Capítulo 8

Aquello fue el comienzo de unas fiebres nerviosas que me tuvieron recluido en cama durante varios meses. Durante todo ese tiempo, solo Henry se ocupó de mí. Después averigüé que, sabiendo que mi padre era muy mayor y que no le sentaría bien un viaje tan largo, y lo mucho que mi dolencia afectaría a Elizabeth, Henry les había ahorrado ese sufrimiento ocultándoles la verdadera dimensión de mi enfermedad. Él sabía que nadie me cuidaría con más cariño y atención que él mismo; y, convencido de que me recuperaría, estaba seguro de que su actuación no había constituido en absoluto un perjuicio, sino lo mejor que podía hacer por ellos.

Pero yo estaba realmente muy enfermo, y seguramente nada, salvo las constantes y continuas atenciones de mi amigo, podría haberme devuelto a la vida. Siempre tenía ante mí la figura del monstruo al que yo había insuflado vida, y aparecía en mis delirios constantemente. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry: al principio pensó que eran divagaciones de mi imaginación desordenada; pero la insistencia con la cual constantemente recurría al mismo tema le convenció de que mi trastorno tenía su origen en algún suceso insólito y terrible.

Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas que asustaban e inquietaban a mi amigo, me fui recuperando. Recuerdo que la primera vez que fui capaz de observar las cosas de la calle con cierto placer, me di cuenta de que las hojas caídas habían desaparecido y que los tallos verdes comenzaban a brotar en los árboles. Fue una primavera maravillosa y la estación sin duda contribuyó en buena medida a mejorar mi salud durante mi convalecencia. También sentí que se reavivaban en mi pecho sentimientos de alegría y cariño, mi pesadumbre desaparecía, y muy pronto volví a estar tan alegre como antes de sufrir aquella fatal obsesión.

—Queridísimo Clerval —dije—, qué bueno y qué amable has sido conmigo. Todo el invierno, en vez de emplearlo en el estudio, tal y como habías planeado, lo has malgastado en mi habitación de enfermo… ¿Cómo podré recompensártelo? Lamento muchísimo haber sido la causa de este desastre. Espero que me perdones…

—Me lo recompensarás si no vuelves a enfermar —replicó Henry—, y ponte bueno cuanto antes. Y puesto que pareces de buen humor, quizá pueda hablarte de una cosa, ¿te importa?

Temblé. ¡Una cosa…! ¿Qué podría ser? ¿Podría estarse refiriendo a una cosa en la cual ni siquiera me atrevía a pensar?

—No te pongas nervioso —dijo Clerval, que se dio cuenta de que yo palidecía—. No diré nada si te inquieta. Pero tu padre y tu prima se alegrarían mucho si recibieran una carta tuya y de tu puño y letra. Ni siquiera sospechan lo enfermo que has estado y están preocupados por tu largo silencio.

—¿Eso es todo? —dije sonriendo—. Mi querido Henry, ¿cómo puedes imaginar que mis primeros pensamientos no estarían dedicados a aquellos seres queridos a quienes tanto amo y que tanto merecen mi amor?

—Dado que te veo tan animado —dijo Henry—, te encantará ver una carta que ha estado ahí desde hace algunos días; es de tu prima, creo.

Entonces puso la siguiente carta en mis manos:

PARA V. FRANKENSTEIN

Ginebra, 18 de marzo de 17**

Querido primo:

