Siempre hay una primera vez

1 de septiembre de 1999

El primer contacto que he tenido con la casa ha sido a causa de un último arrebato de supervivencia o autodestrucción, depende de cómo se mire. No lo sé con exactitud, pero entiendo que siempre tendemos hacia la vida. Así que prefiero pensar en la primera opción.

Lo que me encontré allí estaba muy lejos de la imagen glamurosa que tenía en mente. Las chicas resultaron ser pequeñas cenicientas, pero nunca perdían zapatos de cristal, sino una parte de sí mismas. La inocencia de algunas contrastaba con su manera de hacer el amor con los clientes y estos anacronismos físicos me dejaban alucinada.

Yo era una de las más «viejas» y sabía lo que estaba haciendo. Muchas venían aquí para ganar mucho dinero, no por necesidad, sino porque eran alérgicas a la pobreza y pensaban que la felicidad sólo se puede encontrar en un billete de banco. Yo buscaba cariño ante todo, y revalorizarme como mujer, pero en el fondo, teníamos el mismo propósito: amar.

Dos y media de la tarde.

Por fin voy andando por la calle, contando las losas del pavimento, incapaz de fijar mi mente sobre cualquier impresión o sentimiento.

He comprado el periódico por la mañana, y he recortado el anuncio de una casa de lujo que promete las chicas más elegantes y guapas de la ciudad. Sin pensarlo dos veces, he llamado para preguntar si necesitaban renovar el personal, ya que estaba interesada en trabajar con ellos. Me han dado la dirección y una cita para la tarde.

Quiero llegar lo antes posible, para descubrir ese mundo que me he imaginado tantas veces. Me veo en un sitio lujoso, vestida con un traje de noche transparente, rodeada de cortinas de seda y habitaciones temáticas con bañeras con jacuzzi.

Tres menos diez de la tarde.

Cuando Susana me abre la puerta, le pido disculpas porque creo que me he equivocado de piso. Ella, sin embargo, me hace pasar asegurándome que es la dirección correcta.

Susana es pelirroja, gordita, pequeña y muy fea. Tiene un cigarro en la mano, y los dedos completamente manchados de nicotina. Pero lo peor de todo es que sus dientes parecen rocas negras a punto de derribarse.

«Va a espantar a los clientes», es lo primero que pienso.

—¿Fumas? —me pregunta, tendiéndome el paquete de cigarros.

Ni buenos días ni nada.

—Sí, gracias —le contesto, cogiendo uno nerviosamente. Las manos me tiemblan. Será la primera y última vez que me ofrecerá un cigarro, ya que me convertiré luego en su proveedora preferida de alquitrán y nicotina.

A pesar de saber claramente dónde me estoy metiendo, todavía no sé muy bien si he venido por venganza, por asco hacia los hombres y a lo que tienen colgado entre las piernas, o más bien por falta de cariño y autoestima y mis problemones económicos. Es una mezcla de todas estas razones y, además, como siempre me he considerado una persona liberal, no me causa demasiados traumas ni me asusta.

—Un momentito —me dice Susana, mirándome de arriba abajo— que ahora viene la jefa, así va a poder conocerte en persona. Yo soy Susana, la encargada de día.

Me percato rápidamente de una cosa que se encuentra en el suelo, al lado de la puerta de entrada. Es un limón, pinchado con cerillas y un cigarro encendido.

—Atrae a los clientes —me explica riendo—. Es un truco de brujas. Me lo enseñó Cindy.

—¿Cindy?

—Una chica portuguesa que trabaja aquí. Ya te la presentaré. Tiene un montón de trucos y todos funcionan —Susana parece muy convencida.

Mientras me hace pasar a un cuartito, donde sólo hay una cama y un espejo mural rodeado de luces, me entra miedo, como si algo espantoso me estuviera esperando en aquella habitación. Tengo un nudo en el estómago, y la extraña impresión de que me falta el aire y de que mi boca se está deshidratando.

—¿No tendrías un vaso de agua? —le pido a Susana.

—Sí, cariño, siéntate encima de la cama, que ahora llega la jefa. Yo te traigo el vaso, ¿vale?

No me cae tan mal esta chica. Tiene una pésima imagen, pero pienso que, si está aquí, por algo será.

