3

Draco, Tritón, Infierno-3, 3172

Uno de los acoples había tomado una tiza negra y garabateado «Olga» en la cara delantera de la pala de proyección.

—De acuerdo —le dijo el Ratón a la máquina—. Tú eres Olga. —La máquina ronroneó y parpadeó, tres luces verdes, cuatro rojas. El Ratón inició la tediosa tarea de verificar la distribución de presión y la lectura de las fases.

Para desplazar una nave más veloz que la luz de estrella a estrella, hay que aprovechar al máximo las más pequeñas desviaciones en el espacio, las distorsiones reales que la materia crea en el continuum mismo. Decir que la velocidad de la luz es la velocidad límite de un objeto equivale a decir que quince o veinte kilómetros por hora es la velocidad límite de un nadador en el mar. Pero tan pronto uno empieza a utilizar las corrientes marinas, así como también los vientos de superficie, como en el caso de un velero, el límite desaparece. La nave estelar tiene siete palas de energía, que pueden compararse con velámenes. Seis impulsores controlados por computadoras mueven las palas a través de la noche. Y cada acople-ciborg controla una computadora. El capitán controla la séptima. Las palas de energía tuvieron que ser adaptadas a las frecuencias variables de las presiones estáticas, y la nave misma fue suavemente lanzada desde este plano del espacio por la energía del núcleo de ilirión. Ésa era la tarea que cumplían Olga y sus hermanas. Pero el control de la forma y el ángulo de las palas era mejor confiarlo a un cerebro humano. Ése era el trabajo del Ratón, bajo las órdenes del capitán. El capitán controlaba además muchas de las capacidades de las subpalas.

Las paredes del cubículo estaban cubiertas con graffiti de tripulantes anteriores. Había una cucheta de contorno. El Ratón ajustó el reductor de inductancia a una hilera de bobinas condensadoras de setenta microfaradios, introdujo la bandeja en la pared, y se sentó.

Llevó un brazo atrás y con la mano debajo del jubón tanteó buscando el enchufe espinal. Se lo habían injertado en la base de la columna vertebral allá en Cooper. Recogió el primer cable de reflejos, que corría enroscándose por el suelo y desaparecía en el frente de la computadora, y lo movió delicadamente hasta que los doce dentículos se le deslizaron en el enchufe dorsal. Tomó la pieza más pequeña, la de seis dentículos, y se la insertó en el enchufe del dorso de la muñeca izquierda; y la otra en la derecha. Ambos nervios radiales estaban conectados con Olga. Tenía otro enchufe en la nuca. Metió en él la última pieza —el cable era pesado y le tironeaba un poco el cuello— y vio unas chispas. Este cable enviaba al cerebro los impulsos directos que podían escapar al oído y a la vista. Ya empezaba a bordonear un débil zumbido. Estiró el brazo, movió una perilla en la cara de Olga, y el zumbido cesó. El cielo raso, las paredes y el suelo estaban cubiertos de controles. La habitación era bastante pequeña como para que pudiera alcanzarlos a casi todos desde la cucheta. Pero una vez que la nave zarpara no tocaría ninguno; controlaría la pala directamente por medio de los impulsos nerviosos.

—Siempre me siento como si me estuviese preparando para el Gran Retorno —sonó en su oído la voz de Katin. Enchufados en sus respectivos cubículos distribuidos por la nave, los ciborg entraban todos en contacto—. La base de la columna vertebral siempre me pareció un sitio contra natura para arrastrar un cordón umbilical. Parecemos un interesante espectáculo de marionetas. ¿Sabes de veras cómo manejar esto?

—Quien no lo sepa a estas alturas —dijo el Ratón— peor para él.

Idas:

—Esta función está dedicada al ilirión…

—… al ilirión y a una nova. —Lynceos.

—Oye, Sebastián ¿qué estás haciendo con tus avechuchos?

—Un plato de leche dándoles estoy.

—Con tranquilizantes —llegó, suave, la voz de Tyy—. Ellos ahora duermen.

Y las luces se amortiguaron.

El capitán entró en contacto. Los graffiti, las cicatrices de las paredes, se desvanecieron. Sólo quedaron las luces rojas persiguiéndose unas a otras por el cielo raso.

—Comienza una partida de dados —dijo Katin— con piedras iridiscentes.

El Ratón empujó con el pie el estuche de la siringa bajo la cucheta y se acostó. Estiró el cable dorsal, el de la nuca.

—¿Todo listo? —La voz de Von Ray retumbó en la nave—. Abran las palas de proa.

En los ojos del Ratón oscilaron unas imágenes nuevas…

… el espacio-puerto: luces sobre el campo, las fisuras lávicas de la costra se diluían en trémolos violetas en el extremo del espectro. Pero por encima del horizonte, los «vientos» eran rutilantes.

—Abran siete grados la pala lateral.

El Ratón flexionó lo que tendría que ser el brazo izquierdo. Y la pala de babor descendió como una aleta de mica.

—Eh, Katin —murmuró el Ratón—. ¡Qué maravilla! ¡Mírala…!

