4
El Ratón sacó de debajo de la cucheta el morral de cuero y se lo colgó del hombro.
—… tu siringa sensoria.
Se abrió la puerta corrediza y el Ratón quedó de pie en el último de los tres escalones, por encima de la alfombra azul de la sala común del Roc.
Una escalera ascendía en espiral en medio de una cascada de sombras: bajo las luces del cielo raso, unas retorcidas lenguas de metal enviaban relámpagos a los tabiques y a las hojas de los filodendros que se reflejaban en los mosaicos.
Katin ya estaba sentado delante del tablero de ajedrez tri-D y colocaba las piezas. Una última torre se insertó en su rincón con un chasquido, y la silla burbuja, un globo de glicerina gelatinizada que se adaptaba al cuerpo, rebotó muellemente.
—Bueno, ¿quién será el primero en jugar conmigo?
El Capitán Von Ray apareció en lo alto de la escalera de caracol. Cuando empezó a bajar, una imagen refleja triturada se derramó por el mosaico.
—¿Capitán? —Katin levantó la barbilla—. ¿Ratón? ¿Quién acepta la primera partida?
Tyy y Sebastián entraron por la puerta abovedada y cruzaron la rampa sobre la piscina de bordes de piedra caliza que ocupaba un tercio del salón.
Una brisa.
El agua onduló. Un aleteo de oscuridad sobre ellos.
—¡Abajo! —La voz de Sebastián.
El brazo de Sebastián saltó en la articulación y las bestias giraron en las trabillas de acero. Los pajarracos cayeron como piltrafas a sus pies.
—¿Sebastián? ¿Tyy, juegas? —Katin se volvió hacia la rampa—. En otros tiempos me apasionaba, pero le he perdido un poco la mano. —Miró hacia lo alto de la escalera, volvió a tomar la torre y examinó el cristal de núcleo negro—. Dígame una cosa, Capitán, ¿estas piezas son originales?
Al pie de la escalera, Von Ray arqueó las cejas rojas.
—No.
Katin sonrió.
—Oh.
—¿De qué son? —El Ratón cruzó la alfombra y miró por encima del hombro de Katin—. Nunca había visto piezas semejantes.
—Un estilo muy curioso para piezas de ajedrez —observó Katin—. República de Vega. Pero se lo ve a menudo en muebles y arquitectura.
—¿Dónde queda la República de Vega?
El Ratón levantó un peón; dentro del cristal, un sistema solar, una gema en el centro, alrededor de un plano inclinado.
—Ya no está en ninguna parte. Hubo una insurrección en el dos mil ochocientos, cuando Vega intentó separarse de Draco. Y fracasó. El arte y la arquitectura de ese período han sido adoptados por nuestros intelectuales más exquisitos. Supongo que hubo un cierto heroísmo en todo el asunto. Sin duda hicieron lo imposible por ser originales, el último baluarte de la autonomía cultural y esas cosas. Pero ha terminado por convertirse en una especie de amable juego de salón para descubrir influencias. —Tomó otra pieza—. A mí sin embargo me gusta. No se puede negar que tuvieron tres músicos de oro y un poeta increíble. Aunque sólo uno de los músicos tuvo algo que ver con la insurrección. Pero la mayoría de la gente no lo sabe.
—¿Fuera de broma? —dijo el Ratón—. Está bien. Jugaré contigo una partida. —Fue al otro lado del tablero y se sentó en la glicerina verde—. ¿Cuál eliges, negro o amarillo?
Von Ray pasó la mano por encima del hombro del Ratón para alcanzar el dispositivo que había aflorado en el brazo del asiento, y apretó un microconmutador.
Las luces del tablero se apagaron.
—Eh, ¿por qué…? —El áspero murmullo del Ratón se apagó en una nota de contrariedad.
—Toma tu siringa, Ratón —Lorq se volvió a la roca tallada sobre los azulejos amarillos—. Si te pidiera una nova, Ratón, ¿qué harías? —Se sentó sobre una saliente de piedra.
—No sé. ¿Qué quiere decir?
El Ratón sacó el instrumento del morral. El pulgar recorrió el teclado. Los dedos tantearon la placa de inductancia; la larga uña titubeó sobre el rosado.
—Te lo pido ahora. Haz una nova.
El Ratón reflexionó un instante. Luego:
—Está bien —y su mano saltó.
Un rumor sordo y prolongado siguió al resplandor. Los colores tras la postimagen enturbiaron la vista, giraron en una esfera cada vez más pequeña, desaparecieron.
—¡Abajo! —decía Sebastián—. Ahora abajo…
Lorq se echó a reír.
—No está mal. Ven aquí. No, trae tu arpa infernal. —Se corrió en la roca para hacerle sitio—. Enséñame cómo funciona.
—¿Que le enseñe a tocar la siringa?
—Eso es.
Hay expresiones que se forman en la cara; hay otras que se forman dentro, y los labios y los párpados se estremecen apenas.
—No acostumbro a permitir que la gente juegue con ella. —Labios y párpados temblaron.
—Enséñame.
La boca del Ratón se estiró. Dijo:
—Déme la mano. —Cuando ponía los dedos del capitán sobre el puente del teclado de imagen-resonancia, una luz azul brilló delante de ellos—. Ahora mire aquí. —El Ratón le señaló el frente de la siringa—. Detrás de estas tres clavijas lenticulares hay rejillas holográmicas. Enfocan la luz azul y dan una imagen tridimensional. Desde aquí se controla la luminosidad y la intensidad. Adelante la mano.
La luz aumentó…
—Ahora retroceda.
… y se atenuó.
—¿Cómo consigues una imagen?
—A mí me llevó un año aprenderlo, Capitán. Ahora bien, estas cuerdas controlan el sonido. No son notas diferentes; son diferentes texturas sonoras. El tono se cambia acercando o alejando los dedos. Así. —Tañó una cuerda de bronce y unas voces humanas se diluyeron, glissando, en discordancia subsónica—. ¿Quiere oler el lugar? Aquí atrás. Esta clavija controla la intensidad de la imagen. Puede conseguir que el conjunto sea altamente direccional mediante…
—Supongamos, Ratón, que es el rostro de una muchacha lo que quiero recrear; el sonido de su voz pronunciando mi nombre; también su perfume. Ahora tengo tu siringa en mis manos. —Levantó el instrumento del regazo del Ratón—. ¿Qué he de hacer?
—Practicar. Mire, Capitán, en realidad no me gusta que otra gente ande tocando mi siringa…
Extendió la mano.
Lorq la puso fuera del alcance del Ratón. Luego se echó a reír.
—Aquí la tienes.
El Ratón tomó la siringa y volvió de prisa al tablero de ajedrez. Sacudió el morral y guardó el instrumento.
—Practicar —repitió Lorq—. No tengo tiempo. No si quiero llegar antes que Prince Red a ese ilirión, ¿eh?
—¿Capitán Von Ray?
Lorq alzó la mirada.
—¿Nos explicará qué pasa?
—¿Qué quieren saber?
La mano de Katin pendía sobre el interruptor que activaba el tablero de ajedrez.
—¿Adónde vamos? ¿Cómo llegaremos? ¿Y por qué?
Al cabo de un momento, Lorq se incorporó.
—¿Qué me estás preguntando, Katin?
El tablero se encendió, iluminando la barbilla de Katin.
—Usted disputa una carrera, y el adversario es Transportes Red Limitada. ¿Cuáles son las reglas? ¿Cuál es el premio?
Lorq sacudió la cabeza.
—Prueba otra vez.
—Está bien. ¿Cómo conseguimos el ilirión?
—Sí, ¿cómo lo conseguimos? —La voz suave de Tyy les hizo volver la cabeza. Al pie del puente, junto a Sebastián, había estado barajando el mazo de cartas. Se interrumpió cuando la miraron—. ¿En el incandescente sol, zambullirnos? —Meneó la cabeza—. ¿Cómo, Capitán?
Las manos de Lorq cubrieron los nudos óseos de sus rodillas.
—¿Lynceos? ¿Idas?
De dos paredes opuestas colgaban dos marcos dorados de unos dos metros. En el que estaba sobre la cabeza del Ratón, Idas yacía de costado bajo las luces de la computadora. Del otro lado de la sala, en el otro marco, el cabello y las pestañas relucientes, el pálido Lynceos estaba enroscado sobre los cables.
—Mientras navegamos, no dejéis de escuchar.
—Está bien, Capitán —masculló Idas, como un hombre que habla en sueños.
Lorq se puso de pie y cruzó las manos.
—Hacía muchos años que no preguntaba eso. El que me dio la respuesta fue Dan.
—¿El ciego Dan? —dijo el Ratón.
—¿Dan el que saltó? —Katin.
Lorq asintió.
