire de palillo a su cuerpo sin forma. Pero por dentro, Sonia ha demostrado ser fuego puro. Y lleva una eternidad buscando desesperadamente al amor de su vida. Como no lo encuentra sufre muchas depresiones que le suelen durar largas temporadas. Y cuando se cansa de verse en ese estado, se dedica a hacer reír a la gente. Luego, vuelve a recaer.

Empiezo a contar las páginas recibidas, hay casi cinco. No me puedo creer que tenga el tiempo para redactar este tipo de mensaje en la oficina. Se trata de un fax con chistes acerca de los hombres, una especie de decálogo de los principales errores masculinos en la cama. Como hay demasiada paja, utilizo la técnica de lectura rápida que me han enseñado en la universidad para captar lo más divertido.

Al cabo de un rato, prefiero dejarlo. Sonia ya no sabe qué inventar para ser graciosa. Pero al menos me ha ayudado a olvidar la presencia del gordo de al lado, que se ha despertado de repente y está mirando, por encima de mi hombro, lo que estoy leyendo. Nuestras miradas se cruzan y se dibuja sobre sus labios morados una pequeña sonrisa cómplice, a la cual no respondo porque no me da la gana.

Me pongo a seguir con mucha atención las indicaciones de una pantalla en la que aparece el mapa del mundo y la situación de nuestro avión. Ya estamos en el continente americano, y con esta imagen, consigo dejar atrás la angustia de los últimos días, entre los nervios de Andrés y mi obsesión por Cristian. Otra aventura me está esperando.

El aeropuerto de Lima se parece a un mercado de frutas y verduras. Es un caos que me deja aturdida apenas pongo el pie en territorio peruano, hasta que consigo pasar el control de pasaportes, cambiar soles peruanos y arrastrar mi maleta hasta la salida. Cuando las puertas del aeropuerto se abren sobre el exterior, me invade un calor húmedo, desagradable, que me anuncia ya noches de sudor y enfermedades gástricas. Me cuesta respirar, y un olor horrible a fruta podrida contamina el ambiente. Busco desesperadamente un taxi que tenga aire acondicionado, y me decanto por el coche de un hombre pequeñito, vestido con una camisa de lino crudo y unos pantalones verde militar. Se está quitando las gotas de sudor de la frente con un pañuelo y no para de mirarlo después como si hubiese descubierto un tesoro. Al verme, me hace una señal con la mano para indicarme que está libre. No dudo ni un minuto y me acerco a él.

—Voy al hotel Pardo, en Miraflores. ¿Tiene aire acondicionado en su coche?

—Claro, señorita. Suba, la llevo rápido —me contesta, mientras me quita literalmente la maleta de las manos.

El aire acondicionado del taxi consiste en unas pequeñas hélices colocadas en la cabeza del asiento del conductor, en dirección a los pasajeros, y que no paran de girar con dificultad, produciendo el ronroneo de un avispón en pleno vuelo. Me abstengo de cualquier comentario. Mejor eso que nada.

La ciudad de Lima es una gigantesca chabola donde muchas casas, a punto de derrumbarse, tienen bolsas de plástico a modo de techo. No me había imaginado esto. Busco con avidez una casa bonita, algún edificio residencial, niños con uniformes azul marino y calcetines largos saliendo de la escuela, pero no los veo. En su lugar, aparecen pequeñas caras sucias, con mocos secos. El taxista me señala con su dedo el mar y las playas de la ciudad. En un semáforo, se da la vuelta y me comenta:

—No vaya nunca a bañarse allí, señorita. Todas las playas de Lima están contaminadas. Tendrá que salir de la ciudad para poder bañarse sin riesgo.

Miro aterrorizada a unos basureros inmensos que cubren las playas, y constato con horror que hay gente allí, con los bajos de los pantalones levantados hasta la rodilla, rebuscando entre la porquería que otros han depositado. Me entran náuseas, y tengo que volver la cabeza repentinamente para no ponerme a vomitar en el taxi. Instintivamente, busco en el bolso mi carné internacional de vacunación y me pongo a repasar todos los nombres escritos a mano con la fecha de las inyecciones. El viaje en taxi se me hace eterno, y no me atrevo a mirar de nuevo por la ventana, por miedo a ver el horror justo delante de mis narices. Por fin, llegamos a un hotel cuya fachada anuncia habitaciones de lujo, y después de despedirme del taxista, aparece a toda prisa un botones, vestido con un traje rojo y negro, y zapatos relucientes.

—Bienvenida al hotel Pardo, señorita —me dice muy amablemente.

