5

Draco, Vorpis, Phoenix, 3172

¿El mundo?

Vorpis.

En un mundo, sobre un mundo, es tanto lo que hay…

—Bienvenidos, viajeros…

… en cambio una luna, pensó Katin cuando salían del espacio-puerto por los portalones que la aurora incendiaba, una luna tiene sus glorias grises miniaturizadas en roca y polvo.

—… Vorpis tiene un día de treinta y tres horas, una gravedad bastante alta como para acelerar el ritmo de las pulsaciones en un factor 3 del normal de Tierra luego de un período de aclimatación de seis horas…

Dejaron atrás la columna de cien metros. Las nieblas que velaban la meseta se desangraban en escamas bruñidas por el amanecer. La Serpiente, animada y mecánica, símbolo de todo ese sector espejeante de la noche, se retorcía en el mástil. En el momento en que la tripulación pisaba la carretera rodante, un sol de polos achatados diluía en rojo las heridas nocturnas.

—… con cuatro ciudades de más de cinco millones de habitantes, Vorpis produce el quince por ciento de todo el dinaplast que consume Draco. En las zonas lávicas del ecuador se extraen de la roca líquida más de tres docenas de minerales. Aquí, en las regiones polares de los trópicos, a lo largo de los cañones que corren entre las mesetas, los jinetes montados en redes cazan el arolate y el acualate. Vorpis es famoso en toda la galaxia por el Instituto Alkane, en la ciudad capital del hemisferio norte, Phoenix…

Transpusieron el límite de la voz del infoservicio, y penetraron en el silencio. Mientras la carretera los alejaba boyando de los escalones, Lorq, en medio de su tripulación, contemplaba la plaza.

—Capitán ¿adónde ahora vamos? —Sebastián había traído una de las mascotas. El animal se le columpiaba en la cresta del hombro.

—Tomaremos un rastranieblas hasta la ciudad y de allí iremos al Alkane. El que quiera puede venir conmigo, o vagabundear por el museo, o tomarse unas horas de licencia en la ciudad. Si alguien prefiere quedarse en la nave…

—… ¿y perder la oportunidad de ver el Alkane?

—… ¿no cuesta mucho la entrada…?

—… pero el capitán tiene una tía que trabaja allí…

—… entonces podremos entrar gratis —concluyó Idas.

—No os preocupéis por eso —dijo Lorq mientras trotaban rampa abajo hacia el embarcadero de amarre de los rastranieblas.

La Vorpis Polar era una sucesión de mesetas rocosas, muchas de ellas de varios kilómetros cuadrados de superficie. Entre una y otra rodaban y caían unas nieblas espesas, que no se mezclaban con la atmósfera de nitrógeno/ oxígeno. Óxido de aluminio pulverizado y sulfato de arsénico en hidrocarburos vaporizados que brotaban del suelo en convulsión llenaban los espacios entre las mesetas. Justo atrás de la altiplanicie que contenía el espacio-puerto, había otra con plantas de cultivo, oriundas de una latitud más austral de Vorpis, pero mantenidas aquí como un parque natural (castaño, herrumbre, escarlata); en la meseta más extensa se alzaba Phoenix.

Los rastranieblas, naves impulsadas por las cargas de estática (producidas por la atmósfera ionizada positiva en combinación con el óxido ionizado negativo) surcaban como embarcaciones la superficie de la niebla.

En la sala de espera, los horarios de partida flotaban bajo los ladrillos transparentes, seguidos de flechas que indicaban a la multitud las diferentes puertas de embarque:

PARQUE ANDRÓMEDA — PHOENIX — MONTCLAIR

y un gran pájaro bañado en fuego se deslizaba a lo largo del multicromo debajo de las botas, los pies desnudos y las sandalias.

En la cubierta del rastreador, Katin se apoyó en la barandilla, observando a través de las mamparas de plástico cómo crepitaban las olas blancas, desplegándose por encima del sol para estrellarse contra el casco.

—¿Has pensado alguna vez —dijo Katin cuando el Ratón llegó hasta él chupando un trozo de azúcar cande— el aprieto en que se vería un hombre del pasado para comprender el presente? Supón que alguien haya muerto, digamos, en el siglo XXVI y despertase aquí y ahora. ¿Te das cuenta del horror y la confusión total que experimentaría sólo mirando este rastreador?

—¿Sí? —El Ratón se sacó el caramelo de la boca—. ¿Lo terminas tú? Yo no quiero más.

—Gracias. Por ejemplo, la —la mandíbula de Katin temblequeó cuando los dientes trituraron el azúcar cristalizado alrededor de la hebra de hilo— higiene. Hubo un período de mil años desde el mil quinientos al dos mil quinientos en que la gente dilapidaba una increíble cantidad de tiempo y energía en mantener las cosas limpias. Finalizó cuando la última enfermedad contagiosa no sólo fue curable sino imposible. Había una cosa inverosímil llamada «resfrío común» que hasta el siglo XXV podías tenerlo todos los años al menos una vez. Supongo que en ese entonces había justificaciones para semejante fetichismo: una cierta correlación entre suciedad y enfermedad. Pero después que el contagio pasó a ser una preocupación obsoleta, lo mismo le ocurrió a la sanidad. Sin embargo, si nuestro hombre de hace quinientos años te viese caminar por esta cubierta con un pie calzado y otro no, y luego te viera sentarte a comer con ese mismo pie, sin tomarte el trabajo de lavártelo… ¿tienes una idea de lo mal que se sentiría?

—¿Fuera de broma?

Katin asintió.

La niebla chocó con una punta de roca, chisporroteando.

—La idea de hacer una visita al Alkane me ha inspirado, Ratón. Estoy desarrollando toda una teoría de la historia. En íntima relación con mi novela. ¿No te importa concederme unos minutos? Te explicaré. Se me ha ocurrido que si uno considerase… —Se interrumpió.

Transcurrió un tiempo suficiente como para que en el rostro del Ratón se acumulase una colección de expresiones.

—¿Cuál es? —preguntó cuando comprobó que nada en la creciente cerrazón retenía la atención de Katin—. ¿Qué hay de tu teoría?

—¡Cyana Von Ray Morgan!

—¿Qué?

Quién, Ratón. Cyana Von Ray Morgan. Una súbita asociación de ideas: acabo de descubrir quién es la tía del capitán, la curadora del Alkane. Cuando Tyy le estaba leyendo el Tarot, el capitán habló de un tío que murió asesinado cuando él era niño.

El Ratón frunció el ceño.

—Ah, sí…

Katin meneó la cabeza, remedando la incredulidad del Ratón.

—¿Quién qué? —preguntó el Ratón.

—¿Morgan y Underwood?

El Ratón miró hacia abajo, a los lados y en todas las demás direcciones en que la gente busca asociaciones inesperadas.

—Supongo que ocurrió antes que tú nacieras —dijo Katin al cabo—. Pero tienes que haber oído hablar de eso, haberlo visto en algún sitio. La historia fue difundida por toda la galaxia en psicoramas, en su momento. Yo tenía apenas tres años, pero…

—¡Morgan asesinó a Underwood! —exclamó el Ratón.

—Underwood —dijo Katin— asesinó a Morgan. Pero ésa es la idea.

—En Ark —dijo el Ratón—. En las Pléyades.

—Con millones y millones de personas experimentando en psicorama toda la historia, a través de la galaxia. En ese entonces yo no podía tener más de tres años. Estaba en casa, en Luna, mirando la inauguración con mis padres cuando ese personaje increíble del jubón azul asomó de pronto entre la multitud y cruzó a todo correr la Plaza Chronaiki con ese alambre en la mano.

—¡Lo estranguló! —exclamó el Ratón—. ¡Morgan fue estrangulado! ¡Sí, vi un psicorama sobre eso! Una vez en Ciudad Marte, el año pasado, durante el circuito triangular. Era un resumen, parte de un documental sobre otro tema.

—Underwood casi le seccionó la cabeza a Morgan —aclaró Katin—. Cada vez que he experimentado una reposición, la escena misma de la muerte estaba cortada. Pero unos cinco mil millones experimentaron todas las emociones de un hombre que a punto de prestar juramento para un segundo período como Secretario de las Pléyades, de pronto es atacado y asesinado por un loco. Todos nosotros sentimos a Underwood que caía sobre nuestras espaldas; oímos gritar a Cyana Morgan y vimos cómo trataba de separarlo; escuchamos al Senador Kolsyn que gritaba algo a propósito del tercer guardaespaldas, y ésa es la parte que creó toda la confusión en la investigación posterior; y sentimos cómo Underwood nos apretaba el cuello con el alambre, cómo se nos incrustaba en la carne; lo golpeamos con nuestra mano derecha, y nuestra mano izquierda la tenía sujeta la señora Tai; y morimos. —Katin sacudió la cabeza—. Entonces el estúpido del camarógrafo (un tal Naibn’n, un imbécil, y poco faltó para que un grupo de lunáticos le saltara la tapa de los sesos, por sospecharlo implicado en el complot) enfocó con su psicomática a Cyana, no al asesino, lo que nos hubiera permitido saber quién era y adonde iba; y durante los treinta segundos siguientes todos fuimos al mismo tiempo una mujer histérica acurrucada en la plaza, abrazada al cadáver sangrante de nuestro esposo, en medio de un confuso ajetreo de diplomáticos, senadores y policías igualmente histéricos, viendo cómo Underwood zigzagueaba entre la multitud hasta escabullirse y desaparecer.

—Esa parte no la exhibían en Ciudad Marte. Pero recuerdo a la esposa de Morgan. ¿Ésa es la tía del Capitán?

—Tiene que ser hermana de su padre.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, ante todo, el apellido. Von Ray Morgan. Recuerdo haber leído una vez, siete u ocho años atrás, que tenía algo que ver con el Alkane. Tenía fama de ser una mujer muy brillante y sensible. Durante los primeros diez o doce años después del asesinato, fue el centro de atracción de ese sector terriblemente sofisticado de la sociedad que siempre está yendo y viniendo entre Draco y las Pléyades; se la veía en la Playa Fíame del Mundo de Chobe, o en alguna regata espacial acompañada por sus dos hijitas. Frecuentaba mucho a su prima Laile Selvin, quien también fue durante un período Secretaria de la Federación de las Pléyades. Las cintas grabadas pasaban del deseo de mantenerla al borde del escándalo al respeto por el horror que le había tocado vivir con Morgan. Hoy, si se la ve en una exhibición de arte, o un acontecimiento social, todavía es noticia, aunque en los últimos años la han dejado un poco en paz. Si es curadora del Alkane, quizá eso la absorba demasiado como para que la publicidad le interese.