La habitación es horrenda y no tiene nada que ver con lo que me había imaginado. Las paredes están recubiertas de un papel amarillo, arrancado en algunas partes, y en el techo hay una tela rosa que cae colgando para dar un aire de intimidad mezclada con un lujo pasado de moda, que deja mucho que desear. El espejo tiene unas cuantas bombillas fundidas y absorbe de repente mis ojos. Entonces me doy cuenta de que estoy cayendo en una dulce esquizofrenia que me está transportando hacia otros mundos, donde el lenguaje de las palabras no tiene sentido, donde sólo importa la dimensión corporal y las sensaciones. La imagen que se está reflejando en el espejo es la de una persona todavía desconocida por mí. Es el rostro de una mujer que ha aterrizado en un lugar que no es para ella, pero que quiere hacer suyo, pese a todo, obstinada en reivindicar esta elección a toda costa.

—Toma el vaso de agua —me dice Susana al entrar nuevamente sin hacer ruido, con un vaso en la mano y un cigarro en la otra. El filtro ya le está quemando los dedos.

Yo sigo mirándome en el espejo, totalmente hipnotizada y la irrupción de Susana me hace volver repentinamente a la realidad.

—¡Hola, buenos días! —exclama una voz detrás de Susana, con un suave acento anglosajón.

—¡Buenos días! —contesto, curiosa por conocer el rostro que corresponde a esa voz tan dulce.

Una señora morena, pequeña y embarazada, me tiende la mano para saludarme. Me quedo sorprendida. Una mujer embarazada y muy agradable actuando de chula en una casa de citas; acaban de romperse todos mis esquemas. No me esperaba esto, hasta estoy casi decepcionada por no encontrarme a un hombre con pinta de camionero y tatuajes por todas partes. Esta dulzura y fragilidad no pegan con este ambiente decadente.

—Soy Cristina, la propietaria de la casa.

—¡Hola! Yo soy Val.

—Me ha dicho Susana que quieres trabajar con nosotros.

—Sí, la verdad es que me gustaría.

—¿Dónde has trabajado antes?

—Quiere decir, ¿de eso?

—Sí, claro. ¿Para qué otra casa has trabajado antes? —insiste Cristina.

No sé si mentir o decir la verdad.

—Nunca he hecho este trabajo. Es la primera vez.

Cristina y Susana me miran fijamente y veo en sus ojos que no se creen nada de lo que acabo de decir.

—¿Estás segura de que lo podrás hacer? —pregunta Cristina—. Aquí trabajan muchas chicas muy profesionales.

—Basta probarlo —le contesto.

Mi tono es tan decidido que Cristina parece convencida enseguida.

—De acuerdo —dice—. Susana, ¿hay algún vestido de noche en el guardarropa que se pueda poner la chica?

—Si, pero creo que es de Estefanía. Si se entera de que se lo hemos cogido, me va a pegar la bronca, Cristina.

—Vete a buscarlo. Bajo mi responsabilidad. Yo hablaré con Estefanía. Esta chica no se puede presentar vestida con esa ropa ante ningún cliente.

—¿Es que voy a empezar ya mismo? —me siento un poco presa del pánico.

—¿No querías trabajar? —comenta Cristina con una amplia sonrisa.

—¡Claro que quiero trabajar!, pero no pensaba que iba a hacerlo tan pronto.

—Es lo mejor, ¿sabes? Si no, ¿hasta cuándo vas a esperar? Tengo en el salón a un muy buen cliente que viene cada semana. Si la chica le gusta, pasa dos horas con ella. Así que aprovecha. Paga cien mil pesetas y te llevarás cincuenta mil.

—OK!

Susana reaparece con un vestido rojo largo y transparente, de escote generosísimo, y la lencería a juego.

—Pruébate esto, cariño, y date prisa que el cliente está esperando —me insta Cristina—. Le he dicho que teníamos a una chica nueva, una modelo que está de paso por Barcelona y que se marchará dentro de unos pocos días. Tiene ganas de conocerte.

—Bien —le contesto, quitándome ya sin pensar los vaqueros—. ¿Qué tengo que hacer con él?

—Tú sabrás —responde Susana—. Es un poco pesado porque va colocado. Pero, en general, no quiere una relación completa, porque no puede. Una buena masturbación le hará feliz.

—¿Una masturbación de dos horas? —pregunto ingenua.

—Hombre, ¡dos horas no! —exclama Cristina riendo—. Juegos, masaje, no sé. Depende de ti inspirarle. Vamos, vístete y no te preocupes, que todo saldrá bien. Y maquíllate un poco, que estás muy pálida. A los clientes les encantan las mujeres muy arregladas. Todo lo contrario de lo que tienen en casa. ¿Para qué van a pagar a una mujer que se parece a su esposa?

