Un giro de 180 grados

24 de abril de 1997

Nadie me está esperando en el aeropuerto. Es muy pronto todavía. Llego con la nariz completamente congestionada por haber llorado durante siete de las doce horas del vuelo, y los ojos hinchados, como si me hubiesen picado dos abejas en cada lado de los párpados. He intentado consolarme pensando que he dejado a Rafa en buenas manos. Sin duda, se va a liar con la azafata que encontró en el vuelo a Trujillo. Y este mismo pensamiento me ha hecho sonreír.

Lo primero que hago es encender un cigarro. Mientras estoy esperando un taxi a la salida de la terminal, vuelvo a introducir la tarjeta SIM de mi teléfono, que saqué antes de viajar a Perú. Mi buzón debe de estar lleno de mensajes, pero ya tendré tiempo de escucharlos todos al llegar a casa.

He quedado con Andrés por la tarde, para hacerle un resumen de mi trabajo. Después iré a casa, me echaré un rato y luego, a mitad de la tarde, me pasaré por la oficina.

De camino, vuelvo a descubrir la civilización que dejé atrás hace unos días, y me pongo a observar cada movimiento de la ciudad. En un semáforo, veo a un hombre que está delante de la vitrina de Gucci, mirando detenidamente el precio de unos zapatos de tacón altísimo. Está hablando solo y tiene un tic, su labio inferior cubre sin cesar el labio superior. En un salón de té hay un ejecutivo señalando con el dedo a la dependienta el pastel más grande, con crema inglesa que desborda por todos los lados; con la punta de la lengua se humedece el borde izquierdo de sus labios. Me siento bien. Todo va muy deprisa y vuelvo a encontrar mi ritmo.

Nunca he ido tan rápido del aeropuerto a mi casa, la ciudad no se ha puesto todavía en marcha. Sin embargo, la atmósfera empieza a cargarse con una neblina grisácea y espesa de contaminación, que se ha levantado antes que todos los ruidos de la urbe, y la humedad ya amenaza con llegar a sus niveles más altos. La sirena de una ambulancia me recuerda que estoy de nuevo en España, y que todo lo demás se ha quedado atrás. En cada país estas sirenas son diferentes, y convierten en un extraño a quien las oye. Y hoy me siento bien, pero extraña.

Mi buzón está repleto de cartas. Entre todas, dos me llaman la atención: una con mi dirección escrita a mano, y la otra es un acuse de recibo, con un sticker azul donde pone que, al no encontrarme en casa, han entregado el paquete al local A. Ya me encargaré de recuperarlo.

Abro la otra carta y miro instintivamente quién la ha firmado. Es Cristian. ¿Qué hace Cristian escribiéndome cartas? No me apetece leerla ahora. Además, después de pasar de mí cuando más lo necesitaba, le tengo todavía un poco de rencor.

Estoy contenta de llegar a mi casa. Saludo a cada uno de mis muebles. Para mí, tienen vida propia. No son muchos, pero tienen un gran valor sentimental. Especialmente un cuadro, que es la reproducción de un rostro que pintó Modigliani. Todas las personas que han pasado por mi casa me han preguntado si era yo.

—¿Yo? —dije una vez, muy sorprendida, y con una mueca de disgusto.

—¡Sí! Te aseguro que te pareces mucho a esa mujer con la melena castaña lisa, los labios finos y rosados que no se sabe si sonríen o no, una nariz larga y potente, el cuello que no se acaba nunca, y los ojos que te persiguen en cualquier rincón de la casa.

La chica del cuadro no es guapa pero sí ¡Misteriosa!

—¡Es como la Jocunda! —exclamó Sonia, la primera vez.

Me dejo caer en el sofá, con la maleta al lado, y repaso todas las facturas que me han llegado: Telefónica, Fecsa, publicidad de un nuevo centro de estética que hace uñas de porcelana… Vuelvo a retomar la carta de Cristian.

Hola, Val,

Te he llamado varias veces a tu móvil pero está desconectado. Y ya no sé cómo localizarte. Por eso me he permitido enviarte esta carta. Por favor, contéstame, aunque sea para mandarme a paseo. Yo, en cambio, tengo ganas de verte.

CRISTIÁN

¡Que sufra! Arrugo enérgicamente la carta entre mis manos y decido tirarla directamente a la basura. No quiero volver a España y empezar otra vez a comerme la cabeza con él. Instintivamente, y para superar el mal trago de Cristian, me veo bajar las escaleras hasta el local de Felipe y llamar a la puerta. Enseguida me abre.

—¡Hola! Soy tu vecina del primero. ¿Te acuerdas de mí? —le pregunto, con una amplia sonrisa.