En la recepción del hotel ya están avisados de mi llegada, y me entregan la llave de una suite que da directamente a la parte interior del edificio, tal como había solicitado. Por fin pienso encontrar tranquilidad. La habitación es de color beis, con un sofá de cuero marrón en el rincón. La cama, inmensa, está recién hecha, y me acuesto un momento para renovar la energía que he ido perdiendo durante el viaje en avión y el interminable trayecto en taxi. Pero me viene de repente a la mente la primera misión que tengo que cumplir, y que es urgente: llamar a Prinsa.

No encuentro a mi interlocutor, así que dejo un mensaje. Decido bajar nuevamente a recepción y la chica que me atendió al llegar, una morenaza que no para de sonreír y dice llamarse Eva, me ofrece la posibilidad de contratar a un guía para visitar la ciudad.

—Tenemos a muchos y todos muy bien de precio.

Me saca una lista antes de que pueda reaccionar y me la pone debajo de los ojos. Yo no tengo ninguna intención de contratar a un guía turístico pero un nombre me llama la atención, por tener el mismo apellido que aquel escritor español:

Rafael Mendoza

Guía turístico

Fotógrafo de Prensa y Cámara

Telf. 58 58 63

Bipper: 359357934

—¿Conoce usted a Rafael Mendoza? —le pregunto a Eva.

—Rafael es un óptimo profesional y además un excelente fotógrafo. ¿Quizá le gustaría tener fotos del Perú?

Su rostro se ha iluminado al pronunciar su nombre, y de nuevo sin preguntarme nada ya está marcando su número de teléfono.

Oigo que deja un mensaje en el contestador.

—Rafa, soy Eva, del hotel Pardo, es urgente. Hay trabajo para ti.

Con la promesa de Eva de que conoceré a Rafa al día siguiente, cojo el ascensor con unas ganas de sexo que no sé explicar. Quizá por la tensión de tantas horas de vuelo. Al llegar al piso de mi habitación, mientras busco las llaves en el bolso, escucho una voz.

—Buenas tardes, señorita. ¡Qué casualidad que estemos en el mismo hotel!

Todavía no le he visto la cara, pero mi mirada se para a la altura de sus labios y no hace falta ver nada más. Ya he reconocido la sonrisa cómplice en esa boca pequeña, cínica, que babeaba unas horas antes sobre mis piernas, mientras estaba en el avión. El paquidermo medio calvo ya ha introducido las llaves en la cerradura de la puerta de su habitación. Me paro un momento para mirarle y él aprovecha para decirme:

—¿Quiere pasar un momento y tomar algo conmigo?

Me sorprendo al responderle que sí, que muy amable de su parte, que qué curioso que estemos alojados en el mismo hotel, hasta que la puerta se cierra a mi espalda. Me invita a tomar asiento en el sofá, que es igualito al que tengo en mi habitación. Tan sólo se distinguen por el color de las paredes, que son de un amarillo chillón con cortinas a juego.

—¿Qué desea tomar? ¿Champán, vino tinto…?

—Whisky —contesto sin pensarlo.

—¿Solo o con hielo?

—Con hielo, por favor.

El paquidermo pide hielo al servicio de habitaciones, y, mientras se sirve una copa de champán, comienza un interrogatorio sobre las razones de mi presencia en el Perú.

—Trabajo para una empresa de publicidad —le explico, intentando adoptar un aire amable.

En el fondo, parece ser buena persona; ha sido su gordura lo que me ha hecho rechazarlo en cuanto le he visto. Me siento culpable durante unos segundos.

—¿Y usted?

—Trabajo para una compañía telefónica. Soy informático, y vengo a poner a punto unos programas en nuestra filial peruana. ¿Sabía usted que nuestra compañía ha invertido dos mil millones de pesetas en el Perú? —me pregunta, como un profesor que quiere averiguar si su alumno está bien preparado para un examen.

—Si, es cierto. Desde la desaparición de Sendero Luminoso, cada vez más empresas extranjeras están invirtiendo aquí. Eso es muy bueno para el país. Creo que la inversión de su compañía representa ella sola el cincuenta por ciento del total de inversiones extranjeras, si las estadísticas son ciertas.

Su mirada me ha aprobado con sobresaliente. Llaman a la habitación. El paquidermo coge la cubitera de las manos del camarero, y cierra la puerta con un golpecito de la pierna izquierda. Parece ágil, a pesar de su sobrepeso.

Me tiende un vaso con whisky sin dejar de mirarme a los ojos.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí? —Quiere saberlo todo.

—Creo que estaré unos quince días. Dependerá de lo que tarde en visitar a todos nuestros clientes. A veces, algunos anulan las citas y las posponen, lo que hace que todo mi planning se tambalee.