—He oído hablar de ella. —El Ratón asintió y al fin alzó los ojos.

—En un tiempo fue quizá la mujer más famosa de la galaxia.

—¿Crees que llegaremos a conocerla?

—Eh —dijo Katin, tomándose de la baranda y arqueando el cuerpo hacia atrás—, ¡eso sí que sería fantástico! Tal vez pudiera basar mi novela en el asesinato de Morgan, una especie de epopeya moderna.

—Ah, sí —dijo el Ratón—. Tu libro.

—Lo que me ha detenido hasta ahora es no haber encontrado un tema. Me pregunto cómo reaccionaría la señora Morgan si le expusiera mi idea. Oh, yo no haría nada parecido a esos crudos reportajes que aparecieron en psicorama luego del atentado. Intentaré hacer una obra de arte mesurada, documentada, que exponga el tema como el incidente que traumatizó la fe de toda una generación en el mundo ordenado y racional del hombre…

—Repíteme quién mató a quien.

—Underwood… sabes, se me acaba de ocurrir, tenía la edad que yo tengo ahora cuando lo hizo, cuando estranguló al Secretario Morgan.

—No quiero cometer una imprudencia si llego a conocerla. Lo prendieron, ¿no?

—Anduvo dos días en libertad, se entregó dos veces, y lo soltaron dos veces junto con los doscientos y pico que confesaron en las primeras cuarenta y ocho horas; llegó hasta el espacio-puerto (planeaba ir a reunirse con sus dos esposas en una estación minera de las Colonias Lejanas), cuando lo apresaron en la oficina de migraciones. ¡En eso hay material para una docena de novelas! Yo buscaba un tema que fuese históricamente significativo. Pero en el peor de los casos, esta será una oportunidad para ventilar mi teoría. La cual, como te estaba diciendo…

—¿Katin?

—Eh… ¿sí? —Los ojos de Katin, antes en nubes cobrizas, volvieron al Ratón.

—¿Qué es eso?

—¿Mm?

—Allí.

Entre quebradas colinas de niebla, un relumbre de metal. En seguida, una red negra y ondulante la elevó desde las olas. De unos diez metros de extremo a extremo, la red se desplomó desde la niebla. En el medio, sujetándose con los pies y las manos, el jubón al viento, los cabellos oscuros flotando detrás de la cara enmascarada, un hombre montaba la red entre el oleaje; la niebla lo ocultó.

—Creo —dijo Katin— que es uno de esos cazadores que andan por los cañones de las mesetas, buscando el arolate natural de este mundo, y quizá también el acualate.

—¿De veras? Has estado antes aquí…

—No. En la universidad experimenté docenas de muestras del Alkane. Casi todas las grandes universidades están isosensoriadas con ellas. Nunca estuve aquí en persona; pero he escuchado la infovoz en el espacio-puerto.

—Oh.

Otros dos hombres afloraron a la superficie, montados en redes. La niebla chisporroteó. Mientras éstos descendían, emergieron un cuarto y un quinto, un sexto.

—Parece haber toda una tropa.

Los montarredes hendían las brumas, bamboleándose, eléctricos, y desaparecían para resurgir un poco más allá.

—Redes —dijo Katin casi entre dientes. Se inclinó sobre la barandilla—. Una gran red, desplegándose entre las estrellas, a través del tiempo… —Hablaba lenta, suavemente. Los jinetes desaparecieron—. Mi teoría: si se concibe la sociedad como…

Miró de soslayo; junto a él, un sonido que parecía un viento.

El Ratón había sacado la siringa. Por debajo de los trémulos dedos morenos unas luces grises giraban como una peonza.

A través de las imitaciones de niebla, redes de oro centelleaban y se superponían al ritmo de una melodía hexatónica. El aire era fresco y vivificante; había olor a viento; pero ni un soplo de viento.

Tres, cinco, una docena de pasajeros se congregaron para mirar. Más allá del riel, los montarredes aparecieron otra vez, y alguien, reparando en la inspiración del muchacho, dijo:

—Ohhhh, ya sé lo que está… —y calló porque todos los demás también callaban.

La música concluyó.

—¡Eso hermoso fue!

El Ratón levantó la mirada. Tyy estaba de pie, escondida a medias detrás de Sebastián.

—Gracias. —Le sonrió y empezó a guardar su instrumento en el morral—. Oh. —Vio algo y volvió a levantar la vista—. Tengo algo para ti. —Metió la mano en el morral—. Encontré esto en el suelo, en el Roc. Supongo que… ¿se te cayó?

Miró de reojo a Katin y vio cómo se le desarrugaba el ceño. Luego miró a Tyy y sintió que se le abría una sonrisa, a la luz de la de ella.

—Yo te agradezco. —Tyy guardó el naipe en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Tú la carta disfrutaste?

—¿Mm?

—Tú cada carta para ganar meditar necesitas.

—¿Tú meditaste? —preguntó Sebastián.

—Oh, sí. La miré mucho. Yo y el Capitán.

—Eso bien está. —Tyy sonrió.

Pero el Ratón estaba jugueteando con la correa del morral.

En Phoenix, Katin preguntó:

—¿De verdad no quieres ir?

También ahora el Ratón jugueteaba con la correa.

—No.

Katin se encogió de hombros.

—Creo que te gustaría.

—Ya he visto museos. Sólo quiero caminar un poco.

—Bien —dijo Katin—. De acuerdo. Te veremos de vuelta en el puerto.

Dio media vuelta y subió corriendo los escalones de piedra para alcanzar al capitán y al resto de la tripulación. Llegaron a la autorrampa que los llevaría, a través de los riscos, hacia la rutilante Phoenix.

El Ratón miró la niebla viscosa que bajaba por la pizarra. Los rastreadores más grandes —acababan de desembarcar de uno de ellos— estaban anclados a los muelles de la izquierda; los pequeños cabeceaban a la derecha. Los puentes se arqueaban sobre las rocas, cruzando las grietas que aquí y allá hendían la meseta.

El Ratón se escarbó minuciosamente la oreja con la uña del meñique, y fue hacia la izquierda.

El joven gitano había procurado vivir la mayor parte de su vida sólo con ojos, oídos, nariz, dedos de pies y manos. La mayor parte de su vida lo había logrado. Pero una que otra vez, como en el Roc durante la lectura del Tarot de Tyy, o durante las conversaciones con Katin y más tarde con el Capitán, hubo de reconocer que los acontecimientos del pasado afectaban el presente. A esa idea le siguió un período de introspección. En la introspección, encontró el viejo miedo. Ahora, sabía que tenía dos superficies irritables. Una de ellas, podía calmarla tañendo las placas sensibles de la siringa. Aplacar a la otra requería largas y solitarias sesiones de autodefinición. Definió: ¿Dieciocho, diecinueve?

Quizá. En todo caso, unos cuatro largos años más allá de la edad de la razón, como la llaman. Y puedo votar en Draco. Nunca lo hice, sin embargo. Una vez más buscando mi camino entre las rocas y los muelles de otro puerto. ¿Adónde vas, Ratón? ¿Dónde has estado y qué harás cuando llegues? Siéntate y toca un rato. Aunque tiene que significar más que eso. Sí. Significa algo para el Capitán. Ojalá pudiera enloquecerme así por una luz en el cielo. Casi lo consigo cuando oigo lo que él dice. ¿Quién más podría incendiar mi arpa para que remede el sol? Y qué luz debió de ser, además. El ciego Dan… y me pregunto qué aspecto habrá tenido. ¿No quieres acaso recorrer los próximos cinco quintos de tu vida con las manos y los ojos intactos? ¿Atarme a una roca, conseguir muchachas y fabricar bebés? No. Me pregunto si Katin es feliz con sus teorías y notas y notas y teorías. ¿Qué sucedería si yo intentase tocar mi siringa como él trata de hacerlo con ese libro, pensando, midiendo? Ante todo no tendría tiempo para formularme estas preguntas difíciles. Como: ¿qué piensa el Capitán de mí? Tropieza conmigo, se ríe, recoge al Ratón y se lo mete en el bolsillo. ¡Pero significa algo más! El Capitán tiene esa estrella loca. Katin teje redes de palabras que nadie escucha. ¿Yo, Ratón? Un gitano con una siringa en lugar de laringe. Pero para mí, eso no basta. Capitán ¿adónde me lleva? A ver. Claro que iré.

No hay ningún otro sitio donde yo deba estar. ¿Pienso descubrir quién soy cuando llegue? ¿Será verdad que una estrella al extinguirse da tanta luz como para que yo pueda ver…?

El Ratón pasó por el puente siguiente, los pulgares en el pantalón, los ojos bajos.

Ruido de cadenas.

Levantó la mirada.

Las cadenas reptaban sobre un rodillo de tres metros, remolcando una forma desde las neblinas. En la roca, a la entrada de un depósito, hombres y mujeres se recostaban contra máquinas gigantescas. En la cabina, el operador de la grúa conservaba la máscara. Cubierta de redes, la bestia surgió de la niebla, sacudiendo la aleta. Las redes rechinaron.

El arolate (o tal vez un acualate) medía veinte metros de largo. Grúas más pequeñas bajaron unos garfios. Los montarredes, sujetos a los flancos de la bestia, se prendieron de ellos.

En el momento en que el Ratón se abría paso entre los hombres para mirar el precipicio, alguien gritó:

—¡Alex está herido!

Un andamio bajó colgado de una polea y desembarcó a cinco tripulantes.

La bestia se había inmovilizado. Arrastrándose por las redes como si fuesen un cómodo barandal, aflojaron una sección de eslabones. El jinete colgaba del centro como un peso muerto.

Uno de ellos casi dejó caer los eslabones; el herido giró contra el flanco azul.

—¡Aguántalo allí, Bo!

—¡Bien está! ¡Lo tengo!

—Súbanlo lentamente.

El Ratón escudriñó la niebla allá abajo. El primer jinete hizo pie en la roca; los eslabones resonaron contra la piedra a tres metros de distancia. Trepó, arrastrando la red. Se soltó las correas de la muñeca, desenchufó las conexiones de los brazos, se arrodilló, y se desenchufó de los tobillos mojados los tomas inferiores. Acto seguido, cargó la red sobre el hombro y la arrastró a través del muelle ancho. Las boyas que bordeaban la red absorbían aún la mayor parte del peso, haciéndola flotar en el aire. Sin ellas, calculó el Ratón, sin tomar en cuenta la gravedad ligeramente mayor, el extendido mecanismo de la trampa pesaría probablemente varios centenares de kilos.

