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Draco, Tritón, Infierno-3, 3172
—¡Eh, Ratón! Tócanos algo. —Uno de los mecánicos gritó desde el bar.
—¿Todavía no te enrolaste en ningún barco? —refunfuñó el otro—. Se te va a oxidar el enchufe espinal. A ver, haznos un número.
El Ratón dejó de pasar el dedo por el borde del vaso. Queriendo decir «no» empezó un «sí». En ese momento frunció el entrecejo.
Los mecánicos también.
Era un hombre viejo.
Era un hombre duro.
Cuando el Ratón puso la mano en el canto de la mesa, el despojo se tambaleó hacia adelante. La cadera golpeó con ruido el mostrador. Largos dedos de pie chocaron contra una pata de silla: la silla bailó sobre el embaldosado.
Viejo. Duro. La tercera característica que el Ratón advirtió: ciego.
Se bamboleó frente a la mesa del Ratón. Una mano subió en el aire: unas uñas amarillentas golpearon la mejilla del Ratón. (¿Patas de araña?).
—Tú, muchacho…
El Ratón escudriñó las perlas detrás de los párpados trémulos, rugosos.
—Tú, muchacho. ¿Sabes cómo fue?
Tiene que ser ciego, pensó el Ratón. Se mueve como un ciego. La cabeza implantada en el cuello hacia adelante como los ciegos. Y los ojos…
El viejo chiflado alargó a tientas la mano, tomó una silla, y la arrastró hasta él. Cuando se dejó caer en el asiento, la silla rechinó.
—¿Sabes cómo era, cómo era a la vista, al tacto, qué olor tenía… lo sabes?
El Ratón negó con la cabeza; los dedos tamborilearon sobre la mejilla.
—Estábamos zarpando, muchacho, con los trescientos soles de las Pléyades centelleando a nuestra izquierda como una charca de leche enjoyada, y todo el manto de negrura a nuestra derecha. La nave era yo; yo era la nave. Con estos artefactos… —hizo sonar contra la mesa los enchufes de las muñecas: clic— yo estaba acoplado a mi pala proyectora. Entonces —la pelambre de la barbilla subía y bajaba junto con las palabras— en el centro mismo de la oscuridad ¡una luz! Irrumpió en las cámaras de proyección donde yacíamos, se adueñó de nuestros ojos y no los soltó más. Fue como si el universo se desgarrase y el día todo bramase alrededor. No quise desconectar el alimentador sensorio. No quise apartar la mirada. Todos los colores que te puedas imaginar estaban allí, pintarrajeando la noche. Y por último las ondas de choque: ¡hasta las paredes cantaron! La inductancia magnética osciló por encima de la nave, y poco faltó para que nos hiciera saltar en pedazos. Pero ya era demasiado tarde. Yo estaba ciego. —Se reclinó en la silla—. Estoy ciego, muchacho. Pero es una ceguera muy extraña; puedo verte. Soy sordo; pero si me hablases, podría comprender casi todo. Las terminaciones de los nervios olfativos están muertas, y las papilas de mi lengua. —La mano se apoyó de plano en la mejilla del Ratón—. No puedo sentir la textura de tu cara. También mató casi todas las terminaciones de los nervios táctiles. Tu piel es tersa, ¿o cerdosa y cartilaginosa como la mía? —Rió mostrando dientes amarillos en encías rojas, muy rojas—. Dan es un ciego muy raro. —La mano se deslizó por el jubón del Ratón, se prendió a los cordones—. Muy raro, sí. La mayoría de los ciegos vive en tinieblas. Yo tengo fuego en los ojos. Tengo en mi cabeza todo ese sol en explosión. La luz fustigó los conos y barras de mi retina con un estímulo incesante, redondeó un arco iris y me colmó cada una de las cuencas. Eso es lo que ahora veo, y ahora tú, aquí apenas tu contorno, allí tu relieve, un espectro solarizado a través de mi infierno. ¿Quién eres?
