esta simulación del hombre es posible, si es un hecho controlable.

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Disponemos de observaciones precisas a este respecto: las alucinaciones en cuestión —alucinaciones cenestésicas, interoceptivas— se podrían resumir del siguiente modo: la imagen del cuerpo experimenta como «extraversión» la extraña tensión de un movimiento desde el interior hacia afuera, en el sentido de que el interior del cuerpo tiende a ocupar el lugar del exterior: los pulmones, con toda la abundancia de sus tejidos, se ven exteriorizados, desplegándose en forma de alas entre lo que fueron los hombros, los brazos y las piernas (el tramo que une la boca al ano, el esófago al estómago y a los intestinos, esa superficie interior parece atravesar toda la profundidad del organismo para convertirse a plena luz, como un guante girado, en la epidermis del cuerpo; en el lugar donde se encuentra la primera vértebra, es decir en el cráneo, se situará la dentadura para coronar el todo).

En una de las obras del autor que nos ha transmitido esta experiencia, encontramos paralelamente, casi preventivamente, el siguiente pasaje:

«En el momento en que no éramos más que un trozo de carne, nuestro amor era mujer…

»Asombrado por la fuerza de una pasión que me habría gustado impedirle compartir, ella hacía de su cuerpo desnudo la transparencia de mi corazón. La poseía en mí, antes de poseerla. En su cuerpo yo había abierto como una fruta mi ser de carne. Me parecía querer hacer renacer en ella la mujer que yo era invisiblemente. Violaba en ella a un individuo sin sexo cuya carne· era el precio de mi placer solitario…».[7]

Estos documentos no precisan comentario: designan —el primero completamente, el segundo parcialmente— al hombre que ha dirigido hacia sí mismo la curiosidad de conocer la intimidad y los mecanismos femeninos; es su cuerpo entero el que juega, al simularlo, el juego del principio vaginal. Sin embargo, aislada para evidenciarla mejor, la simulación puede pasar por un capricho gratuito, en la medida en que su necesidad no resulta de las condiciones y las circunstancias generales del «Caso», cuyo cuadro queda por reconstruir:

En 1918, a la edad de 21 años, J. B… fue gravemente herido: una bala le atravesó la quinta vértebra de la columna vertebral y le dejó inválidas para siempre las piernas. El hecho de aceptar esta segunda vida, al darle un contenido opuesto en amplitud y profundidad a lo que él era antes del accidente, supone la presencia de un yo en potencia que deberá ser el único desconocido en la ecuación del Tú y el Yo, tal como la pasión la plantea.

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En 1932, J. B… se enamora profundamente de una chica joven que le corresponde. Él procede, si cabe expresarlo así, a su divinización, a la de su hermoso rostro.

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Progresivamente, la realidad psíquica de ella se impone a la de él. Sorprende el timbre de la voz de ella en el timbre de su propia voz. Su rostro se interioriza en el de ella, toda su imagen se proyecta en la de ella; ella habita en su cuerpo. Es evidente que la representación se impone hasta el punto de trastornar la percepción, pues, desde que ella se aloja en él, deja de percibirla normalmente. El Tú se desrealiza a favor de una imagen asimilada al Yo; él se convierte interiormente y en sus profundidades prenatales, en la mujer que se dispone a poseer.

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Esta transferencia va acompañada primero de ideas de incesto, en el sentido que se convierte imperceptiblemente en su hermana, y después de ideas de hermafroditismo, hasta el día en que la divinización simultánea de la chica y de sí mismo, llevada al extremo, se transforma en su opuesto.

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Ella había permitido que le sacarán fotos obscenas. A través de la visión de tales pruebas, combinadas con el estímulo de fuertes dosis de cocaína, las nalgas de la joven tienden a convertirse en la imagen predominante, que se confunde cada vez más en una visión concreta con la imagen del rostro celestial hasta la identidad de las expresiones más efímeras de aquel rostro con la sonrisa ciega de los dos inmensos ojos que son los hemisferios de la grupa abriéndose en el ano. El deseo se fija exclusivamente allí, confundiendo lo masculino y lo femenino, el Yo y el Tú, sodomizando al Yo en el Tú.

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La visión de la grupa convertida en rostro se repite, y más tarde se provocará a discreción; esta visión del orden de lo masculino (los ojos, las nalgas: los testículos) se yuxtapone a la otra visión, la extraversión —simulación del principio vaginal—, que se produce, conviene subrayarlo, bajo las mismas condiciones. Lo masculino y lo femenino se convierten en imágenes intercambiables. La una y la otra tienden a fundirse en el hermafrodita.

A partir de este momento ya no existen obstáculos para comprender el aire vagamente «maldito» asociado a la reversibilidad, incluso en el reino del lenguaje, donde hablar al revés significa: sodomizar el verbo hasta que aparezca, perfecta como el andrógino, la frase rara que, leída en un sentido o en otro, considerada hombre o mujer, conserva indefectiblemente su sentido.

En la escala de las inversiones a las que hemos visto librarse a la imaginación corporal, la extraversión es ciertamente la peripecia. Jamás germinará en la oscuridad interanatómica un gesto más inconcebible; no existe ningún vómito, ninguna revuelta más violenta que el cuerpo pueda formular en su lenguaje propio contra el orden de su naturaleza, con respecto al cual él es el insumiso.

Este reflejo bajo esta forma sigue siendo excepcional; más allá de la simulación vaginal, muestra al desnudo toda una gama de imágenes de sueños fisiológicos imposibles, que van desde los de nacimiento hasta los de muerte.

Pero sin duda, también la extraversión pone fin a un exhibicionismo último, inextirpable, que resumiría todo lo que pertenece a la curiosidad del hombre de querer ver y de mostrar escandalosamente el interior, ese interior que permanecerá siempre oculto, adivinado, tras las capas sucesivas de la construcción humana y sus misterios últimos.

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Una visión de conjunto de esta anatomía del amor nos confirma, además, que el deseo tiene su punto de partida, en lo que concierne a la intensidad de sus imágenes, no en un conjunto perceptivo sino en el detalle. Si una mano imprevista, desnuda, saliendo del pantalón en lugar del pie, provoca un grado de realidad completamente distinto e —igual que una bochornosa mancha en la ropa interior— infinitamente más potente que la mujer enteramente visible, importa poco por el momento atribuir este efecto a la sorpresa o descubrir en el deseo una parte de decepción, de recuerdos anticipados o, incluso, que todo se remita a un oscuro conocimiento. Lo que resulta esencial recordar del monstruoso diccionario de las analogías-antagonismos que es el diccionario de la imagen, es que tal detalle, tal pierna, sólo es perceptible, accesible a la memoria y disponible —en suma, sólo es REAL— si fatalmente el deseo no lo toma por una pierna. El objeto idéntico a sí mismo queda desprovisto de realidad.

Sin embargo, el error es una manera bastante tímida de realizar el Tú, ya que la realización se posterga en el dominio de la imagen sin transformar su objeto. En cuanto la mujer esté en el nivel de su vocación experimental, sea accesible a las permutaciones, a las promesas algebraicas, susceptible de ceder a los caprichos transubstanciales, en cuanto sea extensible, encogible, a la epidermis y a las articulaciones preservadas de los inconvenientes naturales del montaje de efectos retardados o del desmontaje, estaremos definitivamente informados de la anatomía del deseo, mejor de lo que lo estaríamos a través de la práctica del amor. Práctica