Todavía no sé que mi encuentro con Felipe va a resultar de lo más oportuno. Nos encontramos cuando, irónicamente, mi destino me hace cambiar de camino, como lo hace él con sus clientes.

Felipe es un tipo extraño. Bajito, paticorto, y con unas piernas que forman ligeramente la letra O cuando anda. Tiene las uñas largas, como las de un guitarrista de música clásica, el pelo rizado, espeso, y una perilla que se deja crecer a posta para darse un aire interesante. Siempre va vestido de gris o de negro y lleva unas eternas bambas blancas. Es un tipo aparentemente muy apagado, con el rostro pálido, algo tímido, e incapaz de decir una frase sin utilizar la expresión «Claro, claro» y tropezar al menos una vez sobre una palabra. Sus ojos son pequeños y muy oscuros y se parece a un pequeño zorro. En resumidas cuentas, es feísimo.

—¡Claro, claro! Han dejado un paquete para ti, y como no estabas, firmé yo la entrega. Espera, que lo voy a buscar. ¡Pasa, pasa! No te quedes en la entrada —me dice intimidado.

Se dirige hacia una mesa de cuyo cajón saca el dichoso paquete.

—No sé cómo agradecértelo. Si no hubieses estado aquí para recogerlo, seguramente lo habrían mandado de vuelta al remitente, y hubiera tenido que esperar un montón de tiempo para recibirlo de nuevo —le agradezco, mientras estoy leyendo lo que contiene.

—Entre vecinos hay que ayudarse. Además, yo ya te conocía. Nos hemos cruzado alguna vez. Eres francesa, ¿no?

Me sorprende que todavía no haya dicho «claro, claro».

—Sí, soy francesa. Pero ya llevo unos cuantos años aquí —le respondo, contenta al ver que ya ha llegado mi aparato de gimnasia pasiva, que compré en La Tienda en Casa una noche que no conseguía pegar ojo. Luego le pregunto—: ¿Y tú? Catalán, de pura cepa, me imagino.

—Sí. Claro, claro. Se me nota en el acento, ¿verdad? —dice, bajando los ojos.

Intrigada, miro también hacia el suelo, pero no encuentro nada.

—¿Y qué haces aquí? —pregunta, moviendo la suela del pie derecho, como si estuviera apagando un cigarro.

—Trabajo para una agencia de publicidad —le contesto, mirándole directo a los ojos y esperando alguna reacción de su parte.

Felipe no se inmuta.

—Una agencia de publicidad. Claro, claro. Debe de ser apasionante, ¿no?

Ha hundido las dos manos en los bolsillos de sus pantalones. Le noto incómodo, porque sigue con la mirada clavada en el suelo.

—Sí. A veces lo es. Pero creo que lo tuyo es muchísimo más apasionante.

Levanta de repente la cabeza.

—Hace diez días, cuando me iba de viaje, me encontré a un grupo de gente delante de tu empresa, y una chica me dijo que eran actores y que tú vendías trozos de vida. ¿Es verdad?

Estoy decidida a sacarle información y comprender eso de los trozos de vida.

Felipe me replica muy seriamente:

—Claro, claro. Curioso lo mío, ¿verdad? Vendo trozos de vida, como lo oyes. Es innovador. Creo historias y vendo un personaje durante un tiempo determinado. Como un juego de rol. La gente sueña mucho. Les gustaría ser espías, pop star, modelos o secuestrados, por ejemplo.

—¿Secuestrados? —digo sorprendida.

—Sí. Yo hago esos sueños realidad. Creo una situación, unos personajes. Tengo muy buenos actores, un guión y todo parece real. ¡Como la vida misma!

—¡Eso es muy interesante! —exclamo—. ¿Y cómo funciona?

—Te podría explicar cómo funciona pero necesitaría un poco de tiempo. ¿Por qué no te pasas mañana por la tarde y lo hablamos con más tranquilidad?

—OK! Vendré sobre las ocho, porque antes estoy trabajando. ¿Te va bien esa hora? —pregunto excitada, esperando que me diga que sí.

—Claro, claro que me va bien. Mañana, ensayamos toda la tarde. Si acabamos antes de lo previsto, te esperaré.

Nos despedimos con una sonrisa y subo a casa. Estoy cansada del viaje pero a la vez, vuelvo a tener la adrenalina a tope. Felipe me ha picado la curiosidad, y una cierta euforia embarga todo mi cuerpo.

Intento descansar un poco, y a mitad de la tarde me voy al despacho con ganas de comerme el mundo.

Andrés ya me está esperando, sentado en su trono de rey, ansioso por conocer los detalles de mis visitas. Charlo un rato con mis compañeros y, entusiasmada por ver a mí jefe, pues a pesar de todo me cae bien, llamo a su puerta enérgicamente.

