6

Draco/Federación de las Pléyades (Roc, en tránsito)

—El Paje de Bastos.

Justicia.

Juicio. Mi baza. La Reina de Copas.

—As de Copas.

—La Estrella. Mi baza. El Ermitaño.

—¡Con las trompetas el camino señala! —Leo rió—. Muerte.

—El Loco. Mi baza es. Ahora: el Caballero de Oros.

—Tres de Oros.

—Rey de Oros. Mi baza es. Cinco de Espadas.

—El Dos.

—El Hechicero; mi baza.

Katin miraba la umbrosa mesa-tablero de ajedrez en la que Sebastián, Tyy y Leo, luego de la hora de las reminiscencias, jugaban un Tarot-whist de tres.

Katin no conocía bien el juego; pero ellos ignoraban esa circunstancia, y se preguntaba por qué no lo habían invitado a jugar. Hacía quince minutos que observaba el juego por encima del hombro de Sebastián (la bestia oscura acurrucada a sus pies) mientras las manos velludas repartían los naipes y los distribuían en abanico. Katin trataba de elaborar alguna ocurrencia brillante con que terciar en el juego.

Jugaban tan rápido…

Abandonó la idea.

Pero mientras iba hacia la rampa donde estaban sentados el Ratón e Idas, balanceando los pies sobre el estanque, sonrió; pulsó en el bolsillo los botones del grabador.

Idas decía:

—Eh, Ratón, ¿qué pasa si muevo esta perilla…?

—¡Cuidado! —El Ratón apartó de la siringa la mano de Idas—. ¡Dejarás ciegos a todos los que están en el salón!

Idas frunció el entrecejo.

—La mía, en la época en que me dio por eso, no tenía… —La voz se fue apagando, en espera de un complemento ausente.

La mano del Ratón resbaló de la madera al acero, del acero al plástico. Los dedos rasgaron las cuerdas y arrancaron unas notas sordas.

—De veras puedes herir gravemente a alguien si no la usas como es debido. Es altamente direccional y la cantidad de luz y sonido que puedes sacarle alcanzaría para que a alguien se le desprendiese la retina o se le rompiese el tímpano. Para obtener opacidad en las imágenes holográmicas, recuerda, este instrumento utiliza un láser.

Idas sacudió la cabeza.

—Nunca tuve una el tiempo suficiente para descubrir cómo trabajan por dentro los… —Extendió la mano hasta las cuerdas menos peligrosas—. No cabe duda que es un bonito…

—Hola —dijo Katin.

El Ratón gruñó y siguió afinando roncones.

Katin se sentó al otro lado del Ratón y observó durante unos instantes.

—Acabo de pensar una cosa —dijo—. Nueve de cada diez veces, cuando digo «hola» a alguien al pasar, o cuando la persona con quien hablo se aleja para hacer algo distinto, me paso los quince minutos siguientes repasando el incidente, preguntándome si mi sonrisa fue tomada como una familiaridad indebida, o si mi expresión sobria fue mal interpretada como frialdad. Me repito el diálogo una docena de veces, cambiando las inflexiones de la voz y tratando de extrapolar las reacciones posibles del otro…

—Eh. —El Ratón levantó la vista de la siringa—. Está todo bien. Tú me eres simpático. Sólo que estaba ocupado.

—Oh. —Katin sonrió; luego una expresión sombría borró la sonrisa.

—Sabes, Ratón, envidio al Capitán. Él tiene una misión que cumplir. Y su obsesión lo exime de todas esas dudas acerca de los juicios de los demás.

—A mí tampoco me pasa todo eso que tú dices —dijo el Ratón—. No mucho.

—A mí sí. —Idas miró alrededor—. Cada vez que estoy solo, lo hago todo el… —y agachó la cabeza morena para examinarse los nudillos.

—Es muy generoso de su parte darnos todo este tiempo libre y manejar la nave con Lynceos —dijo Katin.

—Sí —dijo Idas—, creo que… —y dio vuelta las manos para estudiarse las oscuras e intrincadas líneas de la palma.

—El Capitán tiene demasiadas preocupaciones —dijo el Ratón—. Y no las quiere. Esta etapa del viaje no es nada difícil, así que prefiere distraerse con algo. Eso es lo que yo pienso.

—¿Tú crees que el Capitán tiene pesadillas?

—Tal vez. —El Ratón arrancó canela del arpa, pero tan concentrada que les hizo arder la nariz y el velo del paladar.

Los ojos de Katin lagrimeaban.

El Ratón sacudió la cabeza y redujo el volumen de las perillas que había tocado Idas.

—Perdón.

—Caballero de… —Del otro lado del salón Sebastián levantó la vista de las cartas y arrugó la nariz.—… Espadas.

Katin, el único con piernas lo bastante largas, rozó con la puntera de la sandalia el agua del estanque. La grava multicolor se agitó. Katin sacó el aparato grabador y oprimió el botón:

—Las novelas se ocupaban principalmente de las relaciones humanas. —Mientras hablaba observaba más allá de las hojas las distorsiones en la pared de mosaicos—. Eran populares porque disimulaban la soledad de la gente que las leía, gente esencialmente hipnotizada por las maquinaciones de su propia conciencia. El Capitán y Prince, por ejemplo, pese a que sus obsesiones están íntimamente relacionadas…

El Ratón se inclinó y habló en la caja enjoyada:

—¡Probablemente el Capitán y Prince no se han visto cara a cara en los últimos diez años!

Katin, fastidiado, apagó el grabador. Buscó una réplica mordaz; no encontró ninguna. Así que volvió a encenderlo.

—Recordar que la sociedad que permite esto es la sociedad que ha permitido también que la novela se extinguiera. Tener presente que el tema de la novela es lo que sucede entre las caras de los seres humanos cuando hablan entre ellos. —Apagó otra vez.

—¿Por qué escribes ese libro? —preguntó el Ratón—. Quiero decir qué quieres hacer con él.

—¿Por qué tocas la siringa? Estoy seguro de que la razón es esencialmente la misma.

—Con la diferencia de que si yo perdiese tanto tiempo en preparativos, nunca tocaría nada; y esto es una sugerencia.

—Empiezo a comprender, Ratón. No es mi meta, sino los métodos que empleo para alcanzarla lo que te fastidia, por así decir.

—Katin, yo comprendo lo que estás haciendo. Quieres hacer algo hermoso. Pero ésa no es la manera. Seguro, yo tuve que practicar mucho tiempo para poder tocar este instrumento. Pero si tú pretendes algo así, haz que la gente sienta y palpite con las emociones de la vida, aunque sólo sea ese hombre solitario que va a buscarla a los sótanos del Alkane. Y no la encontrará, si tú mismo no comprendes algunos de esos sentimientos.

—Ratón, tú eres una persona admirable, buena y hermosa. Pero estás totalmente equivocado. Te he mirado la cara de bastante cerca, y he visto en qué medida son formas nacidas del terror esas hermosas formas que arrancas de tu arpa.

El Ratón lo miró y unas arrugas se le marcaron en la frente.

—Podría sentarme y observarte tocar durante horas. Pero no son más que alegrías pasajeras, Ratón. Sólo cuando abstraes todo cuanto sabes acerca de la vida, y lo ordenas como una proposición que ilumina estructuras significantes, tienes a la vez lo bello y lo permanente. Sí, hay una parte de mí mismo que no he logrado preparar para este trabajo, ésa que fluye y emana de ti, que brota de tus manos. Pero hay una gran parte de ti que toca para ahogar ese grito que resuena ahí dentro. —Rubricó con un movimiento afirmativo el gesto de enojo del Ratón.

El Ratón soltó una risa seca.

Katin se encogió de hombros.

—Yo leeré tu libro —dijo Idas.

El Ratón y Katin lo miraron.

—He leído un… bueno, algunos libros… —Volvió a mirarse las manos.

—¿Lo leerías?

Idas asintió.

—En las Colonias Lejanas la gente lee libros, hasta novelas a veces. Sólo que no son muy… bueno, solamente viejos… —Levantó la vista para mirar el marco en la pared: Lynceos yacía como un fantasma nonato; en el otro marco estaba el Capitán. Volvió a mirar con aire ausente—. En las Colonias Lejanas es muy distinto de… —Movió la mano en el aire, como si representase a todo Draco—. ¿Alguien conoce bien el sitio adonde vamos?

—Nunca he estado allí —dijo Katin.

El Ratón negó con la cabeza.

—Me preguntaba si allí podríamos conseguir un poco de… —Bajó la mirada—. No tiene importancia…

—Tendrías que preguntárselo a ellos —dijo Katin, señalando a los jugadores del otro lado del salón—. Es su tierra natal.

—Oh —dijo Idas—. Sí, supongo…

De pronto, saltó desde la rampa, chapoteó en el agua, vadeó el estanque, y cruzó la alfombra chorreando.

Katin miró al Ratón y meneó la cabeza.

Pero el pelo azul de la alfombra ya había absorbido el rastro.

—Seis de Espadas.

—Cinco de Espadas.

—Disculpad ¿alguno de vosotros sabe…

—Diez de Espadas. Mi baza. Paje de Copas.

—… en este mundo al que vamos, saben si…

—La Torre.

(—Ojalá esa carta no hubiese salido invertida en la lectura del Capitán —le murmuró Katin al Ratón—. Créeme, no augura nada bueno).

—El Cuatro de Copas.

—Mi baza. Nueve de Bastos.

—… si podemos conseguir…

—Siete de Bastos.

—… un poco de éxtasis.

—La Rueda de la Fortuna. Mi baza es. —Sebastián alzó los ojos—. ¿Éxtasis?

El explorador que bautizó con el nombre de Elíseo al más alejado de los planetas de la Oscura Hermana Muerta se había permitido un mal chiste. A pesar de todos los dispositivos planoformantes disponibles, seguía siendo un ascua helada, despoblada y estéril, que giraba en elipses a distancias transplutonianas de una luz espectral.

Alguien había propuesto la dudosa teoría de que los tres mundos del sistema eran en realidad lunas, que habían rotado a la sombra de un planeta gigantesco antes de la catástrofe, y habían escapado así a la furia que aniquilara al protector. Luna pobre, si luna eres, pensó Katin mientras la dejaban atrás. No has mejorado con tu papel de mundo. Una lección para los presuntuosos.

