Capítulo 15

Al día siguiente, contrariamente a los pronósticos de nuestros guías, hizo muy bueno, aunque el cielo estaba nublado. Visitamos las fuentes del Arveiron y paseamos a caballo por el valle hasta la tarde. Aquellos paisajes sublimes y magníficos me proporcionaban todo el consuelo que podía recibir. Me elevaban por encima de la mezquindad; y aunque no podían disipar mi dolor, lo mitigaban y lo acallaban. En alguna medida, también, apartaban mi mente de los pensamientos en los que había estado sumida durante el último mes. Regresaba al atardecer, agotado pero menos desdichado, y conversaba con mi familia con más simpatía de lo que había sido mi costumbre desde hacía algún tiempo. Mi padre estaba contento, y Elizabeth, encantadísima.

—Mi querido primo —decía—, ¿ves cuánta felicidad nos traes cuando eres feliz? ¡No recaigas de nuevo!

A la mañana siguiente llovía torrencialmente y unas nieblas densas ocultaban las cimas de las montañas. Me levanté muy pronto, pero me sentía inusualmente melancólico. La lluvia me deprimía, los viejos temores volvieron a mi corazón, y me encontraba abatido. Sabía cuánto le desagradaría a mi padre este cambio repentino, y preferí evitarlo hasta que me recuperara lo suficiente, al menos, como para poder ocultar los sentimientos que me apesadumbraban. Supe que ellos se quedarían toda la tarde en la posada; y, como yo estaba muy acostumbrado a la lluvia y al frío, decidí subir el Montanvert solo. Recordaba la impresión que había causado en mi espíritu, cuando estuve allí por primera vez, la visión del gigantesco glaciar siempre en movimiento. En aquella ocasión me había embargado un éxtasis sublime que daba alas al alma y le permitía remontarse desde este oscuro mundo hasta la luz y la alegría. La contemplación de lo terrible y lo majestuoso en la naturaleza siempre ha tenido en realidad la capacidad de ennoblecer mi espíritu y de hacerme olvidar las preocupaciones pasajeras de la vida. Decidí ir solo, porque conocía bien el camino, y la presencia de otra persona arruinaría la solitaria grandeza del paisaje.

El ascenso es muy pronunciado, pero el camino se recorta en constantes revueltas que permiten ascender esas montañas casi verticales. Es un paisaje aterradoramente desolado. En mil lugares se aprecian los restos de los aludes invernales, donde los árboles yacen en tierra, quebrados y astillados: algunos, completamente destrozados; otros, inclinados y apoyados en los salientes rocosos de la montaña o recostados y atravesados sobre otros árboles. Cuando uno alcanza cierta altura, el camino se cruza con barranqueras cubiertas de nieve, desde donde suelen desprenderse continuamente piedras que caen rodando; una de esas quebradas es particularmente peligrosa, porque el más leve sonido, incluso el que se produce al hablar en voz alta, genera una vibración en el aire lo suficientemente violenta como para desatar la destrucción sobre la persona que se atrevió a hablar. Los abetos aquí no son ni altos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al paisaje. Miré abajo, al valle; imponentes nieblas se estaban elevando desde el río, que lo atravesaba, y se iban alzando en densas volutas en torno a las montañas del otro lado, cuyas cimas aparecían ocultas por nubes uniformes, mientras que la lluvia se precipitaba desde aquellos cielos oscuros y se añadía a la melancólica sensación que tenía de todo lo que me rodeaba. ¡Dios mío…! ¿Por qué presume el hombre de tener más sensibilidad que las bestias? Eso solo los convierte en seres más necesitados. Si nuestros impulsos se redujeran al hambre, la sed y el deseo, casi podríamos ser libres; pero nos vemos agitados por todos los vientos y por cada palabra pronunciada casi al azar o por cada paisaje que ese viento puede sugerirnos.

Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.

Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.

Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos, o lloramos,

abrazamos pesares amados, o apartamos nuestras cuitas;

no importa; porque sea alegría o pena,

el camino de su partida siempre está abierto.

