INTRODUCCIÓN

No importa cuántas veces se haya repetido el pasaje de la Introducción a la edición de 1831 de Frankenstein[1] en la que la autora explica cómo se forjó uno de los grandes mitos contemporáneos: las palabras de Mary Shelley en las que recuerda aquel «verano húmedo y desapacible» de 1816 (el famoso «año sin verano», en realidad), aquellas veladas leyendo libros de terror en la villa Diodati de lord Byron cerca de Ginebra, aquella proposición del excéntrico romántico («¡Escribamos cada uno una historia de terror!»), las pesadillas nocturnas que inspiraron la creación del monstruo… toda esa escenografía romántica resulta hoy indispensable también para disfrutar la experiencia de leer el Frankenstein de Mary Shelley. Junto al poeta George Gordon, lord Byron, que contaba veintiocho años, se entregaron a aquel entretenimiento estival y literario otras cuatro personas: Mary Wollstonecraft Godwin, que por entonces aún no había cumplido los dieciocho años; su futuro marido, Percy Bysshe Shelley; la hermanastra de Mary, Mary Jane («Claire») Clairmont, embarazada de lord Byron; y el médico personal de Byron, John William Polidori. De aquel juego nació esta obra cumbre de la literatura universal, escrita por una adolescente de apenas dieciocho años: Frankenstein o el moderno Prometeo, que se publicará solo un año y medio después.

Mary Shelley (1797-1851) era hija de dos famosísimos eruditos británicos, autores de diversas obras de ficción y ensayos políticos: el conocido pensador revolucionario William Godwin y la precursora del feminismo moderno, Mary Wollstonecraft, que había dado a la prensa su importantísima Vindication of the Rights of Woman (Vindicación de los derechos de la mujer) en 1792. Cuando Mary tenía dieciséis años se enamoró del poeta Percy Bysshe Shelley, que estaba casado por aquel entonces, y se «fugaron» en 1814 con la intención de viajar por Europa «para celebrar su amor». Percy dejó atrás a su esposa, embarazada, y a una hija de dos años. En 1815, Mary dio a luz a una niña prematura, que murió a los pocos días. Y poco después, aún sin estar casada, volvió a quedarse embarazada y tuvo a su hijo William, que moriría tres años después en Italia, en junio de 1819.

Pero volvamos a aquel lluvioso y frío verano de 1816. Nuestro grupo de apasionados románticos se había reunido en Ginebra como resultado de ciertas maquinaciones amorosas urdidas por Claire Clairmont, amante del infame lord Byron. El resultado fue que finalmente Byron y Shelley se encontraron por vez primera en los alrededores del lago de Ginebra en mayo de 1816 y se entregaron a excursiones pintorescas, veladas de lecturas románticas, discusiones científicas y meditaciones literarias.

Tal y como explicó Mary Shelley en la introducción citada para la edición de 1831 de su novela, aburridos ante la desapacible climatología, celebraron la proposición de Byron y cada uno de ellos se mostró dispuesto a escribir una historia de terror. Tanto Byron como Polidori redactaron unos fragmentos sobre vampiros; Percy Shelley al parecer comenzó un relato, pero no lo concluyó.

Mary Shelley, en el citado prólogo, dice que «me entretuve pensando una historia» (las cursivas son de la propia Mary Shelley) que «consiguiera que el lector tuviera pavor a mirar a su alrededor, que le helara la sangre y que acelerara los latidos de su corazón». Durante varios días intentó imaginar una historia, sin mucho éxito, hasta que por fin, una noche, después de escuchar una conversación de Byron y Shelley acerca del principio de la vida y las posibilidades de la reanimación tras la muerte, Mary se retiró y se fue a la cama «a la hora de las brujas», e, incapaz de conciliar el sueño,