Una vez que el explorador hubo explorado un poco más, recobró el sentido de las proporciones. La sonrisa se le fue apagando al acercarse a la mitad del mundo; lo llamó Dis.

El destino del explorador sugiere que el mordisco de la sabiduría lo alcanzó demasiado tarde; desafiando a los dioses cosechó al menos una vez una recompensa clásica. La nave se estrelló en el planeta más interior. El planeta quedó sin nombre, y hasta ese momento se lo mencionaba como el otro mundo, sin pompa y sin circunstancias, y sin mayúsculas. No antes de que llegara un segundo explorador ese otro mundo reveló de pronto un secreto. Aquellas grandes planicies que a la distancia parecían escoria solidificada resultaron ser océanos… de agua, congelada. Es verdad que la capa superior de tres a treinta metros estaba mezclada con todo tipo de cascajo y desechos. Se llegó por último a la conclusión de que el otro mundo había estado alguna vez sumergido por completo debajo de tres a cincuenta kilómetros de agua. Quizá diecinueve veinteavas partes se habían evaporado en el espacio cuando la Oscura Hermana Muerta entró en nova. Esto dejó una superficie emergida un poco mayor que la del planeta Tierra. ¿La atmósfera irrespirable, la ausencia total de vida orgánica, las temperaturas sub-sub? Problemas menores comparados con el regalo de los océanos; fácilmente subsanados. Así pues la humanidad, en los primeros tiempos de las Pléyades, invadió las tierras chamuscadas y congeladas. El nombre de la ciudad más antigua del otro mundo —aunque no la más importante, pues el movimiento comercial y económico de los últimos trescientos años había provocado muchas migraciones— fue elegido cuidadosamente: la Ciudad de la Noche Horrible.

Y el Roc aterrizó junto a la ampolla negra de la Ciudad que rozaba la Zarpa del Diablo.

Federación de las Pléyades, otro mundo, CDN, 3172

—… de dieciocho horas. —Y ese fue el final de la voz-info.

—¿Es esto bastante hogar para ti? —preguntó el Ratón.

Leo atisbo a través del campo.

—Yo nunca este mundo recorrí —suspiró el pescador. A lo lejos, el mar de hielo resquebrajado se extendía hacia el horizonte—. Pero grandes cardúmenes de narvales segmentados de seis aletas el mar cruzan. Los pescadores con arpones largos como cinco hombres altos los cazan. Las Pléyades es; bastante hogar es. —Sonrió y el aliento escarchado subió empañándole los ojos azules.

—Éste es tu mundo ¿no, Sebastián? —preguntó Katin—. Estarás contento de haber vuelto.

Sebastián apartó un ala oscura que batía delante de él.

—Mío es, pero… —Miró alrededor, se encogió de hombros—. Yo de Thule vengo. Una ciudad más grande es; a un cuarto del camino al otro mundo queda. De aquí muy lejos y muy diferente es. —Levantó la cabeza y contempló el cielo crepuscular. Hermana estaba allá arriba, una perla empañada detrás de una vaina de nubes de color metálico—. Muy diferente. —Meneó la cabeza.

—Nuestro mundo, sí —dijo Tyy—. Pero para nada nuestro hogar.

El Capitán, unos pocos pasos más adelante, se dio vuelta cuando ellos hablaron.

—Mirad. —Señaló el portalón. Bajo la cicatriz el rostro de Lorq era una máscara—. Ningún dragón en esta columna se enrosca. Esto hogar es. ¡Para ti y para ti y para ti y para mí esto tierra natal es!

—Lo bastante tierra natal es —repitió Leo. Pero su voz era reticente.

Transpusieron el portalón sin serpientes detrás del capitán.

El paisaje tenía todos los colores de una hoguera.

Cobre: oxidándose hasta un verde moteado de amarillo.

Hierro: ceniza negra y roja.

Azufre: el óxido es un rezumante pardo purpúreo.

Las manchas de colores avanzaban desde el horizonte polvoriento y se repetían en los muros y torres de la ciudad. Una vez Lynceos bajó la orla plateada de las pestañas para mirar el cielo donde un enjambre de sombras, como enloquecidas hojas negras, parpadeaban contra el sol exhausto, siempre crepuscular, aun al mediodía. Volvió la cabeza para mirar a la criatura que en el hombro de Sebastián extendía ahora las alas y hacía chasquear la trabilla.

—¿Y cómo se siente el pajarraco en su tierra?

Extendió la mano con la intención de tomar al animal encaramado por el pellejo del cogote, sólo para ponerla bruscamente a salvo de una garra oscura. Los mellizos se miraron y se echaron a reír.

Descendieron a la Ciudad de la Noche Horrible.

A mitad de camino, el Ratón empezó a retroceder por la escalera mecánica.

—No… no es Tierra.

—¿Mm?

Katin se deslizó a su lado, vio lo que hacía el Ratón, y también él empezó a subir por la escalera descendente.

—Mírala desde aquí arriba, Katin. No es el Sistema Solar. No es Draco.

—Éste es tu primer viaje fuera de Sol, ¿no?

El Ratón asintió.

—No será muy diferente.

—Pero míralo un poco, Katin.

—La Ciudad de la Noche Horrible —musitó Katin—. Todas esas luces. Probablemente le tienen miedo a la oscuridad.

Subiendo de cuando en cuando, manteniéndose un rato en el mismo lugar, observaron el paisaje más allá del tablero ajedrezado: piezas de juego ornamentadas, un tropel de reyes, reinas y torres que dominaban a caballos y peones.

—Vamos —dijo el Ratón.

Las planchas metálicas de veinte metros de la gigantesca escalera los transportaron abajo a toda velocidad.

—Será mejor que alcancemos al Capitán.

Las calles aledañas al campo de aterrizaje estaban repletas de hospedajes baratos. Sobre las aceras se arqueaban las marquesinas, anunciando salas de baile y psicorama. El Ratón miró a través de una pared transparente a la gente que nadaba en la piscina de un club recreativo.

—No es tan distinto de Tritón. Seis peniques @. Es evidente, sin embargo, que los precios son muchísimo más bajos.

En las calles la mitad de los transeúntes parecían ser tripulantes u oficiales. Las calles estaban atestadas. El Ratón oyó música; llegaba a través de las puertas abiertas de los bares.

—Oye, Tyy. —El Ratón señaló una marquesina—. ¿Alguna vez trabajaste en un lugar como ése?

—En Thule, sí.

Lecturas Expertas: las letras relumbraban, se encogían, se dilataban en el letrero.

—Nos quedamos en la Ciudad…

Todos se volvieron al Capitán.

—… cinco días.

—¿Nos vamos a alojar en la nave? —preguntó el Ratón—. ¿O aquí en la ciudad donde podremos divertirnos un poco?

Tomen esa cicatriz. Córtenla con tres líneas muy juntas cerca del extremo superior: la frente del capitán se arrugó.

—Todos vosotros sospecháis el peligro en que estamos. —Recorrió con la mirada los edificios—. No. No nos vamos a quedar ni aquí ni en la nave. —Entró en una cabina de comunicaciones. Sin molestarse en cerrar la puerta corrediza, pasó la mano por delante de las placas de inductancia—. Lorq Von Ray habla. ¿Yorgos Setsumi?

—Yo si la reunión de junta consultiva ha terminado veré.

—Uno de sus androides igual servirá —dijo Lorq—. Sólo un pequeño favor quiero.

—Con usted, señor Von Ray, siempre en persona le gusta hablar. Un momento, ya que disponible está creo.

Una figura se materializó en la columna visora.

—Lorq, tanto tiempo sin verte. ¿Qué por ti puedo hacer?

—¿Durante los próximos diez días habrá alguien en el Taafite de Oro?

—No. Yo estoy en Thule ahora, y me quedaré hasta el mes próximo. Presumo que estás en la Ciudad y que necesitas un lugar donde parar.

Katin ya había advertido que el capitán había pasado de un dialecto a otro.

Había similitudes imponderables e inconfundibles entre la voz del capitán y la de este Setsumi. Katin reconoció modalidades comunes en las que creía oír el acento de la clase alta de las Pléyades. Miró a Tyy y a Sebastian para ver si también ellos advertían ese acento. Sólo un pequeño movimiento de los músculos alrededor de los ojos, pero nada más. Katin volvió a mirar la columna visora.

—Viene gente conmigo, Yorgy.

—Lorq, mis casas son tus casas. Espero que tú y tus invitados estéis cómodos.

—Gracias, Yorgy. —Lorq salió de la cabina.

Los tripulantes se miraron.

—Existe la posibilidad —dijo Lorq— de que los próximos cinco días que pase en el otro mundo sean los últimos que pase en cualquier parte. —Los escudriñó, esperando las reacciones de ellos. Con el mismo empeño ellos trataban de ocultarlas—. Bien, podríamos pasar estos días de la manera más agradable posible. Vamos por aquí.

El mono reptó riel arriba y los lanzó a través de la Ciudad.

—¿Esa Oro es? —le preguntó Tyy a Sebastian.

El Ratón apretó la cara contra el vidrio.

—¿Dónde?

—Allí. —Sebastian señaló más allá de las plazoletas. Entre los edificios, un río deshelado quebraba la Ciudad.

—Bah, lo mismo que Tritón —dijo el Ratón—. ¿El núcleo de este planeta está siendo derretido por el ilirión también?

Sebastian negó con la cabeza.

—Todo el planeta demasiado grande para eso es. Sólo debajo de las ciudades. Esa fisura Oro llamada es.

El Ratón observó los crestones ígneos y quebradizos que caían a lo largo de la fisura lávica.

—¿Ratón?

—¿Mm? —El Ratón levantó la vista cuando Katin sacó el grabador—. ¿Qué quieres?

—Haz algo.

—¿Qué?

—Se trata de un experimento. Haz algo.

—¿Qué quieres que haga?

—Lo que se te ocurra. A ver.

—Bueno… —El Ratón frunció el ceño—. Está bien.

El Ratón lo hizo.

Los mellizos, desde el otro extremo del vehículo, se volvieron para mirar. Tyy y Sebastian miraron al Ratón, se miraron, y se volvieron de nuevo al Ratón.