—En vez de este enorme carguero —miró hacia arriba, las estrellas falsas que tachonaban el cielo raso alto y oscuro para recordarles que aunque rodeados de piscinas, helechos y figuras de piedra, navegaban entre mundos— yo tenía entonces un yate de carrera en el que Dan trabajaba de acople. Una noche, en París, me demoré demasiado en una fiesta, y Dan me llevó de vuelta a Ark. Hizo el vuelo a solas conmigo. Mi otro acople, un muchacho universitario, tuvo miedo y huyó. —Sacudió la cabeza—. Mejor así. Pero en eso estaba. ¿Cómo conseguir ilirión suficiente para derrocar a Transportes Red antes que ellos nos derroquen a nosotros? ¿Cuánta gente hubiera querido saberlo? Se lo mencioné a Dan una noche mientras bebíamos cerca del amarradero de yates. ¿Sacarlo de un sol? Dan se metió el pulgar en el cinturón y miró uno de los iris de viento que se dilataba sobre el bar y dijo: «Una vez estuve en una nova». —Lorq paseó una mirada por la sala—. Me hizo saltar de mi asiento y escuchar.
—¿Qué le pasó a Dan? —preguntó el Ratón.
—¿Cómo fue que duró lo bastante para meterse en otra? Eso es lo que quiero saber. —Katin devolvió la torre al tablero y se repantigó en la gelatina—. A ver: ¿cómo asistió Dan a esos fuegos de artificio?
—Era tripulante de una nave que llevaba provisiones a un puesto de estudio del Instituto Alkane, cuando estalló la estrella.
El Ratón se volvió para mirar a Tyy y a Sebastián que escuchaban desde los escalones al pie de la rampa. Tyy barajaba otra vez los naipes.
—Al cabo de mil años de estudio, de cerca y de lejos, es un poco exasperante ver qué poco sabemos de lo que ocurre en el centro de la catástrofe estelar más calamitosa. La estructura misma de la estrella se mantiene invariable, sólo que la organización de la materia dentro de la estrella se desbarata en un proceso que todavía no comprendemos. Bien podría ser el efecto de mareas sucesivas. Hasta podría ser una travesura del demonio de Maxwell. Los procesos más prolongados que han podido observarse han sido de un año y medio, pero siempre se los descubrió cuando ya estaban en marcha. El tiempo real que tarda una nova en alcanzar la intensidad máxima a partir del momento en que estalla es de unas pocas horas. En el caso de una supernova (y sólo hay dos en los anales de nuestra galaxia, una en el siglo XIII en Cassiopeia, y una estrella innominada en el dos mil cuatrocientos y ninguna pudo ser estudiada de cerca), el estallido dura quizá dos días; en una supernova la luminosidad aumenta varios centenares de miles de veces. La perturbación de luz y radio resultante de una supernova es mayor que la luz conjunta de todas las estrellas de la galaxia. El Instituto Alkane pudo descubrir otras galaxias sólo porque una supernova estalló en medio de ellas, y la aniquilación de un solo astro hizo visible toda una galaxia de varios miles de millones de estrellas.
Las cartas de Tyy volaban de una mano a la otra.
Sebastián preguntó:
—¿Qué a Dan le sucedió? —Tironeó de las riendas de los pajarracos para acercarlos a sus rodillas.
—La nave dejó atrás la estación y atravesó el centro del sol en la primera hora de implosión, y luego salió por el otro lado.
Los ojos amarillos se clavaron en Katin. En aquellas facciones desfiguradas no era fácil descifrar las emociones de Lorq.
Katin, acostumbrado a las lecturas difíciles, dejó caer los hombros y trató de hundirse en la silla.
—Sólo contaron con unos pocos segundos. Todo cuanto el capitán pudo hacer fue interrumpir la alimentación sensoria que recibían los acoples.
—¿A ciegas volaban? —preguntó Sebastián.
Lorq asintió.
—Esa fue una de las novas en que estuvo Dan antes de conocerlo a usted, la primera —confirmó Katin.
—Así es.
—¿Qué sucedió en la segunda?
—Algo más acerca de lo que sucedió en la primera. Yo fui al Alkane y estudié todo el asunto. En el casco de la nave se veían las cicatrices del bombardeo de materia flotante, que ocurrió en el momento en que atravesaban el centro de la nova. La única sustancia capaz de desprenderse y flotar en el área de protección de la nave tiene que haber sido materia nuclear casi sólida del centro del sol. Elementos de núcleos inmensos, por lo menos tres o cuatro veces mayores que el del uranio.
—¿Quiere decir que la nave fue bombardeada con meteoros de ilirión? —preguntó el Ratón.
—Lo que ocurrió en la segunda nova —Lorq volvió a mirar a Katin—, fue que después de organizar nuestra expedición en el secreto más absoluto (ya el Alkane, con la ayuda de mi tía, había localizado una nueva nova, sin que nadie sospechara el móvil del viaje), y una vez la nave lanzada y en camino, traté de recrear con la mayor fidelidad posible las condiciones originales del primer accidente, cuando la nave de Dan cayó en el sol, y volaba a ciegas. Ordené a los tripulantes que desconectaran la alimentación sensoria en las cabinas de percepción. Dan desobedeció las órdenes; decidió echar una ojeada a lo que no había visto la primera vez. —Lorq se puso de pie y dio la espalda a los tripulantes—. Ni siquiera estábamos en una área peligrosa. De pronto, advertí que una de las palas batía como enloquecida. Luego oí gritar a Dan. —Dio media vuelta y los enfrentó—. Salimos de allí y volvimos rengueando a Draco y nos dejamos llevar hasta Sol por la marea en reflujo y aterrizamos en la Estación Tritón. El secreto dejó de serlo hace dos meses.
—¿Secreto? —preguntó Katin.
El rictus que era la sonrisa de Lorq afloró en los músculos de la cara.
—Ya no. Preferí descender en la Estación Tritón de Draco en vez de buscar refugio en las Pléyades. Despedí a la tripulación con instrucciones de contar todo lo que sabían al mayor número posible de personas. Dejé que ese loco merodeara por el puerto hablando con todos hasta que Infierno-3 se lo tragó. Esperé. Esperé, y al fin lo que yo esperaba llegó. Entonces os enganché en las afueras del puerto. Dije lo que iba a hacer. ¿A quién se lo contasteis? ¿Cuántos oyeron lo que dije? ¿A cuántos murmurasteis mientras os rascabais las cabezas: «Cosa rara lo que quiere hacer, mm»? —La mano de Lorq se anudó alrededor de una espiga de piedra.
—¿Qué esperaba?
—Un mensaje de Prince.
—¿Le llegó?
—Sí.
—¿Qué decía?
—¿Importa acaso? —Lorq dejó escapar un ruido cercano a la risa. Sólo que le subía del estómago—. Todavía no lo he escuchado.
—¿Por qué no? —preguntó el Ratón—. ¿No quiere saber qué le dice?
—Yo sé lo que hago. Eso me basta. Regresaremos al Alkane y localizaremos otra… nova. Mis matemáticos han pergeñado unas dos docenas de teorías que podrían explicar el fenómeno que nos permite entrar en el sol. En todas ellas el efecto se invertirá al final de esas pocas primeras horas en que la luminosidad de la estrella alcanza su intensidad máxima.
—¿Cuánto una nova en extinguirse tarda? —preguntó Sebastián.
—Unas pocas semanas, tal vez dos meses. Una súper-nova puede demorar hasta dos años en consumirse.
—El mensaje —dijo el Ratón—. ¿No quiere saber lo que dice Prince?
—¿Vosotros queréis?
De pronto Katin se inclinó sobre el tablero.
—Sí.
Lorq rió.
—Está bien.
Cruzó la sala a grandes trancos. Una vez más tocó el panel en el sillón del Ratón.
En el marco más grande, la fantasía lumínica se apagó en un óvalo de dos metros, bordeado de hojas doradas.
—Ajá. ¡Así que esto estuviste haciendo todos estos años! —dijo Prince.
El Ratón observó las mandíbulas descarnadas, y las suyas se le cerraron de golpe; alzó la vista hasta el cabello fino que coronaba la frente ancha de Prince, y su propia frente pe puso tensa. Adelantó el torso en el sillón, retorciendo los dedos, modelando, como en una siringa, la nariz afilada, los abismos de azul.
Los ojos de Katin se dilataron. Los talones de sus sandalias se clavaron en la alfombra cuando, involuntariamente, quiso retroceder.
—No sé qué te propones conseguir. Ni me importa. Pero…
—¿Ese Prince es? —murmuró Tyy.
—… fracasarás. Créeme. —Prince sonrió.
Y el murmullo de Tyy se transformó en un jadeo.
—No. Ni siquiera sé adonde vas. Pero, alerta. Yo llegaré primero. Entonces… —levantó la mano enguantada de negro—… atención. —Adelantó la mano hasta que la palma ocupó toda la pantalla. Los dedos se agitaron; hubo un tintineo de vidrios…
Tyy ahogó un grito.