vi, con los ojos cerrados, pero con una imagen mental muy clara […], al estudiante de artes maléficas inclinado sobre la cosa que había logrado reunir. Vi la espantosa monstruosidad de un hombre allí tendida, y luego, por el efecto de alguna maquinaria poderosa, observé que mostraba signos de vida, y se despertaba con los movimientos torpes de un ser medio vivo. Debía ser horroroso, porque absolutamente horrorosos deberían ser todos los intentos humanos de imitar la fabulosa maquinaria del Creador del mundo. El éxito debería horrorizar al artista; huiría de su odiosa invención, conmocionado y aterrorizado. Esperaría que, abandonada a su suerte, la débil llamita de la vida que le había infundido se fuera apagando; que aquella cosa, que había recibido una movilidad tan imperfecta, volviera a hundirse en la materia muerta; y así podría dormir con la creencia de que el silencio de la tumba sofocaría para siempre la fugaz existencia del espantoso cadáver al que él mismo había considerado como cuna de la vida. Se duerme, pero se despierta; abre los ojos, y ve aquella cosa horrorosa de pie, a su lado, abriendo las cortinas del dosel, y mirándolo con aquellos ojos inquisitivos, amarillentos y acuosos.

A la mañana siguiente Mary anunció a sus amigos que —por fin— había tenido una idea para un cuento. La joven pensó que su historia no podía ir más allá de unas cuantas páginas, pero su amante insistió en que la alargara. Puede que a finales de agosto ya tuviera redactado un primer borrador, pero seguramente ya había pensado en el marco narrativo de la expedición ártica y fragmentos de la historia intercalada de Safie.

En septiembre de aquel 1816 Mary regresa a Inglaterra y se instala en Bath. (Se casó con Percy en diciembre de ese mismo año.) Allí comienza la redacción de los cuadernos manuscritos en los que se basa el texto que el lector tiene en sus manos. Tras algunas correcciones y añadidos, en abril comienza a transcribir una «copia en limpio» y en mayo de 1817 terminó la copia definitiva que se entregaría al impresor para la primera edición de 1818.

Percy Shelley buscó un editor para la novela de Mary, aunque presentó el texto como un cuento escrito por un joven amigo. Tras varios rechazos, los impresores Lackington, Hughes, Harding, Mavor & Jones aceptaron publicar la novela. Desde mediados de septiembre a primeros de noviembre de 1817, ambos leyeron y corrigieron las pruebas del Frankenstein y probablemente fue en este punto cuando Shelley introdujo sus aportaciones. Según los borradores que se conservan, Percy eliminó algunas palabras y añadió otras; en todo caso, a pesar de las aportaciones de Percy, fue Mary Shelley quien concibió la novela y quien la escribió, como atestiguan no solo sus amigos y parientes (Byron, Godwin, Claire y Charles Clairmont, o Leigh Hunt), sino las pruebas manuscritas de los borradores. Al parecer, Mary consultaba a su marido y aceptaba algunos apuntes de estilo. Por otra parte, muchas de las intervenciones de Shelley son simplemente correcciones incidentales, como la puntuación, las cajas altas y bajas o la ortografía. En otros casos, sin embargo, apunta correcciones que mejoran sustancialmente las frases de Mary. En todo caso, el lector aún puede detectar la voz juvenil de Mary en el relato, y su frescura y emoción se mantienen a lo largo de una narración que en ningún momento desfallece ni pierde vigor.

La primera edición de Frankenstein se publicó en Londres el día de Año Nuevo de 1818; se presentaba como una novela en tres volúmenes y se hicieron quinientas copias. Aunque Mary Shelley había enviado la novela para publicarla en un formato de dos volúmenes, el editor se ciñó a la costumbre según la cual las novelas se publicaban en tres libros. En años sucesivos se publicaron distintas ediciones, con «añadidos» o mutilaciones por cuenta de editores, familiares y amigos, hasta que por fin en 1831 Mary Shelley publicó una edición propia de su novela, en un solo volumen, con abundantes cambios y revisiones, y con un capítulo adicional.