—El carácter se revela sobre todo en los actos —dijo Katin a su grabador—. El Ratón se alejó de la ventana, e hizo girar y girar el brazo. Por su expresión, me di cuenta de que le divertía que la violencia de este acto me hubiera sorprendido, y que al mismo tiempo quería saber si yo estaba satisfecho. Volvió a dejar caer las manos sobre la ventana, respiró con cierta dificultad y flexionó los dedos sobre el antepecho…

—Eh —dijo el Ratón—. Yo no hice más que girar el brazo. El jadeo, los dedos… eso no formaba parte…

—«Eh», dijo el Ratón, enganchando el pulgar en la rotura de la pernera. «Yo no hice más que girar el brazo. El jadeo, los dedos… eso no formaba parte…».

—¡Maldito sea!

—El Ratón desenganchó el pulgar, cerró un puño nervioso, y exclamó «¡Maldito sea!»; dio media vuelta y se alejó, con aire de frustración. Hay tres tipos de actos: premeditados, habituales y gratuitos. El carácter, para que sea inmediato y aprehensible, ha de revelarse en los tres. —Katin miró hacia la delantera del vehículo.

El capitán escudriñaba a través de la plancha curva que recubría el techo, la mirada amarilla fija en la luz mortecina que latía como la punta de fuego de una brasa gigantesca. La luz era tan débil que ni siquiera entornó los ojos.

—Estoy desconcertado —le confesó Katin a su caja enjoyada—, a pesar de todo. El espejo de mi observación gira, y lo que en un principio parecía gratuito, luego de verlo tantas veces se me revela como un hábito. Lo que me pareció un hábito es parte ahora de un vasto diseño. Mientras, lo que en un comienzo estaba cargado de sentido, estalla en gratuidad. El espejo vuelve a girar y el personaje que yo creía obsesionado por un propósito muestra que esa obsesión es sólo un hábito; los hábitos son gratuitamente no significativos; en tanto los actos que concebí como gratuitos parecen tener un propósito diabólico.

Los ojos amarillos se habían apartado de la estrella exhausta. La cara se le crispó alrededor de la cicatriz por alguna payasada del Ratón que Katin no había advertido.

Furia, reflexionó Katin. Furia, sí, se está riendo. Pero ¿cómo se puede distinguir en esa cara la risa de la furia?

Pero también los otros se reían.

—¿Qué es ese humo? —preguntó el Ratón esquivando la rejilla que humeaba entre los adoquines.

—Simplemente el resumidero de la cloaca es, creo —dijo Leo. El pescador observó la niebla que trepaba en espiral por la columna hacia el brillante lampadario de fluorescencia inducida. A ras del suelo las pompas de vapor se henchían y desinflaban; delante de la luz bailaban y se estremecían.

—Taafite está justo al final de esta calle —dijo Lorq.

Subieron la colina pasando otra media docena de resumideros que humeaban en el anochecer perpetuo.

—Creo que Oro está justo…

—… ¿justo detrás de ese malecón?

Lorq asintió.

—¿Qué clase de lugar es el Taafite? —preguntó el Ratón.

—Un lugar donde podré estar tranquilo. —Una angustia sutil turbó las facciones del capitán—. Y donde no tendré que preocuparme por ti. —Lorq amagó un bofetón, pero el Ratón lo esquivó—. Hemos llegado.

El portón de tres metros y medio con vidrios de colores engarzados en hierro forjado, se abrió cuando Lorq extendió la mano junto a la placa.

—Se acuerda de mí.

—¿Taafite no es suya? —preguntó Katin.

—Es de un antiguo compañero de estudios, de Yorgos Setsumi, el dueño de Minera Pléyades. Unos diez años atrás yo venía aquí con frecuencia. Fue en ese entonces cuando la cerradura computó mi mano. Yo hice lo mismo por él con algunas de mis casas. Ahora no nos vemos muy a menudo pero fuimos muy amigos.

Entraron en el jardín de Taafite.

Las flores que allí crecían no estaban destinadas a que se las viera a plena luz. Los capullos eran purpúreos, castaños, violetas; colores crepusculares. Las escamas micáceas relucían en el ramaje arácnido de la tilda desnuda. Había muchos arbustos, pero las plantas más altas eran todas frágiles y ralas, para que dieran el mínimo de sombra.

El frontispicio de Taafite mismo era una forma curvilínea de cristal. En un largo trecho no había pared, y la casa y el jardín se confundían. Una especie de sendero llevaba a una escalinata tallada en la roca debajo de lo que era quizá la puerta principal.

Cuando Lorq puso la mano sobre la placa de la puerta, empezaron a encenderse luces a través de la casa, en las ventanas por encima de sus cabezas, en los fondos lejanos de los pasillos, reflejadas en los rincones, o filtrándose a través de un muro translúcido, veteado como jade violeta, o paneles de ámbar moteado de negro. Hasta por abajo: un sector del piso era transparente, y vieron luces que se encendían en habitaciones de plantas inferiores.

—Adelante.

Siguieron al capitán a lo largo de la alfombra parda. Katin se adelantó a examinar un anaquel con estatuillas de bronce.

—¿Benin? —preguntó el capitán.

—Creo que sí. A Yorgos lo apasiona el arte nigeriano del siglo XIII.

Cuando Katin se volvió a la pared opuesta, los ojos se le dilataron de asombro.

—Éstos no pueden ser los originales. —Luego los entornó—. ¿Las falsificaciones Van Meegeren?

—No. Me temo que no sean más que viejas copias.

Katin rió entre dientes.

—Todavía tengo en la cabeza el Bajo Sirio de Dejay.

Siguieron caminando por la galería.

—Creo que aquí hay un bar. —Lorq entró por una puerta.

Las luces se encendieron sólo a medias a causa de lo que había del otro lado de la pared de vidrio de doce metros.

En el interior de la habitación las lámparas amarillas se reflejaban en un estanque de arena opalescente que caía en cascadas sucesivas de la pared de roca. La plataforma giratoria ya estaba transportando al salón bebidas refrescantes. Sobre unos flotantes anaqueles de vidrio había unas estatuillas claras. Bronces de Benin en el vestíbulo; aquí eran cicládicas primitivas, transparentes y desdibujadas.

Más allá de la habitación refulgía Oro.

Allá abajo, entre los peñascos salobres, la lava flameaba como el día.

El río de roca se deslizaba meciendo las sombras de los peñascos entre los maderos del cielo raso.

El Ratón dio un paso adelante y dijo algo sin sonido.

Tyy y Sebastian entornaron los ojos.

—¡No es algo…

—… algo digno de verse!

El Ratón corrió alrededor del estanque de arena, se recostó contra el cristal con las manos junto a la cara. Luego, volviendo la cabeza, les sonrió.

—¡Es como estar en el centro mismo de algún Infierno de Tritón!

El pajarraco encaramado en el hombro de Sebastian cayó al suelo batiendo las alas y se acurrucó detrás de su amo cuando algo estallaba en Oro. La lluvia de fuego cayó con una luz que les bajó por las caras.

—¿Qué brebaje del otro mundo queréis probar primero? —preguntó Lorq a los mellizos mientras revisaba las botellas de la plataforma.

—El de la botella roja…

—… el de la botella verde parece bueno…

—… no tanto como algunos de los productos que, conseguíamos en Tubman…

—… apuesto. En Tubman conseguíamos algo llamado éxtasis…

—… ¿usted sabe qué es éxtasis, Capitán?

—Nada de éxtasis. —Lorq levantó las botellas, una en cada mano—. Roja o verde. Las dos son buenas.

—Por cierto que no me vendría mal un poco…

—… a mí tampoco. Pero supongo que él no tiene…

—… supongo que no tiene. Así que tomaré…

—… rojo…

—… verde.

—Una de cada.

Tyy le tocó el brazo a Sebastian.

—¿Qué pasa? —Sebastian arrugó el entrecejo.

Tyy le señaló la pared en el momento en que uno de los anaqueles se alejaba flotando de un cuadro largo.

—¡Una vista de Thule desde el Barranco Dank es! —Sebastian tomó a Leo por el hombro—. Mira. ¡Eso tierra natal es!

El pescador miró.

—Tú por la ventana trasera de la casa donde yo nací miras —dijo Sebastian—. Todo eso ves.

—Eh. —El Ratón se estiró para palmearle el hombro a Katin.

Katin bajó la vista de la escultura para mirar la cara morena del Ratón.

—¿Mm?

—Esa banqueta que hay allí. ¿Recuerdas lo que decías en la nave acerca del mobiliario de la República de Vega?

—Sí.

—¿Esa banqueta es de allí?

Katin sonrió.

—No. Todo lo que hay aquí sigue el estilo de los diseños pre-estelares. Toda esta habitación es una réplica bastante fiel de una elegante mansión americana del siglo XXI o XXII.

El Ratón asintió.

—Oh.

—A los ricos siempre les fascinan las antigüedades.

—Nunca había estado en un lugar como éste. —El Ratón miró alrededor—. No está mal ¿eh?

—Sí. No está mal.

—Venid a buscar vuestro veneno —llamó Lorq desde la plataforma.

—¡Ratón! ¿Ahora tu siringa tocarás? —Leo traía dos picheles, puso uno en las manos del Ratón, el otro en las de Katin—. Toca. Pronto a los muelles de hielo bajaré. Ratón, toca para mí.

—Toca algo que podamos bailar…

—… baila con nosotros, Tyy. Sebastian…

—… Sebastian, ¿tú también bailarás con nosotros?

El Ratón abrió el morral.

Leo fue a buscarse un pichel, volvió, y se sentó en la banqueta. Oro empalidecía las imágenes del Ratón; pero la música estaba adornada de agudos e insistentes cuartos de tono. Olía a fiesta.

Sentado en el suelo, el Ratón balanceaba el cuerpo de la siringa contra el pie ennegrecido y calloso, marcaba el ritmo con la puntera de la bota y se mecía. Los dedos volaban. La luz de Oro, la de los artefactos del aposento, la de la siringa del Ratón, azotaban la cara del capitán. Veinte minutos más tarde dijo:

—Ratón, te robaré por un rato.

