¡Ojo, que nos vigilan!

2 de septiembre de 1999

Hoy he dormido gran parte de la mañana. Cuando me he despertado, ya tenía ganas de ir a la casa, para saber si había trabajo. Pero no se ha producido ninguna llamada durante todo el día.

Me acerco sobre las once y media, tal como me había recomendado Cristina, con una bolsa llena de ropa de noche. Está todavía abierta la puerta de entrada del portal, así que subo directamente al piso y me abre Susana.

—¡Hola, cariño! ¡Qué pronto llegas esta noche! La mayoría de las chicas del turno de noche llegan casi a las doce, cinco minutos antes de cerrar el turno. Tú harás lo mismo cuando empieces a hartarte —me dice Susana con sus ojos redondos.

—Me dijo Cristina que si no llegaba antes de las doce, no podría entrar.

—Sí, ése es el reglamento. —Y añade, cambiando de tema—: Todavía hay chicas del turno de día. Se van a ir pronto y yo también. Ven, te voy a presentar.

¡El reglamento! ¡Suena a convento de monjas!

Nos dirigimos al salón (signo de que no hay ningún cliente, si no estaría cerrada la puerta, pues comunica directamente con la suite) de donde salen unas voces y, de vez en cuando, alguna carcajada.

Hay tres chicas sentadas en el sofá y una en el suelo. Sorprendentemente, todas tienen un físico diferente. Reconozco a Isa, la mulata que ayer no me saludó. Tiene media melena, unos labios muy carnosos y una nariz pequeñita, operadísima. Viste un conjunto de ante beis claro que recalca el color canela de su piel. El escote deja entrever unos pechos grandísimos, ciento diez por lo menos, y operados por supuesto, me informaría más adelante, con mala leche, otra chica. He conseguido «domesticar» a Isa con el tiempo. Llegamos a tener conversaciones surrealistas sobre la locura de la gente.

—Todo el mundo está loco, ¿sabes? Están todos locos. ¡Y los hombres! ¡Ni te digo! Están chiflados. ¡Hay que estar loco para pagar a una mujer para follar! —me diría sin cesar.

De hecho, era lo único que sabía decir. Nunca tuvo otro tipo de conversación. Y me hacía reír muchísimo, a la vez que me daba pena.

Cuando gana dinero, se lo gasta en ropa. Un día de mucho trabajo, llegó a gastarse ciento cincuenta mil pesetas en trapos. Dice a todo el mundo que tiene veintinueve años aunque, en realidad, ha cumplido ya las cuarenta y dos primaveras, eso sí, bien llevadas, porque se ha operado de todo. Es la más antigua de todas nosotras y eso le hace creer que tiene más derechos, por lo que pone mala cara a cada chica nueva que aparece.

Hoy soy yo la nueva, y apenas me mira. Pero ya me lo esperaba después del episodio de la víspera.

Después me fijo en una pelirroja impresionante, altísima, de pelo largo liso, que le llega hasta las caderas. Al principio pienso que Estefanía es sueca. Luego me dicen que es española y encima, ¡de Valladolid! No me hace ningún comentario esta noche acerca del vestido rojo que le he cogido para presentarme al primer cliente. Seguro que Cristina ha arreglado el asunto a su manera. Tiene un rostro angelical, con ojos azules llenos de dulzura. Hace este trabajo para mantener a un hombre mucho mayor que ella, que no trabaja porque no le da la gana. No sé más de ella, porque es muy discreta y se guarda mucho de hablar de su vida. Me saluda con una sonrisa. Con el tiempo resultará ser la más lista de todas; sólo hablará en contadas ocasiones y se limitará a sonreír todo el tiempo. Con ella aprenderé que hablar en este tipo de lugar es lo peor que se puede hacer.