Pido otro whisky. El paquidermo, que se llama Roberto —así lo indica su tarjeta de visita, que me ha regalado como si fuera el más precioso de los tesoros—, me sirve otra copa, que voy bebiendo rápido pero a pequeños sorbos.

La segunda copa empieza a hacer su efecto y voy notando un hormigueo que me sube desde las piernas y se va concentrando a la altura del pubis. Un calor invade mi espina dorsal y escala mi espalda hasta la nuca. Mientras me sigue hablando, me quito el top y el sostén, y Roberto detiene de repente su monólogo, visiblemente sorprendido. Sin avisar, se tira bruscamente sobre mis pezones y me los aprieta como si estuviera intentando deshinchar un globo. Me siento convertida de repente en un hueso de goma para cachorros. Luego, babeando, me coge el pezón izquierdo entre el pulgar y el dedo como quien intenta encontrar la estación de radio de los cuarenta principales. Odio eso, pero le dejo hacer. Seré sincera: todo me lo he buscado cuando acepté entrar en su habitación.

Su torpeza manual en la región de mi pubis acaba en una conclusión de sus dedos gordos en los elásticos de mis braguitas. Le ayudo y las saco yo misma, y, tomando eso como una invitación indirecta hacia la entrada de mi sexo, su mano baja en mi entrepierna e intenta introducir sus cinco dedos en mi vulva como si estuviera escondiendo en una chimenea el botín robado a un banco. Es muy torpe, la verdad, y su rostro está cubierto de un sudor glacial, pienso que no me da perspectivas de un polvo inolvidable. Se pone por fin a quitarse la ropa. Pero, digno de un principiante en la materia, se quita todo salvo los calcetines. Esta sola visión me da ganas de reír a carcajadas, pero me contengo. Busco con cara de desánimo su pene, pero las toneladas de carne que forman su barriga recubren justamente esa parte de su anatomía. Tendría que levantarse la grasa para poder tener una relación sexual; si no, el asunto se anuncia desastroso. Sin más preliminares, introduce sin ternura su pequeño objeto que el slip demasiado estrecho, de un color blanco dudoso, ha estrangulado y empieza a moverse como un pistón. A pesar de su torpeza, yo tengo que darle una oportunidad. Tiene la cara escondida en la almohada y las manos debajo de mis nalgas. Mi cuerpo se estremece pero estoy a la vez preocupada por acabar asfixiada de tanto peso.

Decido tomar la iniciativa. Me retiro de debajo de él con un movimiento de hombros hacia atrás y él me lanza una mirada que pocas veces me he encontrado: la de un asesino a sueldo. Ni me pregunta si me pasa algo.

—¿Qué haces? Me iba a correr —me reprocha.

—Ponte boca arriba —le ordeno.

Mi tono no parece gustarle, pero obedece, se da la vuelta y se pone de piernas abiertas y un poquito levantadas, como un animal moviendo la cola a la espera de una caricia.

«Veo que te gusta que te manden, gordito mío, pienso, con una sonrisa en los labios. Ibas de macho, pero lo que verdaderamente te pone son las mujeres dominantes. Sólo tenías que pedírmelo».

Me pongo de pie encima de la cama, me doy la vuelta de tal forma que se encuentra mi trasero en plena cara, y me siento encima de su pequeño punto de exclamación. Se pone a gritar para motivarme, como un entrenador de fútbol en un estadio.

—¡Sííí! ¡Sigue! ¡Qué bueno! —ladra mi gordito.

—Te vas a enterar de lo que vale una francesa —le digo, volviendo la cabeza para que vea mi expresión.

—¡Sííí! ¡Sí, sí! —la mueca que se dibuja en su rostro me hace pensar que ya se ha corrido.

Al poco rato, me corro yo también.

Salto inmediatamente de la cama, me voy al baño para ver en qué estado se ha quedado mi pelo y el maquillaje que llevaba, y vuelvo a la habitación enseguida para vestirme. Mi gordito yace sin fuerzas encima del cubrecama. No era para tanto, pienso. Una vez vestida, busco mi paquete de tabaco en el bolso y me enciendo un cigarro, mirándole y preguntándome cómo este hombre me puede haber dado placer.

—¡Qué maravilla! —resopla Roberto.

Tiene los pelitos de cada lado de su cabeza, y los únicos que le quedan de hecho, completamente mojados.

—Espero que volvamos a repetirlo.

Le sonrío a modo de respuesta y me voy de su habitación. Desde luego, el cuerpo habla por sí solo. Y es mi manera de expresarme con la gente. Además, hoy, he hecho una buena acción. Este señor acaba de perder seguramente quinientos gramos, y yo estoy siempre más cerca de la línea de los vencedores del maratón.

Diario de una ninfómana
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