—Pontichos. —La voz del Ratón chirrió, como lana con arena—. Pontichos Provechi.
El semblante de Dan se torció en una mueca.
—Tu nombre es… ¿cómo dijiste? Me parte la cabeza en mil pedazos. Tengo un coro emboscado en los oídos que me grita en el cráneo veintiséis horas al día. Las terminaciones nerviosas emiten estática, el estertor postrero de ese sol que agoniza desde entonces. Por encima de eso, apenas puedo oír tu voz, como el eco de alguien que vocifera a cien metros. —Dan tosió y se reclinó con fuerza en el respaldo—. ¿De dónde eres? —Se limpió la boca.
—De aquí de Draco —dijo el Ratón—. Tierra.
—¿Tierra? ¿Dónde? ¿América? ¿Vienes de una casita blanca en una calle arbolada con una bicicleta en el garaje?
Oh, sí, pensó el Ratón. Es ciego, y sordo por añadidura.
La dicción del Ratón era buena, pero nunca se había preocupado por el acento.
—Yo. Yo soy de Australia. De una casa blanca. Vivía justo en las afueras de Melbourne. Árboles. Tenía una bicicleta. Pero eso fue hace mucho tiempo. Mucho tiempo ¿no, muchacho? ¿Conoces Australia, en Tierra?
—De paso.
El Ratón se removió en la silla, pensando cómo podría escabullirse.
—Sí. Así fue la cosa. ¡Pero tú no sabes, muchacho! No puedes saber lo que es andar a tientas toda la vida con una nova clavada en el cerebro, recordando Melbourne, recordando la bicicleta. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
El Ratón miró la ventana a la izquierda, la puerta a la derecha.
—No puedo recordarlo. El sonido de ese sol borra todo lo demás.
Los mecánicos, que hasta entonces habían estado escuchando, volvieron al bar.
—¡Ya no recuerdo nada!
En otra mesa una mujer de cabellos negros reanudó un juego de naipes con el compañero rubio.
—¡Oh, me han mandado a los médicos! Ellos dicen que si extirpan los nervios, ópticos y auditivos, los cortan al ras en el cerebro, el rugido, la luz… ¡podría cesar! ¿Podría? —Se llevó las manos a la cara—. Y las sombras del mundo que percibo, ellas cesarían también. ¡Tu nombre! ¿Qué nombre tienes?
El Ratón preparó las palabras en la boca junto con, discúlpeme, ¿eh?, tengo que marcharme.
Pero Dan tosió, se agarró las orejas.
—¡Ahhh! ¡Aquel fue un viaje cochino, un viaje perro, un viaje para moscas! La nave era el Roc y yo iba como ciborg del Capitán Lorq Von Ray. El Capitán nos llevó —Dan se inclinó sobre la mesa— así de cerca —el pulgar rozó al índice—, así de cerca del infierno. Y nos trajo de vuelta. Lo puedes maldecir, y maldecir al ilirión por eso, muchacho, quienquiera que seas. ¡De dondequiera que seas!
Dan ladró, se echó hacia atrás; las manos le saltaban sobre la mesa.
El cantinero echó una mirada. Alguien pidió por señas un trago. La boca del cantinero se endureció, pero se volvió, meneando la cabeza.
—El dolor —la barbilla de Dan se hundió—, cuando has vivido con él un tiempo suficiente, ya no es dolor. Es otra cosa. ¡Lorq Von Ray está loco! Nos llevó tan cerca del borde de la muerte como le fue posible. Ahora me ha abandonado, nueve décimas de cadáver, aquí en los confines del Sistema Solar. Y adonde se ha ido. —Dan resolló. Algo le trepidó en los pulmones—. ¿Dónde irá ahora el ciego Dan?
Aferró bruscamente los bordes de la mesa.
—¿Adónde podría ir Dan?
El vaso del Ratón rodó, se hizo añicos en la piedra.
—¡Dímelo!
Sacudió la mesa otra vez. El cantinero se acercaba.