Mae también es española, de Asturias; rubia, de cabello corto y largas piernas. Tiene muy buen tipo pero desprende antipatía por todos los poros de su piel y siento enseguida que tendré que cuidarme de ella, porque parece una verdadera víbora. Se enorgullece siempre de haber sido modelo. Se ve que no debía de ganar mucho dinero en la profesión… Tiene muchos pretendientes y vive claramente de los hombres, incluso fuera de la casa. Desaparece por temporadas, porque se va liando con señores que la mantienen. Cuando el dinero se le acaba, y la relación también, vuelve a la casa como un perro abandonado. Se da aires de pija pero es, en mi opinión, la más vulgar de todas.

Cindy, una portuguesa de ojos negros, es la única que me dirige la palabra cuando me presento. Se trata de la bruja del limón y las cerillas que yacen en la entrada del piso. Tiene la melena negra azulada muy brillante y lisa, y un cuerpo muy fibroso.

—¡Hola! Tú eres francesa, ¿verdad? —me pregunta.

—Sí. Me llamo Val.

—Mucho gusto —dice, tendiéndome la mano para saludarme.

Su educación extrema contrasta con el contexto y el vestido vulgar que lleva puesto. Pero lo achaco a su poco conocimiento del castellano. De hecho, habla fatal el idioma, con una mezcla de portugués y español. Por esta razón, repite las pocas frases de cortesía que ha aprendido, alternándolas con frases muy vulgares, lo cual me hace pensar que ha trabajado en la calle. Con ella, sé que tengo a una amiga en la casa. Nos hemos llevado muy bien siempre. Cindy hace turno de día y de noche porque tiene grandes problemas económicos.

—Tengo a filha que alimentar, hostia puta —me irá repitiendo sin parar.

Y yo me río a carcajadas cada vez, porque se da aires de Gran Dama, con este toque final de vulgaridad. Es totalmente surrealista.

Enfrente de mí están las cuatro chicas con más antigüedad de la casa. Susana me hace una señal para que la acompañe otra vez a la cocina.

—Mira, cariño, tú no tienes que pelearte con ninguna chica, ¿de acuerdo? Entre ellas siempre hay problemas, así que te aconsejo que no te metas en sus historias. Te lo digo por tu bien —insiste Susana, como si le hubiese refutado algo—, me lo agradecerás un día, ¡ya verás! Si pasa cualquier cosa, háblalo conmigo o con Cristina. Que ella es la jefa.

—De acuerdo —digo sin parpadear.

De repente, oímos chillidos que vienen del salón.

Es Isa.

—¡Seguro que alguna puta de vosotras me ha robado mi americana de Versace! —grita histérica.

—¿Nosotras? —dice Mae—. ¡Puta tú!, estás loca. Yo me puedo comprar todas las americanas de Versace que quiero, ¡imbécil!

—¿Ah, sí? Pues mi americana ha desaparecido desde que habéis llegado —insiste Isa.

Susana sale corriendo de la cocina.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta, con el eterno cigarro en la mano.

—Me han robado mi americana de Versace —le explica Isa—. Seguro que ha sido una de ellas.

Yo observo, con mi bolsa de plástico bien agarrada entre las manos, por miedo a que salga de repente un ladrón de un rincón.

—¿Y qué te hace pensar que te la han robado? —vuelve a preguntar Susana.

En ese momento suena el timbre del interfono.

—¡Un cliente! Id a la habitación y preparaos. ¡Y basta de peleas! —anuncia Susana. Y mirándome añade—: ¡Tú también!

Entramos en la habitación pequeña para cambiarnos. Sacamos de nuestras bolsas la ropa que nos va a servir para trabajar, hasta que Isa se pone a mirar fijamente la mía, y adivino enseguida su pensamiento.

—¿A ver tu bolsa? —me dice con tono seco.

—¿Mi bolsa? —repito indignada—. ¿Por qué quieres ver mi bolsa? ¿No pensarás que yo…?

Me arranca la bolsa de las manos y vacía el contenido encima de la cama.

—¡No te permito…! —le digo enfadada.

—Si no son ellas, ¿quién va a ser? —pregunta, convencida de encontrar allí su americana.

Pero la americana no aparece.

—¡Ves como no tengo nada!