—Claro —le digo, mientras me estoy ajustando el vestido.

La imagen que me ofrece el espejo ya no es tan diferente de la de una persona que se suele arreglar cuando va a una cita con un desconocido. Me siento más conforme conmigo misma, pero mi corazón sigue latiendo fuertemente contra mi pecho, como si tuviera miedo.

—¡Mira lo preciosa que está con este vestido! —anuncia Susana, llamando la atención de la propietaria.

—¡Está divina! —recalca Cristina—. Tienes un cuerpo muy bonito y debes aprovecharlo. Quizá te falte un poco de pecho, pero cuando ganes el primer millón, ¡ya te operarás!

Este comentario sobre mi pecho no me gusta nada, pero no pienso dejarlo entrever. No es el momento de discutir.

—Puedes ganar muchísimo dinero si te lo montas bien. Ya verás, estarás muy a gusto con nosotros. Me pareces una mujer muy dulce y simpática. Anda, vete y luego hablamos.

Susana me coge de la mano como a una niña pequeña, me repasa el maquillaje, con un aire que parece aprobador, y me lleva a un salón que no conozco todavía. La decoración sigue la misma tendencia que la de la habitación donde he estado primero. Hay un sofá grande de tela con flores dibujadas en todos los colores y enfrente una mesa de vidrio, con patas de cobre, que tienen forma de hojas de vid, con algunas revistas de Playboy sobre ella, abiertas como si alguien las hubiese estado hojeando. Un sillón a juego con el sofá yace, solo, en un rincón. Dos puertas comunican con el salón. Una pintada de blanco y otra corredera, que es de madera. Deduzco que esta última da paso a otra habitación.

—Ahí hay una suite —me explica Susana, orgullosa, como si fuera la dueña—. El cliente está dentro. Luego la verás. Aquí está el baño —y abre la puerta pintada de blanco para mostrármelo—. Ahora siéntate, que voy a ver al cliente.

Llama suavemente a la puerta de madera y la entreabre para que yo no pueda ver lo que hay dentro. Desaparece, tragada literalmente por esa habitación misteriosa. Oigo susurros y ya empiezo a notar la presencia masculina del desconocido, y su voz impaciente por haber esperado demasiado tiempo. Tengo el pulso a mil.

Después de unos minutos, reaparece Susana, con colores en las mejillas.

—No me gusta entrar en esa habitación —declara, riéndose y tapándose la boca con la mano—. El cliente está desnudo. Entra cuando quieras cariño, me acaba de pagar.

Y me enseña el dinero que lleva en la mano.

—Luego te doy lo tuyo.

Al salir del salón, me echa una mirada cómplice y me quedo sorprendida cuando me espeta:

—Pásatelo bien, cariño.

Permanezco inmóvil unos segundos antes de llamar a la puerta, conteniendo la respiración. No tengo miedo de acostarme con un extraño. Lo que me asusta en realidad es el no ser del agrado del cliente, no gustarle; mi autoestima está realmente tocada. Para mí, supondría un fracaso terrible ser rechazada la primera vez. Ya decidida, me apresuro a llamar a la puerta, y la voz del desconocido me grita:

—¡Entra ya!, que si no pasa el tiempo y no hacemos nada.

Está acostado boca arriba encima del cubrecama, completamente desnudo, cuando paso el umbral de la puerta. No distingo bien sus genitales, la habitación está muy oscura. Parece un hombre joven, de unos treinta y cinco años como mucho. Lo que Susana llama la suite, consiste en una habitación con terciopelo rojo en las paredes, cortinas espesas que no dejan pasar nada de luz natural y una cama king size. A ambos lados de la cama, hay mesillas parecidas a la mesa del salón, decoradas con dos figuritas de bronce que representan a mujeres desnudas comiendo uvas. La pared enfrente de la cama es todo espejo, y da inequívocamente la impresión de estar en una de estas maisons-closes parisinas. Pensaba que los tiempos habían cambiado y que estas casas eran más modernas, dejando atrás el gusto tan dudoso que las caracterizaba.

—Déjame que te vea mejor —me dice el cliente, levantándose de la cama—. Eres nueva, ¿verdad?

—Sí. Acabo de llegar.

—Todas dicen eso, y también que nunca han trabajado en esto. Pero luego, las encuentras en todas las agencias de Barcelona. Aunque me parece que tú dices la verdad. No te conozco de nada. Al menos, no estás trabajando en otro sitio, si no te hubiese visto. ¿Tomamos un baño?