El éxito de Frankenstein fue prácticamente inmediato, por su contenido adquirió el rango de mito moderno, y naturalmente se convirtió en un fenómeno cultural. La novela se publicó en París enseguida, en 1821, en una traducción al francés, y la primera adaptación al teatro se estrenó en Londres en 1823. A lo largo de dos siglos, cientos de reelaboraciones, resúmenes y adaptaciones de la novela continuaron mutilando o tergiversando la voz de Mary Shelley y su texto, tal y como se redactó originalmente en 1816 y 1817. Desde la edición en tres volúmenes de 1818 hasta la película Frankenstein, de Mary Shelley (1994), de Kenneth Branagh, infinidad de voces han decidido por su cuenta que podían reinventar la novela del monstruo de Frankenstein. En estas reelaboraciones poco queda de la novela que se escribió en 1816 y 1817, y en muchas de esas adaptaciones, por ejemplo, se da rienda suelta a elementos góticos o fantásticos que en absoluto aparecen en la novela de Mary Shelley. (Una de las mixtificaciones más obvias es la costumbre de llamar Frankenstein a la criatura, cuando ese nombre corresponde al científico que lo crea: la autora utiliza para ese ser los términos «monstruo», «criatura», «creación», «engendro» o «demonio»).

Lo que el lector tiene entre manos ahora es la transcripción del borrador original de Mary Shelley, el Frankenstein tal y como fue concebido por su autora, en dos volúmenes, y con la disposición de capítulos primigenia. La edición de la Bodleian Library ofrece la oportunidad de leer Frankenstein tal y como fue redactado por vez primera, en treinta y tres capítulos (en vez de los veintitrés en que fue dividido en la primera edición de 1818) y de descubrir nuevos detalles relevantes de la historia que quedaban enterrados en mitad de un capítulo por culpa de divisiones arbitrarias de los sucesivos editores e impresores.

En términos generales, un mito es una narración simbólica que sirve para expresar verdades esenciales o que se tienen por tales. El mito que propone Mary Shelley en su Frankenstein advierte sobre los peligros del orgullo y la soberbia. Aquellos que pretendan ir más allá de la Naturaleza —parece advertir la autora— perecerán víctimas de su propia vanidad. La figura mítica de Prometeo, que aparece en el subtítulo de la novela, representa la osadía humana en su afán por desvelar el conocimiento de los dioses: su atrevimiento es también su condena. De la misma raigambre es el mito del Edén, en el que Adán y Eva son tentados para comer el fruto del árbol del Conocimiento o de la Sabiduría. (El monstruo aprende ese mito a través de Milton y su Paraíso perdido). Estos dos mitos, como el moderno de Frankenstein, inciden en los peligros de la ambición y el orgullo humanos. El desesperado protagonista lo deja bien claro al principio de su relato: «Aprende de mí, si no por mis consejos, al menos por mi ejemplo, cuán peligrosa es la adquisición de conocimiento y cuánto más feliz es el hombre que acepta su posición en el mundo, que aquel que aspira a ser más de lo que su naturaleza le permitirá jamás.» La búsqueda del conocimiento a través del orgullo solo acarrea dolor y sufrimiento, y es un viaje espantoso a través de lugares desolados y gélidos. El hombre que sobrepasa los límites de su humanidad, elevándose sobre su historia y sus capacidades, y pretende emular a Dios, ha de soportar las trágicas consecuencias de sus actos. El monstruo se concibe también como la representación de todas las voluntades y proyectos humanos. El monstruo es el resultado de la ciencia que se utiliza mal, pero también de todos los actos humanos que pretenden ir más allá de sus posibilidades y «de lo que la Naturaleza le permite».

Pero, desde luego, no se puede esperar que el Frankenstein romántico presente solo esta faceta conservadora frente a los conocimientos científicos. En gran medida, Frankenstein es una desoladora representación del universo religioso judeocristiano. Elaborado con el patrón del Génesis, Mary Shelley traza un esquema en el que Víctor ejerce de Dios, dando forma y aliento a un ser deforme, desvalido, ignorante y tambaleante: su «criatura». Y si Víctor Frankenstein es Dios, el «monstruo» es el hombre, desdichado y solo, abandonado en un mundo inhóspito y cruel… La idea del hombre abandonado por Dios forma parte de la escenografía habitual del movimiento romántico; ahora bien, la idea de un Dios apesadumbrado y aterrorizado ante su propia creación es sencillamente revolucionaria, y solo Byron o los románticos más exaltados serán capaces de presentar a un Dios «culpable» por su creación. La sola idea de que semejante estructura mítica —moderna, romántica y extraordinariamente atrevida— cupiera en la mente de una joven de diecisiete años casi resulta tan estremecedora como la visión de la espantosa criatura a la que dio vida literaria.

JOSÉ C. VALES