—¡Pero bueno! —exclama Cindy—. ¿Cómo puedes pensar que esta pobre chica, que acaba de llegar, te ha robado la americana?

—¡No he pedido tu opinión! —estalla Isa, y me lanza la bolsa de plástico casi a la cara—. Además, no acaba de llegar. Ayer por la tarde me robó un cliente.

Pienso sinceramente que estoy soñando. Quiero intervenir para defenderme pero Cindy no me deja hablar.

—¿Pero qué te crees? —chilla Cindy—. ¿Que os clientes son tuyos? ¡Por el amor de Dios! Os clientes son de la casa, Isa, ¡de la casa!, ¿te enteras?

Empiezo a sentirme muy mal en este ambiente.

—Aquí —añade Isa— hay demasiadas gallinas en el gallinero. ¡Como siempre!

—¡Hombre, claro! —interviene Mae, con tono de mala leche—. Te gustaría estar sola para trabajar. IMPOSIBLE, ¿entiendes?, tetas de silicona. También nosotras tenemos derecho a trabajar.

—Prefiero tener tetas de silicona que el pecho caído como lo tienes tú. ¡Vete a la mierda! —suelta Isa, para concluir con la discusión.

Cuando estoy convencida de que terminarán peleándose como locas, llega Susana para poner orden.

—¡Pero bueno! Os estamos escuchando hasta en la calle. Venga, preparaos que hay un cliente y os quiere ver ya a todas.

He decidido ponerme para trabajar esta noche un conjunto chino negro, pantalón con top, monísimo. No es vulgar ni demasiado sofisticado. Es perfecto. Pero todavía no tengo ni idea de como presentarme y, además, estoy muy alterada por lo que acaba de suceder.

—¡Tranquila! —me dice Cindy, repuesta de tantas emociones—, o cliente no te va a comer.

Isa acude la primera, como una diva. Entra en el salón y sale enseguida. Yo soy la segunda. Cuando entro, me encuentro con un chico joven, la cara llena de granos, un poco incomodo y le sonrío.

—¡Hola!, me llamo Val y soy francesa —le digo, tendiéndole la mano como una estúpida.

El chico ni siquiera me mira y entiendo que no me va a elegir.

Cuando todas han acabado de presentarse, y después de enterarnos que es Estefanía la elegida, Cindy me pregunta como me he presentado.

—Hombre, no me extraña que no te haya elegido, ¡joder! —exclama—. A o cliente hay que seducirle. Dale dos besos, pero no a mano.

—¿Sí?

—¡Claro! Si no se acojona, ¿comprendes? Tienes que venderte. Y evita los pantalones. Ponte falda, y si es corta, mejor.

Es curioso. Cada vez que he querido estar con un chico que se me ha cruzado por la calle, o en algún otro lugar, nunca he tenido problemas para llevármelo a la cama. Aquí, todo es diferente. Primero, hay varias chicas, por lo tanto una evidente competencia. Pero además, me siento como cortada. No me atrevo.

—Si quieres hacer este trabajo y ganar dinero, tienes que ser la mas p… de todas —me explica Cindy. Y me extraña que no quiera pronunciar la palabra.

—¿Por que le das consejos? —pregunta Mae mientras se desmaquilla—. ¡Que se espabile ella solita! Bastante difícil se esta haciendo este trabajo para que, encima, le des trucos a las nuevas para que nos roben a los clientes.

Cindy se hace la tonta y se vuelve a dirigir a mí.

—¿Comprendes? —me repite.

—Si, Cindy. Gracias por el consejo.

—¡De nada, mujer!

Y se estira en la cama, mientras Mae recoge sus cosas y se va sin decirnos adiós. Volvemos a encontrarnos solo las tres, Cindy, Isa y yo. Nos desmaquillamos y decido dormir un rato. No he hecho nada, sin embargo me siento agotada.

Estamos durmiendo las tres, incomodas, en la habitación pequeña, cuando Angelika abre la puerta. Me levanto asustada. Estaba dormidísima.

—Isa, ¡levántate!, tienes un servicio en un hotel en veinte minutos. Ya te he llamado un taxi, así que ¡date prisa!