Prince había chasqueado el dedo contra la lente de la cámara de mensajes, haciéndola añicos.
El Ratón miró de soslayo a Tyy; la mujer había dejado caer los naipes.
Las bestias sujetas a las trabillas aletearon; el viento diseminó los naipes por la alfombra.
—Espera —dijo Katin—. ¡Yo las recogeré! —Se inclinó hacia adelante y con sus brazos desgarbados las levantó del suelo.
Lorq había empezado a reírse otra vez.
Una carta se dio vuelta sobre la alfombra, a los pies del Ratón. Tridimensional dentro del metal laminado, un sol fulguraba sobre un mar negro. Por encima del malecón, el cielo era una llama viva. En la playa, dos niños desnudos se tomaban de las manos. El moreno guiñaba los ojos contra el sol, el rostro sorprendido y luminoso. El rubio miraba las sombras sobre la arena.
La risa de Lorq, como explosiones múltiples, resonaba en la sala.
—Prince ha aceptado el desafío. —Palmeó la piedra—. ¡Bien! ¡Muy bien! Oíd, ¿nos encontraremos un día bajo el sol en llamas? —Levantó la mano, un puño—. Puedo sentir la garra de Prince. ¡Bueno! ¡Sí, bueno!
El Ratón recogió el naipe con presteza, miró al capitán y luego a la pantalla visora donde las cambiantes tonalidades policromáticas habían reemplazado la cara, la mano. (Y allí, en paredes opuestas, estaban el umbrío Idas y el pálido Lynceos en marcos más pequeños). Los ojos del Ratón volvieron a posarse en los dos niños bajo el sol en erupción.
Mientras miraba, los dedos de su pie izquierdo se aferraron a la alfombra, los del derecho se engancharon a la suela de la bota; el miedo le hincó los dientes en el dorso de los muslos, se le enredó en los nervios de la columna. De pronto, deslizó el naipe en el morral de la siringa. Los dedos se le demoraron dentro del cuero, rezumaron sudor sobre el laminado. Invisible, la imagen era aun más aterradora. Sacó la mano y se la enjugó en la cadera; luego miró para ver si alguien lo observaba.
Katin estaba examinando las cartas que había recogido.
—¿Con esto estabas jugando, Tyy? ¿El Tarot? —Alzó la vista—. Tú eres gitano, Ratón. Apuesto a que las has visto antes. —Levantó las cartas para que el Ratón pudiera verlas.
Sin mirarlas, el Ratón asintió. Trataba de mantener la mano lejos de la cadera. (Hubo en un tiempo una mujerona sentada detrás del fuego, la de la sucia falda floreada, y hombres bigotudos sentados en círculo bajo los reflejos en la saliente de roca observaban el incesante relampagueo de los naipes en las manos regordetas. Pero eso había sido…).
—A ver —dijo Tyy—. Tú a mí dalas. —Extendió la mano.
—¿Puedo mirar todo el mazo? —preguntó Katin.
Los ojos grises de Tyy se dilataron.
—No. —Había sorpresa en su voz.
—Perdona —empezó a decir Katin, turbado—. No pretendía…
Tyy tomó las cartas.
—¿Tú… tiras las cartas? —Katin trató de evitar que la cara se le endureciera.
Ella asintió.
—Leer el Tarot es común en toda la Federación —dijo Lorq. Estaba sentado en la escultura—. ¿Del mensaje de Prince tus cartas algo que decir tienen? —Cuando se volvió, los ojos le centellearon como el jaspe, como el oro—. ¿Quizá tus cartas de Prince y de mí hablarán?
Al Ratón le asombró la facilidad con que el capitán saltaba de su lengua al dialecto de las Pléyades. Dentro, la expresión fue una breve sonrisa.
Lorq se alejó de la piedra.
—¿Qué de este vuelo hacia la noche las cartas dicen?
Sebastián, atisbando por debajo de las cejas rubias y espesas se acercó como una forma oscura.
—Yo las cartas ver quiero. Sí. ¿Dónde Prince y yo en las cartas salimos?
Si ella las tiraba, tendría la oportunidad de verlas un poco más: Katin sonrió para sus adentros.
—Sí, Tyy, haznos una lectura de la expedición del Capitán. ¿Qué tal las lee, Sebastián?
—Tyy nunca errores comete.
—Ustedes sólo unos segundos la cara de Prince vieron. En las líneas de la cara de un hombre el destino trazado está. —Lorq se puso los puños en las caderas—. Por la línea de la mía, ¿cuál mi destino es puedes decirme?
—No, Capitán… —Se miró las manos. Los naipes parecían demasiado grandes para sus dedos quietos—. Yo sólo las cartas tiro y leo.
—No he visto a nadie tirar el Tarot desde que estaba en la universidad. —Katin miró al Ratón—. Había un hombre raro de las Pléyades en mi seminario de filosofía que las conocía bien. Supongo que en una época podían haberme considerado todo un amateur aficionado del Libro de la Verdad, como se las llamaba erróneamente en el siglo XVII. ¿O tendría que decir —hizo una pausa esperando la confirmación de Tyy— el Libro del Grial?
No obtuvo ninguna.
—A ver. Échamelas, Tyy. —Lorq dejó caer los puños a los lados del cuerpo.
Las puntas de los dedos de Tyy tocaban los dorsos dorados. Desde su asiento al pie de la rampa, los ojos grises partidos por epicantos, miraba el vacío entre Katin y Lorq.
Dijo:
—Lo haré.
—Ratón —llamó Katin—, acércate y mira esto. Danos tu parecer sobre la actuación…
El Ratón se puso de pie iluminado por la luz del tablero de juego.
—¡Ehh…!
Todos se volvieron al escuchar la voz quebrada.
—¿Vosotros creéis en eso?
Katin levantó una ceja.
—¿Y soy yo el supersticioso porque escupí en el río? ¡Y ahora leeréis el futuro en las cartas! ¡Ajjj! —que no es exactamente el sonido que hizo. De todos modos expresaba asco. El arete de oro se sacudió y relumbró.
Katin frunció el ceño.
La mano de Tyy pendía sobre el mazo.
El Ratón avanzó, desafiante, hasta el centro de la alfombra.
—¿De veras trataréis de ver el futuro en las cartas? Es ridículo. ¡Es superstición!
—No, Ratón, no lo es —rebatió Katin—. Uno imaginaría que tú más que nadie…
El Ratón hizo un ademán despectivo y ladró una, ronca carcajada.
—Tú, Katin, y esas cartas. ¡Eso sí que está bueno!
—Ratón, las cartas en realidad no predicen nada. Son sólo un comentario atinado sobre situaciones actuales…
—¡Las cartas no tienen inteligencia! Son metal y plástico. No saben…
—Ratón, las setenta y ocho cartas del Tarot son símbolos e imágenes mitológicos que han estado siempre presentes a lo largo de cuarenta y cinco siglos de historia humana. Alguien que comprende esos símbolos puede componer un diálogo acerca de una cierta situación. No hay nada supersticioso en ello. El Libro de las Mutaciones, hasta la Astrología Caldea sólo son superstición cuando se los desvirtúa, cuando se los emplea más para dirigir que para guiar y sugerir.
El Ratón ladró otra carcajada.
—¡Vamos, Ratón! Es perfectamente lógico; hablas como alguien que vivió hace mil años.
—¡Eh, Capitán! —El Ratón cruzó la otra mitad de la alfombra, y asomándose por encima del codo de Lorq miró bizqueando el mazo que Tyy tenía en el regazo—. ¿Usted cree en esas cosas? —Su mano cayó sobre el antebrazo de Katin, como si al apoyarse en él pudiera inmovilizarlo.
Bajo las cejas herrumbrosas, los ojos angustiados de un tigre; Lorq sonrió:
—Tyy, las cartas a mí lee.
Ella dio vuelta el mazo y pasó las figuras…
—Capitán, usted una elige…
—… de mano a mano. Lorq se agachó para ver. De pronto interrumpió a Tyy señalando con el índice la carta que pasaba.
—El Cosmos, me parece. —Nombró la carta sobre la que había caído su dedo—. En esta carrera el universo el premio es. —Miró al Ratón y a Katin—. ¿Está bien elegir el Cosmos para iniciar la lectura?
Enmarcada por la masa de los hombros, la «angustia» se sutilizó.
El Ratón respondió con una mueca de los labios oscuros.
—Adelante —dijo Katin.
Lorq sacó la carta.
La niebla matutina entretejía abedul, tejo y acebo; en el claro una figura desnuda saltaba y brincaba en el amanecer azul.
