Capítulo 18

En aquel momento, mi situación era tal que todos los pensamientos razonables se consumían y desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo la venganza me proporcionaba fuerza y serenidad. Modelaba mis sentimientos y me permitía pensar con frialdad y estar tranquilo en períodos en los que de otro modo el delirio o la muerte se habrían apoderado de mí. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre. Mi país, al que amaba cuando era feliz y querido… ahora, en la adversidad, se convirtió en un lugar odioso. Me hice con una pequeña suma de dinero, junto con algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.

Y entonces comenzó mi peregrinación, que no terminará hasta que muera. He recorrido vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas las penurias que suelen afrontar los aventureros en los desiertos y en otros territorios salvajes. Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas veces me he derrumbado, con mi cuerpo rendido, sobre la misma tierra, agotado y sin nadie que me socorriera, y he rogado que me llevara la muerte. Pero la venganza me mantenía vivo. No me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo.

Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue obtener alguna clave mediante la cual pudiera seguir el rastro de los pasos de mi diabólico enemigo. Pero mi plan no dio resultado; y vagué durante muchas horas por los alrededores de la ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino debería seguir. Al caer la noche, me encontré a la entrada del cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a las estelas que marcaban sus sepulturas. Todo permanecía en silencio, excepto las hojas de los árboles, que se agitaban suavemente con la brisa. Era casi noche cerrada, y el escenario habría resultado conmovedor y solemne incluso para un observador desinteresado. Me parecía que los espíritus de los que se habían ido vagaban por el aire, a mi alrededor, y proyectaban una sombra que se sentía, pero no se veía, en torno a la cabeza de aquel que los lloraba. El profundo dolor que esta escena me produjo al principio inmediatamente dio paso a la rabia y la desesperación. Ellos estaban muertos, y yo aún vivía. También vivía su asesino y, para destruirlo, yo debía alargar mi agotadora existencia. Me arrodillé en la tierra y con labios temblorosos exclamé:

—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos, oh, Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico ser que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate mortal! Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada venganza, volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de otro modo apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos, y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y me guieis en esta tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!

Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron de mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la noche, una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve. Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco, y sentí como si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de mí. Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y habría acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi juramento y mi vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La carcajada se fue desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien conocida se dirigió a mí en un audible susurro:

—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.

Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.

Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las tierras inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme, ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos, aterrorizados por su espantosa figura, me informaban de cuál era su camino; en otras ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el rastro, podría desesperar y morir, me dejaba algunas señales para guiarme. La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted, que apenas está comenzando su vida, y las preocupaciones son nuevas para usted y la angustia, desconocida, ¿cómo puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento? El frío, las necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que soportar. Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis pasos, y cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo, abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me animaba. La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los espíritus que yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando todo estaba seco, y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían el firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia que me reanimaban, y luego se desvanecían.

Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente se asientan las poblaciones del campo. En otras regiones apenas se veían seres humanos, y en esas zonas generalmente subsistía con los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía algún dinero y me granjeaba la amistad de los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la carne de algún animal que hubiera cazado, la cual, después de coger para mí una pequeña porción, se la regalaba a aquellos que me proporcionaban fuego y utensilios para cocinar. Así transcurría mi vida, de un modo que realmente me resultaba odioso, y solo durante el sueño me sentía un poco mejor. ¡Oh, bendito sueño! A menudo, cuando más miserable me sentía, me sumía en el descanso y mis sueños me calmaban casi hasta el éxtasis. El ángel que me guardaba seguramente me proporcionaba aquellos momentos o, más bien, aquellas horas de felicidad en las que podía reunir fuerzas para continuar mi peregrinación. Privado de estos instantes de alivio, habría sucumbido a mis sufrimientos. Así, durante el día me sostenían y animaban las esperanzas de la noche: porque durante el sueño veía a mis seres queridos, a mi esposa, y mi amado país; volvía a ver el rostro de mi bondadoso padre, oía la argentina voz de mi Elizabeth y podía ver a Clerval, rebosante de vida y juventud. A menudo, cuando me encontraba exhausto tras una agotadora marcha, me convencía de que estaba soñando, y de que la noche llegaría y entonces disfrutaría realmente en brazos de mis seres queridos. ¡Qué anhelo tan angustioso sentía por ellos! ¡Cómo intentaba abrazar aquellas amadas figuras cuando se me aparecían a veces, incluso en las visiones que tenía durante la vigilia, y llegaba a convencerme de que aún estaban vivos! En aquellos momentos, la venganza que ardía en mi interior se apagaba en mi corazón, y seguía mi camino en pos de la destrucción del engendro demoníaco más como una tarea que agradaba a los cielos, como si fuera un impulso mecánico de algún poder del cual yo no tenía conciencia, que por un verdadero y ardiente deseo de mi alma.

