Capítulo 5

Transcurrió algún tiempo antes de que conociera la historia de mis amigos. Era tal que no podía dejar de producir una profunda impresión en mi mente, pues desvelaba innumerables circunstancias, todas especialmente interesantes y maravillosas para alguien tan absolutamente ignorante como yo.

El nombre del anciano era De Lacey. Provenía de una buena familia de Francia, donde había vivido durante muchos años, en la riqueza, respetado por sus superiores y amado por sus iguales. Su hijo fue educado para servir a su país, y Agatha se había relacionado con las damas más distinguidas. Pocos meses antes de mi llegada, habían vivido en una ciudad grande y esplendorosa llamada París, rodeados de amigos y disfrutando de todos los placeres que pueden proporcionar la virtud, el refinamiento intelectual y el gusto, junto a una aceptable fortuna.

El padre de Safie había sido la causa de su ruina. Era un mercader turco y había vivido en París durante mucho tiempo, cuando, por alguna razón que no pude comprender, se granjeó el odio de los gobernantes. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Fue juzgado y condenado a muerte. La injusticia de aquella sentencia era de todo punto evidente. Todo París estaba indignado, y se consideró que habían sido su religión y su riqueza, y en absoluto el crimen del que se le acusó, las razones de su condena. Felix estuvo presente en el juicio; no pudo controlar su espanto e indignación cuando oyó la decisión del tribunal. En aquel momento hizo una promesa solemne de liberarlo y luego se ocupó de buscar los medios para conseguirlo. Después de muchos intentos infructuosos para conseguir acceder a la prisión, descubrió una ventana sólidamente enrejada en una parte poco vigilada del edificio, desde la cual se veía la mazmorra del desafortunado mahometano, el cual, cargado de cadenas, aguardaba desesperado la ejecución de aquella bárbara sentencia. Felix acudió a la ventana enrejada por la noche y le hizo saber al prisionero sus intenciones de liberarlo. El turco, asombrado y esperanzado, intentó encender aún más el celo de su liberador con promesas de recompensas y riquezas. Felix rechazó sus ofertas con desprecio. Sin embargo, cuando vio a la encantadora Safie, a la que le habían permitido visitar a su padre y quien, por sus gestos, le demostraba su más viva gratitud, el joven tuvo que admitir que el cautivo poseía un tesoro que realmente podría recompensar el esfuerzo y el peligro que iba a correr.

El turco inmediatamente percibió la impresión que su hija había causado en el corazón de Felix, e intentó asegurar su colaboración con la promesa de concederle su mano en matrimonio. Felix era demasiado noble como para aceptar aquella oferta, aunque observaba aquella posibilidad como la culminación de toda su felicidad.

A lo largo de los días siguientes, mientras proseguían los preparativos para la fuga del mercader, el entusiasmo de Felix se encendió aún más por varias cartas que recibió de aquella encantadora muchacha, que halló el medio para expresar sus pensamientos en la lengua de su amante con la ayuda de un anciano, un criado de su padre que sabía francés. Le agradecía a Felix, en los términos más vehementes, su bondadoso gesto, y al mismo tiempo lamentaba discretamente su propio destino. Tengo copias de aquellas cartas, porque durante mi estancia en el cobertizo encontré medios para procurarme recado de escribir, y a menudo esas misivas estuvieron en manos de Felix y Agatha. Antes de separarnos, os las entregaré; así quedará probada la veracidad de mi historia; pero por el momento, como el sol ya comienza a declinar, solo tendré tiempo para repetiros lo sustancial de las mismas. Safie le explicaba que su madre era una árabe cristiana que había sido apresada y convertida en esclava por los turcos. Por su belleza, se ganó el corazón del padre de Safie, que se casó con ella. La joven muchacha hablaba en los términos más elogiosos y entusiastas de su madre, pues, habiendo nacido libre, despreciaba la esclavitud a la que ahora se veía sometida. Instruyó a su hija en los principios de su religión y le enseñó a aspirar a una altura intelectual y a una independencia de espíritu superiores y prohibidas para las mujeres que siguen a Mahoma. Aquella mujer murió, pero sus enseñanzas quedaron impresas indeleblemente en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de regresar de nuevo a Asia y ser enclaustrada entre los muros de un harén, solo con permiso para ocuparse en pueriles entretenimientos que se acomodaban mal al temperamento de su alma, ahora acostumbrada a las ideas elevadas y a la noble emulación de la virtud. La perspectiva de casarse con un cristiano y permanecer en un país donde a las mujeres se les permitía tener un puesto en la sociedad le resultaba especialmente atractiva.