Dan se puso de pie, derribando la silla, y se frotó los ojos con los nudillos. Dio dos pasos vacilantes a través del torrente de sol que bañaba el piso. Dos más. Los últimos dejaron largos rastros parduscos.
La mujer de cabellos negros contuvo el aliento. El hombre rubio recogió las cartas.
Uno de los mecánicos iba a adelantarse, pero el otro le tocó el brazo.
Los puños de Dan golpearon con fuerza las puertas de vaivén. Se había marchado.
El Ratón miró alrededor. Vidrio contra piedra otra vez, pero más débil. El cantinero se había enchufado la aspiradora a la muñeca y la máquina siseaba sobre la suciedad y los fragmentos ensangrentados.
—¿Quieres otro trago?
—No —murmuró desde la estropeada laringe la voz del Ratón—. No, suficiente. ¿Quién era ése?
—Fue uno de los acoples-ciborg a bordo del Roc. Hace una semana que anda molestando por aquí. En muchos lugares lo echan ni bien asoma. ¿Por qué te cuesta tanto enrolarte?
—No tengo antecedentes en travesías largas —sonó en un áspero murmullo la voz del Ratón—. Hace apenas dos años que obtuve mi certificado. Desde entonces estuve en una pequeña empresa carguera haciendo el recorrido triangular de cabotaje del Sistema Solar.
—Podría darte toda clase de consejos. —El cantinero se desenchufó la aspiradora de la muñeca—. Pero me abstendré. Que Ashton Clark te acompañe.
Sonrió, torciendo la cara y volvió a instalarse detrás del mostrador.
El Ratón no se sentía cómodo. Enganchó un pulgar moreno bajo la correa de cuero que le cruzaba el hombro, se puso de pie y fue hacia la puerta.
—Eh, Ratón, a ver. Tócanos algo.
La puerta se cerró detrás de él.
Draco, Tierra, Estambul, 3164
El sol encogido yacía como oro mellado sobre las montañas. Neptuno, inmenso en el cielo, derramaba luces de color en la llanura. Y un kilómetro más allá las moles de las naves estelares descansaban en los fosos de reparación.
El Ratón echó a andar a lo largo de la rambla de bares, hoteles baratos y sitios para comer. Desocupado y sin ilusiones, había estado en casi todos, tocando a cambio de albergue, durmiendo en el rincón de un cuarto cualquiera cuando lo arrastraban a amenizar una de esas fiestas que duran toda la noche. De acuerdo con su certificado, no era lo que tendría que estar haciendo. Tampoco era lo que él quería hacer.
Caminó a lo largo del entarimado que bordeaba Infierno-3.
Para que la superficie del satélite fuera habitable, la comisión de Draco había instalado hornos de ilirión que fundían el núcleo de la luna. Con la temperatura de un otoño moderado en la superficie, las rocas generaban espontáneamente la atmósfera. Una ionosfera artificial la retenía. Las otras manifestaciones de esa reciente fusión del núcleo eran los Infiernos-3 a -52, grietas volcánicas que se habían abierto en la corteza de la luna. Infierno-3 tenía casi cien metros de ancho, el doble de profundidad (un gusano flamígero se asaba en el fondo), y diez kilómetros de longitud. Bajo la pálida noche, el cañón chisporroteaba y humeaba.
Cuando el Ratón pasó junto al abismo, el aire caliente le acarició la mejilla. Iba pensando en el ciego Dan. Iba pensando en la noche que se extendía más allá de Plutón, más allá de las estrellas llamadas Draco. Y tenía miedo. Palpó el morral de cuero que le colgaba del hombro.
A los diez años, el Ratón había robado ese morral. El morral guardaba lo que él más amaría en la vida.