¿Qué sentía aquel a quien perseguía? No puedo saberlo. En efecto, en ocasiones dejaba señales escritas en las cortezas de los árboles o grabadas en la piedra, que me guiaban y aguzaban mi furia. «Mi reinado aún no ha terminado», se podía leer en una de aquellas inscripciones; «Vives, y por eso mi poder es absoluto. ¡Sígueme…! Voy en busca de los hielos eternos del norte, donde sentirás el dolor del frío y el hielo, ante los cuales yo no me inmuto. Muy cerca de aquí, si no te retrasas mucho, encontrarás una liebre muerta; cómela y así te repondrás. ¡Vamos, enemigo mío…! Lucharemos a muerte, pero antes de que llegue ese momento, te esperan largas horas de sufrimiento y dolor».

¡Así te burlas, maldito demonio! Vuelvo a jurar venganza, vuelvo a prometer, miserable engendro, que te haré sufrir y te mataré; nunca abandonaré esta persecución, hasta que uno de los dos perezca. Y entonces, con qué placer me uniré a mi Elizabeth y a aquellos que ya preparan para mí la recompensa de mi penosa y horrible peregrinación.

A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte, las nieves se hicieron más abundantes, y aumentó el frío hasta extremos que apenas era posible resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus cabañas y solo un puñado de los más atrevidos se aventuraban a salir para cazar animales a los que solo la inanición había obligado a salir para buscar algo que comer. Los ríos bajaban cubiertos de hielo, y no había modo de pescar nada. El triunfo de mi enemigo se engrandecía con la penuria de mis trabajos. Otra inscripción que dejó decía lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus sufrimientos solo están comenzando ahora! Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida, porque pronto comenzaremos un viaje en el que tus sufrimientos colmarán mi odio eterno.» Mi valor y mi perseverancia se reforzaron ante esas dificultades; decidí no cejar en mi propósito; e invocando al cielo para que me ayudara, avancé con irremisible pasión y crucé inmensas regiones desiertas, hasta que el océano apareció en la distancia y dibujó la última frontera del horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los mares azules del sur! Cubierto con hielos, solo se podía distinguir de la tierra porque estaba más desolado y era más accidentado. Los griegos lloraron cuando vieron el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con febril alegría el final de sus sufrimientos. Yo no lloré; pero me arrodillé y agradecí a mi ángel de la guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado sano y salvo hasta el lugar donde, a pesar de las amenazas de mi enemigo, esperaba encontrarlo y abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento me había procurado un trineo y perros, y así pude surcar las nieves a una gran velocidad. Yo no sé si el engendro contaba con el mismo vehículo; pero descubrí que, así como antes había ido perdiendo diariamente ventaja en mi persecución, ahora se la ganaba a él con tanta celeridad que, cuando vi por vez primera el océano, apenas me sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder alcanzarlo pronto. Así pues, con renovado valor continué sin desfallecer y dos días después llegué a una miserable aldea junto a la orilla del mar. Pregunté si habían visto a aquel engendro y conseguí alguna información. Un monstruo gigantesco, dijeron, había llegado allí la noche anterior. Armado con un rifle y muchas pistolas, y poniendo en fuga a los habitantes de una granja solitaria, atemorizándolos con su terrorífica apariencia, les había arrebatado todas las provisiones que tenían para el invierno; y poniéndolas en un trineo, había enganchado al mismo un buen número de perros adiestrados… y la misma noche, para alegría de los conmocionados y aterrorizados aldeanos, había proseguido su viaje por el mar helado, en dirección a ninguna parte; y pensaron que no tardaría en morir en una grieta de hielo o congelado en aquellos glaciares eternos.

Al escuchar aquella información, sufrí un pasajero ataque de desesperación. Se me había escapado; y ahora debía comenzar un viaje casi interminable y peligrosísimo por las montañas de hielo que se alzan en el océano… en medio de un frío que pocos seres humanos de aquella parte pueden soportar durante mucho tiempo y en el cual yo, un hombre nacido en un clima amable y soleado, seguramente no sobreviviría. Sin embargo, ante la idea de que aquel demonio pudiera vivir y salir triunfante, mi rabia y mi venganza retornaron, como una poderosa oleada, imponiéndose sobre cualquier otro sentimiento. Después de un ligero descanso, durante el cual los espíritus de los muertos me rodearon y me animaron a continuar en pos de la destrucción y la venganza, me preparé para el viaje.