—Ah —dijo Katin—, el Hermafrodita que Danza, la unión de todos los principios masculinos y femeninos. —Se frotó la oreja con dos dedos—. Durante trescientos años, desde 1890 hasta después de iniciados los viajes espaciales, hubo un Tarot muy cristianizado, diseñado por un amigo de William Butler Yeats; se popularizó tanto que casi desplazó las imágenes verdaderas.
Cuando Lorq inclinó la carta, imágenes difractadas de animales relampaguearon y desaparecieron en el boscaje místico. La mano del Ratón oprimió el brazo de Katin. Levantó la barbilla, interrogando.
—Las bestias del Apocalipsis —respondió Katin. Por encima del hombro del Capitán señaló los cuatro ángulos del bosquecillo—: Toro, León, Águila, y esa pequeña criatura ridícula que parece un mono, el dios enano Bes, venido de Egipto y Anatolia, protector de las parturientas, flagelo de los avarientos; un dios generoso y terrible. Hay una estatua de él que es bastante famosa: acuclillado, sonriente, colmilludo, copula con una leona.
—Hmm —murmuró el Ratón—. He visto esa estatua.
—¿De veras? ¿Dónde?
—En algún museo. —Se encogió de hombros—. En Estambul, creo. Un turista me llevó allí cuando era chico.
—Dichoso tú —suspiró Katin—. Yo tuve que contentarme con hologramas tridimensionales.
—Sólo que no es enano. Tiene —el ronquido del Ratón se interrumpió mientras medía a Katin con la mirada— tal vez el doble de tu estatura. —Recordó de pronto y las pupilas giraron mostrando blancos surcados de venillas.
—Capitán Von Ray ¿usted el Tarot bien conoce? —preguntó Sebastián.
—Me he hecho leer las cartas tal vez media docena de veces —explicó Lorq—. A mi madre no le gustaba que me detuviese en las mesillas de los cartomantes, bajo los paravientos de las esquinas. Una vez, cuando tenía cinco o seis años, me las ingenié para perderme. Mientras vagabundeaba por una parte de Ark que nunca había visto, me detuve y me hice decir la buenaventura. —Se rió; el Ratón, que no había interpretado correctamente la expresión, había esperado cólera—. Cuando volví a casa y se lo conté a mi madre, ella se enojó y me dijo que no lo hiciera nunca más.
—¡Porque sabía que era pura estupidez! —murmuró el Ratón.
—¿Qué decían las cartas? —preguntó Katin.
—Algo acerca de una muerte en mi familia.
—¿Y murió alguien?
Los ojos de Lorq se entrecerraron.
—Más o menos un mes más tarde mi tío murió asesinado.
Katin reparó en el sonido de las emes. ¿El tío del Capitán Lorq Von Ray?
—¿Pero bien las cartas usted no conoce? —preguntó Sebastián una vez más.
—Sólo los nombres de unas pocas: el Sol, la Luna, el Ahorcado. Pero los significados nunca estudié.
—Ah. —Sebastián asintió con un gesto—. La primera carta elegida siempre usted es. Pero el Cosmos una carta de los Arcanos Mayores es. Un ser humano representar no puede. Elegir ésa no puede.
Lorq arrugó el entrecejo. La perplejidad pareció furia. Sebastián se detuvo.
—Lo que pasa —siguió diciendo Katin— es que en el Tarot hay cincuenta y seis cartas de los Arcanos Menores, lo mismo que en el juego de cincuenta y dos naipes, sólo que con pajes, caballeros, reinas y reyes en los naipes cortesanos. Éstos tienen que ver con los asuntos humanos: amor, muerte, impuestos… ese tipo de cosas. Hay otras veintidós cartas: los Arcanos Mayores, con cartas como el Loco y el Ahorcado. Representan entidades cósmicas primigenias. Usted no puede elegir un Arcano Mayor para que lo represente.
Lorq observó la carta unos segundos.
—¿Por qué no? —Miró a Katin. Ahora toda expresión había desaparecido de su rostro—. Me gusta esta carta. Tyy dijo elija, y yo elegí.
Sebastián levantó la mano.
—Pero…
Los delicados dedos de Tyy asieron los nudillos velludos de su compañero.
—Él eligió —dijo. El metal de sus ojos pasó como un relámpago de Sebastián al Capitán, y de éste a la carta—. Allí póngala. —Le indicó dónde con un gesto—. El Capitán la carta que quiere elegir puede.
Lorq depositó la carta sobre la alfombra, la cabeza del bailarín hacia él, los pies apuntando a Tyy.
—El Cosmos invertido —murmuró Katin. Tyy lo miró.
—Invertido para ti, para mí al derecho está. —La voz era cortante.
—Capitán, la primera carta que usted elige no predice nada —dijo Katin—. En realidad, la primera carta que usted toma elimina de la lectura de usted todas las posibilidades que ella representa.
—¿Qué representa? —preguntó Lorq.
—Aquí lo masculino y lo femenino se unen —dijo Tyy—. La espada y el cáliz, la vara y el cuenco. Complementación y éxito seguro significa; el estado cósmico de divina conciencia significa. Victoria.
—¿Y todo eso ha sido eliminado de mi futuro? —El semblante de Lorq volvió a mostrar angustia—. ¡Bravo! ¿Qué carrera sería esta si supiera desde el comienzo que iba a ganarla?
—Invertida significa obsesión por una cosa, terquedad —agregó Katin—. Negarse a saber…
De pronto Tyy recogió las cartas. Las ofreció.
—¿Tú, Katin, la lectura terminar quieres?
—¿Mmm?… Yo… Mira, perdona. No… De todos modos, sólo conozco el significado de una docena de cartas. —Se le enrojecieron las orejas—. No abriré la boca.
Un ala rozó el suelo.
Sebastián se puso de pie y a la rastra alejó a los pájaros. Uno aleteó hasta su hombro. Una brisa, y el pelo cosquilleó la frente del Ratón.
Ahora todos estaban de pie excepto Lorq y Tyy, acuclillados, el Hermafrodita entre ellos.
Nuevamente Tyy barajó los naipes y los abrió en abanico, esta vez cara abajo.
—Elija.
Dedos anchos, de uñas gruesas, tomaron el naipe:
Un obrero estaba de pie frente a una bóveda doble de piedra con una pica enchufada en la muñeca. La herramienta tallaba en el dintel una tercera estrella de cinco puntas. La luz del sol iluminaba al picapedrero y el frente del edificio. Del otro lado de la puerta, un río de oscuridad.
—El Tres de la Estrella Pentacular. Esta carta usted tapa.
El Ratón miró el antebrazo del capitán. El enchufe oval casi se perdía entre el doble tendón de la muñeca.
El Ratón palpó el enchufe de su propio brazo. La incrustación de plástico le ocupaba la cuarta parte del ancho de la muñeca; los dos enchufes eran del mismo tamaño.
El capitán puso sobre el Cosmos el Tres de Estrellas.
—Otra vez elija.
La carta salió al revés:
Un efebo de cabellera negra con un jubón de brocado y botas de cuero fileteado se apoyaba en la empuñadura de una espada, en la que se veía un saurio de plata y piedras preciosas. La figura se ocultaba bajo las sombras de unos riscos; el Ratón no alcanzó a ver si era un adolescente o una muchacha.
—El Paje de Espadas invertido. Esta carta usted cruza.
Lorq colocó la carta atravesada sobre el Tres de Estrellas.
—Otra vez elija.
Sobre una playa, en un límpido cielo con pájaros, una sola mano, que asomaba entre torbellinos de niebla, sostenía una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo.
—El As de Estrellas. —Tyy señaló debajo de las cartas cruzadas. Lorq colocó allí la carta—. Esta carta abajo pone. Elija.
Un mocetón rubio de pie en el sendero de lajas de un jardín. Alzaba los ojos, y adelantaba la mano con el dorso hacia arriba. Un pájaro rojo estaba por posársele en la muñeca. En las piedras del sendero había talladas nueve formas estelares.
—El Nueve de Estrellas. —Le señaló las cartas dispuestas sobre la alfombra—. Esta carta atrás pone.
Lorq puso la carta.
—Elija.
Nuevamente invertida:
Entre nubes tormentosas ardía un cielo violeta. El rayo había incendiado la cúpula de una torre de piedra. Dos hombres habían saltado desde la galería superior. Uno estaba ricamente ataviado. Hasta se le podían ver los anillos de piedras preciosas y las borlas de oro de las sandalias. El otro vestía un vulgar jubón de trabajo, estaba descalzo, tenía barba.
—¡La Torre, invertida! —murmuró Katin—. ¡Uh-oh! Yo sé lo que… —y calló de golpe porque Tyy y Sebastián lo miraron.
—La Torre invertida. —Tyy señaló la parte superior de la figura formada por las cartas—. Ésta arriba pone.
Lorq colocó la carta; luego sacó la séptima.
—El Dos de Espadas, invertido.