No puedo describirte la inquietud que tenemos todos por tu salud. No podemos evitar imaginar que tu amigo Clerval nos está ocultando la verdadera gravedad de tu enfermedad, porque hace ya varios meses desde que no recibimos una carta escrita por ti mismo; y todo este tiempo te has visto obligado a dictárselas a Henry. Seguramente, Victor, debes de haber estado muy enfermo; y esto nos entristece mucho, tanto casi como cuando murió tu querida madre. Mi padre está plenamente convencido de que estás gravemente enfermo y apenas hemos podido evitar que emprenda un viaje a Ingolstadt. Clerval siempre dice en sus cartas que te estás poniendo mejor; deseo fervientemente que nos confirmes esa idea muy pronto escribiéndonos de tu puño y letra, porque, Victor, de verdad, de verdad, todo esto nos tiene muy preocupados. Disipa nuestros temores, y seremos las criaturas más felices del mundo. La salud de mi tío es tan buena y está tan fuerte que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest está también tan cambiado que apenas lo reconocerías; tiene casi dieciséis años, ya sabes, y ha perdido aquel aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; está muy bien y muy vigoroso, si puedo utilizar ese término, aunque resulta muy expresivo.

Mi tío y yo estuvimos conversando la pasada noche durante mucho rato sobre la profesión que debería elegir Ernest. Su mala salud habitual cuando era pequeño le ha impedido adquirir la costumbre de estudiar, y continuamente está en el campo, al aire libre, subiendo las montañas o remando en el lago. Así pues, yo propuse que se hiciera granjero, lo cual, como sabes, primo, ha sido siempre mi idea favorita. La vida del granjero es muy saludable y feliz… y al menos la profesión menos dañina de todas, o mejor dicho, la más beneficiosa. Mi tío tenía la idea de que estudiara para abogado, porque con su influencia podría llegar a ser juez. Pero, aparte de que no está hecho absolutamente para semejante ocupación, resulta ciertamente más digno ganarse la vida cultivando la tierra que siendo confidente y algunas veces cómplice de los vicios de otro, porque esa es la tarea de un abogado. Yo dije que la ocupación de un granjero próspero, si no era más honrosa, era al menos una ocupación más feliz que la de juez, cuya desgracia es estar enfangado siempre en la cara más oscura de la naturaleza humana. Mi tío sonrió y dijo que yo misma debería ser abogada, con lo cual se puso fin a nuestra conversación sobre aquel asunto.

Y ahora debo contarte una pequeña historia que te encantará. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Quizá no te acuerdes; así que te contaré su historia en pocas palabras. Madame Moritz, su madre, se había quedado viuda con cuatro niños, de los cuales Justine era la tercera. La niña había sido siempre la favorita de su padre; pero, por una extraña obsesión, su madre no podía soportarla y, después de la muerte del señor Moritz, la maltrataba horriblemente. Mi tía sabía todo esto y cuando Justine cumplió los doce años, consiguió convencer a su madre para que le permitiera vivir en nuestra casa. Las instituciones republicanas de nuestro país han promovido costumbres más sencillas y amables que las que prevalecen en las grandes monarquías que nos rodean. Y por esa razón hay menos diferencias entre las clases en las que se dividen los seres humanos; y las clases más bajas, no siendo ni tan pobres ni tan despreciadas como en otros lugares, son más educadas y dignas. Un criado en Ginebra no es lo mismo que un criado en Francia o Inglaterra… Así que Justine fue acogida en nuestra familia para aprender las obligaciones de un criado, las cuales en nuestro afortunado país no incluyen el sacrificio de la dignidad de un ser humano. Me atrevo a decir que ahora lo recordarás todo, porque Justine era tu gran favorita; y recuerdo haberte oído decir que si te encontrabas de mal humor, una mirada de Justine podría disiparlo por la misma razón que da Ariosto respecto a la belleza de Angélica: su rostro era todo franqueza y alegría. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación superior a la que había previsto para ella. Este regalo se vio recompensado plenamente: Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que hiciera grandes gestos de agradecimiento —nunca la oí decir nada al respecto—, pero una podía ver en sus ojos que prácticamente adoraba a su protectora. Aunque era muy divertida, y en muchos sentidos descuidada, sin embargo prestaba la mayor atención a cada gesto de mi tía: la consideraba un modelo de perfección y siempre intentaba imitar sus palabras e incluso sus gestos, de modo que incluso ahora a menudo me recuerda a mi tía.

