Capítulo 14

Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en aquella ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al frente; y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda la noche anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte marejada del norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una noche muy oscura, porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino, como era su costumbre, en una cala que se encontraba unas dos millas más abajo. Él se adelantó llevando parte de los aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a cierta distancia. Mientras iba caminando por la arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los faroles descubrieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que, según todas las apariencias, estaba muerto.

Su primera suposición fue que se trataba del cadáver de alguna persona que se había ahogado y que había sido arrojado a la orilla por las olas. Pero, después de examinarlo, descubrieron que las ropas no estaban mojadas y que el cuerpo ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo llevaron a casa de una anciana que vivía cerca del lugar e intentaron, en vano, devolverle la vida. Parecía un joven apuesto, de unos veinte años de edad. Al parecer había sido estrangulado, porque no había señales de violencia, excepto la marca negra de unos dedos en su cuello.

La primera parte de aquella declaración no tenía el menor interés para mí; pero cuando se mencionó la marca de los dedos, recordé el asesinato de mi hermano y me puse muy nervioso; comencé a temblar y se me nubló la vista, lo cual me obligó a apoyarme en una silla para sostenerme; el magistrado me observó con mirada penetrante y, desde luego, extrajo una impresión desfavorable de mi comportamiento.

El hijo confirmó el relato del padre. Pero cuando se le preguntó a Daniel Nugent, este juró con toda seguridad que, justo antes de que se cayera su compañero, vio un barco con un hombre solo en él, a corta distancia de la orilla; y, por lo que pudo ver a la luz de las estrellas, era el mismo barco en el que yo había llegado a tierra.

Una mujer declaró que vivía cerca de la playa y que estaba a la puerta de su casa esperando el regreso de los pescadores; alrededor de una hora antes de que supiera del descubrimiento del cuerpo, vio un barco, con un hombre solo, que se alejaba de la parte de la costa donde posteriormente se había encontrado el cadáver.

Otra mujer confirmó el relato según el cual era cierto que los pescadores habían llevado el cuerpo a su casa. No estaba frío, y lo pusieron en una cama y le dieron friegas, y Daniel fue al pueblo a buscar al boticario, pero el joven ya estaba sin vida.

Se preguntó a otros hombres a propósito de mi llegada, y todos estuvieron de acuerdo en que, con el fuerte viento del norte que se había levantado durante la noche, era muy probable que yo hubiera estado zozobrando durante muchas horas y, finalmente, me hubiera visto obligado a regresar al mismo punto del que había salido. Además, señalaron que parecía como si yo hubiera traído el cadáver de otro lugar; y era muy probable que, como al parecer no conocía la costa, pudiera haber entrado en el puerto sin saber la distancia que había desde el pueblo de *** hasta el lugar donde había abandonado el cadáver.

El señor Kirwin, al oír aquella declaración, ordenó que me llevaran a la sala donde habían depositado el cuerpo provisionalmente, para que pudiera observarse qué efecto me causaba la visión del mismo. Probablemente el gran nerviosismo que yo había mostrado cuando se había descrito cómo se había cometido el asesinato fue la razón por la que se propuso semejante procedimiento. Así pues, el magistrado y algunas personas más me condujeron a la posada. No pude evitar sorprenderme ante las extrañas coincidencias que habían tenido lugar durante aquella azarosa noche; pero sabiendo que, a la hora en que se había hallado el cuerpo, yo había estado hablando con varias personas en la isla en la que estaba viviendo, me encontraba perfectamente tranquilo respecto a las consecuencias del caso.

Entré en la sala donde yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd. ¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una horrible angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos tormentos que sufrí cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:

—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas; otras víctimas esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…

Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento que estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.

La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo de ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a mis cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me atormentaba; y, en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a mi garganta y daba alaridos de angustia y terror. Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme. Pero mis gestos y mis alaridos de amargura fueron suficientes para aterrorizar a los otros testigos.

¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más desgraciado que ningún hombre lo fue jamás; entonces, ¿por qué no me hundí en el silencio y en el olvido? La muerte arrebata a muchos niños en la flor de la vida, las únicas esperanzas de sus padres, que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes amantes han estado un día rebosantes de salud y esperanza y al siguiente eran ya víctimas de los gusanos y de la putrefacción de la tumba! ¿De qué materia estaba hecho yo para que pudiera resistir de aquel modo los golpes que, como el constante girar de una rueda, continuamente renovaban mi tortura?

Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses después me encontré como si estuviera despertando de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro miserable y rodeado de rejas, candados, cerrojos, y todo el desdichado aparato de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo, cuando me desperté en aquel estado. Había olvidado los detalles de lo que había ocurrido y solo me sentía como si una gran desgracia se hubiera abatido sobre mí. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la estrechez de la celda donde me encontraba, todo lo sucedido cruzó mi memoria y lloré amargamente. Aquellos gemidos despertaron a una vieja que estaba durmiendo en una silla, a mi lado. Era una cuidadora a sueldo, la mujer de uno de los carceleros, y su aspecto reflejaba todas esas malas cualidades que a menudo caracterizan a esa clase de personas. Su rostro era duro e implacable, como el de las personas acostumbradas a contemplar el dolor sin mostrar comprensión ninguna. Su voz expresaba una absoluta indiferencia. Se dirigió a mí en inglés, y en sus palabras pude reconocer la voz que había oído durante mi enfermedad.

—¿Ya está mejor, señor? —dijo.

Contesté en el mismo idioma, con una voz débil.

—Creo que sí; pero si todo esto es verdad, si no estoy en realidad soñando, lamento estar aún vivo para seguir sintiendo este sufrimiento y este horror.

—Si es por eso —replicó la vieja—, si lo dice usted por el caballero que mató, creo que sería mejor que estuviera usted muerto, porque me parece a mí que lo va a pasar muy mal. Lo van a colgar a usted cuando se celebren las próximas sesiones judiciales en el pueblo; de todos modos, no es asunto mío. Me han dicho que lo cuide y ya está usted bien. Cumplo con mi deber y tengo la conciencia tranquila; mejor nos iría si todo el mundo hiciera lo mismo.

Le di la espalda con repugnancia a aquella mujer que podía hablarle de aquel modo absolutamente insensible a una persona que se acababa de salvar, habiendo estado al filo de la muerte; pero me sentí débil e incapaz de pensar en todo lo que había acontecido. Todas las escenas de mi vida aparecían como en un sueño. A veces dudaba y pensaba que tal vez todo aquello no era verdad, porque los hechos nunca adquirían en mi mente toda la fuerza de la realidad.

A medida que las imágenes que flotaban ante mí se fueron haciendo más nítidas, me subió la fiebre; la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a nadie cerca para consolarme con la voz amable del cariño; ninguna mano querida me confortaba. Vino el médico y me prescribió algunas medicinas, y la vieja me las preparó; pero se dejaba ver perfectamente una absoluta indiferencia en el primero, y una mueca de crueldad parecía firmemente impresa en el gesto de la segunda. ¿Quién podría estar interesado en el destino de un asesino, sino el verdugo que se iba a ganar el sueldo?

Aquellos fueron mis primeros pensamientos, pero pronto supe que el señor Kirwin me había dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que prepararan para mí la mejor celda de la prisión (en efecto, era miserable, pero era la mejor), y había sido él quien había procurado el médico y las personas que me atendieron. Es verdad que apenas vino a verme, porque, aunque deseaba ardientemente aliviar los sufrimientos de cualquier ser humano, no deseaba presenciar las agonías y los espantosos delirios de un asesino. Así pues, vino algunas veces para comprobar que no estaba desatendido, pero sus visitas fueron cortas y muy de vez en cuando.