Cambié mi trineo de tierra por otro preparado para las quebradas del océano helado; y, tras hacer un buen acopio de provisiones, abandoné tierra firme. No sé cuántos días han transcurrido desde entonces, pero he soportado sufrimientos que nada podría haberme capacitado para resistir, salvo el eterno sentimiento de una justa venganza ardiendo en mi corazón. A menudo inmensas y escarpadas montañas de hielo me impedían el paso, y a menudo oía las sacudidas y los estallidos del suelo marino al quebrarse, que amenazaba con destruirme, pero enseguida caía una nueva helada y los caminos del mar volvían a ser seguros. A juzgar por la cantidad de provisiones que he consumido, diría que han transcurrido tres semanas de viaje. El desaliento y el dolor con frecuencia arrancaban amargas lágrimas de mis ojos. En realidad, la desesperación casi había hecho presa en mí y pronto me habría sumido en la más completa miseria. Pero entonces, después de que los pobres animales que me arrastraban alcanzaran, con un increíble sufrimiento, la cima de una montaña de hielo, y se detuvieran para descansar —y uno, incapaz de avanzar, agotado por el esfuerzo, murió—, pude ver angustiado la enorme extensión de hielo que se abría delante de mí; cuando, de repente, mi mirada se detuvo en un punto oscuro en la llanura sombría, agudicé la vista para averiguar qué podría ser y proferí un alarido salvaje de placer cuando distinguí un trineo, perros, y las deformes proporciones de un ser bien conocido. ¡Oh, con qué llamarada de emoción la esperanza volvió a arder en mi corazón! Cálidas lágrimas enturbiaron mis ojos, pero las aparté rápidamente para que no me impidieran ver a aquel engendro. Continué… pero aún las lágrimas me impedían ver bien, hasta que, liberando las emociones que me oprimían, prorrumpí en llanto.

Pero no era momento de entretenerse. Desembaracé a los perros de su compañero muerto, les di una generosa porción de comida y, después de descansar una hora —lo cual era absolutamente necesario y, sin embargo, amargamente enojoso—, continué mi camino. El trineo aún era visible; no volví a perderlo de vista, excepto en los momentos en que, durante unos breves instantes, alguna quebrada de hielo me lo ocultaba con sus importunas aristas. Era evidente que estaba ganándole terreno al objeto de mi persecución. Y después de otra jornada de viaje aproximadamente, me vi a no más de media milla de distancia. Mi corazón latía poderosamente en mi interior. Pero entonces, cuando parecía tener casi a mi alcance al monstruo, mis esperanzas se desvanecieron súbitamente, y perdí cualquier rastro de él, absolutamente, como jamás me había ocurrido antes. Se oyó entonces el mar… El rugido de su avance, a medida que las aguas se levantaban y crecían las olas bajo mis pies, se hacía a cada paso más espantoso y aterrador. Procuré continuar, pero fue en vano. Se levantó una ventisca; el mar rugía; y, con la violentísima sacudida de un terremoto, [la superficie helada] se quebró y se despedazó con un estallido terrible y abrumador. Pronto concluyó todo: en pocos minutos, un imponente océano se abrió entre mi enemigo y yo. Y yo me quedé flotando en un fragmento de hielo desprendido que a cada paso se hacía más pequeño y me advertía de ese modo de una espantosa muerte. Así transcurrieron varias horas: varios de mis perros murieron; y yo mismo estaba a punto de sucumbir ante tantas penurias, cuando vi este barco anclado, que me hizo mantener alguna esperanza de obtener socorro y poder salvar la vida. No sabía que los barcos navegaran tan al norte y verdaderamente me asombró semejante visión. Rápidamente rompí parte de mi trineo para construir remos y con esos medios pude, con un esfuerzo infinito, mover mi navío de hielo en dirección a su barco. Había decidido que, si ustedes se dirigían al sur, me encomendaría a la piedad de los mares antes que abandonar mi propósito. Esperaba ser capaz de convencerles para que me prestaran un bote y algunas provisiones con las cuales aún podría seguir buscando a mi enemigo. Pero iban ustedes al norte. Me subieron a bordo cuando todas mis fuerzas estaban exhaustas, y pronto habría sucumbido ante el peso de mis múltiples desgracias, y me habría entregado a una muerte que aún temo, porque mi objetivo aún no se ha cumplido. ¡Oh…! ¿Cuándo mi espíritu guardián, guiándome hacia él, me concederá el descanso que tanto ansío? ¿O debo morir, y él vivir? Si muero, júreme, Walton, que no escapará, que usted lo buscará y cumplirá mi venganza y lo matará. Pero… ¿cómo me atrevo a pedirle que se haga cargo de mi peregrinación, que soporte los sufrimientos que yo he sobrellevado? No, no soy tan egoísta; sin embargo, cuando esté muerto, si él apareciera, si los heraldos de la venganza lo condujeran hacia donde usted se encuentra, jure que no vivirá… jure que no saldrá victorioso ante todas mis desdichas… y que no vivirá para hacer a otra persona tan desgraciada como yo. ¡Oh…! Es elocuente y persuasivo, y en una ocasión sus palabras incluso tuvieron algún poder en mi corazón… pero no confíe en él. Su alma es tan infernal como su aspecto, podrido de traición y de una maldad diabólica… no le escuche. Invoque a los manes de William, Justine, Clerval, Elizabeth, de mi padre y del desgraciado Víctor; y hunda su espada en lo más profundo de su corazón. Yo estaré a su lado y le mostraré el camino al acero.