Capítulo 15

No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, dado que el precario estado de mi salud exigía tomar todas las precauciones necesarias que pudieran asegurar mi tranquilidad. El señor Kirwin entró e insistió en que mis fuerzas no deberían agotarse en demasiadas emociones. Pero la presencia de mi padre era para mí como la de un ángel bueno, y poco a poco recobré la salud. A medida que la enfermedad me abandonaba, me iba invadiendo una melancolía negra y lúgubre que nada podía disipar. Siempre tenía delante la imagen fantasmal de Clerval asesinado. En más de una ocasión, el nerviosismo al que me conducían aquellos recuerdos hizo temer a mis amigos que podría sufrir una peligrosa recaída.

¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del cual estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos latidos de mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me hunde en el cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo también podré entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la muerte aún me resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba presente en mis pensamientos; y a menudo permanecía durante horas enteras sin moverme y sin hablar, deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera acabar conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara también a la causa de mis desdichas.

Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado, donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso no se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a mi país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los muros de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba sobre mí, y sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor más que una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor podía penetrar, salvo la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran los alegres ojos de Henry, languideciendo en la muerte, con las negras pupilas casi cubiertas por los párpados y las largas pestañas que los ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt.

Mi padre intentó despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, a la que pronto volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus palabras solo conseguían arrancarme profundos suspiros. Algunas veces, en realidad, tenía deseos de ser feliz, de volver junto a mi adorada prima y regresar al lago azul que me había sido tan querido desde mis primeros años; pero el estado habitual de mis emociones era la apatía, para la cual una prisión es lo mismo que un palacio en el paisaje más hermoso que pueda pintar la naturaleza; y semejante estado a menudo se veía interrumpido por ataques de angustia y desesperación. En esos momentos, a menudo intenté poner fin a la existencia que detestaba, y ello hizo precisas una constante atención y vigilancia, para impedir que cometiera algún horrible acto de violencia. Recuerdo que, cuando me sacaron de la prisión, oí a un hombre decir: «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo que es seguro es que tiene mala conciencia.»

Aquellas palabras me conmocionaron. ¡Mala conciencia! Sí, con toda seguridad: tenía mala conciencia.

William, Justine y Clerval habían muerto debido a mis infernales maquinaciones.

—¿Y qué muerte pondrá fin a esta tragedia? —clamaba—. ¡Ah, padre…! ¡Salgamos de este maldito país! ¡Llévame donde pueda olvidarme de mí mismo, donde pueda olvidar mi existencia y a todo el mundo…!

Mi padre de inmediato accedió a mis deseos; y, después de habernos despedido del señor Kirwin, nos encaminamos rápidamente a Dublín. Cuando el carguero partió de Irlanda con viento favorable y abandoné para siempre aquel país que había sido para mí el escenario de tanto dolor, me sentí como si me hubieran quitado de encima una pesada carga. Era medianoche, mi padre dormía abajo, en el camarote, y yo permanecía en cubierta mirando las estrellas y escuchando el rumor de las olas. Agradecí la presencia de aquella oscuridad que apartaba a Irlanda de mi vista, y mi pulso latió con febril alegría cuando pensé que pronto volvería a ver Ginebra. El pasado me pareció entonces una espantosa pesadilla; sin embargo, el barco en el que me encontraba, el viento que soplaba desde las odiosas costas de Irlanda y el mar que me rodeaba me aseguraban, ciertamente, que no había sufrido visiones engañosas y que Clerval, mi amigo y mi más querido compañero, había muerto, víctima de mis actos y del monstruo que yo había creado.

Hice memoria de toda mi vida: la apacible felicidad cuando vivía con mi familia en Ginebra, la muerte de mi madre, y mi partida hacia Ingolstadt. Recordé con un escalofrío el enloquecido entusiasmo que me había impulsado a la creación de mi odioso enemigo, y traje a mi mente la noche en la cual recibió la vida. Fui incapaz de seguir el hilo de mis razonamientos. Mil emociones me embargaron, y rompí a llorar amargamente.