Y vuelve a cerrar la puerta, mientras Isa empieza a prepararse. Es terrible estar despierta en plena noche. Peor aun si tienes que levantarte, maquillarte y vestirte. Pero Isa se levanta sin protestar. Miro mi reloj. Son las tres de la mañana. ¡Dios mío! ¿A quien se le ocurre llamar a esta hora para pedir a una chica? Miro a mi alrededor y veo a Cindy, que no ha movido ni una pestaña y esta roncando a pleno pulmón. Ninguna huella de Estefanía. Debe de seguir seguramente con el mismo cliente en la suite. Mientras Isa acaba de prepararse, decido levantarme porque no consigo volver a dormirme. Me voy en pijama a la cocina para charlar con Angelika.

—¡Hola, Angelika! —le digo con voz ronca.

Se esta arreglando las uñas.

—¡Hola! ¿Que pasa? ¿No duermes? ¿Que tal te ha ido hoy? —pregunta, levantando la cabeza por unos segundos para luego concentrarse de nuevo en sus uñas.

—Pues de momento nada —le comento—. ¡Nada de nada!

—No te preocupes, cuando te vuelvas a meter en la cama, sonará otra vez el teléfono. Siempre es así. El trabajo llega cuando menos te lo esperas. Es una actividad imprevisible —dice con una mueca de disgusto.

Aparece Isa arregladísima en el rincón de la puerta, mientras el taxista llama al interfono.

—Toma la dirección. Hotel Princesa Sofía. Habitación doscientas treinta y siete. Míster Peter. Me llamas cuando llegues.

Isa coge el papelito que le tiende Angelika y se va sin hacer ningún comentario.

—Extraña esta chica, ¿no te parece? —me pregunta Angelika.

—Sí. Ya ha habido movida con ella hoy.

—Sí, me ha contado Susana. ¡En fin! Es una pobre chica. Tiene dos hijos en Ecuador, ¿sabes?

—¿Ah, sí? —digo con cara de estupor.

—Sí. Pero no los ve. No lo entiendo. Es la chica que más trabaja en la casa, gana un montón de dinero y no quiere traer a sus hijos a España. Como madre, ¿qué quieres que te diga?, ¡no la entiendo!

—¿Tú también tienes hijos?

Su rostro se ilumina de repente.

—Un hijo precioso —me responde—. ¿Y tú?

—No, todavía no.

—Así que ¿no haces este trabajo porque tienes a un niño a tu cargo? ¡Mejor!

Para mi gran sorpresa, no me pregunta el porqué me he metido en esto. Me siento casi obligada a darle alguna justificación, cuando aparece Estefanía, el rímel corrido y cara de sueño.

—Paga otra hora. Toma, el dinero —le dice a Angelika.

—¡Qué bien! ¡Vaya noche llevas, mi niña!

—Sí. Pero empiezo a estar harta.

Y se va sin decir nada más.

—¡Pues sí que trabaja esta chica! —exclamo.

—Con Isa, es la que más. Viene de martes a viernes, y vive aquí en la casa veinticuatro horas. Terrible, ¿no? —me explica Angelika, visiblemente apenada por la situación. Y pregunta de repente—: ¿Sabes qué es lo peor de todo?

—No.

—Hace esto para mantener a un tío que se pasa todo el día ganduleando, ¿te das cuenta?

—No lo comprendo. ¿Es su chulo entonces?

—Si ella trabaja en esto y él vive de ella, se puede decir que es su chulo —me contesta Angelika, indignada.

—Bueno, todas hemos mantenido a un hombre en algún momento de nuestras vidas —añado, rememorando mi drama personal.

—¡Yo no, desde luego! Cuando veo a estas pobres chicas que trabajan como locas y venden su cuerpo, al menos, que el dinero que ganen sea para ellas solas. ¿No te parece? —y se sorprende levantando la voz—. Tengo que hablar más bajo, que aquí las paredes oyen.

—¿Qué quieres te diga? —pregunto muy sorprendida.

