Salida del armario

30 de octubre de 1999

Desde hace una semana, estoy muy atormentada por lo de Pedro. Y ha repercutido en mi trabajo en la casa. Rechazo muchas veces algunos servicios que se me ofrecen y vuelvo a tener el estado anímico bajo. Le he pedido a Pedro que no vuelva a verme hasta tener los resultados de las pruebas.

Con las chicas, sigo en buenos términos y hasta le he confesado hoy a Cindy lo sucedido. Ella ha adoptado un aire grave y me ha intentado consolar, diciendo que hay muy pocas probabilidades de que coja una enfermedad así con una persona como Pedro. También me ha explicado que a ella le ha sucedido lo mismo en dos ocasiones, y que es el riesgo de este trabajo.

—Nunca estás a salvo de un preservativo defectuoso —me explica—. Cuantas más relaciones tengas, más posibilidades hay de que te pase algo así.

Curiosamente, hasta ahora, no había pensado en eso, y me odio aún más por ello. En el fondo, ese chico no tiene ninguna culpa. A cualquiera le puede ocurrir. Pero le hago responsable de todos mis males presentes, y de la ausencia de una persona: Giovanni.

Pedro ha desaparecido literalmente del mapa, y eso me hace temer lo peor. Volver a pasar una noche entera con él, aunque no me guste, significaría el fin de mi «paranoia sidosa». Pero, hay un problema. Pedro no ha vuelto a pisar la casa.

A esta angustia, se suman las sospechas de los propietarios quienes piensan que veo a Pedro fuera de la casa, y cobro mis servicios sin darles la mitad del dinero. No es cierto, evidentemente. ¡Si supieran!

Esta noche acepto ir a un servicio en la casa de una mujer. La «cliente» es una chica pija de veinte años que me ha abierto la puerta en camisón blanco transparente, con ganchillo en las mangas y en el escote. Es muy bonita pero me sorprende ver a alguien tan joven.

El piso parece grandísimo, con techos altos y un pasillo que no se acaba nunca. Me lleva a una pequeña habitación que sirve de salón para invitados, donde me ofrece una copa.

—Me llamo Beth —me anuncia mientras me tiende la copa de whisky que le he pedido.

—¿Estás sola esta noche?

—Sí. Mis padres están de viaje y me aburría mucho, así que telefoneé para tener compañía. ¿Te sorprende encontrarte a una mujer?

—No, para nada —digo, con toda naturalidad—. Lo que me sorprende es encontrarme a una mujer tan joven con las ideas tan claras. ¡Eso es lo que me sorprende!

—Ya me lo han dicho muchas veces. Pero ¿qué quieres que te diga? Me gustan tanto los hombres como las mujeres. Y esta noche, quiero estar con una mujer. Además, mi novio me ha dejado, y quiero intentar olvidarle.

Mientras charlamos tranquilamente, oigo un ruido extraño que proviene de otra habitación. No estamos solas en la casa. Debo de estar poniendo cara de preocupación, porque Beth intenta tranquilizarme enseguida.

—Es Paki, mi perro. ¡No te preocupes!

Aparece en el salón un pastor alemán precioso, con la lengua fuera y jadeando.

—¡Hola, amor mío! Ven aquí, mi amor, ¡ven!

El perro se acerca, me huele un poco y luego pone su nariz debajo del camisón de Beth. Ella, que no parece incómoda por la insolencia del animal, se pone a acariciarle los flancos.

—Es una amiga, ¿ves? Somos amigas —le está diciendo al perro, por si tiene la mínima intención de atacarme y arrancarme parte de la cara.

Esta frase de Beth no me tranquiliza nada. Al contrario.

—¿Qué pasa? ¿Es agresivo tu perro? —le pregunto, medio en broma. La verdad, estoy acojonada.

—No, ¡tranquila! Es sólo que no le gustan los intrusos. Pero es un buen chico —ahora Beth le está rascando la espalda.

Hay algo sensual en Beth que me hace estremecer. Tiene la dulzura de una adolescente y, a la vez, mucha malicia sexual en los ojos. Mientras la estoy observando, vuelvo a oír un ruido que proviene de otra parte del piso.

—Beth, hay otra persona aquí, ¿verdad?

—¡Que no! No te preocupes. Debe de ser algo que se ha caído. Voy a ver un momento. Tú, ¡quédate aquí!

—Beth, por favor. No pasa nada. Prefiero que me digas la verdad.

Ignorando mis palabras, sale del salón.

—Ahora vuelvo —dice, dándome la espalda.

Estoy convencida de que hay otra persona en el piso. Además, el perro no se ha movido. Es seguramente alguien que conoce y Beth me ha mentido.

Pasan unos cinco minutos, durante los cuales yo no me atrevo a moverme. Paki se pone a olerme nuevamente, da un bostezo y se acuesta.

—Veo que ya os habéis hecho amigos —dice Beth al volver y observar al perro tirado a mis pies.