Desde que me recuperé de las fiebres, había adquirido la costumbre de tomar todas las noches una pequeña cantidad de láudano, porque solo gracias a esta droga era capaz de descansar lo suficiente para seguir viviendo. Angustiado por el recuerdo de mis desgracias, tomé una dosis doble y pronto caí dormido profundamente. Pero, Dios mío, el sueño no consiguió liberarme de la memoria y del dolor; mis sueños se poblaban de mil cosas que me aterrorizaban. Hacia el amanecer tuve una especie de pesadilla. Sentí la garra de aquel demonio aferrada a mi garganta y no podía librarme de ella. Gritos y lamentos resonaban en mis oídos. Mi padre, que siempre me vigilaba, notando mi inquietud, me despertó y señaló el puerto de Holyhead, en el cual ya estábamos entrando.

Habíamos decidido no ir a Londres, sino cruzar el país hacia Portsmouth… y desde allí, embarcar hacia [Le] Havre. Yo prefería este plan, principalmente, porque temía ver de nuevo aquellos lugares en los que había disfrutado de unos breves días de sosiego con mi querido Clerval. Y pensaba con horror en la posibilidad de ver a aquellas personas que habíamos conocido juntos y que, sin duda, harían preguntas respecto a un suceso cuyo simple recuerdo me hacía sentir de nuevo todo lo que había sufrido cuando vi su cuerpo inerme.

Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos y todos sus esfuerzos se destinaban a verme de nuevo restablecido tanto en la salud como en la paz de espíritu. Aunque su cariño y sus atenciones eran constantes, mi dolor y mi tristeza eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En ocasiones pensaba que yo me sentía profundamente avergonzado por haberme visto obligado a responder de una acusación de asesinato, e intentaba demostrarme la inutilidad del orgullo.

—¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco me conoces…! Los seres humanos, sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían efectivamente si un desgraciado como yo pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e infeliz Justine, era tan inocente como yo, y fue acusada por lo mismo… murió por ello. Y yo fui el culpable… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres murieron por mi culpa.

Mi padre me había oído a menudo hacer la misma afirmación durante mi encarcelamiento. Cuando me acusaba de aquel modo, a veces parecía desear que le diera una explicación; y en otras ocasiones probablemente consideraba que era consecuencia de mi delirio, y que durante mi enfermedad alguna idea de ese tipo se había grabado en mi imaginación, y que el recuerdo de la misma aún permanecía vivo en la convalecencia. Yo evité dar una explicación; mantuve un permanente silencio respecto al engendro que había creado. Tenía la sensación de que me tomarían por loco, y esto encadenó para siempre mi lengua, cuando en realidad habría dado un mundo por poder confesar aquel secreto fatal. En una de esas ocasiones, mi padre me dijo con una expresión de indecible sorpresa:

—¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás loco…? Querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir esas cosas tan raras…

—¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los cielos que me han visto actuar pueden atestiguar que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas víctimas absolutamente inocentes… ¡Y murieron por mis maquinaciones! Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, por haber salvado sus vidas. Pero no podía… padre, de verdad, no podía sacrificar a toda la raza humana…

La conclusión de aquella conversación persuadió a mi padre de que estaba trastornado; así que cambió inmediatamente de conversación para intentar alterar el hilo de mis pensamientos. Deseaba, en la medida de lo posible, borrar de mi memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás volvió a aludir a ellas ni me permitió hablar de mis desgracias. A medida que fue transcurriendo el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba en mi corazón, pero ya no volví a hablar de aquel modo incoherente respecto a mis crímenes; era suficiente para mí tener conciencia de ellos. Con una insoportable represión, dominé la voz imperiosa de la desdicha, que a veces deseaba mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento se tornó más tranquilo y más contenido que antes, como lo era antes de mi excursión al mar de hielo. Incluso mi padre, que me vigilaba como el pájaro a su polluelo, estaba engañado y pensaba que la negra melancolía que me había angustiado se estaba alejando para siempre, y que mi país natal y la compañía de mis seres queridos me restablecería por completo y me devolvería la salud y mi antigua alegría.

Llegamos a [Le] Havre el 8 de mayo e inmediatamente viajamos a París, donde mi padre tenía que resolver algunos asuntos que nos detuvieron allí algunas semanas. En esa ciudad recibí la siguiente carta de Elizabeth.

