Frente a un dolor inconsolable o un deseo prohibido, el individuo pasa a una actitud particular de defensa, que no le viene dictada por la razón. Busca febrilmente la solución, la busca instintivamente mezclando lo imposible y lo posible, lo virtual y lo real, la risa y el terror. Podría decirse que se adentra en el clima súper-racional, cuya base viene dada por el instinto elemental: ver desdoblarse la imagen de la excitación. Ya se ha probado el alcance de este reflejo instintivo. Abarca desde la identificación de una cifra que pertenece a la suerte de Cardano y simultáneamente a la mía, hasta la identificación igualmente poco racional de una muela cariada con una mano crispada. Ambas identificaciones provienen de la misma rebelión, del intentar ser menos miserablemente sumisos al dolor y a los límites naturales del individuo.

Sin embargo, seguía pareciendo difícil decir a qué remitía el efecto, la eficacia, de esas «soluciones de identidad», efecto que se desprendía como sorpresa, crisis, fascinación, o sentimiento de lo maravilloso, como sensación vertiginosa, en fin, de una realidad distinta, más intensa, multiplicada, del «yo».

El contenido manifiesto de estas ecuaciones solía ser bastante banal, demasiado desproporcionado con respecto a la satisfacción efectiva, como para que uno no se pregunte: en definitiva ¿qué identidad más importante estaría en juego? Y aquí no cabe error: los dos lados de la ecuación, cargados de valores contradictorios —de una excitación real, sentida, por una parte, y de una excitación virtual, deseada, por la otra— pueden remitirse, en última instancia, a la oposición entre el mundo individual y el mundo no individual. Pues, ciertamente, todo lo que es hostil al individuo, todo lo que me resulta fatal o simplemente impuesto, será asimilado al principio «universal», igual que, por ejemplo, si el agua me fastidia —con independencia de si proviene de las nubes o de la herida de una pierna rota—, haré responsable a la «naturaleza».

Estas pruebas de identidad se cumplen más allá de la voluntad consciente del «yo», que asiste más bien como espectador a la solución de su propia causa y que distingue, perplejo, dos factores activos: la intervención de un «no-yo» individual, de la «INTUICIÓN», y la de un factor procedente del mundo exterior, del factor «AZAR».

Cuando los dos factores parecen intervenir independientemente pero sus fines convergen con respecto al «yo», el choque de esta doble intervención produce una extraña multiplicación de la conciencia. Sin que yo haga nada, se ha establecido una función reversible: entre el «yo» inconsciente y el ciego azar, entre el INDIVIDUO y el UNIVERSO.

En el caso de los «53 días» —aunque sólo fuera por la inconcebible similitud, en un punto preciso, de dos destinos independientes entre sí— la intuición, cuando no la interpretación del sujeto, jugaba, no obstante, algún papel. Pero conviene relatar otro caso de la misma categoría, que es excepcional porque excluye cualquier intervención del «yo» o de un «tú» que hubiera podido favorecer el azar. Se trata de un relato cuya exactitud y documentación se han verificado escrupulosamente.

«Tras mucho dudar, me decidí a abandonar la provincia para volver a instalarme en París, en condiciones previsiblemente difíciles que no parecían contribuir a atenuar las inquietudes de mi existencia.

»A veces, una amiga de París había compartido mi aislamiento en la provincia, como amiga, camarada, colaboradora y, me parecía, como hermana de lo imposible. A pesar de corazonadas razonables y de “cinismos” honestamente convenidos, lo cierto es que el encanto, los peligros y la complicidad multicolor de esta relación intermitente, inconstante, me habían cautivado demasiado. No tenía ningún motivo para sentirme satisfecho de ella, por el contrario tenía razones autodefensivas muy serias para deshacer aquel vínculo.

»Estaba absorbido en todos estos pensamientos cuando el expreso de noche partió. Me dediqué entonces a la tarea fatalmente necesaria de deshacerme de una imagen, de la que yo era el autor, para evitar convertirme en su víctima. Aparentemente lo tenía todo de cara; un encuentro fortuito en el corredor del vagón, incluso el movimiento del tren, avivaban mis deseos de independencia. Interiormente, disponía ordenadamente los argumentos que debían trivializar la imagen en cuestión y expulsarla de la zona sentimental. Finalmente, hacia el alba, un breve sueño pareció condensar mis resultados, pues me desperté con la certeza de haberme liberado de una pesadilla que amenazaba con menoscabar mi disponibilidad y mis fuerzas.

