Capítulo 13

Ni siquiera puedo intentar describir lo que sentí entonces. Ya había experimentado sensaciones de horror anteriormente; y he tratado de expresarlo con las palabras adecuadas, pero en este caso las palabras no pueden proporcionar en absoluto una idea ajustada de la insoportable y nauseabunda desesperación que tuve que soportar. La persona a la que yo me había dirigido también añadió que Justine ya había confesado su culpabilidad.

—Esa confesión —apuntó— era casi innecesaria en un caso tan evidente, pero me alegro de que lo haya hecho; y, es más, a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal basándose en pruebas circunstanciales, aunque sean tan decisivas como en este caso.

Cuando regresé a casa, Elizabeth me pidió con ansiedad que le dijera cuál era el resultado.

—Prima mía —contesté—, se ha decidido lo que imaginas: todos los jueces prefieren que diez inocentes sean castigados antes que permitir que un culpable pueda escapar; de todos modos, ha confesado.

Aquello fue un nefasto golpe para la pobre Elizabeth, que había confiado firmemente en su inocencia.

—¡Dios mío…! —dijo—. ¿Cómo podré volver a creer jamás en la bondad humana? Justine, a quien amaba y apreciaba como a una hermana, ¿cómo pudo ofrecernos esas sonrisas solo para traicionarnos después? Sus dulces ojos parecían incapaces de enfadarse o estar de mal humor y, sin embargo, ha cometido un asesinato.

Poco después supimos que la pobre víctima había expresado su deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que fuera, pero dijo que decidiera según su propio juicio y sus sentimientos.

—Sí —dijo Elizabeth—; iré, aunque sea culpable; y tú, Victor, me acompañarás… no puedo ir sola.

La simple idea de aquella visita me torturaba, pero no podía negarme.

Entramos en aquella sombría celda y descubrimos a Justine sentada en un montón de paja, en una esquina; tenía las manos encadenadas y estaba con la cabeza apoyada en las rodillas; se levantó al vernos; y cuando nos dejaron a solas con ella, se arrojó a los pies de Elizabeth, llorando amargamente.

Mi prima también lloraba.

—¡Oh, Justine…! —dijo—. ¿Por qué me arrebataste el último consuelo que me quedaba? Yo confiaba en tu inocencia; y aunque estaba muy triste, no era tan desgraciada como ahora.

—¿También usted cree que soy tan malvada? —lloró Justine—. ¿También se une usted a mis enemigos para aplastarme? —Su voz se fue apagando entre sollozos.

—Levántate, mi pobre niña —dijo Elizabeth—, ¿por qué te arrodillas si eres inocente? Yo no soy uno de tus enemigos; creía en tu inocencia, a pesar de todas las pruebas, hasta que supe que tú misma te habías declarado culpable. Ahora dices que todo eso es falso; y puedes estar segura, mi querida Justine, que nada, en ningún momento, puede quebrar mi confianza en ti, salvo tu propia confesión.

—Confesé —dijo Justine—, pero confesé una mentira. Confesé porque así podría obtener la absolución, pero ahora esas mentiras y esas falsedades pesan en mi corazón más que todos mis pecados juntos. ¡Que el Dios del Cielo me perdone! Desde que fui condenada, mi confesor me ha estado apremiando; me ha amenazado y me ha gritado hasta que casi he comenzado a pensar que yo era la malvada criminal que él dice que soy. Me ha amenazado con la excomunión y con las llamas del infierno si persistía en mi obstinación. Mi querida señorita, no tenía a nadie que me ayudara… Todos me miraban como un maldito monstruo destinado a la ignominia y la perdición. ¿Qué podía hacer? En un momento de debilidad, firmé una mentira, y ahora solo yo me siento verdaderamente miserable. —Se detuvo, llorando, y luego prosiguió—: Pensé horrorizada, mi querida señorita, que usted creería que su Justine, a quien su bendita tía había honrado tanto con su aprecio y a quien usted tanto amaba, era un monstruo capaz de un crimen que nadie, salvo el mismísimo demonio, podría haber perpetrado. ¡Querido William, mi querido y bendito niño, pronto te veré en el Cielo y en la Gloria…! Eso me consuela, ahora que voy a sufrir la ignominia y la muerte.

—¡Oh, Justine…! —gritó Elizabeth llorando—. ¡Perdóname por haber desconfiado de ti un solo momento! ¿Por qué confesaste? No te lamentes, mi querida niña, yo proclamaré tu inocencia en todas partes y conseguiré que me crean. Aunque tú tengas que morir… tú, mi amiga, mi compañera de juegos, más que una hermana… morir… No, no podré sobrevivir a una desgracia tan horrible…

—Querida y dulce señorita, no llore… —contestó Justine—. Debería usted animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y elevar mi espíritu sobre las pequeñas preocupaciones de este mundo de injusticia y violencia. No, mi buena Elizabeth, no me hunda usted en la desesperación.