Otros tres jinetes treparon hasta el borde del precipicio arrastrando las redes y con el cabello mojado y lacio pegado a las máscaras; alborotándose rizado y rojo en la cabeza de uno de los hombres. Alex rengueaba entre dos compañeros.

Llegaron otros cuatro jinetes. Un hombre rubio, fornido, acababa de desenchufarse la red de la muñeca izquierda, cuando miró al Ratón. Las placas rojas de los ojos relampaguearon en la máscara oscura a la par que adelantaba la cabeza, intrigado.

—Oye —era un gruñido gutural—, eso que tienen sobre la cadera, ¿qué es? —Con la mano libre se echó hacia atrás la cabellera espesa.

El Ratón lo miró de arriba abajo.

—¿Mm?

De un puntapié el hombre se desembarazó de la red sujeta a la bota izquierda. El pie derecho estaba descalzo.

—Una siringa sensoria es ¿mm?

El Ratón hizo una mueca.

—Ajá.

El hombre asintió.

—A un chico que tocaba mejor que el diablo una vez conocí. —Calló de golpe, enderezando la cabeza. Introdujo el pulgar debajo de la mandíbula de la máscara. El protector bucal y las placas oculares se desprendieron.

Bajo el impacto, el Ratón sintió en la garganta ese cosquilleo que era otro aspecto de sus problemas de elocución. Apretó las mandíbulas y abrió los labios; luego cerró los labios y abrió las mandíbulas. Tampoco así se puede hablar. Entonces trató de expresarlo con un vacilante signo de interrogación; la voz chirrió en una exclamación involuntaria:

—¡Leo!

Las facciones insolentes se reordenaron.

—¡Tú, Ratón, eres!

—Leo, ¿qué estás…? ¡Pero…!

Leo dejó caer la red de la otra muñeca, de un puntapié desprendió el enchufe del otro tobillo, y recogió un puñado de eslabones.

—¡Tú al depósito de redes conmigo vienes! Cinco años, una docena… pero más…

El Ratón seguía sonriendo porque era lo único que podía hacer. También él recogió unos eslabones, y entre ambos arrastraron la red —con la ayuda de los flotadores de niebla— por el suelo de roca.

—¡Eh, Caro, Bolsum, éste el Ratón es!

Dos de los hombres se volvieron a mirar.

—Yo de un chico siempre hablaba ¿recordáis? Este él es. Eh, Ratón, por lo menos quince centímetros creciste. ¿Cuántos años, siete, ocho hace? ¿Y tú todavía la siringa tienes? —Leo contempló el morral—. Tú bien tocas, apuesto. Pero bien tocabas.

—¿Alguna vez conseguiste una siringa para ti, Leo? Podríamos tocar juntos…

Leo sacudió la cabeza con una sonrisa tímida.

—Estambul última vez que una siringa en la mano tuve. Nunca más. Y ahora todo olvidado es.

—Oh —dijo el Ratón y sintió que había perdido algo.

—Oye, ¿ésa la siringa sensoria que en Estambul robaste es?

—Desde entonces la llevo conmigo.

Leo se echó a reír y rodeó con el brazo los hombros puntiagudos del Ratón. La risa (¿advirtió el Ratón el cambio en Leo?) vibró en las palabras del pescador.

—¿Y tú la siringa todo el tiempo has tocado? Tú para mí ahora tocas. ¡Seguro! Tú para mí los olores y sonidos y colores despertarás. —Grandes dedos magullaron el omóplato moreno bajo el jubón de trabajo del Ratón—. Eh, no, Caro, a un verdadero tocador de siringa ahora verán.

Los dos jinetes se detuvieron a esperarlos.

—¿De veras eso tocas?

—Hace unos seis meses pasó por aquí un hombre que sabía tocar algunas bonitas… —Trazó dos curvas en el aire con las manos cubiertas de cicatrices; luego codeó al Ratón—: ¿Te das cuenta de lo que quiero decir?

—¡El Ratón mejor todavía toca! —insistió Leo.

—Leo sólo hablaba de ese chico que había conocido en Tierra. Decía que él mismo le había enseñado a tocar, pero cuando le dimos la siringa… —Sacudió la cabeza, riéndose.

—¡Pero este el chico es! —exclamó Leo, palmoteando el hombro del Ratón.

—¿Mm?

—¡Oh!

—¡El Ratón este es!

Por la puerta de dos plantas de altura entraron al depósito de redes. Desde las altas perchas, las redes se columpiaban en cortinados laberínticos. Los jinetes colgaron las suyas de hileras de escarpias que descendían del cielo raso por un sistema de poleas. Una vez las redes estiradas el jinete podía reparar las anillas rotas, ajustar las conexiones reactivas que daban a la red forma y movimiento mediante los impulsos nerviosos recibidos por los tomas.

Dos jinetes hacían rodar una gran máquina dentada.

—¿Qué es?

—Con eso al arolate carnearán.

—¿Arolate? —El Ratón sacudió la cabeza.

—Eso lo que aquí cazamos es. Acualates allá abajo cerca de Mesa Negra cazan.

—Oh.

—Pero Ratón ¿qué aquí haciendo estás? —Avanzaban en medio del cascabeleo de las anillas—. ¿Tú en las redes un tiempo te quedas? ¿Tú con nosotros un tiempo trabajarás? Yo una tripulación que otro hombre necesita conozco…

—Justamente estoy embarcado en una nave que ha atracado aquí por un tiempo. Es el Roc, Capitán Von Ray.

—¿Von Ray? ¿Una nave de las Pléyades es?

—Exactamente.

Leo bajó el mecanismo de escarpias que colgaba de las vigas altas y empezó a extender la red.

—¿Qué en Draco haciendo está?

—El Capitán tenía que pasar por el Instituto Alkane para obtener cierta información técnica.

Leo dio un tirón a la cadena de la polea y los ganchos rechinaron al subir otros tres metros. Empezó a extender la capa siguiente.

—Von Ray, sí. Esa una buena nave que ser tiene. Cuando por primera vez a Draco vine —pasó unas anillas negras por el gancho contiguo— nadie de las Pléyades a Draco jamás venía. Uno o dos, tal vez. Yo el único era. —Las anillas se reacomodaron con un chasquido; Leo volvió a tironear de la cadena. La parte superior de la red se elevó hasta la luz que entraba por las ventanas más altas—. Hoy mucha gente de la Federación encuentro. Diez en esta costa trabajan. Y naves de aquí para allá todo el tiempo van. —Movió tristemente la cabeza.

Alguien gritó desde el otro lado del área de trabajo.

—Eh, ¿dónde está el médico? —La voz de la mujer reverberó entre las redes—. Hace cinco minutos que Alex espera.

Las redes rechinaron cuando Leo las sacudió para cerciorarse de que estaban firmes. Miraron hacia la puerta.

—¡No te preocupes! ¡Ya vendrá! —vociferó. Tomó al Ratón por el hombro—. ¡Tú conmigo vas!

Caminaron por entre las colgaduras. Otros jinetes estaban aún enganchando las redes.

—Oye ¿vas eso a tocar?

Miraron arriba.

El jinete descendió hasta la mitad de las anillas, luego saltó al suelo.

—Eso quiero ver.

—Seguro que tocará —exclamó Leo.

—Sabes, de veras… —empezó a decir el Ratón. Aunque le alegraba ver otra vez a Leo, había estado disfrutando de sus propias cavilaciones.

—¡Bravo! Porque Leo nunca hablaba de otra cosa.

Mientras avanzaban por entre las redes, otros jinetes se les unieron.

Alex estaba sentado al pie de la escalera que subía hasta la galería de observación. Se apretaba el hombro y apoyaba la cabeza contra los peldaños. De tanto en tanto las mejillas sin afeitar se le hundían en la cara.

—Mira —le dijo el Ratón a Leo—, ¿por qué no vamos a algún sitio y bebemos algo? Podríamos conversar un poco, quizá. Tocaré para ti antes de partir…

—¡Ahora tú tocas! —insistió Leo—. Más tarde hablamos.

Alex abrió los ojos.

—¿Éste es el muchacho —hizo una mueca de dolor— de quien nos hablabas, Leo?

—¿Te das cuenta, Ratón? Después de una docena de años, famoso eres. —Leo le empujó un barril de lubricante dado vuelta que chirrió sobre el cemento—. Ahora te sientas.

—Oye, Leo. —El Ratón cambió al griego—. La verdad es que no tengo ganas. Tu amigo está herido, y no quiere que lo molesten…

—¡Malakas! —dijo Alex, y escupió una espuma sanguinolenta entre sus rodillas desolladas—. Toca algo. Me harás olvidar un poco el dolor. ¿Cuándo llegará este maldito médico?

—Algo para Alex toca.

—Es que…

El Ratón miró al montarredes herido y luego a los otros hombres y mujeres alineados junto a la pared.

Una sonrisa se mezcló a la mueca de dolor en el rostro de Alex.

—Un número, Ratón.

El Ratón no quería tocar.

—Está bien.

Sacó la siringa del morral y metió la cabeza por debajo de la correa.

—Probablemente el doctor llegará justo en la mitad —comentó el Ratón.

—Espero que llegue rápido —gruñó Alex—. Sé que por lo menos tengo un brazo roto. No siento la pierna para nada, y algo me sangra por dentro… —Volvió a escupir rojo—. Tengo que salir otra vez dentro de dos horas. Será mejor que se dé prisa en remendarme. Si esta tarde no puedo hacer esa recorrida, lo demandaré. Yo pago mi maldito seguro de enfermedad.

—Él te va a acomodar —le aseguró uno de los jinetes—. Todavía no han dejado que expire ninguna póliza. Cállate y deja tocar al muchacho… —Se interrumpió porque el Ratón ya había empezado.

La luz hería el cristal y lo convertía en cobre. Miles y miles de paneles redondos formaban la fachada cóncava del Alkane.

A la orilla del río, Katin caminaba por el sendero que serpeaba a través del jardín del museo. El río —la misma bruma espesa que en la Vorpis polar era océano— exhalaba nubes de vapor en las riberas. Más allá, fluía bajo el incandescente muro abovedado.

El capitán estaba bastante lejos delante de Katin como para que las sombras de los dos tuviesen la misma longitud sobre las piedras pulidas. En medio de las fuentes, el elevador subía constantemente colmado de visitantes, unos centenares por vez. Pero en pocos segundos se dispersaban por los senderos multicolores que zigzagueaban entre las rocas veteadas de cuarzo. Sobre un tambor de bronce, centro de los paneles espejeantes, en la mañana rubicunda, a unos centenares de metros frente al museo, marmórea, sin brazos, se alzaba la gracia vivida de la Venus de Milo.