»Alentado, me levanto para ir al baño. Al lado de los WC se encuentran los restos de una revista ilustrada. Antes incluso de coger una de las hojas desprendidas, miro sin curiosidad la imagen que se ve. Es —ya no puedo seguir negándomelo— una fotografía de ELLA, la imagen que yo había intentado aniquilar durante aquella noche.

»Eso significaba —lo enunciaba la voz del azar— que mis esfuerzos habían sido vanos. Hubiera preferido ser víctima de una alucinación o de un delirio de interpretación debido a la fatiga y a la tensión nerviosa.

»La fotografía formaba parte de un reportaje sobre la huelga de metro en París que acababa de finalizar. En ella se veía a un conductor de camión que sostenía a una joven en sus brazos para ayudarla a descender del vehículo. Cuando le mostré a ella la imagen se quedó, como yo, estupefacta. Se reconocía hasta en los menores detalles de la indumentaria, hasta en los zapatos que llevaba, recordó el día y la escena. Pero ignoraba que la hubieran fotografiado, no tenía ninguna razón profesional ni de ningún otro tipo para verse fotografiada en una revista ilustrada.

»Me resultaba imposible imaginar nada que hubiera podido facilitar al azar el camino hasta mí. Llegó como una advertencia cuya recepción no podía rechazar, de parte de un remitente desconocido de cuya existencia debía enterarme. Comprendí que seguía cautivo y paralizado. Cuatro o cinco semanas después, desalentado y desamparado, regresé al Midi»

* * *

Precisamente cuando la razón y la voluntad se aplicaron a corregir a la fuerza, o incluso a borrar, un paso en falso del devenir personal —en falso, posiblemente, porque tenía que serlo—, la «Verdad» hizo su aparición, como un embajador: necesaria, incontestable como un objeto e insospechable, pues no ocultaba la intención de ningún «yo».

¿Significaría esto acaso que nada de todo lo que el individuo ha dispuesto es creíble? Puesto que su voluntad es dudosa, por intencionada, la geometría y el álgebra son dudosas, porque son como las cuentas de un tendero; el instinto razonable y la utilidad son despreciables por ser profundamente inútiles; incluso el inconsciente, por ser almacén de provisiones de la conciencia. Lo que no es confirmado por el azar carece de cualquier validez.

Nos gustaría pensar que existe una especie de pantalla de proyección entre el yo y su mundo exterior sobre la que el inconsciente proyecta la imagen de su excitación dominante, pero que sólo sería visible para la conciencia (y comunicable objetivamente) en caso de que «el otro lado», el mundo exterior, proyectara la misma imagen, simultáneamente, sobre la pantalla, y si las dos imágenes, congruentes, se superpusieran.

La intuición, por una parte, y el azar procedente del mundo exterior, por otra, participan en tales convergencias en porcentajes de eficacia muy diversos. Pero persiste un signo de interrogación de dimensiones variables, que puede aumentar asombrosamente —como en el caso que se acaba de exponer— si, excepcionalmente, la contribución del individuo —su parte de interpretación— se reduce a cero. En esas ocasiones, la intervención vertiginosa del Universo parece experimentarse como si el Universo fuera un doble del superyó, una entidad pensante, superior.

En el lapso de un destello, lo individual y lo no-individual se tornan intercambiables, y el terror de la limitación mortal del yo en el tiempo y en el espacio parece haberse anulado. La nada ha dejado de ser; y precisamente cuando todo lo que el hombre no es se suma al hombre, entonces parece ser él mismo. Parece existir, con sus características más singularmente individuales, e independientemente de sí mismo, en el Universo. Precisamente en estos instantes de «solución», el miedo sin terror puede transformarse en ese sentimiento de existir erigido en potencia: sentir que se participa —incluso más allá del nacimiento y de la muerte— del árbol, del «tú» y del destino de los azares necesarios, seguir siendo casi «Uno mismo» al otro lado.

Cabe esperar que todo lo dicho contribuya a que la cuestión de lo irracional se encuentre protegida de las especulaciones confusionales, religiosas, parareligiosas, místicas. Este algo desconocido se remite a partir de entones, con propósitos de apasionada desocultación, al foco exacto del comportamiento humano; se convierte en experimental.