Cabeza abajo:
Una mujer con los ojos vendados estaba sentada en una silla, de frente al océano, sosteniendo sobre los pechos dos espadas cruzadas.
—Ésta adelante pone.
Con tres cartas en el centro y cuatro alrededor, las primeras siete cartas formaban una cruz.
—Vuelva a elegir.
Lorq eligió.
—El Rey de Espadas. Aquí póngalo.
El Rey iba a la izquierda de la cruz.
—Y otra vez.
Lorq sacó la novena carta.
—El Tres de Bastos, invertido.
Que iba abajo del Rey.
—El Diablo…
Katin miró la mano del Ratón. Los dedos se arquearon y la uña del meñique se clavó en el brazo de Katin.
—… invertido.
Los dedos se aflojaron; Katin volvió a mirar a Tyy.
—Aquí pone. —El Diablo invertido iba abajo de los Bastos—. Y elija.
—La Reina de Espadas. Esta última carta aquí coloca.
Al lado de la cruz había ahora una hilera vertical de cuatro cartas.
Tyy cerró el mazo.
Se restregó los dedos contra la barbilla. Cuando se inclinó sobre los vividos dioramas, el cabello color hierro le cayó sobre el hombro.
—¿Ves a Prince allí? —preguntó Lorq—. ¿Me ves a mí, y al sol que ando buscando?
—A usted veo; y a Prince. También a una mujer, de alguna forma relacionada con Prince, una mujer morena…
—¿De cabellos negros, pero ojos azules? —dijo Lorq—. Los ojos de Prince son azules.
Tyy asintió.
—También los de ella.
—Es Ruby.
—Las cartas casi todas espadas y estrellas son. Mucho dinero veo. También mucha lucha por él y por causa de él hay.
—¿Con siete toneladas de ilirión? —masculló el Ratón—. No hace falta echar las cartas para ver…
—Chis… —Katin.
—La única influencia positiva de los Arcanos Mayores la del Diablo es. Una carta de violencia, de revolución, de lucha es. Pero también el nacimiento de una comprensión espiritual significa. Las estrellas al principio de la lectura salieron. Ellas cartas de dinero y riquezas son. Luego espadas predominan; cartas de poder y conflicto. El basto símbolo de intelecto y creatividad es. Aunque el número de bastos tres y bajo es, alto en la lectura aparece. Eso bueno es. Pero no copas, símbolo de la emoción y en especial del amor, hay. Malo es. Para bueno ser, bastos copas tener debe. —Levantó las cartas que ocupaban el centro de la cruz: el Cosmos, el Tres de Estrellas. El Paje de Espadas.
—Ahora… —Tyy hizo una pausa. Los cuatro hombres respiraron juntos—. Usted a sí mismo como el mundo ve. La carta que de nobleza lo cubre, de aristocracia habla. También, de cierta habilidad…
—Usted dijo que era capitán de regatas ¿no? —preguntó Katin.
—Que el progreso material le preocupa, esta carta revela. Pero el Paje de Espadas se le cruza.
—¿Ése es Prince?
Tyy negó con la cabeza.
—Una persona más joven es. Alguien que ya cerca de usted está. Alguien que usted conoce. Un hombre moreno, quizá muy joven…
Katin fue el primero en mirar al Ratón.
—… que de algún modo entre usted y ese sol incandescente se interpondrá.
Ahora fue Lorq quien miró por encima del hombro.
—Eh, vamos. Un momento… —El Ratón miró a los demás con el ceño fruncido—. ¿Qué va a hacer? ¿Dejarme en la primera parada por unas cartas estúpidas? ¿Piensa que quiero traicionarlo?
—Aunque te echasen —dijo Tyy, mirándolo— nada cambiaría.
El Capitán le dio al Ratón una palmada en la cadera.
—No te preocupes, Ratón.
—Si no cree en ellas, Capitán ¿por qué pierde el tiempo escuchando…? —y calló porque Tyy había vuelto a colocar las cartas.
—En el pasado inmediato —prosiguió Tyy— el As de Estrellas está. Otra vez, mucho dinero, pero hacia un propósito apunta.
—Organizar esta expedición debe de haber costado un brazo y una pierna —comentó Katin.
—¿Y un ojo y una oreja? —Los nudillos de Sebastián ondularon sobre la cabeza de una de las mascotas.
—En el pasado lejano, el Nueve de Estrellas está. Otra vez una carta de riqueza es. Usted al éxito acostumbrado está. De lo mejor disfrutado ha. Pero en el futuro inmediato la Torre invertida aparece. Esto en general significa…
—… ir directamente a la cárcel. No se arriesgue. No —las orejas de Katin volvieron a encenderse cuando Tyy le clavó los ojos— cobre doscientas libras @. —Carraspeó.
—Prisión esta carta significa; una gran casa se derrumba.
—¿La de los Von Ray?
—La casa de quién, yo no he dicho.
Al oírla, Lorq se echó a reír.
—Después de ésa, el Dos de Espadas invertido está. De pasiones morbosas, Capitán, cuídese.
—¿Qué quiere decir con eso? —murmuró el Ratón.
Pero ya Tyy había abandonado la cruz de siete cartas para dedicarse a la hilera de cuatro.
—El Rey de Espadas la empresa preside.
—¿Ése es mi amigo Prince?
—Es. La vida él puede afectarle. Él un hombre fuerte es, y usted fácilmente a la cordura llevarlo puede; también la muerte de usted. —De pronto levantó la cabeza, el rostro profundamente consternado—. También, todas nuestras vidas… Él…
Al ver que callaba, Lorq le preguntó:
—¿Qué, Tyy?
La voz de Lorq, ahora serena, se convirtió en algo más profundo, más sólido.
—Debajo de él…
—¿Qué viste, Tyy?
—… el Tres de Bastos invertido está. De la ayuda ofrecida cuídese. La mejor defensa contra el desengaño la esperanza es. El fundamento de esto el Diablo es. Pero invertido. La comprensión espiritual de que hablé recibirá. En la…
—Eh. —El Ratón miró a Katin—. ¿Qué habrá visto?
—Calla…
—… lucha inminente, la superficie de las cosas cae. Lo que pasa por dentro extraño y más extraño parecerá. Y aunque el Rey de Espadas los muros de la realidad derrumba, detrás de ellos a la Reina de Espadas encuentra.
—¿Esa es… Ruby? Dime, Tyy: ¿ves el sol?
—Ningún sol. Sólo la mujer, morena y poderosa como el hermano, una sombra arroja…
—¿A la luz de qué estrella?
—Una sombra sobre usted y Prince cae…
Lorq agitó las manos por encima de las cartas.
—¿Y el sol?
—La sombra de usted en la noche aparece. Estrellas en el cielo veo. Pero todavía ningún sol…
—¡No! —Sólo que era el Ratón—. ¡Es pura estupidez! ¡Disparates! ¡Nada, Capitán! —La uña se hundió, y Katin apartó el brazo de un tirón—. ¡No puede decirle nada con esas cartas! —De pronto se lanzó a un costado. El pie embotado pataleó entre los animales de Sebastián. Éstos se levantaron y aletearon estirando las trabillas.
—¡Eh, Ratón! Qué estás…
El Ratón barrió con el pie desnudo las cartas extendidas sobre la alfombra.
—¡Eh!
Sebastián tironeó de las trabillas de las sombras que se agitaban.
—¡Vamos, quietos ahora quedaos! —La mano iba de una cabeza a otra; nudillo y pulgar acariciaban suavemente el dorso de las orejas y las quijadas oscuras.
Pero ya el Ratón atravesaba a zancadas la rampa que cruzaba el estanque. A cada paso, el morral le golpeaba la cadera; desapareció.
—Iré a buscarlo, Capitán. —Katin subió la rampa a la carrera.
Cuando las alas se aquietaron junto a las sandalias de Sebastián, Lorq se puso de pie.
Tyy, de rodillas, recogía las cartas desparramadas.
—A vosotros dos en las palas pongo. A Lynceos e Idas yo relevo. —Así como el humor se traducía en angustia, así la preocupación se reflejaba en una sonrisa—. Vosotros a las cabinas marchad.
Cuando Tyy se puso de pie, Lorq la tomó del brazo. Tres expresiones se sucedieron en el rostro de ella: sorpresa, temor, y la tercera en el momento en que descifró la de Lorq.
—Por lo que tú en las cartas has leído, Tyy, te agradezco.
Sebastián se acercó a sacar la mano de Tyy de la del Capitán.
—Otra vez, te agradezco.
En el corredor que llevaba al puente del Roc, las estrellas proyectadas flotaban a la deriva sobre el muro negro. Apoyado en el muro azul, el Ratón estaba sentado en el suelo, cruzado de piernas, el morral en el regazo. Movía la mano modelando formas en el cuero. Tenía los ojos fijos en las luces giratorias.