Aterrorizado, huyó de los quioscos de música bajo las bóvedas blancas, entre los tenderetes malolientes de piel de cordero. Apretando el morral contra el vientre, saltó por encima de una caja rota de pipas de espuma de mar, desparramadas sobre la piedra polvorienta; pasó por debajo de otra arcada, y corrió veinte metros como una flecha entre la muchedumbre que iba y venía por la Alameda Áurea, donde unos escaparates de terciopelo resplandecían de oro y de luz. Esquivó a un muchacho que balanceando una bandeja cargada de vasos de té y tazas de café le iba pisando los talones. En el momento en que el Ratón apartaba el cuerpo, la bandeja voló por los aires; el té y el café se sacudieron, pero no se derramó una sola gota. El Ratón siguió corriendo.
Un poco más adelante, pasó junto a una montaña de zapatillas bordadas.
Luego los zapatos de lona del Ratón volvieron a pisar el empedrado roto, y el barro lo salpicó. Se detuvo, jadeando, y miró hacia arriba.
No más bóvedas. Una llovizna flotaba a la deriva entre los edificios. Apretó con más fuerza el morral, se ensució la cara mojada con el dorso de la mano, y empezó a subir por la calle, que se perdía en una curva.
La Torre Quemada de Constantino, podrida, las costillas al aire, y negra, emergió repentinamente del parque de automóviles. El Ratón llegó a la calle principal; la gente iba y venía chapoteando en la fina película de agua sucia que cubría las piedras. El cuero del morral le sudaba sobre la piel.
¿Buen tiempo? Habría ido retozando por los atajos de las callejas menos frecuentadas. Pero en cambio siguió por la avenida principal, aprovechando en parte la protección del monorriel. Se abrió paso entre los hombres de negocios, los estudiantes, los mandaderos.
Una zorra retumbó sobre el empedrado. El Ratón se arriesgó y de un salto subió a la plataforma amarilla. El conductor le sonrió (medialuna creciente salpicada de oro en una cara morena) y lo dejó quedarse.
Diez minutos después, con el corazón todavía agitado, el Ratón saltó del vehículo y se escabulló por el atrio de la Nueva Mezquita. Bajó la llovizna, unos pocos hombres se lavaban los pies en las bateas de piedra del muro. Dos mujeres salieron por la puerta de vaivén de la entrada, rescataron sus zapatos, y bajando los peldaños relucientes se alejaron de prisa bajo la lluvia.
Una vez, el Ratón le había preguntado a Leo cuándo exactamente había sido construida la Nueva Mezquita. El pescador de la Federación de las Pléyades, que siempre caminaba con un pie descalzo, se había rascado la espesa cabellera rubia, contemplando los muros ahumados que se elevaban hasta las cúpulas y minaretes espigados.
—Alrededor de unos mil años atrás fue. Pero eso sólo un cálculo aproximado es.
Ahora el Ratón iba en busca de Leo.
Salió del atrio a la carrera y se escabulló entre los camiones, automóviles, palanquines y carretillas que pululaban a la entrada del puente. En el cruce, bajo un farol, entró por un portón de hierro y bajó de prisa los escalones. Embarcaciones pequeñas se entrechocaban en el lodo. Más allá de los botes, el agua color mostaza del Cuerno de Oro se henchía entre los pilotes y los muelles de los aliscafos. Más allá de la boca del Cuerno, a través del Bósforo, las nubes se habían abierto.
Unos sesgados rayos de luz iluminaban la estela de un trasbordador que surcaba las aguas rumbo a otro continente. El Ratón se detuvo en los escalones y contempló el estrecho rutilante cada vez más inundado de luz.
En el Asia brumosa las ventanas resplandecían sobre los muros de color arena. Eran los preliminares del fenómeno que dos mil años antes indujera a los griegos a llamar Crisópolis al sector asiático de la ciudad: Ciudad de Oro. Ahora se llamaba Uskudar.
—¡Eh, Ratón! —lo saludó Leo desde la cubierta de marquesina roja. Leo había entoldado la barca, y había instalado unas mesas de madera y unas barricas alrededor, como sillas. En una tina hervía el aceite ennegrecido, calentado por un viejo generador chorreado de grasa. Al lado, en un escurridor amarillo, había un montón de pescado. Les habían enganchado las agallas a la mandíbula inferior, de modo que cada pescado tenía en la cabeza una flor escarlata—. Eh, Ratón, ¿qué te traes?
