Manolo, el camionero

3 de septiembre de 1999

Nueve de la mañana.

Me han despertado unos ruidos espantosos y los gritos de un loco furioso. En la cama no hay nadie más que yo y un montón de sábanas arrugadas, puestas en un rincón. Me levanto y voy directamente a la cocina para prepararme un café. Allí hay un hombre moreno, fuerte de espalda, en pantalones cortos y con una riñonera alrededor de su cintura, que está a punto de explotar de lo llena que está. Lleva unos mocasines que forman una combinación extraña con los pantalones cortos. En su camiseta verde safari se puede leer en grandes letras negras: «I love Nicaragua». Parece furioso, y Susana está roja como un tomate. El hombre me mira fijamente durante unos segundos, como si fuera una intrusa. De hecho, no nos conocemos, pero adivino por esta manera tan cutre de vestir y la violencia que hay en sus rasgos, que es Manolo, el propietario. Es tal como me lo ha descrito Angelika. Al parecer, soy la única chica que se ha quedado en la casa y este hecho hace que, de repente, me sienta en peligro ante ese hombre. Todas se han volatilizado como por arte de magia.

—Y tú, ¿quién eres? —Manolo rompe primero el hielo.

—Hola, soy Val. Soy nueva. Hace sólo dos días que he empezado a trabajar.

—¡Ah, sí! Me ha contado mi mujer que había una chica nueva. ¡Hola!, soy Manolo —me dice, sacudiéndome torpemente la mano como signo de bienvenida.

No me mira a los ojos cuando le doy la mano. Parece tener otras cosas en la cabeza. Y de hecho, me comenta:

—Le estaba diciendo a esta estúpida de Susana que no quiero más follón entre las chicas. Ella es la encargada y la responsable de vigilar que todo vaya bien, ¿no te parece?

¿Cómo me puede pedir mi opinión, a mí, delante de Susana? No me parece correcto. ¿Pero cómo le voy a decir a este hombre tan «básico» lo que es correcto o no? Me limito a seguir mirándole. En las pocas horas que han transcurrido, me he dado cuenta de que tienes trabajo si le caes bien a la encargada. Si ahora me pongo a mal con Susana, seguro que nunca me va a llamar de día para hacer un servicio.

—¿Has entendido?, ¡estúpida! Estoy hasta los cojones de que me llamen a casa las chicas para quejarse. ¡O haces bien tu trabajo o vas a la puta calle!

Así de vulgar es Manolo. Y no lo entiendo. ¿Por qué siempre esta gente ha de encajar tan bien con el modelo de chulo agresivo y vulgar que tengo en mente? Si Susana está loca, como me ha comentado Angelika, no me extraña. Con un jefe así, cualquiera acabaría mal de las neuronas.

A partir de este día, opto por tener una actitud completamente aséptica cuando esté con Manolo, para que no me contagie también su manera de ser.

Me preparo un café, pago las ciento cincuenta pesetas a Susana y me voy al salón para estar sola. Unos ruidos espantosos de martillazos vienen del piso de abajo y Manolo sale furioso de la cocina. La verdad es que el ruido es tal que le puede sacar de quicio a cualquiera.

—¡Van a derrumbar el puto edificio si siguen así! —grita Manolo.

Susana le sigue como un perro, con su cigarro en la mano, olvidándose de los malos tratos psicológicos de su jefe. Imita cada uno de sus movimientos.

—Es así todos los días —explica ella.

—Quiero que acaben ya estas putas obras. Bajo un momento a ver para cuánto rato tienen todavía.

—Vale.

Manolo se vuelve hacia Susana y apuntándole un dedo a la cara, le dice:

—Que sea la última vez que hay estas movidas aquí. Si no, a la puta calle, ¿entendido? A la puta calle…

—Sí, Manolo —contesta Susana con voz tímida.

Luego él me mira, haciendo un signo con la mano para despedirse.

—Nada cómodo, ¿verdad? —le comento a Susana, con voz cómplice.

—Siempre hay problemas. Pero él tiene razón. No puedo dejar que las chicas le llamen por la noche para explicar sus miserias.

Y me mira de una forma rara, desde el rincón de los ojos, como sospechando de mí. Susana no está enfadada con Manolo, curiosamente. Parece tener una actitud extrañamente masoquista.

Llaman a la puerta. Es un cliente y Susana lo hace pasar rápidamente al salón, mientras yo corro a esconderme en la habitación pequeña, con el café en las manos. Después de un rato, viene a verme y me dice que me prepare, ya que soy la única chica que se ha quedado en la casa.

—No puedo presentarme así, Susana. ¿Has visto mi cara? Tengo ojeras, y me muero de sueño. Necesito ir a mi casa a descansar.

—¡Ah, cariño mío! ¿Qué me estás diciendo? Pensaba que querías trabajar.

—Sí, claro que quiero trabajar. Pero cuando esté bien.

—Ahora mismo te preparas, te maquillas y te presentas al cliente. Es él quien decidirá si tienes mala cara o no.

No me atrevo a decirle nada, no por cobardía —le hubiese dicho cuatro cosas a esta mujer— sino porque no quiero provocar follones. Quiero trabajar, es cierto. Así que me preparo.

Tal como he pronosticado, mi mala cara no le gusta al cliente. Me saluda y pide luego ver el book de fotos, porque yo no le he convencido.

—Ves, ya te lo había dicho —le recalco a Susana, mientras me pongo unos vaqueros.

—Ya puedes irte a casa. Ahora va a volver Estefanía. La acabo de llamar y estaba desayunando fuera. Seguro que ella se queda con el cliente. No sé lo que has hecho para tener esa cara tan marcada —me dice, mirándome de reojo.

Después de escuchar esa frase, entiendo por qué las chicas son tan vanidosas y no paran de comprarse cosas y pasarse todo el día delante del espejo. Con comentarios así, una pobre chica puede coger una depresión, pasarse la vida en un quirófano y acabar con la autoestima por el suelo. Pero como la mía está ya en lo más bajo, no le hago caso, cojo mis cosas y me voy a casa.

Diario de una ninfómana
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