Katin llegó por el pasillo, las manos a la espalda.
—¿Qué demonios te pasa? —le preguntó amigablemente.
El Ratón levantó la vista y siguió con la mirada a una estrella que emergía de la oreja de Katin.
—No hay duda de que te gusta complicarte la vida.
La estrella descendió a la deriva, desapareció en el piso.
—Y ya que estamos, ¿cuál fue la carta que te guardaste en el morral?
Los ojos del Ratón se volvieron a Katin, veloces como el rayo. Parpadeó.
—Soy muy hábil para captar ese tipo de cosas. —Katin se recostó contra la pared tachonada de estrellas. El proyector del cielo raso que reproducía la noche exterior le sembraba de manchas luminosas la cara corta, el vientre largo y plano—. Ésa no es la mejor forma de ganarse la estima del Capitán. Tienes algunas ideas raras, Ratón; son fascinantes, lo reconozco. Si alguien me hubiese dicho que iba a trabajar en la misma nave, hoy en el siglo XXXI, con alguien capaz de mostrarse escéptico a propósito del Tarot, me parece que no lo habría creído. ¿Eres de veras de Tierra?
—Seguro, soy de Tierra.
Katin se mordió un nudillo.
—Ahora que lo pienso, dudo que ideas tan fosilizadas puedan provenir de otro lugar que no sea Tierra. Ni bien te encuentras con gente de los tiempos de las grandes migraciones estelares, empiezas a encontrar culturas bastante evolucionadas capaces de apreciar el Tarot.
»No me sorprendería que en un pueblecito de la Alta Mongolia quede aún alguien que crea que la Tierra flota en un cuenco sobre el lomo de un elefante que está sobre una serpiente enroscada en una tortuga que nada en un mar de eternidad. En cierto modo me alegro de no haber nacido allí, por fascinante que sea. Produce algunos neuróticos espectaculares. Había un hombre raro en Harvard… —Se interrumpió y volvió a mirar al Ratón—. Eres un chico extraño. Estás aquí, volando en este carguero estelar, producto de la tecnología del siglo XXXI, y al mismo tiempo tienes la cabeza llena de ideas petrificadas que murieron hace mil años. Déjame ver lo que te robaste.
El Ratón metió el antebrazo en el morral, sacó la carta. La miró, anverso y reverso, hasta que Katin estiró el brazo y se la quitó.
—¿Recuerdas quién te dijo que no creyeras en el Tarot?
Katin examinó la carta.
—Fue mi… —El Ratón tomó con las manos la boca del morral y la estrujó—. Esa mujer. En aquel entonces, cuando yo era de veras un chico, cinco o seis años.
—¿Ella también era gitana?
—Ajá. Me cuidaba. Tenía cartas, como las de Tyy. Sólo que no eran tri-D. Eran muy viejas. Cuando recorríamos Francia e Italia le leía a la gente la buenaventura. Las conocía muy bien, lo que significaban las figuras y todo. Y ella me lo dijo. Decía que no le hiciera caso a nadie, que todo eso eran puras patrañas. No eran más que mentiras y no tenían ningún significado. Decía que los gitanos les habían pasado las cartas del Tarot a todos los demás.
—Eso es cierto. Probablemente los gitanos las llevaron de Oriente a Occidente en los siglos XI y XII. Y sin duda fueron ellos quienes las difundieron por toda Europa en los quinientos años subsiguientes.
—Eso es lo que ella me dijo, que las cartas pertenecieron primitivamente a los gitanos, y que los gitanos sabían: son pura patraña. Y que nunca creyera en ellas.
Katin sonrió.
—Una idea muy romántica. A mí también me gusta: la idea de que todos esos símbolos, decantados a través de cinco mil años de mitología, carecen en lo profundo de significado, y no tienen ninguna relación con la mente y los actos de los hombres… hace tintinear en mí una campanilla de nihilismo. Desgraciadamente, sé demasiado acerca de esos símbolos para dejarme llevar por semejante idea. Aunque me interesa lo que tú dices. ¿Así que esa mujer con la que vivías cuando eras niño, leía el Tarot, pero insistía en que era falso?
—Ajá. —El Ratón soltó el morral—. Sólo…
—¿Sólo qué? —insistió Katin.
—Sólo que una noche…, justo antes del fin. No había nadie allí, excepto gitanos. Esperábamos en una cueva, de noche. Todos teníamos miedo, pues algo estaba por suceder. Todos cuchicheaban, y si alguno de los chicos se acercaba, callaban de pronto. Y esa noche, ella leyó las cartas… sólo que no como si fuese mentira. Y todos estaban sentados alrededor del fuego en la oscuridad, escuchándola a ella. Y a la mañana siguiente alguien me despertó muy temprano, cuando el sol asomaba apenas sobre la ciudad, entre las montañas. Todo el mundo partía. Yo no fui con la Mama, la mujer que leía las cartas. Nunca más volví a ver a ninguno de ellos. Aquellos con quienes partí, desaparecieron pronto. Terminé yéndome solo a Turquía. —El Ratón acarició una forma con el pulgar, bajo el cuero—. Pero esa noche, cuando ella leía las cartas a la luz de la hoguera, recuerdo que yo estaba muy asustado. También ellos, todos, tenían miedo, sabes. Y no querían decirnos por qué. Pero era un miedo tan grande como para que consultaran las cartas, aunque supieran que todo era mentira.
—Sospecho que en situaciones críticas, la gente recurre al sentido común y renuncia a las supersticiones, hasta sentirse a salvo. —Katin arrugaba el ceño—. ¿Qué miedo sería ése?
El Ratón se encogió de hombros.
—Tal vez había gente que nos perseguía. Tú sabes lo que pasa con los gitanos. Todo el mundo cree que roban. Robábamos, sí. Tal vez iban a perseguirnos desde la ciudad. Nadie quiere a los gitanos en Tierra. Y eso es porque no trabajamos.
—Tú trabajas duro, Ratón. Por eso me sorprende que hayas armado todo ese jaleo con Tyy. Arruinarás tu reputación.
—Nunca he andado con gitanos desde que tenía siete u ocho años. Además, tengo mis enchufes. Aunque no los conseguí hasta que fui al Instituto de Astronáutica de Cooper en Melbourne.
—¿De veras? En ese entonces habrás tenido por lo menos quince o dieciséis años. Eso es un poco tardío. En Luna obtenemos los nuestros a los tres o cuatro años, así podemos operar las computadoras de instrucción escolar. —De pronto, Katin lo miró con extrañeza—. ¿Quieres decir que todo un grupo de hombres y mujeres adultos, con hijos, vagabundeaba en Tierra de pueblo en pueblo, de país en país, sin enchufes?
—Sí. Creo que así era.
—Sin enchufes no puedes hacer gran cosa en materia de trabajo.
—Seguro que no.
—No es raro entonces que a los gitanos les soltaran los perros. ¡Un grupo de adultos yendo de aquí para allá sin enchufes! —Meneó la cabeza—. Pero ¿por qué no se los ponían?
—Cosa de gitanos. Nunca los tuvimos. Nunca los quisimos. Yo me los puse porque estaba solo, y… bueno, supongo que así era más fácil. —El Ratón colgó los antebrazos sobre las rodillas—. Pero ésa no era razón para que nos echaran del pueblo cada vez que acampábamos. Una vez, recuerdo, prendieron a dos gitanos y los mataron. Los apalearon hasta dejarlos medio muertos, y entonces les cortaron los brazos y los colgaron de unos árboles cabeza abajo para que se desangrasen hasta morir…
—¡Ratón! —La cara de Katin se crispó.
—Yo era apenas un chiquillo, pero lo recuerdo. Tal vez fue eso lo que decidió a la Mama a consultar las cartas, para saber qué podíamos hacer aunque ella no creía. Tal vez fue eso lo que nos separó.
—Sólo en Draco —dijo Katin—. Sólo en Tierra.
La cara morena se volvió a él.
—¿Por qué, Katin? A ver, dímelo tú, dime por qué lo hacían. —Ningún signo de interrogación en esta frase. Sólo una cólera ronca.