Se fijó el día para la ejecución del turco; pero la noche anterior pudo escapar de la prisión y, antes de que amaneciera, ya se encontraba a muchas leguas de París. Felix se había procurado pasaportes con el nombre de su padre, de su hermana y de sí mismo. Le contó su plan al primero, que colaboró en la añagaza abandonando temporalmente su casa con el pretexto de un viaje y se ocultó con su hija en un lugar apartado de París. Felix condujo a los fugitivos por toda Francia hasta Lyons [Lyon] y luego cruzaron Mont-Cenis hasta llegar a Livorno, donde el mercader había decidido esperar una oportunidad favorable para pasar a África. No pudo negarse a sí mismo el placer de permanecer algunos días en compañía de la árabe, que le manifestó el cariño más sencillo y tierno. Hablaban con la ayuda de un intérprete, y Safie le cantaba las celestiales melodías de su país natal. El turco consintió aquella relación y alentó las esperanzas de los jóvenes enamorados, pero en realidad tenía otros planes bien distintos. Le repugnaba la idea de que su hija pudiera casarse con un cristiano, pero temía las represalias de Felix si se mostraba un tanto tibio, porque era consciente de que aún se encontraba en manos de su libertador, ya que podría denunciarlo a las autoridades de Italia, donde se encontraban en aquel momento. Ideó mil planes que le permitieran prolongar el engaño hasta que ya no fuera necesario… y entonces se llevaría a su hija a África. Las noticias que llegaron de París facilitaron enormemente sus planes.

El gobierno de Francia estaba furioso por la fuga del reo y no reparó en medios para descubrir y castigar al liberador. El plan de Felix se descubrió rápidamente y De Lacey y Agatha fueron encarcelados. Tales noticias llegaron a oídos de Felix y lo despertaron de su placentero sueño. Su padre, anciano y ciego, y su dulce hermana se encontraban ahora en una maloliente mazmorra, mientras él disfrutaba de la libertad y de la compañía de su enamorada. Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco que, si este último tenía la oportunidad de huir antes de que Felix pudiera regresar a Italia, Safie podría quedarse en calidad de huésped en un convento de Livorno; y después, despidiéndose de la encantadora árabe, se dirigió apresuradamente a París y se puso en manos de la ley, esperando de este modo liberar a De Lacey y a Agatha.

Pero no lo consiguió. Permanecieron presos durante cinco meses antes de que tuviera lugar el juicio, y el fallo del mismo les arrebató su fortuna y los condenó al exilio perpetuo de su país natal.

Encontraron un refugio miserable en una casa de campo en Alemania, donde los encontré. Felix supo que el turco traicionero, por el cual él y su familia soportaba aquella incomprensible opresión, al averiguar que su liberador había sido de aquel modo reducido a la miseria y a la degradación, había traicionado la gratitud y el honor, y había abandonado Italia con su hija, enviándole a Felix una insultante cantidad de dinero para ayudarle, como dijo, a conseguir algún medio para subsistir en el futuro.

Tales eran los acontecimientos que amargaban el corazón de Felix y que lo convertían, cuando lo vi por vez primera, en el miembro más desgraciado de su familia. Él podría haber soportado la pobreza; y si esta humillación hubiera sido la vara de medir su virtud, habría salido muy honrado de ello. Pero la ingratitud del turco y la pérdida de su adorada Safie eran desgracias más amargas e irreparables. Ahora, la llegada de la árabe infundía nueva vida en su alma.

Cuando ella tuvo noticia de que Felix había sido privado de su riqueza y su posición, el mercader ordenó a su hija que no pensara más en su enamorado y que se preparara para regresar a su país natal con él. El generoso carácter de Safie se indignó ante aquella orden. Intentó protestar ante su padre, pero él la despidió furiosamente, reiterando su tiránico mandato.

Pocos días después, el turco entró en los aposentos de su hija y apresuradamente le dijo que tenía razones para creer que se había difundido que se encontraban en Livorno y que podría ser entregado rápidamente al gobierno francés. Por tanto, había alquilado un barco que lo llevaría a Constantinopla, y hacia esa ciudad zarparía en breves horas. Intentó dejar a su hija al cuidado de un criado, para que partieran más adelante y con más tranquilidad, junto a la mayor parte de sus riquezas, que aún no habían llegado a Livorno.

Safie pensó mucho y a solas qué podría hacer en aquella terrible situación. La idea de vivir en Turquía le resultaba odiosa; su religión y sus sentimientos también se oponían a ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del exilio de su enamorado y memorizó de inmediato el lugar en el que vivía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero al final tomó una resolución. Llevando consigo algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó Italia con una criada natural de Livorno que sabía árabe, y partió hacia Alemania. Llegó sin más inconvenientes a una ciudad que se encontraba a unas veinte leguas de la granja de los De Lacey; entonces, su criada cayó gravemente enferma. Safie se ocupó de ella con todo el cariño, pero la pobre muchacha murió, y la árabe se quedó sola, sin conocer la lengua del país e ignorando absolutamente de las costumbres del mundo. En todo caso, cayó en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar al que se dirigían; y, tras su muerte, la mujer de la casa en la cual habían estado se tomó la molestia de asegurarse de que Safie llegara sana y salva a la granja de su enamorado.