Cuando mi querida tía murió, todos estábamos demasiado ocupados con nuestro propio dolor para fijarnos en la pobre Justine, que la había cuidado durante su enfermedad con el mayor de los cariños. La pobre Justine estuvo muy enferma, pero el destino le tenía reservadas otras pruebas.

Uno tras otro, sus hermanos y su hermana habían muerto; y su madre se había quedado entonces, a excepción de su hija repudiada, sin hijos. La mujer comenzó a sentir remordimientos de conciencia y a pensar que las muertes de sus queridos hijos era una maldición del Cielo para castigar su parcialidad contra Justine. Ella era católica romana y yo creo que su confesor azuzó esas ideas que la mujer había concebido. Así pues, pocos meses después de tu partida a Ingolstadt, la madre arrepentida llamó a Justine y le pidió que volviera a casa. ¡Pobre muchacha! Lloró cuando abandonó nuestra casa; estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; el dolor había conferido cierta dulzura y una encantadora afabilidad a los gestos que antes habían llamado la atención por su viveza. Desde luego, vivir en casa de su madre no fue la mejor manera de devolverle la alegría. La pobre mujer no estuvo muy firme en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que le perdonara su crueldad, pero con mucha más frecuencia la acusaba de ser la causa de las muertes de sus hermanos y su hermana. Aquellos constantes vaivenes emocionales finalmente condujeron a la señora Moritz a la enfermedad, lo cual al principio solo incrementó su irritabilidad, pero ahora ya descansa para siempre: murió con los primeros fríos, al principio del último invierno. Justine ha vuelto con nosotros, y te puedo asegurar que la quiero muchísimo. Es muy inteligente y cariñosísima, y guapa; y, tal y como mencioné antes, sus gestos y sus expresiones continuamente me recuerdan a mi querida tía.

Debo contarte alguna cosa más, Víctor, sobre nuestro pequeño William. ¡Ojalá pudieras verlo! Está muy alto para su edad, y tiene unos ojos azules risueños y dulces, pestañas muy oscuras y el pelo rizado. Cuando sonríe, aparecen dos pequeños hoyuelos en sus mejillas, siempre rosadas y saludables… su barbilla le hace una carita preciosa. Después de esta descripción solo puedo decir que nuestras visitas dicen mil veces al día: «Demasiado guapo para ser un niño.» Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita: es una niña preciosa de cinco años.

Y ahora, querido Víctor, supongo que te encantará saber algunos pequeños cotilleos sobre tus conocidos. La guapa señorita Mansfeld ya ha recibido las visitas de felicitación por su próximo matrimonio con un joven caballero inglés, John Melbourne. Su espantosa hermana Manon se casó el otoño pasado con el señor Hofland, el banquero rico. Y vuestro buen amigo del colegio, Louis Manoir, ha sufrido varias desgracias desde que Clerval partió de Ginebra. Pero ya ha recobrado el ánimo y se dice que está a punto de casarse con una francesa guapísima y muy alegre: madame Tavernier. Es viuda, y mucho mayor que Manoir, pero todo el mundo la admira y la aprecia.

Te he escrito con todo mi buen ánimo, querido primo, pero no puedo terminar sin preguntarte angustiada otra vez por tu salud. Querido Víctor: si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y haz feliz a tu padre y a todos nosotros o… ni siquiera me atrevo a pensar en la otra posibilidad; ya estoy llorando… Escribe, mi querido Víctor.

Tu prima, que te quiere muchísimo,

ELIZABETH LAVENZA.

—¡Querida, querida Elizabeth…! —exclamé cuando hube terminado de leer su carta—. Escribiré inmediatamente y así aliviaré la angustia que deben de estar sintiendo.

Escribí, y la tarea me cansó muchísimo; pero mi recuperación había comenzado y continuaba satisfactoriamente: en otros quince días podría abandonar mi alcoba.