Lynceos entornó los ojos rosados y apartó la cara para evitar el resplandor. Idas, junto a él, miraba hacia atrás y adelante, arriba y abajo.

Tyy, su mano en la de Sebastián, lo seguía pegada a él; el cabello agitado por el aleteo de la bestia posada en el hombro rutilante del muchacho.

Ahora la luz, pensó Katin mientras pasaban bajo el arco hacia el vestíbulo lenticular, se pondrá azul. Es verdad, ninguna luna tiene atmósfera natural suficiente para producir difracciones tan espectaculares. Sin embargo, echo de menos la soledad lunar. Esta fría estructura de plástico, metal y piedra fue alguna vez el edificio más grande construido por el hombre. Cuánto hemos avanzado desde el siglo XXVI. ¿Hay hoy en toda la galaxia una docena de edificios más grandes? ¿Dos docenas? Curiosa situación para un académico rebelde: conflicto entre la tradición así encarnada y el absurdo de una arquitectura pasada de moda. Cyana Morgan anida en esta tumba de la historia del hombre. Adecuado: el halcón blanco empolla huesos.

Del cielo raso pendía una pantalla octogonal, desde donde transmitían los anuncios para el público. Ahora estaban irradiando una fantasía lumínica.

—¿Me podría comunicar con el interno 739-E-6? —preguntó el Capitán Von Ray a la joven en la mesa de información.

Ella dio vuelta la mano y apretó los botones del pequeño intercomunicador conectado a su muñeca.

—Naturalmente.

—Hola, Bunny —dijo Lorq.

—¡Lorq Von Ray! —exclamó la muchacha del mostrador con una voz que no era la suya—. ¿Vienes a ver a Cyana?

—Así es, Bunny. Si no está ocupada. Me gustaría subir y hablar con ella.

—Espera un minuto e iré a ver.

Bunny, donde quiera que Bunny estuviese en aquel colmenar de alrededor, abandonó a la joven el tiempo suficiente como para que ésta arquease las cejas, sorprendida.

—¿Está aquí para ver a Cyana Morgan? —preguntó con su propia voz.

—Así es. —Lorq sonrió.

En ese preciso instante reapareció Bunny.

—Perfecto, Lorq. Te verá en el sudoeste 12. Allí hay menos gente.

Lorq se volvió a su tripulación.

—¿Por qué no recorren el museo un rato? Dentro de una hora tendré lo que quiero.

—¿Tiene que llevar esa… —la muchacha miró preocupada a Sebastián— esa cosa por el museo? No tenemos comodidades para animales. —A lo cual Bunny respondió:

—El hombre pertenece a tu tripulación, ¿no, Lorq? El pajarraco parece bien enseñado. —Le habló a Sebastián—. ¿Se comportará bien?

—Claro que bien se va a comportar. —Sebastián acarició la garra que se flexionaba sobre su hombro.

—Puede llevarlo —dijo Bunny a través de la muchacha—. Cyana ya va a encontrarse contigo.

Lorq se volvió a Katin.

—¿Por qué no me acompañas?

Katin trató de no mostrarse sorprendido.

—Está bien, Capitán.

—Sudoeste 12 —dijo la muchacha—. No tienen más que subir un nivel por ese ascensor. ¿Algo más?

—Nada más. —Lorq le habló a la tripulación—. Nos veremos luego.

Katin lo siguió.

Montada sobre bloques de mármol junto al ascensor en espiral, había una cabeza de dragón de tres metros. Katin observó las rugosidades del paladar en la boca de piedra.

—Mi padre la donó al museo —dijo Lorq cuando subían al ascensor.

—¿Ah, sí?

—Es de Nueva Brazillia. —Mientras se elevaban alrededor del eje central, la mandíbula cayó—. Cuando yo era chico jugaba dentro de un primo hermano.

La planta baja pululaba de turistas cada vez más pequeños.

La terraza de oro los recibió.

Salieron del ascensor.

Había cuadros a distintas distancias de la fuente de luz de la galería. La lámpara multifacetada proyectaba sobre cada marco la luz más parecida posible (según el buen saber y entender de los eruditos del Alkane) a aquélla a la cual habían sido originariamente pintados: artificial o natural, sol rojo, sol blanco, amarillo o azul.

Katin miró a las diez o doce personas que vagabundeaban por la exposición.

—Cyana no estará aquí antes de un minuto o dos —dijo el capitán—. Está lejos en muchos sentidos.

—Oh. —Katin leyó el título de la exposición.

Imágenes de mi Gente

En lo alto, había una pantalla anunciadora más pequeña que la del vestíbulo.

En ese preciso instante explicaba que las pinturas y fotografías pertenecían a artistas de los últimos trescientos años y mostraban a hombres y mujeres en sus momentos de trabajo o de ocio, en diversos mundos. Echando una ojeada al catálogo, Katin se sintió consternado al descubrir que sólo conocía dos nombres.

—Quise que me acompañaras porque necesitaba hablar con alguien capaz de entender.

Katin, sorprendido, lo miró.

—Mi sol… mi nova. Mentalmente estoy casi habituado a ese resplandor. Y sin embargo soy sólo un hombre bajo toda esa luz. Toda mi vida las gentes de mi alrededor hacían por lo general lo que yo quería que hiciesen. Cuando no lo hacían…

—¿Los obligaba? Lorq entornó los ojos amarillos.

—Cuando no lo hacían, trataba de averiguar qué podían hacer, y los usaba para eso. Siempre aparece alguien para desempeñar las otras tareas. Quiero hablar con alguien que pueda comprender. Pero las palabras no bastan. Quisiera hacer algo para mostrarte lo que todo esto significa.

—Yo… yo no creo comprender.

—Lo comprenderás.

Retrato de una Mujer (Bellatrix IV); ataviada a la moda de veinte años atrás. Estaba sentada junto a una ventana, y sonreía a la luz dorada de un sol no pintado.

Ve con Ashton Clark (no localizado): un hombre viejo. El mameluco era de un estilo en boga doscientos años atrás. Estaba a punto de desenchufarse de una gran máquina; pero tan enorme que no se podía saber qué era.

—Esto me desconcierta, Katin. Mi familia, al menos por parte de padre, es oriunda de las Pléyades. Sin embargo, yo crecí hablando como un draconiano en mi propia casa. Mi padre pertenecía a ese núcleo enquistado de la vieja guardia de las Pléyades, que todavía conservan tanto de los antepasados de Draco y Tierra; sólo que era una Tierra que había estado muerta cincuenta años en la época en que el primero de estos pintores tomó un pincel. Cuando yo funde una familia, mis hijos hablarán probablemente en la misma forma. ¿Te parece extraño, entonces, que tú y yo estemos quizá más cerca que yo y, digamos, Tyy y Sebastián?

—Yo nací en Luna —le recordó Katin—. Sólo conozco Tierra por visitas prolongadas. No es mi mundo.

Lorq pasó por alto la aclaración.

—Hay aspectos en los que Tyy, Sebastián y yo somos muy parecidos. En esas sensibilidades básicas y definitorias nos parecemos más que tú y yo.

Una vez más Katin tardó un embarazoso segundo en reconocer la angustia en aquella cara devastada.

—Algunas de nuestras reacciones serán más previsibles para nosotros que para ti; sí, sé que no pasa de eso. —Hizo una pausa—. Tú no eres de Tierra, Katin, pero el Ratón sí. También Prince. Uno es un vagabundo, el otro es… Prince Red. ¿Existe entre ellos la misma relación que entre Sebastián y yo? El gitano me fascina. No lo comprendo. No en la forma que creo comprenderte a ti. Tampoco comprendo a Prince.

Retrato de un Montarredes. Katin miró la fecha: este montarredes en particular, de pensativos rasgos negroides, había traspasado la niebla doscientos ochenta años atrás.

Retrato de un Joven: contemporáneo, sí. Estaba de pie frente a un bosque de… ¿árboles? No. Cualquier otra cosa, pero no árboles.

—A mediados del siglo XX, 1950 para ser exacto —Katin volvió a mirar al capitán—, había en Tierra un pequeño país llamado Gran Bretaña donde se hablaba cincuenta y siete dialectos del inglés, mutuamente incomprensibles. También había un gran país llamado los Estados Unidos con casi cuatro veces la población de Gran Bretaña diseminada en un área seis veces mayor. Había variantes de acento, pero sólo en dos enclaves diminutos de menos de veinte mil personas se hablaban dialectos incomprensibles, desde la perspectiva de la lengua común. Utilizo estos ejemplos porque en ambos países la lengua era esencialmente la misma.

Retrato de un Niño Llorando (A.D. 2852 Vega IV).

Retrato de un Niño Llorando (A.D. 3052 Nueva Brazillia II).

—¿A qué te refieres?

—Los Estados Unidos fueron un producto de toda esa explosión de las comunicaciones, la migración, el intercambio de noticias, el desarrollo del cine, la radio y la televisión, que simplificó el lenguaje y los esquemas de pensamiento, no el pensamiento mismo, sin embargo; lo cual significó que una persona A podía comprender no sólo a una persona B, sino también a las personas W, X e Y. La gente, la información y las ideas circulan hoy por toda la galaxia con mucha mayor rapidez que en 1950 a través de los Estados Unidos. El potencial de comprensión es proporcionalmente mayor. Usted y yo nacimos separados por un tercio de galaxia. Salvo uno que otro fin de semana estudiantil que pasé en la Universidad de Draco en Centauri, ésta es la primera vez que he estado fuera del Sistema Solar. Y sin embargo usted y yo somos mucho más parecidos en estructura informática que un habitante de Cornualles y otro de Gales mil años atrás. Recuerde eso cuando intente juzgar al Ratón… o a Prince Red. Aunque la Gran Serpiente se enrosca en las columnas de un centenar de mundos, la gente de las Pléyades y de las Colonias Lejanas la reconoce; el mobiliario de la República de Vega revela aquí y allá las mismas cosas acerca de sus dueños. Ashton Clark tiene el mismo significado para usted que para mí. Morgan asesinó a Underwood y eso pasó a ser parte de nuestras respectivas experiencias… —Calló de golpe; pues Lorq había fruncido el entrecejo.

—Querrás decir que Underwood asesinó a Morgan.

—Oh, por supuesto… Quise decir… —La turbación le quemó las mejillas—. Sí… pero no quise…

Avanzando por entre los cuadros se acercaba una mujer de blanco. Tenía el cabello plateado y peinado hacia arriba.

Era delgada. Era vieja.