En días más apacibles los pescadores, los trabajadores portuarios y los estibadores comían allí. El Ratón saltó por encima de la barandilla mientras Leo echaba dos pescados en la caldera. Una espuma amarilla burbujeó sobre el aceite.
—Lo conseguí… eso de que tú me hablabas. Lo conseguí… Es decir, creo que es eso de lo que tú me hablabas. Las palabras se atropellaban, ahogadas, vacilantes, ahogadas otra vez.
Leo, cuyo nombre, pelo y cuerpo fornido le habían sido otorgados por abuelos germanos (y que había adquirido esta elocución peculiar durante una infancia en las costas pesqueras de un mundo cuyas noches tenían diez veces más estrellas que las noches terrestres), pareció confundido. La confusión se transformó en asombro cuando el Ratón le tendió el morral de cuero.
Leo lo tomó con unas manos cubiertas de pecas.
—¿Seguro estás? Dónde tú…
Dos trabajadores subieron a la barca. Leo vio cruzar por el asombro del Ratón una sombra de alarma y pasó del turco al griego.
—¿Dónde tú esto encontraste?
La estructura de la frase era siempre igual en todas las lenguas.
—Lo robé.
Pese a que las palabras salían con bocanadas de aire a través de unas cuerdas vocales desencajadas, a los diez años el gitanillo huérfano hablaba una media docena de lenguas de la costa mediterránea con mucha mayor fluidez que la gente como Leo, que había aprendido con un hipnoinstructor.
Los albañiles, cubiertos por la suciedad de las herramientas electrónicas (y ojalá sólo conocieran el turco) se sentaron a la mesa masajeándose las muñecas y frotándose los enchufes espinales donde habían tenido conectadas las máquinas. Pidieron pescado.
Leo se inclinó y tiró hacia arriba. El aire relampagueó de plata, y el aceite rugió. Luego Leo se recostó contra la barandilla y abrió el respiradero.
—Sí. —Hablaba pausadamente—. Ninguno de la Tierra, mucho menos aquí, que existiera sabía. ¿De dónde tú lo sacaste?
—Lo conseguí en el bazar —explicó el Ratón—. Si se lo puede encontrar en la Tierra, se lo encuentra en el Gran Bazar.
No hacía más que repetir el adagio que había atraído a millones y millones a la Reina de las Ciudades.
—Eso decir oí —dijo Leo. Luego volvió al turco—: A estos caballeros el almuerzo tú dales.
El Ratón tomó la espumadera y sirvió el pescado en platos de plástico. Lo que fuera plata salió como oro. Los hombres sacaron pedazos de pan de las canastas de debajo de la mesa y comieron con las manos.
El Ratón extrajo del aceite los otros dos pescados y se los llevó a Leo, que seguía sentado en la barandilla, sonriéndole a la boca del morral.
—¿De esto imagen coherente puedo sacar? No sé. Desde que calamares-metano yo en las Colonias Lejanas pescaba, una de éstas en mis manos no he tenido. En ese entonces yo bastante bien tocar sabía. —El morral se abrió y Leo se quedó sin aliento—. ¡Hermosa es!
En las rodillas de Leo, sobre el cuero arrugado, podía ser un arpa, podía ser una computadora. Superficie de inductancia como en una teremina, trastes como en una guitarra, abajo y a un costado roncones cortos como de una cítara. En el otro lado sobresalían los largos roncones de bronce de una guitarrina. Algunas piezas estaban talladas en palo de rosa. Otras, fundidas en acero inoxidable. Las incrustaciones eran de plástico negro, y las almohadillas de felpa.
Leo dio vuelta el instrumento.
Las nubes se habían abierto un poco más.