El Ratón dejó de tocar.

—¿Qué quiere, Capitán?

—Compañía. Voy a salir.

Los bailarines pusieron caras largas.

Lorq movió una perilla en la plataforma.

—El grabador sensorio estaba funcionando.

La música empezó otra vez. Y las visiones fantasmagóricas de la siringa del Ratón volvieron a hacer cabriolas, junto con las imágenes danzantes de Tyy, Sebastian y los mellizos y el sonido de las risas…

—¿Adónde vamos, Capitán? —preguntó el Ratón. Guardó la siringa en el estuche.

—Estuve pensando. Nos falta algo aquí. Voy a conseguir un poco de éxtasis.

—¿Quiere decir que usted sabe…

—… dónde conseguir un poco?

—Las Pléyades es mi tierra —dijo el Capitán—. Quizá nos demoremos una hora. Vamos, Ratón.

—Eh, Ratón ¿dejarás tu…

—… siringa aquí con nosotros…

—… ahora? No te preocupes. No…

—… no permitiremos que le pase nada.

Con los labios apretados, el Ratón miró a los mellizos, luego al instrumento.

—Está bien. Podéis tocarla. Pero tened cuidado, ¿eh?

Se encaminó a donde Lorq lo esperaba junto a la puerta.

Leo se les unió.

—Hora de que yo también me vaya es.

Dentro del Ratón, la sorpresa se abrió como una herida sobre lo inevitable. Parpadeó.

—Por el viaje, Capitán, le agradezco.

Cruzaron el vestíbulo y el jardín de Taafite. Del otro lado del portón, hicieron un alto junto al humeante resumidero.

—A los muelles de hielo por ese camino llegas. —Lorq señaló colina abajo—. El mono hasta el final del recorrido toma.

Leo asintió. Los ojos azules captaron la mirada de los ojos oscuros del Ratón, y una expresión de desconcierto le cruzó la cara.

—Bueno, Ratón. Quizá algún día a vernos volvamos.

—Sí —dijo el Ratón—. Quizá.

Leo dio media vuelta y echó a andar entre las humaredas del camino, el talón de la bota repiqueteando.

—Hey —llamó el Ratón luego de un momento.

Leo se volvió.

—Ashton Clark.

Leo sonrió y reanudó la marcha.

—Sabe —le dijo el Ratón a Lorq—. Probablemente no lo volveré a ver en mi vida. Vamos, Capitán.

—¿Estamos más o menos cerca del espacio-puerto? —preguntó el Ratón. Descendieron la atestada escalera de la estación del monorriel.

—Lo bastante como para llegar a pie. Estamos en Oro a unos diez kilómetros de Taafite.

Los camiones rociadores acababan de pasar. Los peatones se reflejaban en el pavimento mojado. Un grupo de adolescentes (dos de los muchachos llevaban campanillas alrededor del cuello) corrían junto a un viejo, riendo a carcajadas. El viejo se volvió, los siguió unos pasos, la mano extendida. Luego dio media vuelta y se acercó al Ratón y a Lorq.

—¿A un viejo con algo ayudan? Mañana, mañana a un trabajo me enchufo. Pero esta noche…

El Ratón se volvió al mendigo, pero Lorq siguió caminando.

—¿Qué hay allí? —El Ratón señaló una alta arcada de luces. En la calle reluciente, la gente se apiñaba delante de la puerta.

—No hay éxtasis allí.

Dieron vuelta en una esquina.

En el extremo de la calle había parejas detenidas junto a una cerca. Lorq cruzó.

—Aquélla es la otra punta de Oro.

Al pie de la pendiente escarpada, la roca brillante se perdía en la noche. Una pareja se alejó, iban tomados de la mano, los rostros bruñidos.

Centelleándole el pelo, las manos y los hombros, un hombre de jubón de lame subía por la acera. Una bandeja con joyas le colgaba del cuello. La pareja lo detuvo. La mujer le compró una joya al buhonero, y riéndose se la puso a su amigo en la frente. Las sartas de lentejuelas que pendían del cabujón cayeron hacia atrás y se le ensortijaron en los cabellos largos. Siempre riendo subieron por la calle mojada.

Lorq y el Ratón llegaron al final de la cerca. Una multitud de policías uniformados de las Pléyades apareció en lo alto de la escalera; tres muchachas corrieron tras ellos, gritando. Cinco muchachos les dieron alcance, y los gritos se transformaron en risas. El Ratón se dio vuelta y los vio amontonarse alrededor del buhonero.

Lorq empezó a bajar los escalones.

—¿Qué hay allí abajo? —El Ratón apresuró el paso.

Al costado de los anchos escalones, la gente bebía en mesas instaladas junto a las cafeterías talladas en la roca.

—Usted parece saber adonde va, Capitán. —El Ratón caminaba codo a codo con Lorq—. ¿Qué es eso? —Siguió con la mirada a una transeúnte. En medio de la gente vestida con ropas livianas, la mujer llevaba una pesada parka orlada de piel.

—Es una de las que pescan en el hielo —le dijo el capitán—. Leo usará una igual muy pronto. Pasan la mayor parte del tiempo lejos del sector con calefacción de la Ciudad.

—¿Adónde vamos?

—Creo que es por aquí. —Tomaron por una cornisa mal iluminada; había unas pocas ventanas en la roca. Una luz azul se filtraba por las celosías—. Estos lugares cambian de dueño cada dos meses, y hace cinco años que no bajo a la Ciudad. Si no encuentro el sitio, buscaremos otro.

—¿Qué clase de sitio es?

Una mujer lanzó un chillido. Una puerta se abrió de golpe; la mujer salió, tambaleante. Otra asomó de pronto de la oscuridad, tomó a la primera por el brazo, le dio dos bofetadas, y la arrastró al interior. La puerta se cerró de golpe con un segundo chillido. Un hombre viejo —probablemente otro pescador del hielo— sostenía contra su hombro a un hombre más joven.

—Nosotros a tu cuarto de vuelta te llevaremos. La cabeza levanta. Todo bien irá. A tu cuarto te llevamos.

El Ratón los vio alejarse haciendo eses. Una pareja se había detenido cerca de la escalera de piedra. La mujer sacudía la cabeza. Por último el hombre asintió, y volvieron sobre sus pasos.

—El lugar en que pensaba, entre otras cosas, engatusaba a la gente para que fuera a trabajar en las minas de las Colonias Lejanas, y luego cobraba una comisión por cada recluta. Un negocio perfectamente legal; hay montones de estúpidos en el universo. Yo fui capataz en una de esas minas y he visto la otra cara de las cosas. No es muy agradable. —Lorq miró el dintel de una puerta—. Nombre diferente. Mismo lugar.

Empezó a bajar la escalera. El Ratón echó una mirada furtiva a sus espaldas, luego lo siguió. Entraron en un salón largo con un bar de madera contra una de las paredes. Algunos paneles de multicromo emitían unos colores débiles.

—También la misma gente.

Un hombre mayor que el Ratón, más joven que Lorq, de cabellos ásperos y uñas sucias les salió al encuentro.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, muchachos?

—¿Qué tiene que nos ayude a alegrarnos?

Les guiñó un ojo.

—Tomen asiento.

Figuras borrosas pasaban y se detenían frente al bar.

Lorq y el Ratón se escurrieron en un reservado. El hombre acercó una silla, la dio vuelta, y sentándose a horcajadas ocupó la cabecera de la mesa.

—¿Cuánta alegría quieren sentir?

Lorq extendió las manos palmas arriba sobre la mesa.

—Abajo tenemos un… —el hombre echó una mirada a la puerta trasera por donde la gente entraba y salía—… un psicobaño.

—¿Qué es eso? —preguntó el Ratón.

—Un lugar con paredes de cristal que reflejan el color de tus pensamientos —le dijo Lorq—. Dejas la ropa en la puerta y flotas entre columnas de luces y en corrientes de glicerina. La calientan hasta la temperatura del cuerpo, te adormecen todos los sentidos. Al cabo de un rato, privado de contacto con la realidad sensorial, te vuelves loco. Tus propias fantasías psicóticas proporcionan el espectáculo. —Volvió a mirar al hombre—. Quiero algo que podamos llevar con nosotros.

Detrás de los labios finos los dientes del hombre se cerraron bruscamente.

En el tablado, al fondo del salón, una muchacha desnuda se mostró a la luz coral del reflector y empezó a canturrear un poema. Los que estaban sentados en el bar marcaban el ritmo palmoteando.

El hombre escudriñó el rostro del capitán y luego el del Ratón.

Lorq entrelazó las manos.

—Éxtasis.

Bajo la mata de pelo que le caía sobre la frente, el hombre enarcó las cejas.

—Era lo que yo suponía. —También él cruzó las manos—. Éxtasis.

El Ratón miró a la joven. Tenía en la piel un brillo artificial. Glicerina, pensó el Ratón. Sí, glicerina. Se recostó contra la pared de piedra, y se enderezó bruscamente. Unos gotas de agua se deslizaban por la roca fría. El Ratón se frotó el hombro y miró al capitán.

—Esperaremos.

El hombre asintió. Luego de un momento le dijo al Ratón:

—¿Qué hacen usted y el hermoso para ganarse la vida?

—Tripulamos un… carguero. —El capitán movió apenas la cabeza para transmitir su aprobación.

—Saben, hay buen trabajo en las Colonias Lejanas. ¿Alguna vez pensaron en probar suerte en las minas?

—Yo trabajé tres años en las minas —dijo Lorq.

—Oh. —El hombre quedó callado.

Al cabo de un momento, Lorq preguntó:

—¿Va a mandar a buscar el éxtasis?

—Ya lo hice. —Una sonrisa fofa le rozó los labios.

En el bar el palmoteo rítmico se convirtió en aplauso cuando la muchacha terminó el poema. Saltó del tablado, y cruzó el salón a la carrera hacia ellos. El Ratón la vio recibir algo de uno de los hombres del bar. En seguida la muchacha abrazó efusivamente al hombre que estaba sentado con ellos. Las manos de ambos se unieron, y cuando ella desapareció en la oscuridad, el Ratón vio caer sobre la mesa la mano del hombre, los nudillos levantados ocultando algo. Lorq puso su mano sobre la del hombre, cubriéndosela por completo.

