El contrato

8 de enero de 1999

Jaime me está torturando cada vez más. Quizá se huela algo. Esta noche, tiene una cena de trabajo con su socio y un cliente potencial, y ha insistido en que le acompañe y en que me ponga muy sexy.

—¿Para una cena de trabajo?

—Sí. Es un cliente muy especial y pido tu colaboración, por una vez.

—¿En qué sentido?

—Que seas amable con él, ¿vale? ¿Es mucho pedir que me hagas ese favor?

Otra vez se está poniendo furioso y decido ir a la cena para evitar un enfrentamiento con él. En el coche, de camino, me va dando explicaciones sobre el cliente.

—Hace mucho tiempo que voy detrás de él y siempre me ha cerrado las puertas. Aceptar una cena con nosotros significa que hay posibilidades de firmar un contrato.

Jaime y Joaquín se han citado antes en un bar para ponerse de acuerdo en lo que tienen que decir, y en cómo orientar la cena para convencer al cliente de que firme un contrato de tres millones de pesetas.

El bar es un sitio muy exclusivo y pequeño que tiene una entrada similar a la de un barco. Al abrir la puerta, unas estrechas escaleras se adentran hacia un local pequeño donde una barra de bar de caoba llena más de la mitad del espacio. Muchas personas se han citado antes que nosotros y hay muy poco sitio. No me siento a gusto aquí y creo que mi malestar se nota, porque Jaime me pide que sonría en varias ocasiones.

Joaquín ya se encuentra en un rincón de la barra, charlando acaloradamente con dos señoritas de aspecto demasiado llamativo. Al aparecer Jaime, las dos mujeres le saludan de una forma muy familiar, como si le conocieran de toda la vida y luego, me miran con desdén y deciden serme totalmente indiferentes, como si no existiera. Me he colocado detrás de Jaime, por falta de sitio primero y también por timidez ante esas mujeres. De esta forma, no participaré en la conversación. Me percato de las miradas y sonrisas cómplices que Joaquín le está echando a Jaime. Parecen estar diciéndose algo que sólo ellos pueden entender. No comprendo la actitud de Jaime, sobre todo después de confiarme que Joaquín se ha aprovechado del aval bancario que le firmó. Este hecho no parece haber enturbiado su relación con él. Joaquín no me gusta. Nunca me ha resultado simpático, ni siquiera el primer día que le vi. Es un hombre alto, de pelo totalmente canoso, que lleva siempre corbatas de colorines y unas gafas grandes de pasta marrón al estilo Onassis. ¡Lúgubre! Su olor a pipa se percibe a un kilómetro de distancia, la tenga encendida entre los labios o no. Joaquín pertenece a la alta burguesía catalana decadente, y vive en las afueras de Barcelona en una mansión preciosa que es de su esposa. Lleva unos meses viviendo de noche y hoy está coqueteando descaradamente con las dos mujeres de la barra. Se va volviendo de repente hacia mí y, al ver mi cara de mal humor, me suelta:

—Eres demasiado joven para entender ciertas cosas. Todavía tienes mucho que aprender.

No vale la pena contestarle. Pero empiezo a sentir un odio terrible hacia Jaime por no defenderme y ponerle en su sitio.

Después de la copa, nos encaminamos hacia el restaurante, donde ya nos está esperando el cliente. Jaime me coge aparte y me dice:

—Joaquín ya está borracho. Así que no tiene que hablar demasiado. El trato con el cliente lo haremos tú y yo, ¿de acuerdo?

—¿Yo?

—Sí. Me vas a ayudar. Eres más inteligente de lo que te imaginas, ya verás.

¿Qué quiere decir con eso? El cliente está aguardando en una mesa para cuatro personas apartada en un rincón, mientras fuma un cigarrillo. Nos saludamos y Jaime me presenta como una colaboradora de su despacho. No quiero rectificar, porque me imagino que forma parte de alguna estrategia de Jaime para no mezclar los negocios con la intimidad. Jaime me insta a sentarme al lado del cliente.

La cena se desarrolla con grandes discusiones en las que no me atrevo a participar y el cliente, un hombre pequeño y baboso, no para de beber y de mirarme las piernas. Empiezo a sentirme ofendida, porque Jaime ha notado lo que está sucediendo, pero no hace nada al respecto. Siempre ha sido celoso, pero ahora no abre la boca porque está en juego un contrato de tres millones.

Después del postre, el cliente se pone a acariciarme las piernas debajo de la mesa, mientras sigue hablando con Jaime. Yo estoy petrificada y observo que Joaquín, ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor, está sólo concentrado en encender su pipa. No me puedo creer lo que está pasando cuando Jaime me mira y hace pequeños gestos de aprobación con la cabeza. Inconscientemente, voy apretando todos mis músculos, y cuando el cliente se pone a deslizar una mano en el interior de mi muslo, me levanto de un golpe y tiro la servilleta violentamente encima de la mesa. No puedo contenerme más al ver que Jaime no piensa reaccionar.

—¿Sólo valgo tres millones de pesetas a tus ojos? —le lanzo mientras todo el mundo en el restaurante se está fijando en mí.

Jaime adopta un aire de sorpresa.

—¿Qué te pasa?

—¿No piensas hacer nada para que este grosero me quite sus manos de encima?

Jaime se pone a mirar al cliente, que ha parado de mover las manos.

—¡Compórtate! —me contesta, dejándome totalmente decepcionada.

Joaquín da plácidas caladas a su pipa con un ademán burlón.

—¿Qué? —insisto.

—¡Te he dicho que te comportes! —me ordena Jaime—. ¡Lo estás echando todo a perder!

No sé lo que más me duele: si la grosería del cliente o la actitud de Jaime. Indignada, abandono la mesa, pido mi abrigo al camarero y salgo del restaurante corriendo. Jaime estaba dispuesto a compartirme esa noche con un desconocido. Me dan ganas de vomitar.

Vuelvo a casa llorando. Cuando Jaime aparece sobre las cinco de la mañana, tranquilo, como si no hubiese pasado nada, ya tengo más que claro que no me quiere y que nunca, de hecho, me ha querido.

Antes de acostarse a mi lado, mientras estoy fingiendo dormir, dice en un murmullo:

—Eres todavía muy joven. Tienes mucho que aprender.

Siento verdadero asco de que esté acostado a mi lado. No voy a poder soportar esta situación más tiempo.

Diario de una ninfómana
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