—¡Pasa, hijita!

Cada vez que vuelvo de un viaje, Andrés se levanta y me da dos besos. Es una costumbre y también la única ocasión en la que puedo apreciar en él cierta ternura que suele disimular a toda costa. Las demás veces, es el hombre más frío que he conocido jamás. En esta ocasión no me abraza, y me quedo instintivamente con la mejilla tendida hacia él, ridícula. El ambiente está cargado, aunque Andrés está visiblemente contento de verme.

—Hola, Andrés —le digo, optando ya por sentarme—. Aquí estoy, con unos cuantos contratos, pero Prinsa se lo tiene que pensar todavía.

—Se te ve cansada, hijita. ¿Has tenido un buen viaje? —me pregunta preocupado, mientras hojea los informes que le acabo de entregar.

—Más o menos. Tantas horas en un avión, más el jet lag, acaban con cualquiera. Pero no te preocupes, estoy muy bien. ¿Qué te parece el trabajo?

—Está bien, hijita. Ya insistiremos con Prinsa desde aquí.

—¿Y para cuándo el próximo viaje? —mientras formulo la pregunta, me doy cuenta de que acabo de poner el dedo en la llaga.

Andrés deja a un lado los papeles que tiene en las manos, coge su cuaderno de dibujos neuróticos, y empieza a esbozar cuadrados en tres dimensiones cuyos lados va coloreando con el lápiz. Se quita las gafas, y, no sé por qué, ese gesto tan familiar me hace intuir que va a anunciarme algo malo. Tiene los ojos cansados y unos pliegues enormes cuelgan de ellos.

Todo el mundo en la oficina lo sabe ya, pero nadie me ha dicho nada. Me siento de repente como una esposa cuyo marido le va poniendo los cuernos, y siempre es la última en enterarse. Maquinalmente, me toco la cabeza para alisar mi pelo, pero en realidad estoy comprobando si mis cuernos invisibles ya tienen punta. Me está doliendo de pronto la cabeza y la euforia de la mañana se va diluyendo peligrosamente en una suerte de náuseas que están invadiendo mi estómago y mi garganta. Me quedo colgada de los labios temblorosos de Andrés, impaciente, pero no sale nada de su boca.

—¡Venga!, ¡dímelo ya! —casi le estoy gritando.

Andrés tiene que coger aire para poder pronunciar lo que ya me temo. Estamos frente a frente, yo, sin aliento, y él, visiblemente embarazado por lo que tiene que soltarme.

—Lo siento muchísimo, hijita, pero estás despedida.

Ya sabía que había una reestructuración en la empresa, pero nunca se me había pasado por la cabeza que me iban a despedir así, sin más. No pido explicaciones a Andrés porque estoy demasiado cansada para entrar en discusiones. Quedamos para firmar otro día el finiquito, me da los dos besos de despedida y salgo de su despacho hipnotizada. Voy directamente a recoger mis cosas personales, ayudada por Marta, que no para de susurrar lo injusta que es esta situación y que tengo que demandar a la empresa porque se trata de un despido improcedente. Sabemos todos que van a rodar más cabezas, pero la mía ha sido la primera, y eso me duele más que otra cosa.

Vuelvo a casa como una drogadicta, sin tener todavía plena conciencia de lo que me acaba de ocurrir. Necesito escribir porque sigo todavía bajo los efectos de las palabras tóxicas de Andrés. Cojo mi diario para intentar describir la situación y entenderla. Pero no puedo. Ahora tengo una necesidad loca de estar con Cristian para descubrir la inspiración que me está fallando.

Recuerdo que, después de hacer el amor con él la primera vez, sentí la necesidad de poner en el papel todos los ruidos que había hecho nuestra ropa al caerse, explicar el trayecto de su lengua recorriendo todo mi cuerpo, el juego de sus manos sobre mi pecho, la ternura de sus caricias en mi vientre, el olor de su aliento que soplaba sobre mi rostro, como un pequeño viento familiar que llegaba siempre cuando el cuerpo tiene fiebre de lujuria, la alegría compartida durante nuestros orgasmos, nuestro reposo, entrelazados, los golpecitos cómplices de los dedos de sus pies contra los míos cuando intentábamos encontrar el sueño, y su manera de agarrarme para no dejarme escapar a la otra punta de la cama. Había intentado recordar todo lo que pasó por mi cabeza cuando entró en mí la primera vez. Pero no me acuerdo ya. Imágenes confusas bailan en mi mente. Estoy cansada y mi vida acaba de dar un giro de 180 grados.

Diario de una ninfómana
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