22 de abril de 1997

Me despierto con fiebre y sobresaltos en mi cama del hotel Pardo con una pregunta: ¿Tendré síndrome de Estocolmo por mi secuestrador de sex-shop?

Esa pesadilla me persigue buena parte de la mañana, y las décimas de fiebre también. Pero debo concentrarme porque tengo varias gestiones que hacer hoy. Entre otras, encontrar un vuelo de vuelta para España y comprar una postal de Machu Picchu para Mami, se lo he prometido.

En las oficinas de Iberia me consiguen lo imposible: un asiento para el vuelo del día siguiente por la noche. Me quedan por lo tanto veinticuatro horas. En el centro de la ciudad, encuentro a un viejo vendedor ambulante con todo tipo de libros y postales. Es muy simpático, y me hace gracia verle con su cigarrillo de maíz consumiéndose solo, sin darle ninguna calada. Está a punto de quemarse los labios, pero no parece preocuparse por ello. Cuando le pregunto por el Machu Picchu, me saca toneladas de imágenes de la famosa montaña, a color, en blanco y negro, con varias vistas, y leyendas en todos los idiomas. Aquí, seguro que encontraré mi felicidad. Parece que las va coleccionando desde que nació, porque muchas tienen un color amarillento y ese olor típico de los libros que han permanecido muchos años en vetustas bibliotecas. Me decido por una postal a color, le pago el doble del precio —me da pena, pobre hombre, además lo que me cobra en soles representa una miseria— y, contenta con mi adquisición, y tras los agradecimientos y reverencias del buen hombre, que parecen las de un diplomático japonés, vuelvo al hotel.

Querida Mami,

Te envío tu pequeña postal, como prometí, pero te confieso que no he visto el Machu Picchu. No he tenido tiempo. Ya acudí a la reunión con la empresa y vuelvo a España mañana por la noche. Te llamo cuando llegue a casa. Besos gordísimos. Tu hijita.

Dejo la postal en recepción, insistiendo en que la envíen cuanto antes. Eva me dice que no me preocupe. Llegará a buen puerto, pero me advierte que puede tardar un poco.

Llamo luego a Rafa, que está rodando para la televisión peruana el programa de aeróbic en la playa de todas las mañanas, y me cito con él en el bar Mojito para el mediodía. Me ha dejado esta mañana muy pronto con un beso inocente en los labios y se ha ido corriendo, no sin antes preocuparse por mi estado de salud. Tengo un poco de tiempo para pensar en cómo anunciarle que he de irme al día siguiente.

Vuelvo a tomarme la temperatura: 37,7. Ha bajado un poco, pero sigo sin encontrarme bien, así que me echo un rato.

¿Qué le voy a decir a Rafa? ¿Cómo se lo va a tomar? ¿Me reprochará no habérselo dicho antes y encontrarse con dos besos de despedida en las mejillas, sin perspectivas de un nuevo encuentro? Mis pensamientos duran toda la mañana, y cuando se acerca la hora del almuerzo, me levanto y me vuelvo a maquillar un poco, para esconder las líneas azuladas que se han instalado debajo de mis ojos. Tengo, desde luego, una imagen pésima. Cojo una chaqueta y me voy corriendo.

El Mojito está lleno de la beautiful people y de la jet-set de Lima. Es el sitio de moda para comer y tomar algo. El restaurante tiene dos plantas. Abajo hay mesas y sillas de color verde jardín, y se accede a la parte de arriba por unas escaleras de madera, como en los bares de los westerns americanos, donde siempre aparece una cortesana, con faldas de cancán, lasciva y llena de plumas en la cabeza, echando miradas amenazadoras a todos los cow-boys apoyados en la barra. El segundo piso del Mojito sólo se abre al público por las noches. Tiene una parte interior y una serie de terrazas que constan de una sola mesa, donde se puede tomar algo mientras se escucha música. Voy buscando a Rafa, y me lo encuentro bebiendo una Corona, al estilo mexicano. Está chupando el pequeño trozo de limón, mirando de vez en cuando las huellas que van dejando sus dientes en la pulpa.

—¡No tienes muy buen aspecto, jefa! —me dice, levantándose para acercarme una silla.

—Creo que el viaje a Trujillo no me ha sentado muy bien —le digo, evitando sus ojos.

Hago un signo con la mano para llamar al camarero.

—¿Estás segura de que no hay otra cosa?

Noto que sospecha algo. Está muy nervioso, no para de quitar la etiqueta mojada de la cerveza, y va arrancando trocitos hasta que la botella está totalmente limpia.

—La carta y otra Corona, por favor —le pido al camarero.

Enciendo un cigarro y empiezo a temblar. Rafa se percata de ello, pero no hace ningún comentario.

Pedimos unas enchiladas de queso, burritos, pero sin picante para mí, y una botella de vino tinto de la casa. ¡Una comida muy peruana!

—No sé si te conviene mucho beber alcohol.

Ahora, Rafa se ha puesto serio.

—Tomaré sólo un poco. Creo que no me encuentro bien por el día tan agotador que pasé ayer. Estoy muy nerviosa y disgustada por culpa de esos carteles que anunciaban lo del cólera en Trujillo. Siento un poco de asco pero no he perdido el apetito, eso es buena señal, ¿no?

No consigo convencerle. La comida transcurre en un inmenso silencio, interrumpido de vez en cuando por las miradas que Rafa lanza con disimulo, por su relato de cómo le ha ido en el trabajo, por las fotos que hemos hecho y que me ha entregado, y por el maldito camarero que nos trae las cosas como un cuentagotas.

Al terminar la comida, nos levantamos y le anuncio a Rafa que me vuelvo al hotel. Quiero estar sola y si no desciende la fiebre, tengo la intención de llamar a un médico. Sacude la cabeza para aprobar mi decisión y cuando estoy a punto de subir en un taxi, deja caer en mi bolso un pequeño sobre acartonado de color amarillo.

—Prométeme que seguirás las indicaciones que están escritas en el sobre.

Estoy muy sorprendida, pero mi estado no me permite reaccionar y preguntar lo que significa todo eso. Le digo que sí con la cabeza y cierro la puerta. En un semáforo, me vuelvo y veo a Rafa a lo lejos, con un aire triste. Está levantando febrilmente la mano en señal de despedida. No sé por qué pero intuyo que no lo volveré a ver nunca más. Y él también lo sabe.

Diario de una ninfómana
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