PARA VICTOR FRANKENSTEIN

Ginebra, 18 de mayo de 17**

Mi queridísimo amigo:

Me dio muchísima alegría recibir una carta de mi tío fechada en París. Ya no te encuentras a una distancia tan enorme, y puedo confiar en verte antes de quince días. ¡Mi pobre primo! ¡Cuánto debes de haber sufrido! Me temo que te voy a encontrar incluso más enfermo que cuando partiste de Ginebra. Hemos pasado un invierno terrible; pero, aunque la felicidad no brilla en nuestra mirada desde hace muchos meses, espero ver sosiego en tu semblante y comprobar que tu corazón no se encuentra completamente privado de paz y tranquilidad.

Sin embargo, temo que persistan los mismos sentimientos que te hacían tan desgraciado hace un año, y que incluso hayan aumentado con el tiempo. No querría importunarte en estos momentos, cuando tantas desdichas te oprimen, pero una conversación que tuve con mi tío antes de su partida me obliga a darte una explicación necesaria antes de que nos encontremos.

«¿Una explicación?», probablemente te dirás, «¿qué puede tener que explicar Elizabeth?». Si de verdad piensas eso, mis preguntas ya se han respondido, y no tengo más que hacer que firmar con un «Tu prima que te quiere». Pero estamos muy lejos, y es posible que temas y, sin embargo, agradezcas esta explicación; y, teniendo en cuenta la posibilidad de que tal sea el caso, no me atrevo a posponer más lo que, durante tu ausencia, he deseado comentarte muy a menudo y para lo cual nunca he reunido el suficiente valor.

Tú sabes bien, Victor, que mis tíos siempre pensaron en nuestra unión, incluso desde nuestra infancia. Así se nos dijo cuando éramos jóvenes y nos enseñaron a considerar ese futuro como un acontecimiento que sin duda tendría lugar. Fuimos cariñosos compañeros de juegos durante nuestra niñez y, creo, buenos y sinceros amigos cuando crecimos. Pero del mismo modo que un hermano y una hermana mantienen una cariñosa relación sin desear una unión más íntima, ¿no puede ser este también nuestro caso? Dime, querido Victor… Contéstame, y te lo pido por nuestra felicidad mutua, con una sencilla verdad: ¿amas a otra?

Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt; y te confieso, amigo mío, que cuando te vi tan triste el otoño pasado, huyendo del contacto con la gente y buscando solo la soledad y la tristeza, no pude evitar suponer que tal vez te arrepentías de nuestro compromiso y que te sentías obligado, por honor, a cumplir con la voluntad de nuestros padres, aunque se opusiera a tus verdaderos deseos. Pero este es un razonamiento falso. Te confieso, primo mío, que te amo y que en los castillos en el aire que he imaginado para mi futuro tú has sido mi amante fiel y mi compañero. Pero solo deseo tu felicidad, y también la mía, cuando te digo que nuestro matrimonio haría de mí una persona absolutamente desgraciada a menos que fuera el resultado de los dictados de nuestra propia decisión libre. Incluso ahora lloro al pensar que, acosado como estás por las más crueles desgracias, puedas echar a perder, por tu palabra de honor, todas las esperanzas de amor y felicidad, que son las únicas que podrían conseguir que volvieras a ser lo que fuiste. Yo, que siento hacia ti un cariño tan desinteresado, podría estar aumentando mil veces tu desdicha si me convirtiera en un obstáculo a tus deseos. Ah, Victor, puedes estar seguro de que tu prima y compañera siente un amor demasiado verdadero por ti como para hacerte desgraciado. Sé feliz, amigo mío; y si atiendes a esta mi única petición, puedes estar seguro de que nada en el mundo podrá jamás perturbar mi tranquilidad.

No permitas que esta carta te incomode. No la contestes mañana, ni al día siguiente, ni siquiera hasta que vengas, si ello te causa algún dolor. Mi tío me dará noticias sobre tu salud; y si veo siquiera una sonrisa en tus labios cuando nos veamos, sea por esta carta o por cualquier otra cosa mía, no necesitaré nada más para ser feliz. Tu amiga, que te quiere,

ELIZABETH LAVENZA.