El cliente se acerca al jacuzzi que hay en un rincón de la suite, y abre los grifos.

—¿Cómo te llamas? —me pregunta, mientras va pasando la mano debajo del agua para probar la temperatura.

—Val —respondo, sin moverme de mi sitio.

—¡Qué bonito! Nunca lo había oído antes. Extranjera, ¿verdad? —Y añade, casi de una manera imperceptible—: Como todas, de todas formas.

—Sí. Soy francesa.

—Francesa y poco habladora. Está bien. En general, las chicas hablan demasiado y dicen tonterías. Yo soy Alberto. ¡Venga!, acércate para que te vea mejor. Pareces supertímida.

—No. No soy tímida. Es tan sólo que el sitio me resulta extraño.

—Entiendo —dice Alberto con aire complaciente y colocándose en la bañera—. Quítate la ropa y entra en la bañera conmigo.

Confieso que tomar un baño con un desconocido, en un sitio tan visitado, me da un poco de asco, pero ¿qué otra opción tengo? Si he decidido hacer esto, tengo que hacerlo hasta las últimas consecuencias.

Me quito rápidamente la ropa, balanceando suavemente mi cuerpo pálido prisionero de la lencería roja prestada, para animarme frente a este desconocido, que no me cae mal, pero que, de momento, no me inspira deseo para nada.

—¡Uau! Las francesas siempre sois calientes. Hazme ese balanceo en el agua.

Entro en el agua con él. Está muy caliente y me cuesta un poco sumergirme. Pero Alberto me coge por la cintura y me atrae hacia él.

—Ven aquí. Quiero sentirte cerca de mí.

Se pone a tocarme las tetas, mojándolas con la espuma del gel de baño que ha echado en el jacuzzi y, luego, bajo el agua, sus dedos empiezan a buscar mi pubis. No sé todavía cómo funciona este tipo de relación a pesar de mi manera liberal de ver las cosas. Me resulta un poco violenta esta situación: he pasado de elegir yo a los hombres que quiero a que, ahora, mi opinión ya no cuente para nada. Son ellos quienes lo harán de aquí en adelante y pagarán por ello. Lo más difícil de tragar es eso: que mi opinión no cuente para nada.

La luz es muy tenue pero la excitación de Alberto se puede leer en su rostro. Para mí, es todo lo contrario.

—¿Por qué no salimos de la bañera y vamos a la cama? —le suelto de repente para acabar de una vez, poniéndome de pie y quitando de mis brazos la espuma del jabón.

—OK! Pero con la condición de que me dejes tomar salsa —me responde, incorporándose.

—¿Salsa?

—Sí. Como lo oyes: salsa…

—Sí, claro. ¿Te gusta bailar?

—¡No!

—¡Ah…! —exclamo, y sin pedirle más explicaciones me voy a buscar a Susana, enrollándome en una toalla, para que ponga un CD de salsa.

Tras apenas una hora de haberme presentado en esta casa, ya estoy con un putero de mucho cuidado que además es cocainómano perdido.

Nunca me han atraído las drogas, ninguna de ellas. Pero durante mi estancia en la agencia, casi a diario he tenido que cohabitar con ellas.

Susana pone el disco que he pedido y, cuando comprendo a qué se refería Alberto, nos vamos a la cama. Como ocurrirá en muchas otras ocasiones, no retiramos el cubrecama. Alberto empieza a esnifar la coca mientras se termina el Whisky que le ha servido Susana al llegar. ¡Bonita mezcla explosiva!, pienso un poco angustiada. Tiene los ojos desorbitados por el polvo blanco y está boca arriba encima de la cama, inerte.

Al cabo de un rato, me pide que comience mi trabajo, pero como no tiene erección ninguna, es imposible colocarle un condón. Yo tengo las ideas muy claras. No pienso hacer nada con un desconocido sin preservativo.

—No te va a servir de nada —me dice, refiriéndose a los preservativos que he colocado encima de la mesilla—. Follar no me pone. Sólo quiero que me la chupes, no hay riesgo.

—Vamos a ver lo que se puede hacer —le digo, con aire embarazoso.

Desaparezco un momento en el baño, al lado de la suite, pretextando unas ganas terribles de hacer pipi, con un condón escondido en la mano. Una vez allí, lo saco delicadamente de su envoltorio y me lo coloco en la puntita de la lengua. Lo mojo poco a poco para que coja la temperatura de la saliva, cuidando mucho de no romperlo con los dientes. Tengo la sensación de haber hecho eso toda la vida. En realidad, mi cerebro está funcionando a tope, para encontrar una solución al problema de la protección. No quiero tener un conflicto con mi primer cliente. Sería un mal comienzo. Espero que esta estrategia pase inadvertida.