—Los dueños —me dice Angelika, casi susurrando esta vez.

—¿Los dueños? ¿Que pasa? ¿Tienen micrófonos y nos graban o qué? —le digo, casi riéndome.

Estoy convencida de que me está gastando una broma.

Angelika se asusta de repente y me pone un dedo encima de la boca.

—¡Chisss! Te podrían escuchar. Pues sí —sigue susurrando—, hay micrófonos en todas las habitaciones, menos aquí en la cocina, y también registran todas las llamadas telefónicas.

—¿Qué? —salto yo, aterrada.

—Sí. ¿No te lo han dicho todavía las chicas? Es para controlarlas para que no den sus teléfonos a los clientes. Y el teléfono está pinchado, para ver si las encargadas hacemos bien nuestro trabajo. Parece de película, ¿verdad?

—¡Peor! —recalco—. ¡Me parece una barbaridad y una violación de la intimidad de las personas! ¿Cómo se puede controlar de esta manera? Además, si la chica quiere dar su teléfono a un cliente, ¿quién se lo puede impedir?

—¡Está claro! —afirma Angelika—. Si tienes un servicio en un hotel, puedes hacer lo que te dé la gana. Pero hay que ir con mucho cuidado con el dueño, Manolo. Su mujer Cristina es un encanto, pero él…

—Todavía no lo conozco.

—¡Es horrible! Tiene una pinta de camionero que no puede con ella. Yo le llamo un tío «básico», ¿sabes lo que te quiero decir? Es vulgar y superagresivo. Ya lo conocerás. Practican un doble juego: él pega las broncas y ella consuela. Pero controlan a todas las chicas, como si fueran sus propios padres.

¡Por fin! ¡Ha aparecido mi famoso chulo camionero, con el cual he soñado! Y encima, ¡«básico»! El asunto promete.

—Ya tendrás tiempo de confirmar que todo lo que te digo es verdad. Pero, por favor, no le digas a nadie que te he dicho esto, ¿vale? —me pide Angelika, con voz preocupada—. No quiero perder este trabajo. Estoy mal de dinero y hago algunas cosas de día. Pero este empleo me da de comer, ¿comprendes?

—Sí, claro. No te preocupes. Me voy a la cama, empiezo a estar cansadísima.

—¡Ah!, y otra cosa. —El rostro de Angelika se pone más serio de lo normal—. No te fíes de Susana, la encargada de día. Es una loca.

—Vale. Gracias por decírmelo —contesto bostezando y sin darle demasiada importancia al comentario.

Y salgo para acostarme otra vez, preguntándome por qué Angelika me acaba de hacer tantas confesiones sin conocerme. Me parece muy rara la situación, pero una cosa es cierta: aquí pasan cosas y tengo que andar con cuidado. Manolo, los micrófonos, Susana… Me parece todo de culebrón. Tampoco puedo pedir demasiado. Estoy en un prostíbulo, al fin y al cabo. Y en el fondo, eso mismo me hace subir la adrenalina. Por una vez después de mucho tiempo está pasando algo en mi vida que he elegido yo. Y eso es lo más bonito de todo.

Abro la puerta de la habitación con sumo cuidado para no despertar a Cindy. Pero ella sigue en la misma posición, de costado, roncando como un bebé. Creo que nada la puede sacar de su sueño. Me acuesto nuevamente y logro dormir, hasta que Angelika entra de nuevo en la habitación. Enciende la luz, como ha hecho la primera vez, y me despierta.

—¡Oye! ¿Hablas bien inglés? —me pregunta, sacudiéndome el hombro.

—Sí, muy bien.

—Pues levántate. Tengo a un cliente en el Juan Carlos que quiere a una europea que hable inglés.

¡Otra vez levantarse! ¡Me muero! Pero lo peor de todo es prepararse. ¿Cómo me lo voy a montar para borrar estos signos de sueño debajo de los ojos? Esto ya no me parece divertido. Y es la primera noche que estoy durmiendo en la casa.