Un día, cuando ya me iba restableciendo poco a poco, me sentaron en una silla, con los ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas como las de un muerto. Me encontraba abrumado por la tristeza y el dolor, y a menudo pensaba si no debía buscar la muerte en vez de esperar allí, miserablemente encerrado, solo a que me soltaran en un mundo atestado de desgracias. En alguna ocasión consideré si no debería declararme culpable y sufrir el castigo de la ley, el cual, arrebatándome la vida, me proporcionaría el único consuelo que era capaz de admitir. Tales eran mis pensamientos, cuando se abrió la puerta de la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro dejaba entrever comprensión y amabilidad: acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en francés.

—Me temo que este lugar no le hace mucho bien. ¿Puedo hacer algo para que se encuentre mejor?

—Gracias —contesté—, pero ya nada importa; no hay nada en el mundo que pueda conseguir que me encuentre mejor.

—Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales que se le imputan…

—Eso es lo último que me preocupa… Debido a una sucesión de extraños acontecimientos, me he convertido en el más desgraciado de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, y como he estado… ¿puede la muerte hacerme algún daño?

—En efecto, nada puede ser más desagradable y triste que las extrañas circunstancias que han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas, bien conocidas por su hospitalidad. Fue apresado inmediatamente y acusado de asesinato, y lo primero que se le presentó a sus ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado de ese modo atroz, y que algún malvado colocó, como si dijéramos… en su camino.

Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar de la agitación que sufría con el relato de mis sufrimientos, también me sorprendió considerablemente el conocimiento que parecía tener respecto a mí. Imagino que mi rostro no dejó de mostrar cierto asombro, porque el señor Kirwin se apresuró a decir:

—No fue hasta un día o dos después de su enfermedad cuando pensé que debía examinar sus ropas, para descubrir alguna pista que me permitiera enviar a sus familiares una nota en la que explicara su desgracia y su enfermedad. Encontré varias cartas, entre otras, una que, por su encabezamiento, enseguida comprendí que sería de su padre. Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han pasado casi dos meses desde que envié la carta. Pero… está usted enfermo… está usted temblando… Parece usted indispuesto para tolerar cualquier emoción…

—No saber lo que ha ocurrido es mil veces peor que el acontecimiento más horrible. Dígame qué nueva escena de muerte ha tenido lugar y a qué muerto debo llorar.

—Su familia se encuentra toda perfectamente bien —dijo el señor Kirwin con amabilidad—, y alguno, alguien que le quiere, va a venir a visitarle.

No sé qué asociación de ideas se produjo en mi mente, pero instantáneamente se me pasó por la cabeza que el monstruo había venido a burlarse de mi desgracia y a reírse de mí por la muerte de Clerval, como una nueva forma de instigarme a cumplir sus diabólicos deseos. Me cubrí los ojos con las manos y grité de angustia…

—¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por el amor de Dios, no le deje entrar…!

El señor Kirwin me miró con gesto contrariado. No pudo evitar pensar que mi exclamación podía entenderse como una confirmación de mi culpabilidad, y dijo en un tono bastante severo:

—Hubiera creído, joven, que la presencia de su padre sería bienvenida, en vez de producirle una aversión tan violenta.

—Mi padre… —dije, mientras cada rasgo y cada músculo de mi cuerpo pasaba de la angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido mi padre? ¡Mi buen padre, mi buen padre…! Pero… ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a venir…?

El cambio de mi comportamiento sorprendió y agradó al magistrado; quizá pensó que mi anterior exclamación era una momentánea recaída en el delirio. Y entonces, inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia. Se levantó y abandonó la celda con la enfermera, y un instante después, entró mi padre.

En aquel momento, nada podría haberme alegrado tanto como la presencia de mi padre. Le tendí y le estreché la mano y exclamé:

—Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest?

Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien y diciéndome que no le había dicho a mi prima que yo estaba encarcelado; simplemente le había mencionado que estaba enfermo.

—¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió, observando lúgubremente las ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas para buscar la felicidad, pero la fatalidad parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.

El nombre de mi desafortunado amigo asesinado me causó una agitación demasiado grande como para que mi debilidad pudiera soportarlo. Prorrumpí en llanto.

—Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún espantoso destino pende sobre mí, y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro modo, habría muerto sobre el ataúd de Henry.