—Porque la gente es estúpida, y mezquina, y tiene miedo de todo lo diferente. —Katin cerró los ojos—. Por eso prefiero las lunas. Hasta en una de las mayores, es difícil que se junte tanta gente como para que ocurran esas cosas. —Abrió los ojos—. Ratón, piénsalo. El Capitán Von Ray tiene enchufes. Es uno de los hombres más ricos del universo. Y también los tiene cualquier minero, o barrendero, o cantinero, o empleado administrativo, o tú. En la Federación de las Pléyades o en las Colonias Lejanas, es un fenómeno totalmente transcultural, parte de un sistema que considera a todas las máquinas como una simple prolongación del hombre, y que ha sido aceptado en todos los niveles sociales a partir de Ashton Clark. Hasta esta conversación, yo hubiese dicho que el acople-ciborg era un fenómeno completamente transcultural también en Tierra. Entonces tú me recordaste que en esa extraña cuna ancestral, algunos lastres culturales anacrónicos han conseguido sobrevivir hasta hoy. Pero el hecho de que un grupo de gitanos sin enchufes, empobrecidos, tratando de trabajar donde no hay trabajo, diciendo la buenaventura por un método que han dejado de comprender, mientras que el resto del universo ha aprendido lo que los antepasados de esos mismos gitanos supieran mil quinientos años atrás: eunucos sin ley que llegaran a una ciudad no hubieran sido más inquietantes para el trabajador ordinario provisto de enchufes. ¿Eunucos? Cuando uno se enchufa a una gran máquina, se dice que uno se acopla; no puedes imaginarte cuál es el origen de esta expresión. No, el porqué de todo eso me es incomprensible. Pero en cambio comprendo un poco el cómo. —Meneó la cabeza—. Tierra es un lugar extraño. Estuve allí cuatro años en la universidad, y sólo entonces empecé a darme cuenta de que yo entendía muy poco de Tierra. Los que no hemos nacido allí quizá nunca lleguemos a comprenderla del todo. Incluso en el resto de Draco, llevamos una vida mucho más simple, me parece. —Katin miró la baraja que tenía en la mano.
—¿Conoces el nombre de la carta que robaste?
El Ratón asintió.
—El Sol.
—Tú sabes que si andas escamoteando cartas, es lógico que no aparezcan en la lectura. El Capitán estaba muy ansioso por ver ésta.
—Lo sé. —El Ratón pasó los dedos por la correa del morral—. Las cartas ya estaban diciendo que yo me interpondría entre el Capitán y su sol; y lo único que hice fue quitar el naipe del mazo.
El Ratón sacudió la cabeza.
Katin le tendió la carta.
—¿Por qué no la devuelves? Y de paso, podrías pedir disculpas por haber armado ese alboroto.
El Ratón bajó la vista durante medio minuto. Luego se puso de pie, tomó la carta y se alejó por el pasillo.
Katin lo siguió con la mirada hasta que dio vuelta el recodo. Entonces se cruzó de brazos y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Y su mente flotó hacia los polvos pálidos de unas lunas añoradas.
En el pasillo silencioso Katin cavilaba; al cabo de un rato cerró los ojos. Algo le tironeó de la cadera.
Los abrió.
—Eh…
Lynceos (con Idas como una sombra junto al hombro) se le había acercado, y tironeando de la cadena le había sacado la grabadora del bolsillo. Levantaba en alto la caja enjoyada.
—¿Para qué…
—… sirve esto? —concluyó Idas.
—¿Me haces el favor de devolvérmelo?
Katin estaba molesto sobre todo porque lo habían interrumpido. La insolencia de los mellizos desbordaba la copa.
—Te vimos juguetear con eso en el puerto. —Idas tomó el aparato de los dedos blancos de su hermano…
—Mira… —empezó a decir Katin.
… y se lo devolvió a Katin.
—¡Gracias! —Se dispuso a guardarlo nuevamente en el bolsillo.
—Muéstranos cómo funciona…
—… y para qué lo usas.
Katin se detuvo, hizo girar el grabador en su mano.
—No es más que un grabador matriz al que le puedo dictar notas y archivarlas. Lo estoy utilizando para escribir una novela.
Idas dijo:
—Ah, yo sé lo que…
—… yo también. Por qué quieres…
—… hacer una…
—… por qué no simplemente un psicorama…
—… es tanto más fácil. ¿Figuramos nosotros…
—… en ella?
Katin se encontró contestando cuatro cosas a la vez. Entonces se echó a reír.
—Mirad, vosotros, insignes salero y pimentero, ¡así no puedo pensar! —Reflexionó un momento—. No sé por qué quiero escribirla. Estoy seguro de que sería mucho más fácil hacer un psicorama si contase con equipo, el dinero, y un estudio de psicorama. Pero no es eso lo que quiero. Y no tengo ninguna idea de si vosotros figuraréis en «ella» o no. Ni siquiera he empezado a pensar en el terna. Todavía estoy haciendo notas sobre la forma. —Los mellizos fruncieron el ceño—. Sobre la estructura, la estética de todo el libro. No es cuestión de sentarse y ponerse a escribir. Hay que pensar. La novela era una forma de arte. Tengo que volver a inventarla antes de poder escribir una. En todo caso la que yo quiero escribir.
—Oh —dijo Lynceos.
—¿Sabéis en verdad qué es una…
—… claro que sé. ¿Experimentaste Guerra…
—… y Paz? Sí. Pero era un psicorama…
—… con Che-ong como Natacha. ¿Pero era…
—… tomado de una novela? Es verdad, yo…
—¿… recuerdas ahora?
—Ajá. —Idas asintió, oscuro, por detrás de su hermano—. Sólo que —ahora le hablaba a Katin—, ¿cómo no sabes lo que quieres escribir?
Katin se encogió de hombros.
—Entonces, a lo mejor escribes algo acerca de nosotros si todavía no sabes qué…
—… lo podemos demandar si dice algo que no es…
—Epa —interrumpió Katin—. Tengo que encontrar un tema que pueda sustentar una novela. Ya lo expliqué: no puedo deciros si vais a figurar en ella o…
—… como quiera que sea, ¿qué clase de cosas tienes ahí? —estaba preguntando Idas por detrás del hombro de Lynceos.
—¿Mmm? Como te dije, notas. Para el libro.
—Escuchemos.
—Mirad, muchachos, no… —Se encogió de hombros. Movió los pivotes de rubí sobre la tapa del grabador, y el mecanismo de retroceso.
—Nota para mí mismo número cinco mil trescientos siete. Tener presente que la novela (por íntima, psicológica o subjetiva que parezca) es siempre una proyección histórica de su propio tiempo. —La grabación sonaba demasiado aguda y demasiado rápida. Pero facilitaba la revisión—. Para mi libro: tener conciencia de la concepción de la historia en mi propio tiempo.
La mano de Idas era una negra charretera sobre el hombro de su hermano. Con ojos de corteza y coral, arrugaban el entrecejo, articulaban la atención.
—¿Historia? Heródoto y Tucídides la inventaron tres mil quinientos años atrás. La definieron como el estudio de cuanto acontecía en el transcurso de una vida. Y durante los mil años subsiguientes fue sólo eso. Mil quinientos años después de los griegos, en Constantinopla, Anna Comnenos, con una brillantez de jurista (y en lo esencial con el mismo lenguaje que Heródoto) escribió historia como el estudio de los acontecimientos que han quedado documentados. Me pregunto si esta encantadora dama bizantina creía que las cosas sólo sucedían cuando se escribía sobre ellas. Pero en Bizancio, los incidentes no comentados no pertenecían sencillamente al ámbito de la historia. El concepto mismo se había transformado. Transcurridos otros mil años habíamos llegado a ese siglo que se inició con el primer conflicto global y concluyó cuando fermentaba el primer conflicto entre los mundos. De algún modo había surgido la teoría de que la historia era una serie de ciclos de apogeo y decadencia a medida que una civilización prevalecía sobre otra. Aquellos sucesos que no se ajustaban al ciclo eran definidos como históricamente insignificantes. Hoy es difícil para nosotros apreciar las diferencias entre un Spengler y un Toynbee, aunque a juzgar por lo que sabemos, los puntos de vista de uno y otro fueron considerados antagónicos en un comienzo. A nosotros nos parecen meros sofismas a propósito de cuándo o dónde comenzaba un ciclo. Ahora que han transcurrido otros mil años, las teorías más aceptadas son las de Broblin y De Eiling, 34-Alvin y el Informe Crespburg. Por la sencilla razón de que son contemporáneos, comparten la misma visión histórica. Pero cuántas madrugadas he visto asomar más allá de los muelles del Charles, mientras caminaba preguntándome si compartía la teoría de Saunders de la Convección Histórica Integral o si, después de todo, seguía estando de acuerdo con Broblin. Y sin embargo tengo la lucidez suficiente como para saber que dentro de otros mil años estas diferencias parecerán tan insignificantes como la controversia de dos teólogos medievales sobre si eran doce o veinticuatro los ángeles que podían bailar en la cabeza de un alfiler.
»Nota para mí mismo número cinco mil trescientos ocho. Nunca olvides el contorno de los sicómoros desnudos contra el bermellón…
Katin apagó el grabador.
—Oh —dijo Lynceos—. Eso fue por así decir…
—… interesante —dijo Idas—. ¿Sacaste alguna conclusión…
—… acerca de la historia quiere decir…
—… acerca de la concepción histórica de nuestro tiempo?