—Tres libras —dijo el hombre—, @.

Con la otra mano Lorq depositó tres billetes sobre la mesa.

El hombre retiró la suya y los recogió.

—Vamos, Ratón, ya tenemos lo que queríamos. —Lorq se levantó de la mesa y empezó a cruzar el salón.

El Ratón corrió tras él.

—Eh, Capitán. Ese hombre no hablaba como los de las Pléyades.

—En lugares como este siempre hablan tu idioma, cualquiera que sea. Ése es su negocio.

En el instante en que llegaban a la puerta, el hombre, repentinamente, los volvió a llamar. Le hizo una seña a Lorq.

—Sólo quería recordarle que vuelva cuando quiera más. Hasta la vista, hermoso.

—Ya nos veremos, feo. —Lorq salió por la puerta. En la noche fría, se detuvo un momento en lo alto de la escalera, inclinó la cabeza sobre las manos ahuecadas e inspiró profundamente—. Ahora te toca a ti, Ratón. —Le acercó los manos—. Aspira una bocanada por mi cuenta.

—¿Qué tengo que hacer?

—Aspira hondo, rétenlo un momento, luego lárgalo.

Cuando el Ratón se inclinó, vio una sombra que no era la suya. El Ratón dio un salto.

—A ver. ¿Qué ahí tienen?

El Ratón levantó la cabeza y Lorq la bajó para mirar al policía.

Lorq entornó los ojos y abrió las manos.

El policía decidió ignorar al Ratón y miró a Lorq.

—Oh. —Pasó el labio inferior sobre los dientes superiores—. Algo peligroso podía haber sido. Algo ilegal, ¿comprende?

Lorq asintió.

—Podía haber sido.

—Estos lugares de por aquí, con cuidado que andar hay.

Lorq volvió a asentir.

También asintió el policía.

—Oiga ¿qué tal si también a la ley una pizca le pasa?

El Ratón vio la sonrisa antes que el capitán la dejara asomar. Lorq levantó las manos hasta el policía.

—A gusto sírvase.

El policía se agachó, aspiró una bocanada, se enderezó.

—Gracias —y se perdió en la oscuridad.

El Ratón lo siguió con la mirada, meneó la cabeza, se encogió de hombros y terminó por hacerle una mueca cínica al capitán.

Rodeó con sus manos las de Lorq, se agachó, vació los pulmones, los volvió a llenar. Retuvo el aliento durante casi un minuto, y lo soltó de golpe.

—Y ahora ¿qué va a pasar?

—No te preocupes por eso —dijo Lorq—. Está.

Recorrieron nuevamente la cornisa hasta más allá de las ventanas azules.

El Ratón miró el río de roca brillante.

—Sabes una cosa —dijo luego de un silencio—. Ojalá tuviese mi siringa. Quiero tocar. —Habían llegado casi a las gradas, junto a las cafeterías iluminadas al aire libre. Se oía un golpeteo de música amplificada. Alguien en una mesa dejó caer una copa que se estrelló contra la piedra; el ruido desapareció bajo una avalancha de aplausos. El Ratón se miró las manos—. Esta cosa me hace picar los dedos. —Empezaron a subir la escalera—. Cuando era niño, allá en Tierra, en Atenas, había una calle parecida. Odós Mnisicléous, corría justo por el medio de la Plaka. Yo trabajé en un par de lugares en la Plaka ¿sabe? La Jaula de Oro, el ’O kai ’H. Se suben las escaleras desde Adrianou y allá arriba está el atrio de los fondos del Erecteión, bajo un haz de luz, sobre el muro de la Acrópolis en la colina. Y la gente de las mesas que bordean la calle rompen los platos, miran y se ríen. ¿Ha estado alguna vez en la Plaka de Atenas, Capitán?

—Una vez, hace mucho tiempo —dijo Lorq—. Tenía más o menos la edad que tú tienes ahora. Pero sólo pasé allí una noche.

—Entonces no conoce el pequeño barrio alto. No si sólo estuvo una noche. —El ronco susurro del Ratón se hizo más vehemente—. Usted anda por esa calle de escalones de piedra hasta donde terminan los clubes nocturnos y sólo queda suciedad y pasto y grava; pero si sigue andando, junto a las ruinas que aún asoman por encima del muro, llega a ese lugar llamado Anaphiotica. Quiere decir «Pequeña Anaphi», ¿entiende? Anaphi era una isla que quedó casi destruida por un terremoto, hace mucho tiempo. Y tiene casitas de piedra, pegadas a la ladera de la montaña, y calles de cinco metros de ancho con escaleras tan empinadas que es como trepar por una escala. Conocí a alguien que tenía una casa allí. Y cuando terminaba con mi trabajo, me conseguía unas chicas. Y un poco de vino. Hasta de niño conseguía chicas… —El Ratón chasqueó los dedos—. Trepaba al tejado de la casa por una oxidada escalera de caracol que salía de la puerta de calle, le espantaba los gatos. Entonces tocábamos y bebíamos vino y contemplábamos la ciudad que se tendía montaña abajo como una alfombra de luces, y luego montaña arriba con el pequeño monasterio como una astilla de hueso en la cima. Una vez tocamos demasiado fuerte y la vieja de la casa de arriba nos tiró una jarra. Pero nosotros nos reímos de ella y le respondimos con gritos y la vieja se levantó y bajó a buscar un vaso de vino. Y el cielo ya se ponía gris detrás de las montañas, detrás del monasterio. Eso me gustaba, Capitán. Y esto también me gusta. Ahora toco mucho mejor de lo que tocaba entonces. Eso es porque toco mucho. Quiero tocar las cosas que veo a mi alrededor. Pero hay alrededor tanto que yo puedo ver y usted no. Y eso también tengo que tocarlo. El hecho de que no se lo pueda tocar no quiere decir que no se lo pueda oler y ver y oír. Recorro un mundo y otro y me gusta lo que veo en todos. ¿Ha sentido la curva de la mano de usted en la mano de alguien más importante que nadie? Así se entrelazan las espirales de la galaxia. ¿Ha sentido la curva de la mano cuando la otra mano ya no está y uno trata de recordar cómo era? No hay otra curva que se le pueda comparar. Yo quiero tocarlas como en un contrapunto. Katin dice que tengo miedo. Es cierto, Capitán. De todo lo que me rodea. Así que a todo lo que veo lo aprieto contra mis ojos, le meto los dedos y la lengua. Me gusta el hoy; eso quiere decir que he de vivir con miedo. Pues el hoy es pavoroso. Y al menos no me da miedo tener miedo. Katin vive en la confusión del pasado. Seguro, el pasado hace el ahora, así como el ahora hace el mañana; Capitán, hay un río que ruge junto a nosotros. Pero nosotros sólo podemos detenernos a beber en un lugar, y ese lugar se llama «ahora». Yo toco mi siringa, ve, y es como una invitación a todos para que vengan a beber. Cuando yo toco quiero que todos me aplaudan. Porque cuando toco estoy allá arriba, ve, con los volatineros, haciendo equilibrio en el filo de esa locura llameante donde la mente aún me responde. Bailo entre las llamas. Cuando toco, guío a todos los demás bailarines adonde tú, y tú —el Ratón señaló a la gente que pasaba— y él y ella no pueden llegar sin mi ayuda. Capitán, hace tres años, cuando yo tenía quince, en Atenas, recuerdo una mañana en aquel tejado. Yo estaba inclinado sobre el enrejado de la parra, los pámpanos brillantes contra mi mejilla, y las luces de la ciudad apagándose con la aurora, y el baile había cesado, y dos de las muchachas estaban reconciliándose sobre una manta roja debajo de la mesa de hierro. Y de pronto me pregunté: «¿Qué estoy haciendo aquí?». Y volví a preguntarme: «¿Qué estoy haciendo aquí?». Y entonces fue como una melodía prisionera en mi cabeza que se repetía una y otra vez. Yo estaba asustado, Capitán. Estaba excitado y feliz y muerto de miedo, y apuesto a que sonreía de oreja a oreja como estoy sonriendo ahora. Así es como funciono, Capitán. No tengo voz para cantar ni para gritar. Pero toco mi arpa ¿no? ¿Y qué estoy haciendo ahora, Capitán? Subiendo por otra calle de escalones de piedra a mundos de distancia, entonces amanecer, ahora noche, feliz y asustado como el demonio. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¡Sí! ¿Qué estoy haciendo?

—Estás desvariando, Ratón. —Lorq se soltó del poste en lo alto de la escalera—. Volvamos a Taafite.

—Oh, sí. Seguro, Capitán. —De pronto, el Ratón escudriñó el rostro devastado. El capitán lo miró desde arriba. En lo profundo de las líneas rotas y las luces, el Ratón vislumbró humor y compasión. Se echó a reír—. Ojalá tuviese mi siringa ahora. Tocaría hasta hacerle saltar los ojos. ¡Le daría vuelta la nariz de adentro para afuera, y sería el doble de feo de lo que es ahora, Capitán! —Luego miró al otro lado de la calle: al instante el pavimento mojado y la gente y las luces y los reflejos fueron un caleidoscopio detrás de las lágrimas inusitadas—. Ojalá tuviese mi siringa —murmuró otra vez el Ratón—, ojalá la tuviese conmigo… ahora.

Echaron a andar hacia la estación del monorriel.

—Comer, dormir, salarios medios: ¿cómo podría explicar el concepto actual de estas cosas a alguien, digamos, del siglo XXIII?

Katin estaba sentado un poco aparte, mirando a los bailarines, también él entre ellos, riéndose delante de Oro. De vez en cuando se inclinaba sobre el grabador.

—La forma en que manejamos estos procesos sería totalmente incomprensible para alguien de setecientos años atrás, aun cuando comprendiese la alimentación intravenosa y los concentrados nutricios. No obstante, no alcanzaría a entender cómo todos los miembros de esta sociedad, excepto los muy muy ricos o los muy muy pobres, toman su alimento cotidiano. La mitad del proceso incomprensible; y la otra mitad, repulsiva. Es curioso que el hábito de beber haya permanecido inmutable. En el mismo período en que se produjeron estos cambios (bendito sea Ashton Clark) murió prácticamente la novela. Me pregunto si hay alguna relación. Puesto que he elegido esta forma arcaica de arte, ¿he de considerar como mi público a la gente que la leerá mañana, o tendré que dirigirme al ayer? Pasado o futuro, si dejo esos elementos fuera de la narración, quizá dé más ímpetu a la obra.