La luz del sol se deslizó sobre las vetas de madera pulida, relampagueó en el acero. En la mesa los obreros hicieron tintinear sus monedas, luego miraron de soslayo. Leo inclinó la cabeza, afirmando. Los obreros pusieron el dinero sobre las tablas grasientas, e intrigados dejaron la barca.
Leo hizo algo con las clavijas. Se oyó un campanilleo cristalino; el aire tremoló; y desplazando el olor fétido de las sogas mojadas y la brea, una fragancia… ¿orquídeas? Hacía mucho tiempo, quizá a los cinco o seis años, el Ratón las había olido en los campos, a la orilla de un camino. (Había a la sazón una mujer corpulenta de falda floreada que quizá fuese Mamá, y tres hombres descalzos de grandes mostachos, y a uno de ellos tenía que llamarlo Papá, le habían dicho…). Sí, orquídeas.
La mano de Leo se movió; el trémolo fue un centelleo. Cascadas de luz caían del aire, se fundían en una luminosidad azul cuya fuente estaba allí, en algún lugar, entre ellos dos. El aroma se humedeció y fue rosas.
—¡Funciona! —roncó el Ratón.
—Mejor que la que yo tenía —asintió Leo—. La batería de ilirión casi muy nueva es. Esas cosas que en la barca tocar solía, todavía tocar podré, me pregunto. —Arrugó la cara—. No demasiado bueno será. Fuera de práctica estoy.
La perplejidad recompuso las facciones de Leo en una expresión que el Ratón nunca le había visto. La mano de Leo se cerró sobre la clavija de tonos.
Allí donde la luz había inundado el aire, la luminosidad se transformó en ella, hasta que ella volvió la cabeza y los miró por encima del hombro.
El Ratón parpadeó.
Era translúcida; y sin embargo mucho más real, pues el Ratón tenía que concentrarse para definir la barbilla, el hombro, el pie, el rostro, hasta que ella giró sonriendo, y le arrojó unas flores sorprendentes. Bajo la lluvia de pétalos el Ratón se agazapó y cerró los ojos. Había estado respirando con naturalidad, pero cuando inhaló esta vez, no pudo contenerse. Abrió la boca a los aromas, prolongando la inspiración hasta que el diafragma se le estiró bajo las costillas. El dolor entonces se arqueó debajo del esternón, y él tuvo que soltar el aire. De golpe. Luego comenzó el lento retorno…
Abrió los ojos.
Aceite, las amarillas aguas del Cuerno, légamo; pero ya no había capullos en el aire. Leo, la bota apoyada en el último travesaño de la baranda, jugueteaba con una perilla.
Ella se había ido.
—Pero… —El Ratón dio un paso adelante, se detuvo balanceándose sobre los dedos de los pies, la garganta convulsa—. ¿Cómo…?
Leo levantó la vista.
—¡Enmohecido estoy! Antaño, bastante bueno era. Pero mucho hace. Mucho tiempo. Una vez, una vez, esta cosa yo de veras tocar podía. —Leo… ¿podrías…? Quiero decir tú me dijiste… yo no sabía… yo no me imaginaba…
—¿Qué?
—¡Enseñarme! ¿Podrías… enseñarme?
Leo miró al confundido gitano a quien había favorecido aquí en los muelles, contándole cuentos de océanos y puertos de una docena de mundos. Estaba sorprendido.
Los dedos del Ratón se movían, nerviosos.
—¡Enséñame, Leo! ¡Ahora tienes que enseñarme! —La mente del Ratón saltó del alejandrino al árabe berberisco para encontrar por fin en el italiano la palabra exacta—. ¡Bellísimo, Leo! ¡Bellísimo!
—Bueno… —Ante la avidez del chico, Leo sintió lo que hubiera sido miedo si hubiese estado más familiarizado con el miedo.
El Ratón miró al objeto robado, con reverencia y terror.
—¿Puedes enseñarme a tocarlo? —Y entonces se atrevió. Lo levantó, delicadamente, de las rodillas de Leo. Y el miedo era una emoción con la que el Ratón había convivido durante toda su corta y azarosa vida.