—¡Lorq! —Le tendió las manos—. Bunny dijo que estabas aquí. Pienso que podríamos subir a mi oficina.

¡Claro!, pensó Katin. La mayor parte de las fotografías que había visto de ella tenían que ser de hacía quince o veinte años atrás.

—Gracias, Cyana. Hubiéramos podido subir nosotros. No quería molestarte si estabas ocupada. No te robaré mucho tiempo.

—Tonterías. Ustedes dos vengan conmigo. He estado considerando propuestas para una media tonelada de esculturas lumínicas de Vega.

—¿Del período de la República? —preguntó Katin.

—Desgraciadamente no. De ser así, tendríamos la posibilidad de que nos las sacaran de las manos. Pero tienen cien años de más para ser de algún valor. Vengan. —Mientras los conducía entre las telas enmarcadas, consultó el ancho brazalete de metal que le cubría el enchufe de la muñeca. Una de las microesferas estaba parpadeando—. Discúlpeme, joven. —Se volvió a Katin—. ¿Usted lleva un… grabador o algo así?

—Bueno… sí, tengo.

—He de pedirle que no lo use aquí.

—Oh, yo no…

—No tanto en los últimos tiempos, pero a menudo he tenido problemas para resguardar mi vida privada. —Apoyó una mano arrugada en el brazo de Katin—. ¿Usted comprende? Hay un campo de desgrabación automática que borrará todo lo que tenga en el aparato, si llega a encenderlo.

—Katin pertenece a mi tripulación, Gyana. Pero es una tripulación muy diferente de la última. Ya no hay más misterios.

—Eso me pareció.

Retiró la mano. Katin la miró caer sobre el brocado blanco y ella dijo entonces:

—Esta mañana, cuando llegué al museo, había un mensaje de Prince para ti. —Katin y Lorq alzaron los ojos.

Llegaron al extremo de la galería.

La mujer se volvió un instante a Lorq:

—Te tomo la palabra en cuanto a los misterios.

Las cejas ponían en el rostro un brillante toque metálico.

Las cejas de Lorq eran metal herrumbrado; la línea estaba quebrada por la cicatriz. No obstante, pensó Katin, tiene que ser parte del sello de la familia.

—¿Está en Vorpis?

—No tengo la menor idea. —La puerta se dilató y la transpusieron—. Pero sabe que tú estás aquí. ¿No es eso lo que importa?

—Hace apenas una hora y media que llegué al espacio-puerto. Me marcho esta noche.

—El mensaje llegó hace una hora y veinticinco minutos. El lugar de origen estaba convenientemente mutilado como para que los operadores no lo pudieran rastrear sin dificultades. En estos momentos están tratando…

—No te preocupes. —Lorq le habló a Katin—. ¿Qué me dirá ahora?

—No tardaremos en saberlo —dijo Cyana—. Dijiste que nada de misterios. A pesar de todo, preferiría hablar en mi oficina.

Esta galería era un verdadero caos: un depósito, o material aún no seleccionado para una exposición.

Katin iba a preguntar, pero Lorq se le adelantó:

—Cyana ¿qué es toda esta chatarra?

—Creo —miró la fecha en la calcomanía dorada del cajón—, 1923: la Corporación Eólica. Sí, es una colección de instrumentos musicales del siglo XX. Ése es un Ondas Martinot inventado por un compositor francés del mismo nombre en 1942. Allá tenemos —se inclinó para leer la etiqueta— una Pianola Dúo Arts fabricada en 1931. Y esto es… el Violano Virtuoso de Mili, construido en 1916.

Katin espió a través de las puertas de vidrio del frente del violano.

Cuerdas y martillos, clavijas y plectros colgaban en las sombras.

—¿Qué hacía?

—Se los instalaba en bares y parques de diversiones. La gente ponía una moneda en la ranura y automáticamente empezaba a tocar ese violín que está allí sobre la plataforma, con acompañamiento de pianola, programado en un rollo de papel perforado. —Recorrió con la uña plateada la lista de títulos—. El Baile de Faroleros del Barrio Negro… —Avanzaron a través de la acumulación de tereminas, banjos de repetición, organillos—. Algunos de los académicos más recientes cuestionan el interés del instituto por el siglo XX. Casi una de cada cuatro de nuestras galerías está dedicada a ese siglo. —Cruzó las manos sobre el brocado—. Los irrita quizá que haya sido la preocupación tradicional de los estudiosos durante ochocientos años; se resisten a ver lo que es obvio. Al comienzo de ese siglo sorprendente la humanidad estaba compuesta por muchas sociedades que vivían en un mismo mundo; al final, era en esencia lo que nosotros somos ahora: una sociedad unificada por la información que vivía en varios mundos. Desde entonces, el número de mundos se ha multiplicado; nuestro vínculo informativo ha cambiado de naturaleza varias veces, ha sufrido unas cuantas erupciones catastróficas, pero en lo esencial ha perdurado. Hasta que el hombre se transforme en algo muy, muy diferente, esa época será un foco del interés erudito: ese fue el siglo en que nosotros aparecimos.

—No tengo simpatía por el pasado —anunció Lorq—. No tengo tiempo para eso.

—A mí me intriga —terció Katin—. Quiero escribir un libro; quizá se refiera a esa época.

Cyana lo miró.

—¿De veras? ¿Qué clase de libro?

—Una novela, creo.

—¿Una novela? —Pasaron bajo la pantalla de los anuncios: gris—. Usted va a escribir una novela. ¡Qué fascinante! Hace algunos años yo tenía un amigo anticuario que intentó escribir una novela. Sólo llegó a terminar el primer capítulo. Pero aseguraba que era una experiencia maravillosamente esclarecedora y que le permitió llegar a las raíces mismas del proceso.

—En realidad, hace tiempo que estoy trabajando —aventuró Katin.

—Maravilloso. Tal vez, si la termina, permita que el Instituto tome un registro psíquico bajo hipnosis de esa experiencia. Tenemos una imprenta del siglo XXII en perfectas condiciones. Podríamos imprimir unos cuantos millones y distribuirlos junto con un estudio psicorámico documentado, para las bibliotecas y otras instituciones educativas. Estoy segura de poder interesar a la junta en esa idea.

—Ni siquiera había pensado en imprimirla…

Llegaron a la galería contigua.

—Sólo a través del Alkane podría hacerlo. Téngalo presente.

—Sí… Lo tendré presente.

—¿Cuándo pondrán orden en este caos, Cyana?

—Querido sobrino, tenemos mucho más material del que podemos exhibir. En algún sitio hay que ponerlo. Hay más de doce mil galerías públicas y setecientas privadas en el museo, y tres mil quinientos cuartos de depósito. Estoy bastante familiarizada con el contenido de la mayoría. Pero no de todos.

Caminaban bajo unos costillares altos. Las vértebras subían en arco hacia el techo. Las luces frías del cielo raso proyectaban sombras de dientes y órbitas en el pedestal de bronce de un cráneo, del tamaño de una cadera de elefante.

—Parece una exposición de osteología comparada de los reptiles de Tierra y… —Katin escudriñó las jaulas—. Yo no sabría decir de dónde proviene eso.

Paleta de omóplato, cintura pelviana, arco clavicular…

—¿A qué distancia exactamente queda tu oficina, Cyana?

—A unos ochocientos metros en vuelo de arolate. Tomamos el próximo ascensor.

Pasaron bajo la arcada que conducía al pozo del ascensor.

El transporte en espiral los subió una docena de plantas.

Un corredor de felpilla y bronce.

Otro corredor, con un muro de cristal…

Katin quedó sin aliento: a sus pies se dibujaba toda Phoenix, desde las torres centrales hasta los muelles lamidos por la niebla. Aunque el Alkane no era ya el edificio más alto de la galaxia, era de lejos el más alto de Phoenix.

Una rampa se curvaba hacia el corazón del edificio. A lo largo de los muros de mármol, colgaban las diecisiete telas de la secuencia Dehay, Bajo Sirio.

—¿Son estos los…?

—Las falsificaciones de reproducción molecular de Nyles Selvin, realizadas en el dos mil ochocientos en Vega. Durante mucho tiempo fueron más famosos que los originales, que están abajo en exhibición en la Sala Verde Sur, pero hay tanta historia relacionada con las falsificaciones que Bunny decidió colgarlas aquí.

Y una puerta.

—Ya estamos.

Se abrió a la oscuridad.

—Ahora, sobrino mío —ni bien entraron, tres haces de luz se proyectaron desde lo alto y los envolvió en un círculo sobre la alfombra negra—, ¿tendrías la bondad de explicarme para qué has regresado? ¿Y qué es todo este asunto con Prince? —Dio media vuelta y encaró a Lorq.

—Cyana, quiero otra nova.

—¿Quieres qué?

—Tú sabes que la primera expedición tuvimos que interrumpirla. Quiero intentarlo otra vez. No se necesita una nave estelar. Eso lo aprendimos la vez anterior. Ahora tenemos una nueva tripulación y nuevas tácticas.

Los reflectores los seguían a través de la alfombra.

—Pero, Lorq…

—Antes, hubo un plan minucioso, movimientos bien aceitados, engranados, impulsados por la confianza en nuestra propia precisión. Ahora somos un desesperado manojo de ratas de puerto, con un Ratón entre nosotros, y lo único que nos impulsa es mi afrenta. Pero ése es un motivo terrible, Cyana.

—Lorq, no puedes ir y repetir…

—También el Capitán es diferente, Cyana. Antes, el Roc volaba bajo el mando de medio hombre, un hombre que sólo había conocido la victoria. Ahora soy un hombre cabal. También conozco la derrota.

—Pero qué quieres que yo…

—El Alkane estaba observando otra estrella a punto de entrar en estado de nova. Quiero el nombre y el momento probable en que habrá de estallar.

—¿Y así piensas partir? ¿Y qué pasa con Prince? ¿Sabe él por qué vas a la nova?

—Eso es lo que menos me importa. Di el nombre de mi estrella, Cyana.

La incertidumbre perturbó los movimientos precisos de la mujer. Tocó algo en el brazalete de plata.

Una luz nueva.

Del suelo subió una consola de instrumentos. Cyana se sentó en el banco que también había aparecido y examinó las luces del indicador.

—No sé si estoy obrando bien, Lorq. ¿Afrenta? Si la decisión no afectara mi vida tanto como la tuya, sería más fácil para mí tomarla en el espíritu con que tú me la pides. Aarón fue el responsable de mi curaduría.