El grabador sensorio había seguido registrando una y otra vez, y el salón se había poblado de bailarines múltiples y de espectros de bailarines. Idas tocaba en la siringa del Ratón un contrapunto de sonidos e imágenes. Conversaciones, reales y grabadas, resonaban en la sala.

—No obstante toda esta danza a mi alrededor, apunto a una audiencia mitológica de uno solo. ¿En qué otras circunstancias podría comunicarme?

Tyy se apartó de las Tyys y los Sebastians.

—Katin, la luz de la puerta parpadeando está.

Katin apagó el grabador.

—El Ratón y el Capitán han de haber regresado. No te molestes, Tyy. Yo les abriré.

Katin abandonó el salón y cruzó de prisa el vestíbulo.

—Eh, Capitán —Katin abrió la puerta de par en par—, la fiesta está… —Dejó caer la mano del picaporte. El corazón le latió dos veces en la garganta, y luego tuvo la impresión de que se le había detenido. Dio un paso atrás.

—Me parece que nos reconoces a mí y a mi hermana, así que me ahorraré las presentaciones. ¿Podemos entrar?

La boca de Katin empezó a moverse en busca de algo que decir.

—Sabemos que no está aquí. Lo esperaremos.

El portón de hierro con su ornamento de vidrios de colores se cerró sobre un velo de vapor. Lorq miró las plantas recortadas contra el ámbar de Taafite.

—Espero que todavía siga la fiesta —dijo el Ratón—. ¡Haber andado tanto para encontrarlos acurrucados y dormidos en un rincón!

—Éxtasis los despertará. —Mientras trepaba por las rocas, Lorq sacó las manos de los bolsillos. Una brisa se le coló por entre los faldones del jubón, le refrescó los espacios entre los dedos. Puso la palma sobre la placa circular de la cerradura. La puerta se abrió. Lorq Von Ray entró.-No me da la impresión de que estén fuera de combate.

El Ratón sonrió y dio un salto hacia el salón.

La fiesta había sido grabada, regrabada y regrabada una vez más. Melodías múltiples desgranaban una docena de Tyys que bailaban a distintos ritmos. El par de mellizos se había decuplicado. Sebastian, Sebastian y Sebastian, en diversos estados de ebriedad, escanciaba bebidas rojas, azules, verdes.

Lorq entró detrás del Ratón.

—¡Lynceos, Idas! Hemos conseguido… no me doy cuenta de cuál es cual. ¡Quietos un minuto! —Palmeó en la pared el interruptor del grabador sensorio…

Desde la orilla del estanque de arena los mellizos levantaron las cabezas; las manos blancas se separaron; las morenas se entrelazaron.

Tyy estaba sentada a los pies de Sebastian, abrazándose las rodillas; los ojos grises relampagueaban bajo los párpados trémulos.

En el largo cuello de Katin la manzana de Adán subía y bajaba.

Y Prince y Ruby dejaron de contemplar Oro y se volvieron.

—Tengo la impresión de que hemos aguado la fiesta. Ruby les sugirió que siguieran divirtiéndose y se olvidaran de nosotros, pero… —Prince se encogió de hombros—. Me alegro de que nos encontremos aquí. Yorgy no quería decirme dónde estabas. Es un buen amigo tuyo. Pero no tan buen amigo como yo enemigo. —El jubón de vinilo negro colgaba flojamente sobre el pecho blanco-hueso, en el que sobresalían nítidas las costillas. Pantalón negro, botas negras. Alrededor del antebrazo, en el extremo del guante: piel blanca.

Una mano golpeó a Lorq en el esternón, y lo volvió a golpear, una y otra vez. La mano estaba adentro.

—Me has lanzado amenazas siniestras e interesantes. ¿Cómo piensas llevarlas a cabo? —Una red de exaltación retenía el miedo de Lorq.

Cuando Prince se adelantó, un ala del pajarraco de Sebastian le rozó la pantorrilla.

—Por favor… —Prince miró a la criatura. Se detuvo junto al estanque, se agachó entre los dos mellizos, ahuecó la mano artificial en la arena y recogió un puñado—. Ahhhh… —La respiración, incluso con los labios entreabiertos, era sibilante. Luego se enderezó, abrió los dedos.

El vidrio opaco cayó humeante sobre la alfombra. Idas retiró con presteza los pies. Lynceos se limitó a parpadear más rápidamente.

—¿Es esa una respuesta a mi pregunta?

—Considérala una demostración de mi amor por la fuerza y la belleza. ¿Ves? —Pateó por la alfombra los fragmentos de vidrio al rojo—. ¡Bah! Demasiadas impurezas para rivalizar con Murano. Vine aquí…

—¿A matarme?

—A razonar contigo.

—¿Qué trajiste aparte de tus razones?

—Mi mano derecha. Sé que no tienes armas. Yo confío en la mía. Esta vez los dos estamos tocando de oído, Lorq. Ashton Clark dictó las leyes.

—Prince ¿qué te propones?

—Dejar las cosas como están.

—Estancamiento es muerte.

—Pero menos destructivo que tus maniobras dementes.

—Soy un pirata ¿recuerdas?

—Vas en camino de convertirte rápidamente en el mayor criminal del milenio.

—¿Me vas a decir algo que no sé?

—Sinceramente espero que no. Por nuestro propio bien aquí, por el bien de los mundos circundantes… —Entonces Prince se echó a reír—. En cualquier desarrollo lógico de este diálogo, Lorq, yo soy quien tiene siempre razón. ¿Has pensado en eso?

Lorq entornó los ojos.

—Sé que lo que quieres es el ilirión —continuó Prince—. Y tu única razón para quererlo es romper el equilibrio del poder; de lo contrario no te interesaría. ¿Sabes qué sucederá?

Lorq apretó los labios.

—Yo te lo diré: arruinará la economía de las Colonias Lejanas. Habrá que buscar nuevos empleos a miles de trabajadores. El imperio llegará al borde de la guerra, tan al borde como cuando Vega fue aniquilada. En una empresa como Transportes Red y en esta cultura el estancamiento equivale a la destrucción. Un golpe mortal para las fuentes de trabajo de muchos draconianos, como lo sería la destrucción de mis empresas en las Pléyades. ¿Es éste un buen principio para tu argumento?

—¡Lorq, eres incorregible!

—¿Te tranquiliza saber que lo haya pensado tan a fondo?

—Me espanta.

—Aquí tienes otro argumento posible, Prince: estás, luchando no sólo por Draco, sino también por la estabilidad económica de las Colonias Lejanas. Si yo triunfo, un tercio de la galaxia progresa y dos tercios quedan atrás. Si triunfas tú, dos tercios de la galaxia se quedan como ahora y un tercio se hunde.

Prince asintió.

—Demuéleme ahora, con tu lógica.

—He de sobrevivir.

Prince aguardó. Frunció el entrecejo. El ceño se borró en una carcajada de asombro.

—¿Eso es todo lo que puedes decir?

—¿Por qué habría de molestarme en decirte que los trabajadores pueden ser redistribuidos? ¿Que no habrá guerra porque hay mundos y alimentos suficientes para ellos, si se los reparte en forma adecuada, Prince? ¿Que el incremento en la producción de ilirión dará impulso a nuevos proyectos que posibilitarán la absorción de toda esa gente?

Las negras cejas de Prince se arquearon.

—¿Tanto ilirión?

Lorq asintió.

—Tanto.

Junto al ventanal, Ruby recogía los horribles trozos de vidrio. Los examinaba, distraída al parecer. Pero Prince extendió la mano, e inmediatamente Ruby se los puso en la palma. No había perdido una sola palabra de la discusión.

—Me pregunto —dijo Prince, mirando los fragmentos— si esto servirá. —Cerró los dedos—. ¿Insistes en reanudar nuestro litigio?

—Eres un tonto, Prince. Las fuerzas que despertaron la vieja hostilidad ya se movían alrededor cuando éramos niños. ¿Para qué disimular que son éstos los parámetros que delimitan nuestro campo?

El puño de Prince tembló, y se abrió. Los cristales brillantes centelleaban con una luz azul.

—Cuarzo heptodino. ¿Lo conoces? Una ligera presión sobre un vidrio impuro suele producir… dije «ligera». Ése es un término geológico relativo, por supuesto.

—Estás amenazando otra vez. Vete… ahora. O tendrás que matarme.

—Tú no quieres que me vaya. Aquí se trata de concertar un combate, para decidir qué mundos caerán y dónde. —Prince sopesó los cristales—. Con uno de éstos podría atravesarte el cráneo en el punto preciso. —Dio vuelta la mano; una vez más los fragmentos cayeron al suelo—. No soy un tonto, Lorq. Soy un malabarista. Quiero que todos los mundos sigan girando alrededor de mis orejas. —Hizo una reverencia, dio un paso atrás, y el pie volvió a rozar el pájaro de Sebastian.

La bestia tironeó de la trabilla. Las alas crepitaron en el aire, sacudieron arriba y abajo el brazo de Sebastian…

—¡Abajo! ¡Abajo ahora vas…!

… la trabilla escapó de la mano de Sebastian. El pájaro se elevó, voló de un lado a otro lado el cielo raso. Luego cayó verticalmente sobre Ruby.

Ruby agitó los brazos alrededor de la cabeza. Prince se lanzó hacia ella, se agachó bajo las alas. La mano enguantada golpeó.

El pájaro gimió, retrocedió aleteando. Prince volvió a azotar con la mano el cuerpo negro. La criatura tembló en el aire, se desplomó.

Tyy gritó, corrió hacia la bestia que aleteaba débilmente patas arriba, y la arrastró. Sebastian se levantó de la banqueta con los puños crispados. Luego se arrodilló a socorrer al animal herido.

Prince volvió la mano negra. Había húmedas manchas púrpuras en el terciopelo.

—Esa fue la bestia que te atacó en el Esciaros, ¿verdad?