Al inclinarse hacia el instrumento, no obstante, había iniciado el intrincado proceso de convertirse en él mismo. Perplejo, el Ratón volvió una y otra vez la siringa sensoria.
En lo alto de una calle enfangada que subía serpeando por una colina detrás de un portón de hierro, el Ratón trabajaba de noche llevando bandejas de café y salep desde la casa de té y entre las manadas de hombres que iban y venían junto a las estrechas puertas de vidrio y se agazapaban acechando a las mujeres que entraban.
Ahora el Ratón llegaba al trabajo cada vez más tarde. Se quedaba en la barca todo el tiempo que podía. Las luces del puerto parpadeaban en los muelles a lo largo de más de un kilómetro, y Asia se irisaba en la niebla mientras Leo le enseñaba dónde se ocultaba cada olor, color, forma, textura y movimiento en la siringa pulida. Los ojos y las manos del Ratón empezaron a abrirse.
Dos años más tarde, cuando Leo le anunció que había vendido la barca y estaba pensando en trasladarse al otro lado de Draco, quizás a Nuevo Marte para pescar rayas-polvo, ya el Ratón superaba al maestro en el arte de conjurar ilusiones.
Un mes después también el Ratón abandonaba Estambul; bajo las piedras chorreantes del Edernakapi esperó a que un camión quisiera llevarlo a la ciudad fronteriza de Ipsala. Atravesó a pie la frontera y entró en Grecia, se unió a un carromato rojo repleto de gitanos y durante el viaje volvió al romani, su lengua natal. Había estado tres años en Turquía. Al marcharse, lo único que llevaba consigo, además de la ropa que tenía puesta, era un pesado anillo-acertijo de plata demasiado grande para cualquiera de sus dedos… y la siringa.
Dos años y medio más tarde, cuando salió de Grecia, todavía conservaba el anillo. Se había dejado crecer dos centímetros la uña de un meñique, como los otros muchachos que pululaban por las calles sucias próximas al mercado de las pulgas de Monasteraiki, vendiendo alfombrillas, chucherías, o cualquier cosa que los turistas pudiesen comprar, justo a las puertas de la cúpula geodésica que techaba los dos kilómetros cuadrados del Mercado de Atenas; y llevaba la siringa.
El barco en el que era marinero zarpó del Pireo rumbo a Port Said, cruzó el canal y siguió viaje hacia su puerto de origen, Melbourne.
Cuando el Ratón volvió a embarcarse, esta vez con destino a Bombay, era uno de los números en el club nocturno del barco: Pontichos Provechi recrea para deleite de usted grandes obras de arte, musicales y gráficas, con acompañamiento perfumado. En Bombay desertó, se emborrachó a fondo (ya tenía dieciséis años), y anduvo por el sórdido malecón a la luz de la luna, tembloroso y enfermo. Juró que nunca más volvería a tocar sólo por dinero («¡Vamos, chico! Danos otra vez esos mosaicos de la cúpula de Santa Sofía antes de hacer el friso del Partenón… ¡y que se meneen!»). Regresó a Australia como marinero. Bajó a tierra con el anillo-acertijo, la uña larga, y un arete de oro en la oreja izquierda. Los marineros que cruzaban el Ecuador por el Océano índico tenían derecho a usar ese arete desde hacía mil quinientos años. El piloto le había perforado el lóbulo con hielo y una aguja para lona. Todavía conservaba la siringa.
Otra vez en Melbourne, tocó por las calles. Pasaba muchas horas en una cafetería frecuentada por estudiantes de la Academia de Astronáutica Cooper. Una muchacha de veinte años con la que entonces vivía le sugirió que asistiera a algunas de las clases.
—Vamos, consíguete algunos enchufes. Tarde o temprano los necesitarás, y te convendría aprender a usarlos en algo mejor que un empleo en una fábrica. A ti te gusta viajar. Mejor recorrer las estrellas que manejar una recolectora de basura.