—Te llamo un taxi, venga, ¡date prisa! —insiste Angelika—. ¡Toma! Son los datos del cliente. Sam, habitación trescientos quince. Paga sesenta mil pesetas por una hora.

Cindy levanta ligeramente la cabeza al oír el precio, y cuando ve que me estoy preparando, me suelta un «¡Buena suerte!» y se vuelve a dormir. Ya he descubierto lo que saca a Cindy de su letargo. El dinero. A su lado está acostada Estefanía. Ni siquiera la he oído entrar en la habitación. Está dormida ya y ni se inmuta. ¿Cuántas cabemos en esta cama? Más adelante, llegamos a dormir cinco chicas en esta misma cama, ¡cinco chicas!, ¡un récord!

Son las cinco de la mañana y pienso que el cliente que me ha tocado esta noche debe de estar realmente hambriento para llamar a estas horas.

Bajo las escaleras sin hacer ruido, y constato con rabia que el taxista todavía no ha llegado. Abajo del edificio, algunos clientes de un local de striptease salen borrachos. Hacen un intento para captar mi atención pero no les hago caso. Entre ellos y yo hay un mundo de distancia. Me siento importante. Voy a tener sexo con un señor que paga 60.000 pesetas, y en un hotel de lujo. Un cinco estrellas. Y, con un poco de suerte, me lo voy a pasar bien. Cuando me sorprendo pensando eso, me siento ridícula. Es sólo una cuestión de precio.

El taxista llega por fin, y cuando le doy la dirección, entiende enseguida a qué me dedico. Le veo observarme por el retrovisor del coche, e intenta darme conversación. Pero me limito a sonreírle y estar callada.

Cuando llego al hotel, me voy directamente hacia los ascensores, con mucha seguridad, sin mirar a los recepcionistas, para evitar que me pidan cualquier cosa. Actuando de este modo, parezco una huésped. Nadie me pide nada y subo enseguida al tercer piso.

Cuando el cliente me abre la puerta, descubro a un hombre altísimo, moreno de piel. Parece hindú, y las facciones asiáticas de su cara me seducen enseguida. La bata blanca que lleva puesta le da un aire enternecedor y simpático.

Hello, are you Sam? (Hola, ¿eres Sam?) —pregunto respondiendo a su sonrisa.

Yes, you must be the girl from the agency. (Si. Debes de ser la chica de la agencia).

Yes. My name is Val. A pleasure. (Sí. Mi nombre es Val. Encantada).

Me hace pasar y en la mesita de noche está ya preparado el dinero.

You can take it. (Puedes cogerlo.) —dice—. It’s yours (Es tuyo).

Ok. Thank you —le agradezco—. Can I call my agency to say that everything is ok? (¿Puedo llamar a mi agencia para decir que todo está bien?).

Yes of course. (Sí, claro) —y desaparece en el baño.

Llamo a Angelika y luego empiezo a quitarme la ropa. Sam reaparece y me dice que puedo ir al baño si quiero. Cosa que también le agradezco, mientras Sam me va sirviendo un poco de vino tinto sacado del minibar.

Paso un rato muy agradable con él. Es muy dulce, y aunque no tengo ningún orgasmo, disfruto. Acaricia muy bien. Al final, me da una propina de veinte mil pesetas y su tarjeta de visita por si necesito cualquier cosa, y me promete volver a contratar mis servicios cada vez que vuelva a Barcelona. Tengo que salir casi corriendo, porque me llama Angelika para avisarme que ya ha pasado la hora. Me he olvidado por completo del tiempo.

—Conmigo no pasa nada —me dice Angelika— pero si haces eso con Susana, te va a poner un montón de problemas. Así que procura vigilar el tiempo. Si no, piensan que te quedas con el cliente, que éste te paga y que tú vuelves con el dinero de una sola hora, ¿comprendes?

Vuelvo a la agencia sobre las siete de la mañana, le pago a Angelika, pero no le comento nada de la propina, ni de la tarjeta del cliente. Y me voy otra vez a la cama.

Diario de una ninfómana
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