—Bueno, en realidad si. Es una teoría interesante por cierto. Si vosotros…
—Me imagino que es muy complicado —dijo Idas—. Quiero decir…
—… para la gente que vive ahora, captar…
—Por sorprendente que parezca, no lo es. —(Katin)—. Todo lo que se requiere es saber cómo vemos…
—… Quizá para la gente de futuras generaciones…
—… no será tan difícil…
—De veras. No habéis notado —(otra vez Katin)— que toda la matriz social se considera como…
—Nosotros no sabemos mucho de historia. —Lynceos se rascó la lana plateada—. No creo…
—… que podamos comprenderlo ahora…
—¡Claro que podéis! —(De nuevo Katin)—. Yo puedo explicar muy…
—… Tal vez más adelante…
—… en el futuro…
—… será más fácil.
De pronto, sonrisas morenas y blancas se inclinaron ante él. Los mellizos dieron media vuelta y se alejaron.
—Eh —dijo Katin—. ¿No…? Quiero decir, puedo ex… —Luego—: Oh.
Arrugó el ceño, se puso las manos en las caderas y siguió con la mirada a los mellizos que se bamboleaban por el corredor. La espalda oscura de Idas era una pantalla de constelaciones fragmentadas. Al cabo de un momento Katin levantó el grabador, movió los pernos de rubí y habló en voz baja:
—Nota para mí mismo número doce mil ochocientos diez. La inteligencia es causa de alienación e infelicidad en… —Detuvo el grabador. Parpadeando, siguió mirando a los mellizos.
—¿Capitán?
En lo alto de la escalera, Lorq separó la mano de la puerta y miró hacia abajo.
El Ratón enganchó el pulgar en una rotura del pantalón y se rascó el muslo.
—Hem… ¿Capitán? —De pronto sacó la carta del morral—. Aquí tiene su sol.
Cejas de color herrumbre se plegaron en sombras.
Ojos amarillos volcaron un resplandor sobre el Ratón.
—Yo… mm… la tomé prestada de Tyy, se la devolveré…
—Sube, Ratón.
—Sí, señor.
Empezó a subir la escalera de caracol. Ondas concéntricas lamían el borde del estanque. La imagen del Ratón relucía detrás de los filodendros, sobre la pared. La planta desnuda y el taco de la bota se movían con un ritma sincopado.
Lorq abrió la puerta. Entraron, en la cabina del capitán.
Primer pensamiento del Ratón: El cuarto no es más grande que el mío.
Segundo: hay muchas más cosas en él.
Además de las computadoras, había pantallas proyectoras en las paredes, el piso y el cielo raso. En medio del amontonamiento de máquinas, nada personalizaba la cabina, ni siquiera había graffiti.
—Veamos el naipe. —Lorq se sentó sobre el rollo de cables que había en la cucheta y examinó el diorama.
Como no lo invitaron a sentarse en la cucheta, el Ratón empujó a un lado una caja de herramientas y se dejó caer de piernas cruzadas en el suelo.
Repentinamente las rodillas de Lorq se separaron, abrió los puños; le temblaron los hombros; se le crisparon los músculos de la cara. Pasado el espasmo, volvió a erguirse. Aspiró una larga bocanada de aire que estiró los cordones del jubón sobre el estómago.
—Ven a sentarte aquí.
Palmeó el borde de la cucheta. Pero el Ratón se limitó a girar en redondo sobre el piso para sentarse junto a la rodilla de Lorq.
Lorq inclinó el torso hacia adelante y puso el naipe en el suelo.
—¿Ésta es la carta que robaste? —El sombrío ceño habitual se extendió por toda la cara. (Pero el Ratón estaba mirando el naipe)—. Si esta fuese mi primera expedición a una estrella… —Se echó a reír—. Seis hombres adiestrados y sanos, que habían estudiado la operación hipnóticamente, conocían el momento preciso para cada maniobra como conocían el latido de sus propios corazones, y funcionaban tan sincrónicamente como las dos capas de una cinta bimetálica. ¿Robos entre la tripulación…? —Volvió a reír, meneando lentamente la cabeza—. Estaba tan seguro de ellos. Y de quien estaba más seguro era de Dan. —Tomó al Ratón por el cabello, y le sacudió con suavidad la cabeza—. Esta tripulación me gusta más. —Señaló el naipe—. ¿Qué ves ahí, Ratón?
—Bueno. Me parece… que dos niños jugando debajo de…
—¿Jugando? —preguntó Lorq—. ¿Te parece que están jugando?
El Ratón echó el torso hacia atrás y se abrazó al morral.
—¿Qué ve usted, Capitán?
—Dos niños tomados de la mano dispuestos a la pelea. ¿Ves cómo uno es claro y el otro oscuro? Yo veo el amor contra la muerte, la luz contra la oscuridad, el caos contra el orden. Veo el choque de todos los opuestos bajo… el sol. Veo a Prince y me veo a mí.
—¿Cuál es cual?
—No lo sé, Ratón.
—¿Qué clase de persona es Prince Red, Capitán?
El puño izquierdo de Lorq golpeó débilmente en el cuenco de su palma derecha.
—Tú lo viste en color y en tri-D en la pantalla visora. ¿Necesitas preguntármelo? Rico como Creso, un psicópata malcriado; tiene un solo brazo y una hermana tan hermosa que yo… —Puño y cuenco se separaron—. Tú eres de Tierra, Ratón. El mismo mundo de Prince. Yo lo he visitado muchas veces, pero nunca viví allí. Tal vez tú sepas. ¿Por qué alguien que ha tenido todas las ventajas que es posible obtener de las riquezas de Draco puede ser un niño, un joven y un hombre…? —La voz se ahogó. Otra vez puño y cuenco—. No importa. Saca tu arpa infernal y tócame algo. Vamos. Quiero ver y oír.
El Ratón hurgueteó en el morral. Una mano sobre el mástil de madera, otra deslizándose bajo la curva y el pulido; cerró los dedos y la boca y los ojos. La concentración se convirtió en crispación; luego en distensión.
—¿Es manco, dijo usted?
—Debajo del guante negro que rompió tan dramáticamente la pantalla del visor, sólo hay mecanismos de relojería.
—Eso quiere decir que le falta un enchufe —siguió diciendo el Ratón con un áspero murmullo—. No sé cómo son las cosas allá donde usted nació; en Tierra es casi lo peor que a uno puede pasarle. Capitán, mi gente no tenía ninguno, y ahí en el pasillo Katin acaba de explicarme que por eso yo soy tan ruin. —La siringa salió del morral—. ¿Qué quiere que toque?
Aventuró unas pocas notas, unas pocas luces.
Pero Lorq una vez más miraba la carta con fijeza.
—Toca, simplemente. Pronto tendremos que enchufarnos para aterrizar en el Alkane. Vamos. Ahora. Toca, te dije.
La mano del Ratón descendió hacia…
—¿Ratón?
… y se apartó sin tocar.
—¿Por qué robaste esta carta?
El Ratón se encogió de hombros.
—Porque estaba ahí, nada más. Cayó sobre la alfombra, cerca de mí.
—Pero si hubiese sido otra carta, el Dos de Copas, el Nueve de Bastos, ¿la habrías recogido?
—Supongo que sí.
—¿Estás seguro de que no hay algo especial en esta carta? Si otra cualquiera hubiese estado allí, sobre la alfombra, ¿la habrías dejado o la habrías devuelto…?
De dónde venía, el Ratón lo ignoraba. Pero era miedo otra vez. Para combatirlo, giró y se aferró a la rodilla de Lorq.
—¡Mire, Capitán! No importa lo que digan las cartas, yo voy a ayudarle a llegar a esa estrella ¿sabe? Iré con usted y ganará la carrera. ¡No deje que ninguna loca le diga lo contrario!
Durante la conversación Lorq había estado ensimismado. Ahora miró con atención el entrecejo oscuro.-No te olvides de devolverle el naipe a la loca cuando te vayas de aquí. Pronto estaremos en Vorpis.
La intensidad no podía mantenerse por más tiempo. Una áspera carcajada abrió los labios morenos.
—Sigo pensando que juegan, Capitán. —El Ratón se puso de espaldas a la cucheta. Plantando el pie desnudo sobre la sandalia de Lorq, como un cachorro junto al amo, empezó a tocar.
Las luces revolotearon por encima de las máquinas, cobre y rubí, transformándose en arpegios de clavicordios; Lorq miró al muchacho sentado junto a su rodilla. Algo le sucedió. No sabía la causa. Pero por primera vez en mucho tiempo, estaba mirando a alguien por razones que nada tenían que ver con la estrella. No sabía lo que veía. Sin embargo, se reclinó y observó lo que hacía el Ratón:
Colmando casi la cabina, el gitano movía una miríada de luces del color de la llama alrededor de una gran esfera, al compás de las figuras quebradizas de una fuga grave y disonante.