—Sí, más o menos. Me gustan mucho los perros y creo que Paki se ha dado cuenta. Entonces, ¿qué era eso?

—Nada. La madera en la chimenea que tengo en mi habitación. ¿Quieres verla?

Es una clara invitación a ir a su dormitorio y la sigo, con nuestras copas en una mano, el bolso en la otra y el perro detrás. El dormitorio es muy amplio y bonito, con muebles rústicos a modo de decoración y una cama en forma de barco. Las sábanas, blancas, inmaculadas, están muy arrugadas, de un extremo al otro de la cama y, enfrente, hay una chimenea con un principio de fuego.

La mesita de noche está llena de vasos con restos de alguna bebida alcohólica, y en los lados, hay manchas blancas.

—Mi novio vino esta tarde. Estuvimos en la cama y luego cortamos. ¿Raro, no? —dice Beth, metiéndose una raya por la nariz—. ¿Quieres?

Se acaba de confeccionar una raya con los restos del polvo blanco de la mesita de noche. Con un dedo, recoge lo que queda y se lo chupa.

—No, te lo agradezco. No me gustan esas cosas.

Me imagino por un instante a Beth, abierta de piernas debajo de un chico moreno y musculoso, dando sus últimos gemidos de placer. Habrán estado consumiendo cocaína toda la tarde y luego ella, muy colocada, le habrá ordenado que se largue, con lágrimas en los ojos, y que desaparezca de su vida para siempre. Esta noche, después de recobrar la lucidez, ha llamado a la casa para hacer venir a una chica, y vengarse de todos los hombres de la tierra, y particularmente de su novio. Yo la entiendo.

Entrelaza sus brazos alrededor de mi cuello y me da un beso en los labios. Tiene la lengua caliente y muy amarga por la coca que acaba de consumir y, al poco rato, empiezo a tener la lengua entumecida. Con esta desagradable sensación, nos acostamos, hasta que oigo otra vez un ruido. De la chimenea no viene, pondría la mano en el fuego, ¡nunca mejor dicho! Proviene de un inmenso armario que hay al lado de la ventana. Alarmada, me levanto, a pesar de que Beth intenta retenerme.

—¡No es nada! Vuelve aquí, no me puedes dejar así, ¡a medias!

No le hago caso y abro la puerta del armario.

—¡Como que era la madera en la chimenea! —exclamo, mientras entreveo una silueta en el fondo del armario. Meto la mano y saco al hombre por la manga.

—¡Tú, sal de ahí! ¡Ya está bien de jugar al escondite!

El tipo sale tan bruscamente que amenaza con caerse por el tirón que le acabo de dar. ¡No puedo creer que me haya hecho esto! Tengo delante de mí a Pedro, avergonzado por su jugada fallida y por haber sido descubierto.

—¿Eras tú? —grito, olvidando por completo mi buena educación—. ¿Qué coño estás haciendo aquí? ¿Me lo puedes explicar?

Pedro intenta recomponerse y se sienta al lado de Beth, que parece haber caído en una crisis de histeria. Sus risotadas están resonando en todo el dormitorio y Paki se pone a ladrar.

—Lo siento, cariño —decide soltar por fin Pedro—. Quería hacerte un regalo especial y contraté a esta mujer para que te lo pasaras bien. Luego pensaba seguirte hasta la casa y anunciarte que las pruebas del test son negativas.

Baja la cabeza y su barbilla se pega al cuello, como un niño que acaba de hacer una de sus travesuras.

—¡Pues tu regalo es de muy mal gusto! Y seguramente querías participar. Haberme recibido tú al abrir la puerta, tonto. Me acabas de dar un susto de muerte. Como eres incapaz de tener una erección en condiciones, encargas el trabajo a otros. Y contratas a una mujer. No vaya a ser que me lo pase mejor con otro hombre, ¡egoísta!

Me he quedado a gusto, aunque ya me estoy arrepintiendo de la mitad de mis palabras.

—¿Y tú, quién eres? —le pregunto a Beth que, por fin, se ha calmado y sigue buscando restos del polvo blanco en la mesita.

—¿Yo? —pregunta como si hubiera otra persona en la habitación—. Yo soy como tú. Hago el mismo trabajo que tú, pero recibo en mi domicilio.

Y se pone nuevamente a reír. Los intentos de Pedro por calmarla son un fracaso. Cojo mi bolso y salgo dando un portazo en las narices del pobre Paki, que me ha acompañado hasta la puerta.

Pedro decide seguirme y, una vez en la calle, se pone a correr para intentar reducir los cien metros de distancia que nos separan.

—¡Espera! Espera, por favor —me grita sin aliento.

Hago una señal al primer taxi libre que está bajando la calle.

—¡Cásate conmigo, por favor! ¡Te lo suplico!

—Vete a la mierda —susurro.

Y vuelvo directamente a la casa.

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