Ruby se irguió, siempre callada, y apartó el cabello oscuro que le caía sobre el hombro. Llevaba un vestido blanco, orlado de negro en el ruedo, el escote y los puños. Se tocó el corpiño de satén ahora salpicado de redondeles de sangre.

Prince observaba a la bestia gemebunda entre Tyy y Sebastian.

—Con esto casi saldamos la cuenta ¿no, Ruby? —Se frotó las manos: carne y negro sanguinolento.

Al verse los dedos embadurnados, frunció las cejas.

—Lorq, tú me hiciste una pregunta: ¿cuándo voy a cumplir mis amenazas? En algún momento dentro de los próximos sesenta segundos. Pero tenemos un sol que negociar entre nosotros. Hemos oído esos rumores que tú le mencionaste a Ruby. El velo protector en que se envuelve la Gran Perra Blanca del Norte, tu tía Cyana, es sumamente efectivo. Cayó en el momento mismo en que te fuiste de su oficina. Pero hemos estado espiando por los ojos de otras cerraduras; y hemos sabido de un sol a punto de entrar en nova. Ése, y otros soles como ése, parecen haber sido durante un tiempo muy importantes para ti. —Levantó de la palma manchada la mirada de ojos azules—. Ilirión. No veo qué relación puede haber. No importa. Los hombres de Aarón están trabajando en eso.

La tensión se difundió como un dolor entre las caderas de Lorq y las terminaciones nerviosas de las últimas vértebras.

—Algo estás tramando. Adelante. Hazlo.

—Tengo que elegir la forma. A mano limpia, me parece… no. —Las cejas de Prince se arquearon; blandió el puño oscuro—. No, respeto tu intento de justificarte ante mí. ¿Pero cómo te justificas ante ellos? —Señaló con los dedos ensangrentados a los tripulantes.

—Ashton Clark estaría de tu parte, Prince. También la justicia. Yo no estoy aquí porque lo haya querido. Sólo estoy luchando por resolver un problema. La razón que me lleva a combatir contigo es creer que puedo ganar. No hay ninguna otra. Tú apoyas el estancamiento. Yo apoyo el movimiento. Las cosas se mueven. No hay en eso ninguna ética. —Lorq miró a los mellizos—. ¿Lynceos? ¿Idas?

La cara morena se alzó; la blanca se inclinó.

—¿Sabéis lo que arriesgáis?

El uno mirándolo, el otro desviando la mirada, asintieron en silencio.

—¿Queréis renunciar al Roc?

—No, Capitán, nosotros…

—… quiero decir, aun cuando todo…

—… todo cambie, en Tubman…

—… en las Colonias Lejanas, quizá…

—… quizá Tobías se marche de allí…

—… y se una a nosotros aquí.

Lorq se rió.

—Creo que Prince estaría dispuesto a llevaros… si vosotros quisierais.

—Embreado y emplumado —dijo Prince—. Blanqueado y denigrado, tú has vivido hasta el final tu propio mito. Maldito seas, Lorq.

Ruby se adelantó.

—¡Ustedes! —les dijo a los mellizos. Los dos la miraron—. ¿Saben lo que sucederá realmente si ayudan al Capitán Von Ray, y triunfa?

—Puede que triunfe… —Lynceos desvió la mirada.

Idas se acercó para escuchar a su hermano.

—… o puede que no.

—¿Qué dicen acerca de nuestra solidaridad cultural? —(Lorq)— No es el mundo que tú pensabas, Prince.

Ruby giró con violencia.

—¿Acaso la prueba garantiza que es el tuyo? —Sin esperar respuesta se volvió hacia Oro—. Míralo, Lorq.

—Estoy mirando. ¿Qué ves tú, Ruby?

—Tú, tú y Prince, queréis sofocar las llamas internas que impulsan a los mundos contra la noche. Allí, el fuego ha irrumpido. Ha marcado a este mundo, a esta ciudad, así como Prince te ha marcado a ti.

—Para lucir esa cicatriz —Prince (Lorq sintió que se le endurecía la mandíbula; los músculos se le arracimaron en las sienes y en la frente) dijo con lentitud— quizá tengas que ser más grande que yo.

—Para lucirla tengo que odiarte.

Prince sonrió.

El Ratón, Lorq lo vio por el rabillo del ojo, había retrocedido hasta la jamba de la puerta, ambas manos a la espalda. Los labios laxos desnudaban los dientes blancos, unos círculos blancos le aureolaban las pupilas.

—El odio es un hábito. Durante mucho tiempo nos hemos odiado, Lorq. Creo que es hora de que yo le ponga fin. —Los dedos de Prince se cerraron y se abrieron—. ¿Recuerdas cómo empezó?

—¿En Sao Orini? Recuerdo que entonces eras tan malcriado y malvado como…

—¿Yo? —Las cejas de Prince volvieron a enarcarse—. ¿Malvado? Ah, pero tú eras de una crueldad flagrante. Y yo nunca te lo perdoné.

—Por burlarme de tu mano…

—¿Lo hiciste? Curioso, no lo recuerdo. Insultos de esa naturaleza rara vez los olvido. Pero no. Estoy hablando de esa exhibición de barbarie a que nos llevaste en la selva. Bestias; y ni siquiera pudimos ver los que estaban en el foso. Todas ellas, inclinadas sobre el balaustre, sudando, gritando, borrachas y… bestiales. Y Aarón era una de ellas. Lo recuerdo hasta hoy, la frente reluciente, el pelo revuelto, el semblante contraído por un grito espantoso, sacudiendo el puño. —Prince cerró los dedos de terciopelo—. Sí, el puño. Aquella fue la primera vez que vi a mi padre en ese estado. Me aterrorizó. Desde entonces lo hemos visto así muchas veces ¿no, Ruby? —Miró de soslayo a su hermana—. La noche aquélla de la fusión con De Targo, cuando salió de la reunión de directorio… o siete años atrás, cuando el escándalo de la Anti-Flamina… Aarón es un hombre encantador, culto, y totalmente corrompido. Tú fuiste la primera persona que me mostró en su rostro esa corrupción al desnudo. Nunca pude perdonártelo, Lorq. Este plan tuyo, cualquiera que sea, con ese sol ridículo: tengo que impedírtelo. Tengo que detener la locura de los Von Ray. —Prince dio un paso adelante—. Si la Federación de las Pléyades se derrumba cuando se hundan los Von Ray, es tan sólo para que Draco viva…

Sebastian se le abalanzó.

Fue tan repentino, que sorprendió a todos por igual.

Prince cayó sobre una rodilla. Posó la mano sobre los terrones de cuarzo; con una llamarada azul se convirtieron en añicos. Cuando Sebastian lo golpeó, Prince arrojó uno de los fragmentos: ziin… El cristal se clavó en el brazo velludo del acople-ciborg. Sebastian lanzó un rugido, retrocedió tambaleándose. La mano de Prince barrió otra vez las esquirlas relucientes.

ziin, ziin y ziin.

La sangre empezó a gotear en dos puntos del vientre de Sebastian, y en uno del muslo. Lynceos se abalanzó desde el borde del estanque.

—Eh, usted no puede…

—… ¡sí que puede! —Idas retuvo a su hermano; los dedos blancos intentaron en vano quitarse el barrote negro del pecho. Sebastian se desplomó.

Ziin

Tyy soltó un grito y cayó al lado de Sebastian, abrazándole el rostro ensangrentado y meciéndose sobre él.

ziin, ziin.

Sebastian arqueó la espalda, jadeando. Las heridas del muslo y la mejilla, y las dos del pecho palpitaban.

Prince se puso de pie.

—Ahora voy a matarte. —Pasó por sobre los pies de Sebastian, que clavaba los talones en la alfombra—. ¿Eso contesta a tu pregunta?

Brotó de lo más hondo de las entrañas de Lorq, algo amarrado a los ayeres. En el éxtasis la forma y los contornos de las cosas eran precisos y luminosos. Algo se estremeció dentro de él. Algo que trepando desde la pelvis le desgarraba el vientre, le abovedaba el pecho y le subía como una erupción volcánica al rostro; Lorq aulló. En la aguda percepción periférica de la droga, vio la siringa del Ratón olvidada en el estrado. Se apoderó de ella de un manotón…

—¡No, Capitán!

… en el momento en que Prince acometía. Lorq lo esquivó abrazando el instrumento contra el pecho. Retorció la perilla de intensidad. El canto de la mano de Prince destrozó la jamba de la puerta (donde un momento antes se apoyaba el Ratón). El marco se abrió en astillas de más de un metro.

—¡Capitán, es mi…!

El Ratón dio un salto, y Lorq lo golpeó con la mano abierta. El Ratón retrocedió, trastabillando, y cayó en el estanque.

Lorq se escabulló de costado y giró para enfrentar la puerta mientras Prince, siempre sonriente, se apartaba.

Entonces Lorq golpeó el traste de sintonía.

Un rayo.

Fue un reflejo en el jubón de Prince; un haz compacto. Prince se cubrió rápidamente, llevándose la mano a los ojos. Luego sacudió la cabeza, parpadeando.

Lorq golpeó nuevamente la siringa.

Prince se apretó los ojos, dio un paso atrás y lanzó un alarido.

Los dedos de Lorq rasgaron con furia las cuerdas proyectoras de sonidos. Aunque el rayo era direccional, el eco rugió por toda la sala, ahogando el grito. El ruido trepidó en la cabeza de Lorq. Pero volvió a atacar el teclado de sonido. Y otra vez. A cada sacudida de la mano, Prince retrocedía, vacilante. Tropezó con los pies de Sebastian, pero no cayó. Y otra vez. Al propio Lorq le dolía la cabeza. La parte de su mente aun ajena a la furia pensó: los tímpanos, tienen que habérsele roto… Entonces la furia trepó más arriba, llegando al cerebro. Ya nada en él era ajeno a esa furia.

Y otra vez.

Los brazos de Prince giraban como aspas sobre su cabeza. La mano desnuda tropezó con uno de los anaqueles flotantes. La estatuilla cayó.

Enardecido, Lorq aporreó la placa de los olores.

Un hedor acre le quemó las fosas nasales, le resecó las paredes de la cavidad nasal hasta que le saltaron las lágrimas.