Tocó el tablero y sobre ellos aparecieron…

—Hasta hoy siempre fui tan bien recibida en casa de Aarón Red como en la de mi propio hermano. Pero la máquina ha girado tanto que quizá este ya no sea posible. Tú mismo me has puesto en esta situación: tener que decidir y cerrar un período en que me sentí muy reconfortada.

… aparecieron las estrellas.

Repentinamente Katin reparó en las dimensiones de la sala. De unos quince metros de largo, constelada de puntos luminosos, una proyección holográmica de la galaxia colgaba del techo, girando.

—En estos momentos hay varias expediciones de estudio. La nova que perdiste estaba allí. —Tocó un botón y una estrella entre los miles de millones entró en incandescencia, tan deslumbrante que Katin entornó los ojos. Se apagó, y una vez más todo el astrario abovedado quedó bañado en una espectral luz estelar—. En la actualidad tenemos una expedición que sigue de cerca…

Se interrumpió.

Extendió el brazo y abrió un cajón pequeño.

—Lorq, estoy realmente preocupada con todo este asunto…

—Continúa, Cyana. Quiero el nombre de la estrella. Quiero una cinta de las coordenadas galácticas. Quiero mi sol.

—Y yo haré todo lo posible por dártelo. Pero primero tendrás que ser paciente con una vieja. —Sacó del cajón, y a Katin se le ahogó una exclamación de sorpresa en el fondo de la boca, un mazo de cartas—. Quiero ver qué nos dice el Tarot.

—Ya me hice tirar las cartas para esta empresa. Si me pueden dar una serie de coordenadas galácticas, perfecto. De lo contrario, no tengo tiempo.

—Tu madre era de Tierra, y siempre mostró la vaga desconfianza del terráqueo con respecto al ocultismo, aunque intelectualmente admitía su eficacia. Espero que tú te parezcas a tu padre.

—Cyana, ya me han hecho una lectura completa. No hay nada que una segunda lectura pueda decirme.

Cyana abrió las cartas en abanico, cara abajo.

—Quizá puedan decirme algo a mí. Además, no quiero una lectura completa. Saca una.

Katin miró cómo el capitán sacaba la carta, y se preguntó si las cartas habrían preparado a Cyana para el sangriento mediodía en la Plaza Chronaiki un cuarto de siglo atrás.

El mazo no era del tipo común Tri-D diorámico que usaba Tyy. Las figuras estaban dibujadas. Las barajas eran amarillas. Bien podían ser del siglo XVII, o acaso anteriores.

En la carta de Lorq un cadáver desnudo colgaba de un árbol, de una cuerda atada al tobillo.

—El Ahorcado. —Cerró el mazo—. Invertido. Bueno, no puedo decir que me sorprenda.

—¿El Ahorcado no significa que se aproxima una gran sabiduría espiritual, Cyana?

—Invertido —le recordó ella—. Será adquirida a un alto precio. —Tomó la carta, y junto con el resto del mazo volvió a ponerla en el cajón—. Éstas son las coordenadas de la estrella que quieres. —Apretó otro botón.

Una cinta de papel se desenroscó sobre su palma, mordisqueada por diminutos dientes metálicos. La levantó hasta los ojos para leerla.

—Aquí están todas las coordenadas. La hemos tenido dos años en observación. Estás con suerte. El estallido ha sido pronosticado para dentro de unos diez o quince días.

—Magnífico. —Lorq tomó la cinta—. Vamos, Katin.

—¿Qué hacemos con Prince, Capitán?

Cyana se levantó del banco.

—¿No quieres ver el mensaje?

Lorq se detuvo.

—Está bien. Pásalo.

Y Katin vio que algo cobraba vida en el rostro de Lorq. Se acercó a la consola mientras Cyana Morgan revisaba el índice de mensajes.

—Aquí está. —Apretó el botón.

Del otro lado del salón, Prince se dio vuelta para enfrentarlos.

—¿Qué demonios —la mano enguantada de negro derribó de la mesa un copón de cristal y el plato repujado en que descansaba— crees estar haciendo, Lorq? —La mano reapareció; la daga y el bastón de madera tallada restallaron contra el suelo desde el otro lado—. Cyana, tú también ayudas ¿no? Eres una perra traidora. ¡Estoy indignado! ¡Furibundo! Yo soy Prince Red… ¡yo soy Draco! Soy una Serpiente mutilada; ¡pero te estrangularé!

El mantel de damasco era un harapo entre los dedos negros; y abajo, la madera crujía astillándose.

Katin se tragó otra exclamación de sorpresa.

El mensaje era una proyección 3-D. A espaldas de Prince, una ventana fuera de foco derramaba la luz de algún sol matutino —probablemente Sol— sobre un desayuno aplastado.

—Puedo hacer cualquier cosa, todo lo que quiera. Tú estás tratando de impedirlo. —Se inclinó sobre la mesa.

Katin miró a Lorq, a Cyana Morgan.

La mano pálida, de venas entrecruzadas, apretaba el brocado.

La de Lorq, tensa y de nudillos marcados, se apoyaba en la consola de instrumentos; dos dedos aferraban una palanca.

—Tú me has insultado; puedo ser muy malvado, por puro capricho. ¿Recuerdas esa fiesta en la que me vi obligado a romperte la cabeza para enseñarte modales? Tu existencia es un insulto para mí, Lorq Von Ray. Consagraré mi vida a reparar ese insulto.

Cyana Morgan miró de pronto a su sobrino, vio la mano sobre la palanca.

—¡Lorq! ¿Qué estás haciendo…? —Lo tomó de la muñeca; pero él tomó la de Cyana y le apartó la mano.

—Sé mucho más acerca de ti que cuando te envié el último mensaje —dijo Prince desde la mesa.

—¡Lorq, aparta la mano de ese conmutador! —insistió Cyana—. Lorq… —La frustración le quebró la voz.

—La última vez que hablé contigo, te dije que iba a detenerte. Ahora, te digo que si para detenerte tengo que matarte, te mataré. La próxima vez que hable contigo… —La mano enguantada apuntó. Le tembló el índice…

Cuando la imagen de Prince se desvaneció, Cyana apartó de una palmada la mano de Lorq. Con un chasquido, la palanca volvió a la posición «apagado».

—¿Qué crees estar haciendo?

—¿Capitán…?

Bajo la rotación de las estrellas, Lorq respondió riéndose.

Cyana habló, encolerizada:

—¡Transmitiste el mensaje de Prince al sistema de anuncios públicos! ¡Ese loco blasfemo acaba de aparecer en todas las pantallas del Instituto!

Apretó con furia la placa sensitiva.

Las luces del indicador se amortiguaron.

Consola y banco se hundieron en el suelo.

—Gracias, Cyana. Ya tengo lo que vine a buscar.

Un guardia del museo irrumpió en la oficina. Un haz de luz lo iluminó cuando transponía la puerta.

—Discúlpeme, lo lamento muchísimo, pero hubo… oh, ¡un momento! —Apretó el intercomunicador de pulsera—. Cyana, ¿qué te pasó, perdiste la chaveta?

—¡Oh, Bunny, por amor al cielo! ¡Fue un accidente!

—¿Un accidente? ¿Era Prince Red, no?

—Claro que era. Mira, Bunny…

Lorq tomó a Katin por el hombro.

—Vamos.

Dejaron al guardia/Bunny discutiendo con Cyana.

—¿Por qué…? —trató de preguntar Katin por encima del hombro del Capitán.

Lorq se detuvo.

Bajo Sirio N.º 11 (falsificación Selvin) rutilaba en una catarata púrpura.

—Te dije que no tenía palabras para explicártelo. Tal vez esto te ayude. Ahora iremos en busca de los otros.

—¿Cómo hará para encontrarlos? Todavía están recorriendo el museo.

—¿Eso crees?

Lorq echó a andar una vez más.

Las galerías inferiores eran un caos.

—Capitán…

Katin trató de imaginar a los miles de turistas enfrentados a la vehemencia de Prince; recordó su primer encuentro con él en el Roc.

El piso de ónix del Salón Fitzgerald hormigueaba de visitantes. Las alegorías iridiscentes de los genios del siglo XX esmaltaban de luz las paredes abovedadas. Los niños parloteaban con sus padres. Los estudiantes charlaban entre ellos. Lorq caminaba entre el gentío a largos trancos, seguido de cerca por Katin.

Por el ascensor en espiral llegaron al vestíbulo a la altura de la cabeza del dragón.

Algo negro aleteó por encima de la multitud, fue retenido desde abajo.

—Los otros han de estar con él —gritó Katin, señalando a Sebastián.

Katin dio una vuelta alrededor de la quijada de piedra. Lorq lo alcanzó en el embaldosado azul.

—Capitán, acabamos de ver…

—… a Prince Red, como en la nave…

—… en las pantallas de anuncios, se vio…

—… vio en todo el museo. Volvimos…

—… aquí para no desencontrarnos…

—… cuando usted bajara. Capitán, que…

—Vamos. —Lorq interrumpió a los mellizos poniéndoles una mano en el hombro—. ¡Sebastián! ¡Tyy! Tenemos que volver al embarcadero y buscar al Ratón.

—¡Y salir de este mundo para ir a esa nova de usted!

—Primero vayamos al embarcadero. Luego hablaremos de adonde iremos después.

Se abrieron paso hacia la arcada.

—Supongo que tendremos que apresurarnos antes que Prince llegue aquí —dijo Katin.

—¿Por qué?

Ése era Lorq.

Katin trató de interpretar la mueca.

Era indescifrable.

—Hay un tercer mensaje en camino. Voy a esperarlo.

Luego el jardín: dorado y bullicioso.

—¡Gracias, doctor! —gritó Alex. Se masajeó el brazo: un puño, una flexión, un molinete—. Eh, muchacho. —Se volvió al Ratón—. Qué quieres que te diga, realmente sabes tocar ese instrumento. Siento que la unidad médica haya llegado justo en la mitad de la cosa. Pero gracias de todos modos. —Sonrió, luego miró el reloj de pared—. Parece que al fin y al cabo podré hacer mi recorrido. ¡Malakas!

Se alejó a paso vivo en medio de los velos tintineantes.

Leo preguntó con tristeza:

—¿Ahora la guardas?

El Ratón tiró del cordón del morral y se encogió de hombros.

—Quizá más tarde toque algo más. —Empezó a enganchar el brazo en la correa, y los dedos tropezaron con los pliegues del cuero—. Leo, ¿qué pasa?

El pescador metió la mano izquierda debajo de los eslabones deslucidos del cinturón.