Oigo de repente que grita mi nombre y me apresuro a volver a la suite. Definitivamente no me hace ninguna gracia tener que pasar dos horas con este individuo.

—¿Qué estabas haciendo? El tiempo está corriendo. Y yo he pagado por algo —me recuerda, con voz de reproche.

No me atrevo a contestarle por miedo a que note que tengo algo en la boca. Me contento con sonreírle, y se suaviza.

Casi dos horas estuve cumpliendo con mi labor sin que se diera cuenta del secreto que encerraban mis labios. ¡Funciona, funciona!, me digo interiormente, contenta de mi invento de última hora.

Al final, Alberto se va como ha venido: colocado y sin haber conseguido una erección completa. Y yo, con cincuenta mil pesetas en el bolsillo, ¡así de fácil!

—¿Qué sueles hacer? —me pregunta la propietaria, con un bolígrafo en la mano y un pequeño cuaderno donde ha escrito mi nombre.

Nos encontramos en la cocina porque la pequeña habitación está ocupada por un cliente y Susana está limpiando la suite.

—¿A qué te refieres? —la pregunta es una gilipollez.

—¿Relaciones sexuales con hombres, mujeres, francés con o sin? ¿Dúplex, griego? Es importante para mi. Cuantas más cosas sueles hacer, más trabajo tendrás.

—¿Ah? Pues…, con mujeres no tengo problemas. El francés, siempre con preservativo. Y el griego no lo hago.

—¡Qué pena! El griego se paga el doble de precio. Cien mil pesetas una hora. Cincuenta para ti. ¿Y el dúplex?

—¿Dúplex?

—Sí. Cuando el cliente pide dos chicas.

—¿Lo llamáis así?

—Sí. Hay clientes que piden dos chicas de una casa. Para ti es menos trabajo porque sois dos.

—Tampoco tengo problemas. Pero no conozco todavía a las chicas. Me imagino que es mejor estar con una chica con quien te llevas bien, ¿no?

—Exactamente. Aunque a veces no puedes elegir. En cuanto al horario, hay varios turnos. O trabajas de día, o de noche. O si lo prefieres, puedes estar disponible las veinticuatro horas del día. Si trabajas de noche, tienes que llegar a la casa antes de la medianoche, si no, Susana no te abrirá. De día, puedes llegar sobre las ocho. Y las veinticuatro horas, puedes venir cuando quieras, y cuando estás fuera de la agencia, tener conectado tu móvil para que te llamemos. Eso significa que tienes que estar siempre disponible. Si te llamamos para un servicio, y no puedes venir, daremos preferencia a otra chica y ya sabremos que no podemos contar más contigo.

—Comprendo. Es normal.

—Si necesitas días de descanso, nos avisas y ya está.

—OK! Y cuando tengo la regla, ¿qué hago?

Nuestra conversación se ve interrumpida por una negra color ébano que entra en la cocina con aire altivo, tapada por una toalla minúscula que deja ver unas nalgas respingonas.

—Cristina, dice el cliente que quiere otro tipo de música —anuncia la chica.

—De acuerdo, Isa. Ahora te pongo otro CD.

Isa es guapísima, silicona pura, eso sí. Con sólo mirarme me doy cuenta de cómo me ha recibido; me está, literalmente, fusilando. Le suelto:

—Hola, soy nueva, me llamo Val.

Isa vuelve la cabeza hacia el otro lado y sale de la cocina sin decirme nada.

—No hagas caso —me avisa la propietaria—. Las chicas suelen comportarse así al principio. Particularmente Isa. Cada vez que llega una nueva, se pone así. Es competencia para ella, ¿comprendes? No es mala chica. Ya se acostumbrará a ti. —Y añade—: Bueno, volvamos a lo nuestro. ¿Qué horario quieres hacer?

—Veinticuatro horas, Cristina —contesto sin vacilar.

—Bien. Así ganarás más dinero —me dice, sin mirarme y apuntando en su cuaderno.

—Y ahora, ¿qué hago? —pregunto.

—Puedes quedarte o volver a casa. Pero las chicas que se quedan aquí tienen preferencia. Si viene un cliente, las presentamos para que elija. Si no le gusta ninguna, es cuando llamamos a las que hacen veinticuatro horas. Tenemos un book de fotos, que le mostramos al cliente para que elija a las chicas. ¿Tienes alguna foto que podamos poner en el book?