Elizabeth abrazó a la desgraciada.

—Intentaré consolarte —dijo—, pero me temo que esta es una tragedia tan profunda y tan desgarradora que el consuelo apenas sirve de nada, porque no hay esperanza. Que el Cielo te bendiga, mi queridísima Justine, con una resignación y una fe que eleve tu espíritu por encima de este mundo. ¡Oh, cómo desprecio todas sus farsas y sus necedades! Cuando una criatura es asesinada, inmediatamente a otra se le arrebata la vida, con una lenta tortura, y luego los verdugos, con las manos aún teñidas de sangre inocente, creen que han llevado a cabo una gran acción. Lo llaman castigo justo… ¡qué espantosas palabras! Cuando se pronuncian esas palabras, ya sé que se van a infligir los peores castigos y los más horribles que el tirano más siniestro haya inventado jamás para saciar su inconcebible venganza. Ya sé que esto no te va a consolar, mi Justine, a menos que en realidad estés feliz de abandonar un agujero tan asqueroso como este. ¡Dios mío! Querría estar descansando en paz, con mi tía y mi dulce William… lejos de esta luz que me resulta odiosa y de los rostros de hombres que aborrezco.

Justine sonrió lánguidamente.

—Esto, querida señorita —dijo—, es desesperación y no resignación. No debo aprender la lección que usted me está enseñando… Hablemos de otra cosa, de algo que me procure alegría y no aumente mi amargura.

Durante esta conversación, yo me había apartado a una esquina de la celda, donde pude disimular la horrorosa angustia que me atenazaba. ¡Desesperación! ¿Quién se atrevía a hablar de eso? La pobre víctima, que al día siguiente iba a traspasar la terrorífica frontera entre la vida y la muerte, no sentía… ¡una agonía tan profunda y amarga como la mía! Los dientes me rechinaban y los apreté con fuerza, dejando escapar un gemido que nació en lo más profundo de mi alma. Justine se sobresaltó. Cuando vio quién era, se aproximó a mí.

—Querido señor —dijo—, es usted muy amable al visitarme; espero que usted no crea que soy culpable.

No pude responder.

—No, Justine —dijo Elizabeth—; él está más convencido de tu inocencia que yo; por eso, ni siquiera cuando supo que habías confesado lo creyó.

—Se lo agradezco de verdad —dijo Justine—. En estos últimos momentos siento la gratitud más sincera por aquellos que todavía piensan en mí con bondad. ¡Qué dulce es el cariño de los demás para una mujer tan desgraciada como yo! Casi me alivia de la mitad de mis penas; y siento como si pudiera morir en paz, ahora que usted, querida señorita, y su primo, han reconocido mi inocencia.

Así intentaba consolarse a sí misma y a los demás aquella pobre desgraciada. Es más, incluso pudo alcanzar la resignación que anhelaba; pero yo, el verdadero asesino, sentía que estaba viva en mi pecho la carcoma eterna que no permite ni la esperanza ni el consuelo. Elizabeth también lloraba y era desgraciada; pero la suya era también la tristeza de la inocencia, la cual, como una nube que pasa sobre la pálida luna, durante un instante la oculta, pero no puede matar su brillo. La angustia y la desesperación había penetrado hasta lo más profundo de mi corazón… Albergaba un infierno en mi interior que nada podía apagar.

Permanecimos varias horas con Justine, y solo con gran dificultad Elizabeth reunió valor para apartarse de ella.

—¡Ojalá muriera yo contigo! —gritó llorando—. ¡No soporto vivir en este mundo de dolor!

Justine adoptó un aire de alegría, aunque apenas podía contener sus amargas lágrimas.

—Adiós, querida señorita, mi queridísima Elizabeth; que el Cielo en su infinita bondad la bendiga y la proteja. Que sea esta la última desgracia que tenga usted que sufrir; viva y sea feliz para hacer felices a los demás.

Cuando regresábamos, Elizabeth me dijo:

—No sabes, mi querido Víctor, cuánto me ha tranquilizado saber que puedo estar segura de la inocencia de esa desafortunada muchacha. Jamás podría volver a vivir en paz si mi confianza en ella se hubiera visto defraudada. En esos momentos en que lo creí, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante mucho tiempo. Ahora mi corazón se siente aliviado. La inocente sufre, pero aquella a quien yo consideraba amable y buena no es una malvada, y eso me consuela.

¡Mi dulce prima! Tales eran tus pensamientos, puros y dulces como tus queridos ojos y tu voz. Pero yo… yo era un monstruo, y nadie jamás podría concebir la amargura que sufrí entonces.