—Simplemente que muy nostálgico me pones, muchacho. —Ahora la mano derecha—. Porque tanto tiempo pasado ha, que tú ya un niño no eres. —Leo se sentó en los escalones. Una sombra de melancolía le rozó la boca—. Yo aquí feliz no soy, pienso. Quizá tiempo de otra vez partir es. ¿Sí? —Asintió con una inclinación de cabeza—. Sí.

—¿Te parece? —El Ratón giró sobre el tambor para enfrentarlo—. ¿Por qué ahora?

Leo apretó los labios. El gesto era casi tan elocuente como un encogimiento de hombros.

—Cuando lo viejo veo, cuenta me doy de cuánto lo nuevo necesito. Además, por un largo tiempo en partir pensando he estado.

—¿Adónde vas?

—A las Pléyades voy.

—Si tú eres de las Pléyades, Leo. Creo que dijiste que querías ver algún lugar nuevo.

—Unos cien mundos en las Pléyades hay. Quizá en una docena he pescado. Algo nuevo quiero, sí pero también casa después de veinticinco años quiero.

El Ratón observó las facciones toscas, el pelo claro: ¿familiaridad? Uno la ajusta como si fuera una máscara para la niebla, pensó el Ratón; y luego la pone sobre la cara que ha de llevarla. Leo había cambiado tanto. El Ratón, que había tenido muy poca infancia, perdía ahora un poco más.

—Yo sólo quiero lo nuevo, Leo. No querría volver a casa… aunque tuviese una.

—Algún día como yo las Pléyades, tú Tierra o Draco querrás.

—Sí… —Con un movimiento el Ratón se acomodó el morral sobre el hombro—. Tal vez querré. ¿Por qué no, dentro de veinticinco años?

Un eco:

—¡Ratón!

Y:

—¿Eh, Ratón?

Y otra vez:

—Ratón ¿estás ahí?

—¡Eh! —El grito del Ratón era aun más desagradable que su voz natural. Se puso de pie—. ¿Katin?

Alto y curioso, Katin apareció entre las redes.

—Qué sorpresa. No pensé que te encontraría. He recorrido el muelle preguntando a la gente si te habían visto. Un hombre me dijo que habías estado tocando aquí.

—¿Terminó el Capitán en el Alkane? ¿Consiguió lo que quería?

—Y algo más. Había un mensaje de Prince esperándolo. Lo pasó por el sistema de anuncios públicos. —Katin silbó—. ¡Qué ensañamiento!

—¿Consiguió su nova?

—La consiguió. Sólo que se ha quedado por aquí en espera de algo más. Yo no lo entiendo.

—¿Entonces partimos para la estrella?

—No. Antes quiere ir a las Pléyades. Tenemos un par de semanas de espera. Pero no me preguntes qué quiere hacer allí.

—¿Las Pléyades? —preguntó el Ratón—. ¿Es ahí donde se producirá la nova?

Katin mostró al Ratón las palmas en un ademán de desconcierto.

—No lo creo. Tal vez piense que será más seguro esperar en su tierra natal.

—¡Un minuto! —El Ratón se volvió otra vez hacia Leo—. Leo, quizá el Capitán pueda llevarte de regreso a las Pléyades.

—¿Mm? —La barbilla de Leo se separó de las manos.

—Katin, al Capitán Von Ray no le importará llevar a Leo hasta las Pléyades ¿no?

Katin trató de parecer reticente y dubitativo. La expresión era demasiado complicada y quedó en blanco.

—Leo es un viejo amigo mío. De mis tiempos en Tierra. Él me enseñó a tocar la siringa, cuando era chico.

—El Capitán tiene mucho en que pensar…

—Sí, pero no le importaría que…

—Pero mucho mejor que yo ahora toca —terció Leo.

—Apuesto a que el Capitán aceptaría si yo se lo pidiera.

—Yo con tu Capitán problemas tener no quiero…

—Le podemos preguntar. —El Ratón se acomodó el morral a la espalda—. Vamos, Leo. ¿Dónde está el Capitán, Katin?

Katin y Leo intercambiaron la mirada de dos adultos que no se conocen pero aliados ante la vehemencia de la juventud.

—¿Y? ¡Vamos!

Leo se puso de pie y siguió al Ratón y a Katin hacia la puerta.

Setecientos años atrás los primeros colonos de Vorpis tallaron en el borde de la meseta de roca de Vorpis los Esciaros des Nuages. Entre los amarres de los rastranieblas más pequeños y los muelles donde atracaban los montarredes, los escalones gastados y descascarados descendían a la niebla blanca.

No había nadie en la escalera solitaria en la siesta de Phoenix, y Lorq la bajó lentamente entre los muros veteados de cuarzo. La niebla lamía los peldaños inferiores; las olas blancas venían rolando desde el horizonte, azuladas de sombra a la izquierda, doradas de sol a la derecha, como corderos rampantes.

—¡Eh, Capitán!

Lorq volvió la cabeza y miró para arriba.

—En, Capitán ¿puedo hablarle un minuto? —El Ratón bajaba la escalera a paso de cangrejo. La siringa le rebotaba contra la cadera—. Katin me dijo que iríamos a las Pléyades. Me acabo de encontrar con un hombre que conocí en Tierra, un viejo amigo. El que me enseñó a tocar la siringa. —Sacudió el morral—. Pensé que como íbamos en esa dirección, quizá podríamos dejarlo en su casa. De veras fue un buen amigo…

—Está bien.

El Ratón ladeó la cabeza.

—¿Mm?

—Son sólo cinco horas hasta las Pléyades. Si está en la nave en el momento de partir y se queda en tu cabina de proyección, a mí no me molesta.

La cabeza del Ratón se inclinó hacia el otro costado; decidió rascársela.

—Oh. Magnífico. Bueno. —Luego se echó a reír—. ¡Gracias, Capitán! —Dio media vuelta y corrió escaleras arriba—. ¡Eh, Leo! —Subió de dos en dos los últimos peldaños—. ¡Katin, Leo! El Capitán dice que sí. —Y gritó hacia atrás—: ¡Gracias otra vez!

Lorq bajó unos escalones más.

Luego de un momento se sentó contra el muro.

Contó olas.

Llegó a un número de cuatro cifras, y se interrumpió.

El sol polar era un disco sobre el horizonte; menos oro más azul.

Cuando vio la red, las manos se le deslizaron por los muslos, y se detuvieron en los huesos nudosos de las rodillas.

Unos eslabones golpearon los primeros peldaños. De pronto el jinete se puso de pie, hundido hasta la cintura en el oleaje blanquecino. Los flotadores de niebla izaron las redes. Del cuarzo brotaron chispas azules.

Lorq había estado recostado contra el muro. Levantó la cabeza.

El jinete de cabello oscuro subió los escalones; unas telarañas de metal ondulaban encima y detrás de él. Las redes chocaron contra los muros con un repiqueteo. Una media docena de escalones más abajo de Lorq, el jinete se quitó la máscara.

—¿Lorq?

Las manos de Lorq se desenlazaron.

—¿Cómo hiciste para encontrarme, Ruby? Sabía que lo harías. Dime cómo. Ruby respiraba con dificultad, desacostumbrada al peso que llevaba encima. Las cintas se estiraban, se aflojaban, volvían a estirarse entre sus pechos.

—Cuando Prince se enteró de que te habías marchado de Tritón, envió cintas a las seis docenas de lugares en donde podías estar. Cyana fue sólo una. Luego me encomendó a mí que averiguase dónde la habían recibido. Yo estaba en el Mundo de Chobe, y cuando tú pasaste la cinta en el Alkane, vine a la carrera. —Las redes cayeron en pliegues sobre los peldaños—. Una vez que descubrí que estabas en Vorpis, en Phoenix… bueno, me costó bastante. No lo volvería a hacer, créeme. —Apoyó la mano en la roca. Las redes susurraron.

—En esta partida, Ruby, confío en la buena suerte. Una vez me dejé guiar por una computadora que planificaba las movidas. —Sacudió la cabeza—. Ahora juego a mano, a ojo y de oído. Por el momento no me va peor. Y es mucho más rápido. Siempre me gustó la velocidad. Quizá por eso soy el mismo que cuando nos conocimos.

—Una vez Prince me dijo algo muy semejante. —Ella lo miró—. Tu cara. —La pena relampagueó en la de ella. Estaba lo bastante cerca de Lorq como para tocarle la cicatriz. La mano se acercó y se retiró—. ¿Por qué nunca te hiciste…? —No terminó la frase.

—Es útil. Permite que cada pulida superficie de estos intrépidos mundos nuevos esté a mi servicio.

—¿A qué servicio te refieres?

—Me recuerdan para qué estoy aquí.

—Lorq —y la exasperación afloró en la voz de Ruby—, ¿qué te propones? ¿Qué es lo que tú, o tu familia, piensan que pueden conseguir?

—Espero que ni tú ni Prince lo sepan todavía. No he tratado de esconderlo. Pero te estoy transmitiendo mi mensaje con un método un tanto arcaico. ¿Cuánto crees que tardará un rumor en cubrir el espacio que hay entre tú y yo? —Se reclinó contra el muro—. No menos de mil personas saben lo que Prince está tratando de hacer. Esta mañana les pasé su mensaje. Ahora nada de misterios, Ruby. Hay muchos sitios donde esconderse; hay uno en el que puedo mostrarme a la luz.

—Sabemos que intentas algo que destruirá a los Red. Sólo a eso dedicarías tú tanto tiempo y esfuerzo.

—Ojalá pudiera decirte que te equivocas. —Lorq entrelazó los dedos—. Pero todavía ignoras de qué se trata.

—Sabemos que tiene relación con una estrella.

Lorq asintió.

—Lorq, quiero gritarte, desgañifarme… ¿quién crees que eres?

—¿Quién soy yo para desafiar a Prince, y a la hermosa Ruby Red? Eres hermosa, Ruby, y frente a tu belleza me siento muy solo, abrumado de pronto por la maldición de un propósito. Tú y yo, Ruby, los mundos que hemos conocido no nos han preparado para descubrir significados. Si yo sobrevivo, entonces un mundo, un centenar de mundos, una forma de vida sobrevive. Si Prince sobrevive… —Se encogió de hombros—. Y sin embargo, quizá sea sólo un juego. No hacen más que repetirnos que vivimos en una sociedad sin sentido, que no hay solidez en nuestras vidas. Los mundos se tambalean a nuestro alrededor, y a pesar de todo yo sólo quiero jugar. Para lo único que me han preparado es para jugar, jugar con empeño, con tanto empeño como pueda; y con estilo.

—Me desconciertas, Lorq. Prince es tan transparente… —Enarcó las cejas—. ¿Te sorprende? Prince y yo hemos crecido juntos. Pero tú me enfrentas con lo desconocido. En esa fiesta, años atrás, cuando me deseaste ¿eso también era parte del juego?