Prince gritó, se tambaleó; el puño enguantado se estrelló contra el vidrio, rajándolo del suelo al cielo raso.

Con los ojos empañados y ardientes, Lorq lo acosó.

Esta vez Prince golpeó el cristal con ambos puños; el vidrio estalló. Los fragmentos tintinearon contra el piso y la roca.

¡No! —la voz de Ruby. Se cubrió la cara con las manos.

Tambaleándose Prince salió al exterior.

El calor abofeteó la cara de Lorq. Pero no se detuvo.

Prince avanzaba haciendo eses e iba a los tumbos hacia el resplandor de Oro. Lorq cruzó la abrupta pendiente a paso de cangrejo.

Y golpeó.

La luz azotó a Prince. Debía de haber recuperado parte de la visión porque una vez más se apretaba los ojos. Cayó sobre una rodilla.

Lorq se tambaleó. Raspó con el hombro la roca caliente. El sudor le goteaba en las sienes, se le acumulaba en las cejas, le corría por la cicatriz. Dio seis pasos. En cada uno de ellos lanzó una luz más brillante que Oro; un sonido más intenso que el rugido de la lava, un olor más penetrante que los vapores de azufre que le laceraban la garganta. La furia de Lorq era real y roja, y más brillante que Oro.

—¡Gusano… demonio… basura!

Prince cayó en el momento preciso en que Lorq lo alcanzaba. La mano desnuda le saltaba sobre la piedra ardiente. Levantó la cabeza. Tenía los brazos y la cara lastimados por las esquirlas de vidrio. Abría y cerraba la boca como un pez. Los ojos enceguecidos parpadeaban y se arrugaban y volvían a abrirse.

Lorq balanceó el pie, y lo estrelló contra la cara boqueante…

Y todo se apagó.

Lorq sorbió una bocanada de gas caliente. Los ojos le dolían de calor. Dio media vuelta, los brazos resbalando contra los flancos. Bruscamente el suelo tembló. La costra negra se abrió y una bocanada de calor lo empujó hacia atrás. Se bamboleó entre las grietas. Las luces de Taafite rielaban detrás de unos velos trémulos. Sacudió la cabeza. Los pensamientos vacilaban en la quemante caja de hueso. Tosió; la tos resonó como un bramido a la distancia. Y la siringa se le había caído de las manos…

… la vio aparecer entre los bordes mellados.

Un frío le rozó la cara, se le filtró en los pulmones. Lorq se irguió. Ella lo miró largamente. Los labios se le movieron sin palabras. Lorq se acercó a ella.

Levantó la mano (Lorq pensó que lo iba a abofetear. Y no le importó) y le tocó el cuello tenso.

A ella le temblaba la garganta.

Lorq le escudriñó el rostro, el cabello enroscado alrededor de una peineta de plata. Al resplandor vacilante de Oro, la piel de ella tenía el color de una aterciopelada cáscara de nuez; sobre los pómulos, altos, el kohl le agrandaba los ojos. Pero lo espléndido en ella era el delicado movimiento ascendente de la barbilla, la expresión de la boca cobriza, fluctuando entre una sonrisa aterradora y la resignación ante algo inefablemente triste, la curva de los dedos contra la garganta.

El rostro de ella se inclinó sobre el de Lorq. Unos labios cálidos encontraron los de él, se humedecieron. Y en la nuca, siempre la tibieza de los dedos de ella, la frescura del anillo. La mano se deslizó sobre la nuca.

Entonces, detrás de ellos, Prince gritó.

Ruby se separó bruscamente, con un aullido. Sus uñas desgarraron el hombro de Lorq. Huyó pendiente abajo.

Lorq ni siquiera la miró. El agotamiento lo inmovilizaba en el torrente. Avanzó con lentitud, pisando los fragmentos de vidrio. Lanzó una mirada fulmínea a los tripulantes.

—¡Vamos, maldición! ¡Fuera de aquí!

Bajo los cables agarrotados de la carne, los músculos rodaban como cadenas. El vello rojo subía y bajaba sobre el vientre agitado, brillante de sudor.

—¡Vamos de una vez!

—Capitán ¿qué pasó con mi…?

Pero Lorq ya se encaminaba a la puerta.

El Ratón miró enloquecido al Capitán, luego al llameante Oro. Cruzó como un rayo la habitación y agachándose se escurrió por el ventanal roto.

En el jardín, Lorq estaba por cerrar el portón cuando el Ratón se deslizó detrás de los mellizos, la siringa bajo un brazo, el morral bajo el otro.

—De vuelta al Roc —decía Lorq—. ¡Salgamos de este mundo!

Tyy y Sebastian llevaban a hombros el pajarraco herido. Katin trató de ayudarlos, pero Sebastian era demasiado bajo como para que Katin pudiese asistir realmente al acople débil y ensangrentado. Al cabo, Katin se resignó a meter las manos debajo del cinturón.

Mientras caminaban de prisa a lo largo del empedrado de la Ciudad de la Noche Horrible, la niebla se retorcía debajo de los lampadarios.

Federación de las Pléyades/Colonias Lejanas (Roc, en tránsito) 3172

—Paje de Copas.

—Reina de Copas.

—La Carroza. Mi baza es. Nueve de Bastos.

—Caballero de Bastos.

—As de Bastos. La baza al pozo va.

El despegue había sido fácil. Ahora Lorq e Idas piloteaban la nave. El resto de los tripulantes estaba reunido en la sala común.

Desde la rampa, Katin observaba a Tyy y Sebastian que jugaban una partida de naipes para dos.

Parsifal, el pobre loco, habiendo renunciado a los Arcanos Menores, ha de abrirse paso a través de las veintiuna cartas restantes de los Arcanos Mayores. Lo vemos al borde de un precipicio. Un gato blanco le desgarra el fondillo de los pantalones. Uno no sabe decir si caerá o echará a volar. Pero más adelante, hay una carta significativa, el Ermitaño, un anciano con un báculo y una linterna que al borde de ese mismo precipicio mira hacia abajo con tristeza…

—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó el Ratón. Sin cesar recorría con el dedo una raspadura en la pulida superficie de palo de rosa—. No me lo digas. Esas malditas cartas del Tarot…

—Estoy hablando de gestas, Ratón. Empiezo a pensar que mi novela podría ser una historia de caballeros andantes. —Volvió a subir el volumen del grabador—. Toma por ejemplo el arquetipo del Grial. Es curiosamente inquietante que todos los escritores que se consagraran a profundizar la verdadera leyenda del Grial hayan muerto prematuramente. Malory, Tennyson y Wagner, responsables de las versiones más populares, desvirtuaron a tal punto el material básico que en ellas la estructura mítica o es irreconocible o es inútil; acaso la razón por la que se salvaron del maleficio. Pero todos los relatos auténticos acerca del Santo Grial, el Conte du Graal de Chrétien de Troyes en el siglo XII, el ciclo sobre el Grial de Robert de Boron en el siglo XIII, el Parzival de Wolfram von Eschenbach, o la Faerie Queene de Spenser en el XVI, todos quedaron inconclusos por la muerte de sus autores. En las postrimerías del siglo XIX un norteamericano, creo, Richard Hovey, empezó a escribir un ciclo de once dramas sobre el Grial y murió antes de que el quinto estuviese terminado. El amigo de Lewis Carroll, George MacDonald dejó inconclusa su obra Origins of the Legend of the Holy Grail. Lo mismo sucedió con el ciclo de poemas de Charles William Taliessin through Logres. Y un siglo después…

—¡Quieres callarte! ¡Te juro, Katin, si pensara tanto como tú, me volvería loco!

Katin suspiró y apagó el grabador.

—Ah, Ratón, yo me volvería loco si pensara tan poco como tú.

El Ratón guardó el instrumento en el morral, cruzó los brazos sobre el cierre y apoyó la barbilla en el dorso de las manos.

—Oh, vamos, Ratón. Ya ves. He dejado de parlotear. No te enfurruñes. ¿Qué te deprime tanto?

—Mi siringa…

—Está bien, tiene una raspadura. Pero la has revisado una docena de veces y dijiste que funcionaría como siempre.

—No se trata del instrumento. —El Ratón arrugó la frente—. Lo que el Capitán hizo con… —Sacudió la cabeza al recordarlo.

—Oh.

—Pero tampoco es eso. —El Ratón se irguió.

—¿Qué, entonces?

El Ratón volvió a sacudir la cabeza.

—Cuando atravesé el vidrio roto para recuperarla…

Katin asintió.

—El calor era increíble allí afuera. Tres pasos, y no creí que pudiese llegar. Luego vi dónde se le había caído al Capitán, a mitad de camino barranca abajo. Así que entorné los ojos y seguí andando. Creí que el pie se me iba a calcinar, y debo de haber hecho la mitad del camino saltando en una pata. Como quiera que sea, cuando llegué, la recogí, y… entonces los vi.

—¿A Prince y Ruby?

—Ella trataba de subirlo a la rastra hasta las rocas. Cuando me vio se detuvo. Y yo tenía miedo. —Levantó la cabeza de entre las manos. Tenía los dedos crispados; uñas cortas y palmas oscuras—. Le apunté con la siringa, luz, sonido y olor, todo a la vez, fuerte. El Capitán no sabe cómo conseguir que la siringa haga lo que él quiere. Yo sé. Se quedó ciega, Katin. Y probablemente le reventé los tímpanos. El láser era tan directo que el pelo se le encendió, y luego el vestido…

—Oh, Ratón…

—¡Yo tenía miedo, Katin! Después de todo aquello entre el Capitán y ellos. Pero, Katin… —El susurro tropezó con toda clase de hojarasca en la garganta del Ratón—. No es bueno tener tanto miedo…

—Reina de Espadas.

—Rey de Espadas.

—Los Amantes. Mi baza es. As de Espadas.

—Tyy, ven y releva a Idas por un rato —llegó por el altoparlante la voz de Von Ray.

—Sí, señor. Tres de Espadas del pozo sale. Yo la Emperatriz dejo. Mi baza es. —Cerró las cartas y se alejó hacia la cabina de proyección.

Sebastian se desperezó.

—¿Eh, Ratón?