Cuando al cabo rompió con la muchacha y se marchó de Australia llevaba su certificado de acople-ciborg para naves de cabotaje e intergalácticas. Todavía tenía el arete de oro, la uña del meñique, el anillo-acertijo… y la siringa.
Aun con un certificado era difícil engancharse en un viaje estelar directamente desde Tierra. Durante un par de años trabajó en una pequeña línea comercial que recorría el Triángulo Mutante: Tierra a Marte, Marte a Ganimedes, Ganimedes a Tierra. Pero ya entonces en los ojos negros del Ratón centelleaban las estrellas distantes. Pocos días después de su decimoctavo cumpleaños (o al menos el día que la muchacha y él habían elegido como fecha de cumpleaños, allá en Melbourne) se embarcó furtivamente en un viaje a la segunda luna de Neptuno; de allí las grandes líneas comerciales zarpaban hacia los mundos de todo Draco, la Federación de las Pléyades, y las Colonias Lejanas. Ahora el anillo-acertijo le quedaba justo.
Draco, Tritón, Infierno-3, 3172
El Ratón caminaba por el borde de Infierno-3, haciendo repiquetear el tacón de la bota, el pie descalzo silencioso (como en otra ciudad, en otro mundo, había caminado Leo). Ésta era la adquisición del último viaje. Los tripulantes de caída libre de las naves interplanetarias aprendían a manejar los dedos de un pie, algunas veces de los dos, hasta rivalizar con las manos desmañadas de otros marineros, y ese pie lo llevaban siempre descalzo. Los cargueros comerciales interestelares tenían gravedad artificial, que no ayudaba al desarrollo de esas habilidades.
Cuando el Ratón pasó balanceándose por debajo de un plátano, las hojas rugieron en el viento tibio. De pronto, el Ratón tropezó, se tambaleó, se sintió atrapado, y lo hicieron girar en redondo.
—Cara de ratón atolondrado…
Una mano le aferraba el hombro y lo mantenía de viva fuerza a una brazada de distancia. El Ratón alzó los ojos y encontró la mirada parpadeante del hombre.
Alguien había intentado partirle la cara de una cuchillada. La cicatriz zigzagueaba desde el mentón, rozaba la comisura de los gruesos labios, subía por los músculos de la mejilla —el ojo amarillo estaba milagrosamente vivo— y atravesaba la ceja izquierda; allí donde desaparecía en pelambre roja y ensortijada, ardía una llamarada de un amarillo más sedoso. La carne se incrustaba en la cicatriz como cobre batido en una veta de bronce.
—¿Por qué no miras por donde caminas, muchacho?
—Disculpe…
El jubón del hombre lucía el disco de oro de un oficial.
—Supongo que iba distraído…
Una masa de músculos se movió en la frente. Los tendones de la mandíbula inferior se dilataron. El ruido empezó a formarse detrás de la cara, se derramó. Era una carcajada, poderosa y despectiva.
El Ratón sonrió, odiándose.
—Supongo que no miraba por donde iba.
—Supongo que no.
Dos veces más cayó la mano sobre el hombro del Ratón. El capitán meneó la cabeza y se alejó de prisa.
Turbado y alerta, el Ratón reanudó la marcha.
Luego se detuvo y volvió la cabeza. En el disco de oro que el capitán llevaba en el hombro izquierdo, estaba inscrito el nombre de Lorq Von Ray. La mano del Ratón tanteó el morral que le colgaba del hombro.
Se echó hacia atrás el pelo negro que le había caído sobre la frente, miró alrededor, y trepó a la baranda. Enganchó la bota y el pie en el travesaño inferior, y sacó la siringa.
Llevaba el jubón ceñido a medias, y apoyó el instrumento contra los músculos pequeños y definidos del pecho. La cara del Ratón se inclinó; las largas pestañas se cerraron, la mano anillada y de dedos juntos avanzó hacia las superficies de inductancia.
El aire se pobló de imágenes trémulas…