—Ahora mismo no. Pero voy a mirar. ¿Qué tipo de fotos necesitáis?

—Artísticas. De cara, de cuerpo, elegantes, eso sí. Nada de vulgaridad. Somos una agencia de alto nivel, ¿comprendes?

—Si, claro. Pero no creo que tenga ese tipo de fotos.

—Entonces, si quieres trabajar con nosotros y para no perder clientes, te recomiendo que hagas un book con un fotógrafo profesional.

—OK!

—¿Tienes uno?

—¿Uno qué?

—Que si tienes o conoces a un fotógrafo profesional —responde Cristina.

—No. Pero puedo encontrarlo.

—Vale. Pero que sepas que nosotros trabajamos con un chico muy profesional, que también se encarga de nuestra página web, si te interesa.

—¿Ah, sí?

Estoy sorprendida de ver lo bien organizada que está esta gente.

—Sí. Cuando llegan chicas nuevas, él se encarga del book, durante un día entero, fuera de Barcelona. Yo iría con vosotros para supervisar.

—Bueno, pues me interesa. ¿Cuánto me puede costar un book y cuántas fotos se hacen?

—Un buen book cuesta unas ciento veinte mil pesetas, pero para ti serían unas noventa mil. Son unas veinte fotos.

¡Como si fuera a comprar pescado!

—Es caro, ¿no te parece? —recalco yo, alucinada por el precio.

—Por unas fotos artísticas, no es nada caro —me responde una Cristina contundente.

—Es que no estoy muy al tanto del valor de estas cosas.

—Que sepas que los books son carísimos. Pero es una buena herramienta de trabajo. Es imprescindible.

—De acuerdo. Lo haremos, pero déjame algo de tiempo trabajando para conseguir un poco de dinero y luego organizamos lo de las fotos —le digo, con cara pensativa.

Me parece realmente muy caro, y sólo acabo de empezar.

—Por supuesto. Entonces, ¿también quieres hacer turno? ¿Por la mañana o por la noche?

—Por la noche, pero estaré conectada las veinticuatro horas del día, así que me podréis llamar a cualquier hora cuando esté fuera, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Cuento contigo entonces?

—Sí, sí, pero hoy vuelvo a mi casa. Estaré conectada de todas formas. Me podéis llamar.

—Bien. ¡Por cierto!, de noche hay otra encargada que ya conocerás. Se llama Angelika. Es una chica extranjera, pero habla perfectamente español. Le daré tus datos. Y, una advertencia: no les digas nunca ni a los clientes ni a las demás chicas que es la primera vez que haces esto. Nadie te creería, ¿sabes? Y otra cosa, hoy no lo has hecho, porque no sabías, pero para las demás veces, que sepas que después de estar con un cliente en una habitación, tienes que cambiar las sábanas inmediatamente. El resto lo hace Susana. Ven, te voy a enseñar dónde se encuentran las sábanas. Y también las toallas.

Salimos de la cocina mientras entra Susana con las sábanas de la cama en la que estuve con Alberto, en los brazos.

Nos dirigimos hacia la entrada y Cristina abre un armario de madera en el que veo una tonelada de sábanas apiladas en un rincón. En el otro rincón hay toallas limpias que cada chica va cogiendo cada vez que las necesita. Noto la presencia de Susana detrás de mí. Nos ha seguido, con el eterno cigarro encendido entre los dedos. Hay otro armario en el pasillo de donde sobresale el tirante de strass de una camiseta de noche que seguramente pertenece a una de las chicas. Cristina ve lo que estoy observando.

—Si traes ropa, la puedes colocar aquí. ¡Y ten cuidado! Parece mentira, pero las chicas se roban entre ellas.

—¿De verdad? —exclamo sorprendidísima.

Susana afirma con la cabeza. Volvemos a la cocina, donde me enseña cómo funciona la máquina de café.

—Puedes tomar café, té o chocolate. Se lo pides a Susana. Son ciento cincuenta pesetas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Desde luego, ¡aquí todo se paga! Y además, ¡tengo que cambiar yo las sábanas! Me despido de Cristina y de Susana y salgo a la calle. Estoy feliz por haber ganado 50.000 pesetas en dos horas, y me prometo que voy a trabajar como una loca en esta casa. Y a pesar de los nervios pasados antes de encontrarme con el primer cliente, tengo la sensación de haber hecho esto toda la vida.

Diario de una ninfómana
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