El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;

¡nada puede durar, salvo la mutabilidad![3]

Ya era mediodía cuando llegué a la cumbre. Durante algún tiempo estuve sentado en la roca desde la que se dominaba el mar de hielo. La niebla envolvía aquel lugar y las montañas circundantes. De repente, una brisa disipó la niebla y yo descendí al glaciar. La superficie es muy quebrada, y se eleva como las olas de un mar enfurecido, o desciende mucho, y por todas partes se abren profundas grietas. Esa extensión de hielo tiene una legua de anchura, pero tardé casi dos horas en cruzarlo. La montaña que hay al otro lado es una roca desnuda y perpendicular. Desde aquella parte en la que ahora me encontraba, Montanvert se encontraba exactamente enfrente, a la distancia de una legua, y sobre él se elevaba el Mont Blanc con su terrible majestuosidad. Me quedé en una oquedad de la roca, observando aquel maravilloso e imponente paisaje. El mar o, más bien, el inmenso río de hielo, serpenteaba entre las montañas que lo abastecían, cuyas aéreas cumbres se elevaban sobre los abismos. Aquellas cimas heladas y deslumbrantes brillaban al sol, por encima de las nubes. Mi corazón, antes apenado, ahora se henchía con un sentimiento parecido a la alegría. Y exclamé:

—¡Espíritus errantes, si es verdad que vagáis y no encontráis descanso en vuestras angostas moradas, concededme esta leve felicidad o llevadme con vosotros y alejadme de las alegrías de la vida!

Apenas dije aquellas palabras, de repente descubrí la figura de un hombre a cierta distancia, avanzando hacia mí a una velocidad sobrehumana. Saltaba por encima de las grietas de hielo, entre las cuales yo había avanzado con tanta precaución; su estatura también, a medida que se aproximaba, parecía exceder con mucho a la de un hombre común. Tuve miedo… una niebla veló mis ojos, y sentí que la debilidad se apoderaba de mí. El viento gélido de las montañas rápidamente me reanimó. Me di cuenta, a medida que aquella figura se acercaba más y más (visión espantosa y aborrecida), de que era el engendro que yo había creado. Temblé de rabia y horror. Decidí esperar que se aproximara y, entonces, enfrentarme a él en un combate mortal. Se aproximó; su rostro delataba una amarga angustia mezclada con desdén y malignidad. Pero apenas pude darme cuenta de eso; la furia y el odio me habían privado por completo de todo razonamiento, y solo me recobré para lanzarle los insultos más furiosos de odio y de desprecio.

—¡Demonio! —exclamé—. ¿Te atreves a acercarte a mí? ¿Es que no temes que la furiosa venganza de mi brazo caiga sobre tu despreciable cabeza? ¡Apártate, alimaña miserable! ¡O mejor… quédate ahí para que pueda arrastrarte por el lodo…! ¡Y… oh, ojalá pudiera, con la destrucción de tu miserable existencia, devolverles la vida a aquellas criaturas a las que asesinaste diabólicamente!

—Esperaba este recibimiento —dijo el demonio—. Todos odian a los desgraciados… ¡cuánto me odiarán a mí, que soy el más desdichado de todos los seres vivos! Pero vos, mi creador, me odiáis y me rechazáis, a vuestra criatura, a quien estáis ligado por lazos que solo se desatarán con la muerte de uno de los dos. Os proponéis matarme… ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? ¡Cumplid con vuestro deber para conmigo, y yo cumpliré con vos y con el resto de la humanidad! Si aceptáis mis condiciones, os dejaré en paz, a ellos y a vos; pero si os negáis, alimentaré las fauces de la muerte hasta que se sacie incluso con vuestros seres más queridos.

—¡Monstruo abominable…! —grité furiosamente—. ¡Eres solo un demonio, y las torturas del infierno son una venganza demasiado dulce para los crímenes que has cometido! ¡Maldito demonio! ¡Y me reprochas tu creación! ¡Ven, para que pueda apagar la llama que encendí de un modo tan imprudente!

Mi furia estaba desatada. Salté sobre él, impelido por todos los sentimientos que pueden armar a un ser contra la existencia de otro. Él me esquivó fácilmente y dijo:

—¡Calmaos! Os suplico que me escuchéis, antes de que descarguéis vuestro odio sobre mi desventurada cabeza. ¿Acaso no he sufrido lo suficiente, que aún deseáis aumentar mi desdicha? Amo la vida, aunque solo sea para mí una sucesión de angustias, y defenderé la mía. Recordad que me habéis hecho más poderoso que vos mismo: soy más alto que vos; mis miembros, más ágiles. Pero no me dejaré arrastrar por la tentación de enfrentarme a vos. Soy vuestra criatura, y siempre seré fiel y sumiso ante vos, mi señor natural y mi rey, si vos cumplís también con vuestra parte, con las obligaciones que tenéis para conmigo. ¡Oh, Frankenstein…! No seáis justo con todos los demás, y me aplastéis a mí solo, a quien más debéis vuestra clemencia, vuestro cariño. Recordad que soy vuestra creación… yo debería ser vuestro Adán… pero, bien al contrario, soy un ángel caído, a quien privasteis de la alegría sin ninguna culpa; por todas partes veo una maravillosa felicidad de la cual solo yo estoy irremediablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz, y volveré a ser bueno…!