El Ratón se estremeció, acurrucado en un escudo de luz. Olga estaba cuidando de que respirara y de que le latiera el corazón mientras las sinapsis de la médula eran aplicadas a las maniobras de la nave.

—¡Por ilirión y Prince y Ruby Red! —la voz de uno de los mellizos.

—¡Sujeta tu pala! —ordenó el capitán.

—Katin, mira…

—Quédate acostado y descansa, Ratón —murmuró Katin—. Yo haré lo mismo y pensaré en mi vida de antes.

El vacío rugió.

—¿Es eso lo que tienes ganas de hacer, Katin?

—Si te empeñas, no hay nada que no termine por aburrirte.

—Ustedes dos, atención —la voz de Von Ray.

Miraron.

—Conecten los alternadores de éxtasis.

Por un momento las luces de Olga le aguijonearon la visión. Y desaparecieron; contra él soplaron los vientos. Y venían girando desde el sol.

—Adiós, luna —susurró Katin.

Y la luna cayó en Neptuno; Neptuno cayó en el sol. Y el sol empezó a caer.

Ante ellos estalló la noche.

Federación de las Pléyades, Ark, New Ark, 3148

¿Cuáles fueron las cosas primeras?

Se llamaba Lorq Von Ray y vivía en Extol Park 12, en la mansión de la colina; New Ark (N.W. 73), Ark. Eso es lo que uno decía en la calle si llegaba a perderse, para que lo ayudaran a volver. Las calles de Ark estaban protegidas contra el viento por mamparas transparentes, y sobre las noches, desde los meses de abril a iumbra, pesaba la maldición de las humaredas de colores que se desgarraban, volaban en hilachas, y se retorcían por encima de la ciudad en los despeñaderos de Tong. Se llamaba Lorq Von Ray y vivía… Aquéllas eran las cosas de la infancia, las que perduraban, las primeras. Ark era la ciudad más grande de la Federación de las Pléyades. Papá y mamá eran gente importante y a menudo no estaban en casa. Cuando estaban en casa hablaban de Draco, su mundo capital Tierra; hablaban de la realineación, la posibilidad de obtener la soberanía para las Colonias Lejanas. Los huéspedes de la casa eran el senador fulano, el diputado zutano. Cuando el Secretario Morgan se casó con la Tía Cyana, vinieron a cenar y el Secretario Morgan le regaló un mapa holográmico de la Federación de las Pléyades que parecía una hoja de papel común; pero cuando se lo miraba bajo el rayo tensor, era como mirar la noche a través de una ventana, con puntos de luz que titilaban a distancias diferentes, y nebulosas de gases que se agitaban en espiral.

—Tú vives en Ark, el segundo planeta de aquel sol —le dijo su padre, señalando un punto del mapa que Lorq había extendido sobre la mesa de roca junto a la pared de cristal. Afuera, unos delgados arbustos de tilda se retorcían en el viento nocturno.

—¿Dónde está Tierra?

En el comedor el padre lanzó una carcajada, sonora, solitaria.

—No la puedes ver en ese mapa. Es de la Federación de las Pléyades solamente.

Morgan apoyó una mano en el hombro del niño.

—Yo un mapa de Draco la próxima vez traigo.

El secretario de ojos almendrados, sonrió.

Lorq se volvió a su padre.

—¡Quiero ir a Draco! —Y luego, hablándole una vez más al Secretario Morgan—: ¡Yo algún día a Draco ir quiero!

El Secretario Morgan hablaba como mucha de la gente de la escuela de Causby; como la gente de la calle que le había ayudado a encontrar el camino de vuelta, cuando se había perdido a los cuatro años (pero no como su padre o Tía Cyana) y mamá y papá se habían asustado tanto. («¡Estábamos tan afligidos! Pensábamos que te habían secuestrado. ¡Pero no te juntes con esos jugadores de naipes callejeros, aunque te hayan traído a casa!»). Los padres sonreían cuando él les hablaba de esa forma, pero no sonreirían ahora, pues el Secretario Morgan era un invitado.

El padre refunfuñó.

—¡Un mapa de Draco! ¡Lo único que le faltaba! ¡Ah, sí, Draco!

Tía Cyana se rió; entonces también mamá y el Secretario Morgan se rieron.

Vivían en Ark pero a menudo iban en grandes naves a otros mundos. Uno tenía una cabina donde podía pasar la mano por paneles de colores y comer en cualquier momento todo cuanto se le antojase, o podía bajar al puente de observación y contemplar los vientos del vacío transmutados en visibles diseños de luz en lo alto del cielo raso de la burbuja, llamas de colores entre las estrellas que pasaban a la deriva; y uno sabía que navegaba a una velocidad mucho mayor que todo lo demás.

A veces sus padres iban a Draco, a Tierra, a ciudades llamadas Nueva York y Pekín. Lorq se preguntaba cuándo lo llevarían a él.

Pero año tras año, en la última semana de salario, partían en una de las grandes naves hacia otro mundo que tampoco aparecía en el mapa. Se llamaba Nueva Brazillia y estaba en las Colonias Lejanas. £1 también había vivido en Nueva Brazillia, en la isla de Sao Orini, pues sus padres tenían allí una casa cerca de la mina.