—No… sí… Sé que no había aprendido las reglas.

—¿Y ahora?

—Sé que la salida consiste en dictarlas uno mismo. Ruby, yo quiero lo que tiene Prince… no. Quiero ganar lo que tiene Prince. Una vez que lo tenga, quizá cambie de idea y lo deseche. Pero quiero ganarlo. Nosotros combatimos, ¿y el curso de cuántas vidas y cuántos mundos se trastoca? Sí, todo eso lo sé. Tú lo dijiste entonces: somos especiales, aunque quizá a causa del poder. Pero si yo intentase tener siempre presente esa certeza, quedaría paralizado. Y aquí estoy, en este momento, en esta situación, con todo esto por hacer. Lo que ahora he aprendido, Ruby, es cómo puedo jugar yo. Cualquier cosa que haga, yo, la persona que soy y en la que me han convertido, tengo que ganar de esa forma. Recuérdalo. Ahora me acabas de hacer otro favor. En retribución, he de prevenirte. Por eso esperé.

—¿Qué te propones hacer que te obliga a una disculpa tan ampulosa?

—Todavía no lo sé —rió Lorq—. Sé que suena rebuscado ¿no? Pero es la verdad.

Ruby respiró hondo. Arrugó la frente alta cuando el viento le empujó el cabello hacia adelante sobre el hombro. Tenía los ojos en las sombras.

—Supongo que también yo tendría que hacerte esa advertencia.

Lorq asintió.

—Pues dala por oída. —Ruby se separó del muro.

—De acuerdo.

—Bien. —Ruby echó el brazo hacia atrás; ¡lo lanzó hacia adelante!

Y treinta metros cuadrados de trama metálica volaron por encima de ella y cayeron con estrépito sobre Lorq.

Los eslabones se le enredaron en las manos levantadas y se las golpearon. Lorq trastabilló.

—¡Ruby…!

Lanzó al aire el otro brazo; otro manto lo envolvió.

Ruby arqueó el cuerpo hacia atrás, y las redes tironearon, golpeándole los tobillos y haciéndolo resbalar.

—¡No! ¡Déjame…!

A través de los móviles eslabones vio que ella se había vuelto a poner la máscara: vidrio centelleante, los ojos; la boca y la nariz, enrejadas. Toda expresión se concentraba en los hombros gráciles, los pequeños músculos repentinamente visibles. Ruby se agachó; se le contrajo el abdomen. Los circuitos adaptadores le acrecentaban la fuerza de los brazos en una proporción de quinientos a uno. Lorq fue arrancado escaleras abajo. Cayó, chocó contra la pared. La roca y el metal le lastimaron los brazos y las rodillas.

Lo que los eslabones rendían en fuerza, lo sacrificaban en precisión de movimiento. Una creciente hinchó la red; Lorq, agachándose, logró esquivarla y trepó dos escalones. Pero Ruby volvió a atacar; fue remolcado cuatro escalones más abajo. Dos le golpearon la espalda, luego uno la cadera. Ruby lo arrastraba hacia abajo. La niebla le lamía las pantorrillas mientras retrocedía cada vez más hacia las brumas sofocantes, y se agachaba hasta que la máscara negra rozaba la superficie de la niebla.

Lorq se separó de ella bruscamente, y cayó cinco escalones más. Tendido de costado, se tomó de los eslabones y forcejeó. Ruby se tambaleó, pero Lorq sintió que el canto de otro escalón le desollaba el hombro.

Lorq soltó las redes, y el aliento contenido. Una vez más trató de esquivar lo que se le venía encima.

Pero oyó que Ruby jadeaba.

Alzó la cara de los eslabones y abrió los ojos. Algo allí afuera…

Se precipitó como un dardo, oscuro y aleteante, entre los muros.

Ruby levantó un brazo para protegerse. Una sábana de red estalló por encima de Lorq; se elevó, evitando los eslabones.

Veinticinco kilos de metal volvieron a caer en la niebla. Ruby se tambaleó, desapareció.

Lorq descendió más escalones. La niebla le lamía los muslos. La astringente bruma arsenical le embotaba la cabeza. Tosió y se aferró a la roca.

Esa cosa oscura revoloteaba ahora alrededor. El peso se aligeró por un momento. Lorq subió los escalones arrastrándose sobre el vientre. Sorbiendo aire más fresco, jadeante y mareado, miró hacia atrás.

La red planeó por encima de su cabeza, trabada en lucha con la bestia. Lorq subió a duras penas otro escalón, mientras la forma se libraba de la red y revoloteaba. Los eslabones le cayeron pesadamente sobre la pierna; se apartaron de él; se arrastraron escaleras abajo; desaparecieron.

Lorq se sentó y se obligó a seguir con la mirada el vuelo entre las piedras. La forma transpuso los muros, giró dos veces y luego regresó al hombro de Sebastián.

Desde la pared, el acurrucado acople-ciborg miró hacia abajo.

Vacilante, Lorq se puso de pie, apretó con fuerza los párpados, sacudió la cabeza; luego, haciendo eses, subió el Esclaros des Nuages.

Sebastián estaba ajustando las anillas de acero a las garras nerviosas de la criatura cuando Lorq lo alcanzó en lo alto de la escalera.

—Otra vez yo —Lorq aspiró una nueva bocanada de aire y dejó caer la mano sobre el oro mate del hombro de Sebastián— las gracias te doy.

Desde las rocas miraron a lo lejos, donde ningún jinete quebraba la niebla.

—¿Tú en gran peligro estás?

—Estoy.

Tyy cruzó de prisa el muelle hacia Sebastián.

—¿Qué pasó? —Los ojos, vivos como el metal, centellearon entre los dos hombres—. ¡El avechucho negro suelto vi!

—Todo bien está —le dijo Lorq—. Al menos ahora. Yo un encuentro con la Reina de Espadas acabo de tener. Pero tu pájaro me salvó.

Sebastián tomó la mano de Tyy. Al sentir en los dedos las formas familiares, Tyy se quedó tranquila.

Sebastián preguntó, muy serio:

—¿Es hora de partir?

Y Tyy:

—¿Para tu sol perseguir?

—No el mío. El vuestro.

Sebastián frunció el entrecejo.

—A la Oscura Hermana Muerta ahora vamos —les dijo Lorq.

Sombra y sombra, sombra y luz: los mellizos llegaban desde el otro lado del muelle. La expresión de desconcierto era visible en la cara de Lynceos. No así en la de Idas.

—¿Pero…? —empezó a decir Sebastián. Entonces la mano de Tyy se movió en la suya y Sebastián calló.

Lorq no se tomó el trabajo de responder a la pregunta inconclusa.

—A los otros ahora busquemos. Lo que esperaba ya tengo. Sí, hora de partir es.

Katin cayó hacia adelante y se tomó de los eslabones. El eco resonó en el depósito de redes.

Leo soltó una carcajada.

—Eh, Ratón. En esa última taberna tu amigo el alto demasiado bebió, me parece. Katin recuperó el equilibrio.

—No estoy borracho. —Levantó la cabeza y miró la malla metálica—. Necesitaría el doble de lo que tomé para emborracharme.

—Raro. Yo estoy. —El Ratón abrió el morral—. Leo, dijiste que querías que yo tocara. ¿Qué quieres ver?

—Cualquier cosa, Ratón. Lo que quieras toca.

Katin volvió a sacudir las redes.

—De estrella a estrella, Ratón; imagina, una gran red que se extiende por toda la galaxia, tanto como el hombre. Ésa es la matriz en que hoy acontece la historia. ¿No lo ves? Eso es todo. Ésa es mi teoría. Cada individuo es un nudo de esa red, y los cabos intermedios son los hilos culturales, económicos y psicológicos que vinculan a los individuos entre sí. Cada movimiento histórico es un rizo de la red. —Volvió a sacudir la red—. Pasa por encima y a través de la red, estirando o encogiendo aquellos lazos culturales que conectan a un hombre con otro hombre. Si el acontecimiento es catastrófico, los lazos se rompen. La red se desgarra por un tiempo. De Eiling y 34-Alvin sólo discrepan acerca del origen de los rizos y la velocidad con que se desplazan. Pero la concepción general es la misma, te das cuenta. Quiero reflejar el impulso y el alcance de esa red en mi… mi novela, Ratón. Quiero que se extienda por toda la trama. Pero tengo que encontrar el tema central, ese gran acontecimiento que conmueve la historia, de modo que los eslabones se entrechoquen y relumbren para mí. Una luna, Ratón; retirarme a una hermosa roca, mi arte perfeccionado, para contemplar el fluir y las mutaciones de la red; eso es lo que quiero, Ratón. ¡Pero el tema se niega a aparecer!

El Ratón estaba sentado en el suelo, buscando en el fondo del morral una perilla de control que había caído de la siringa.

—¿Por qué no escribes sobre ti mismo?

—¡Ah, una idea excelente! ¿Quién la leería? ¿Tú?

El Ratón encontró la perilla y la insertó nuevamente en la espiga.

—No creo que yo pudiese leer algo tan largo como una novela.

—Pero si el tema fuese, digamos, el odio entre dos grandes familias como la de Prince y la del Capitán ¿no tendrías al menos ganas de leerla?

—¿Cuántas notas has tomado para ese libro? —El Ratón aventuró una luz a través del hangar.

—Ni la décima parte de las que necesito. Aunque está condenada a ser una reliquia de museo obsoleta, será una joya —se balanceó contra las redes—, una obra de arte —los eslabones rugieron; elevó la voz—: una obra minuciosa; ¡perfecta!

—Yo nací —dijo el Ratón—. He de morir. Sufro. Ayúdame. Ahí tienes, acabo de escribir tu libro por ti.

Katin se miró los dedos grandes, débiles contra la malla. Al cabo de un momento dijo:

—A veces me das ganas de llorar.

El olor del comino.

El olor de las almendras.

El olor del cardamomo.

Las melodías caían y se entrelazaban.

Uñas comidas, nudillos deformados; el dorso de las manos de Katin se irisó con los colores del otoño; a través del piso de cemento la sombra bailaba en la red.

—Eh, te soltaste —rió Leo—. ¡Toca, sí, toca, Ratón! ¡Tú sí que tocas!

Y las sombras siguieron bailando hasta que las voces:

—Eh, muchachos ¿todavía…

—… están ahí? El Capitán nos dijo…

—… dijo que los buscásemos. Es…

—… es hora de partir. Vamos…

—… ¡ya partimos!