—¡Apártate…! —contesté—. No te escucharé. No puede haber nada entre tú y yo. Somos enemigos. ¡Apártate de mí… o midamos nuestras fuerzas en una lucha en la que uno de los dos deba morir…!

—¿Cómo puedo conseguir que os apiadéis de mí? —dijo aquel engendro—. ¿No habrá súplicas que consigan que volváis vuestra benevolente mirada hacia la criatura que implora vuestra bondad y compasión…? Creedme, Frankenstein: yo era bueno… mi alma rebosaba de amor y humanidad; pero… ¿no estoy solo… miserablemente solo? Y vos, mi creador, me aborrecéis. ¿Qué esperanza puedo albergar respecto a vuestros semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. La montañas desoladas y los lúgubres glaciares son mi refugio. He vagado por estos lugares durante muchos días. Las grutas de hielo, a las que solo yo no temo, son mi hogar, y el único lugar al que los hombres no desean venir. Bendigo estos espacios tenebrosos, porque son más amables conmigo que vuestros semejantes. Si la humanidad entera supiera de mi existencia, como vos, cogería las armas para conseguir mi completa aniquilación. Así… ¿no he de odiar a aquellos que me aborrecen? No habrá tregua con mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mi desdicha. Pero en vuestra mano está recompensarme y librar a todos los demás de un mal que solo espera a que vos lo desencadenéis, y que no os engullirá en los torbellinos de su furia solo a vos y a vuestra familia, sino a muchísimos otros más. Permitid que se conmueva vuestra compasión y vuestra justicia, y no me despreciéis. ¡Escuchad mi historia! Cuando la hayáis oído, maldecidme o apiadaos de mí, de acuerdo con lo que consideréis que merezco. Pero escuchadme… Las leyes humanas permiten a los reos, no importa lo sanguinarios que sean, hablar en su propia defensa antes de ser condenados. Escuchadme, Frankenstein… Me acusáis de asesinato, y sin embargo destruiríais gustosamente vuestra propia criatura. ¡Oh, gloria a la eterna justicia del hombre! Pero no os pido que me perdonéis; escuchadme y luego, si podéis y así lo deseáis, destruid la obra que nació de vuestras propias manos.

—¿Por qué me traes a la memoria hechos cuyo simple recuerdo me hace estremecer, y de los cuales solo yo soy la triste causa y razón? —grité—. ¡Maldito sea el día en que viste la luz! ¡Y aunque me maldiga a mí mismo, malditas sean las manos que te crearon! ¡Me has hecho más desgraciado de lo que nadie puede imaginar! ¡No me has dejado la posibilidad de considerar si soy justo contigo o no! ¡Apártate, apártate de mi vista!

—Así lo haré, Creador, apartaré de vuestra vista a aquel a quien aborrecéis —contestó y puso delante de mis ojos sus espantosas manos, y yo las aparté con violencia—; pero podéis seguir escuchándome y concederme vuestra compasión. Por las virtudes que tuve una vez, os lo ruego: escuchad mi historia. Es larga y extraña, y la temperatura de este lugar no es adecuada para vuestra delicada sensibilidad; venid a la cabaña de las montañas. El sol aún está alto en el cielo; antes de que caiga y se oculte tras aquellas montañas e ilumine otro mundo, habréis escuchado mi historia y podréis decidir. De vos depende si he de apartarme para siempre de los lugares que ocupan los hombres y he de llevar una vida tranquila, sin hacer daño a nadie, o he de convertirme en el azote de vuestros semejantes y en la causa de vuestra ruina inmediata.

Y diciendo aquello, emprendió la marcha por el hielo. Lo seguí. Tenía el corazón destrozado y no le respondí; pero mientras avanzaba, sopesé los distintos argumentos que había utilizado, y al fin decidí escuchar su historia. En parte me vi empujado por la curiosidad, y la compasión terminó de inclinarme a ello. Hasta entonces solo lo consideraba el asesino de mi hermano, y deseaba con ansiedad que me confirmara o me negara aquella idea. Por vez primera también, sentí que un creador tenía deberes para con su criatura, y que antes de quejarme por su maldad debía conseguir que fuera feliz. Esos motivos me forzaron a aceptar su ruego. Cruzamos los hielos, pues, y ascendimos por las montañas que había al otro lado. El aire era frío, y la lluvia comenzaba a caer de nuevo. Entramos en la cabaña… el monstruo con aire de satisfacción, yo con el corazón oprimido y con los ánimos abatidos. Pero había decidido escucharle; y, sentándome junto al fuego que encendió, comenzó a contarme así su historia.