Colonias Lejanas, Nueva Brazillia, Sao Orini, 3149

La primera vez que oyó los nombres de Prince y Ruby Red fue en la finca de Sao Orini. Estaba acostado en la oscuridad, y gritaba pidiendo luz.

Al fin llegó su madre, y apartó el mosquitero (no era necesario porque la casa tenía ondas ultrasónicas para ahuyentar los minúsculos bichitos rojos que de tanto en tanto lo picaban a uno afuera y lo hacían sentirse raro durante algunas horas, pero mamá quería estar tranquila). Lo alzó.

—Calla. Todo está bien. ¿No quieres dormirte? Mañana es la fiesta. Vendrán Prince y Ruby. ¿No quieres jugar con Prince y Ruby en la fiesta?

Lo paseó por el cuarto, deteniéndose para apretar el conmutador junto a la puerta. El cielo raso empezó a rotar hasta que el panel polarizado fue transparente. A través del follaje de las palmeras que lamían el tejado, dos lunas gemelas derramaban una luz naranja. Lo volvió a acostar, le acarició el áspero pelo rojo. Luego de un rato se dispuso a marcharse.

—¡No la apagues, mamá!

La mano de mamá se apartó de la llave. Le sonrió. Lorq se sintió seguro y se dio vuelta en la cama para mirar las lunas a través del ramaje.

Prince y Ruby Red venían de Tierra. Él sabía que los padres de mamá estaban en Tierra, en un país llamado Senegal. Los bisabuelos del padre también eran de Tierra, de Noruega. Ahora, desde hacía varias generaciones, los Von Ray, rubios y turbulentos, especulaban en las Pléyades. No sabía muy bien con qué especulaban, pero tenía que ser algo muy productivo. La familia era dueña de una mina de ilirión un poco más allá del cabo norte de Sao Orini. El padre bromeaba a veces con él diciéndole que lo nombraría pequeño capataz de la mina. Eso era probablemente lo que significaba «especulación». Y las lunas se alejaban a la deriva. Tenía sueño.

No recordaba que le hubiesen presentado al niño de ojos azules y cabello negro con el brazo derecho ortopédico, ni a la hermana larguirucha. Pero sí se acordaba de ellos tres —él, Prince y Ruby— jugando juntos en el jardín a la tarde siguiente.

Les enseñó el lugar detrás de los bambúes por donde se podía trepar hasta las bocas talladas en la piedra.

—¿Qué es eso? —preguntó Prince.

—Ésos son los dragones —explicó Lorq.

—No hay dragones —dijo Ruby.

—Éstos son dragones. Eso es lo que dice papá.

—¡Oh! —Prince se aferró con la mano ortopédica al labio inferior de la boca tallada y trepó—. ¿Para qué sirven?

—Para subir. Y después bajar. Papá dice que los talló la gente que vivió aquí antes que nosotros.

—¿Quiénes vivieron antes aquí? —preguntó Ruby—. ¿Y qué tenían que ver con dragones? Ayúdame a subir, Prince.

—Me parecen tontos.

Prince y Ruby estaban ahora de pie por encima de él, entre los colmillos de piedra. (Con el tiempo, Lorq llegaría a saber que «la gente que había vivido antes allí» era una raza extinguida en las Colonias Lejanas veinte mil años atrás; las tallas habían perdurado, y sobre esas ruinas Von Ray había erigido su mansión).

Lorq intentó saltar hasta la mandíbula, se prendió con los dedos al labio inferior y empezó a gatear.

—¿Me das la mano?

—Un momento —dijo Prince. Luego, con lenta deliberación, puso el pie sobre los dedos de Lorq y se los aplastó. Lorq ahogó un grito y cayó de espaldas al suelo, apretándose la mano. Ruby aguantaba la risa.

—¡Eh! —La indignación le latía en el cuerpo, la confusión lo desbordaba. El dolor le palpitaba en los nudillos.

—Hiciste mal en burlarte de su mano —le dijo Ruby—. No le gusta.

—¿Mmm? —Por primera vez Lorq miró directamente la garra de metal y plástico—. ¡Yo no me burlé!

—Sí que te burlaste —dijo Prince con frialdad—. No me gusta que la gente se burle de mí.

—Pero yo… —La mente de siete años de Lorq trató de comprender esta irracionalidad. Volvió a ponerse de pie—. ¿Qué le pasa a tu mano?

Prince se puso de rodillas, extendió el brazo y lo sacudió apuntando a la cabeza de Lorq.

—¡Cuidado…!

Lorq dio un salto atrás. El brazo mecánico se había movido con tanta rapidez que el aire siseó.

—¡No hables más de mi mano! ¡No le pasa nada! ¡Absolutamente nada!

—Si dejas de reírte de él —comentó Ruby, mirando las estrías del paladar de piedra— será tu amigo.

—Bueno, de acuerdo —dijo Lorq con recelo.

Prince sonrió.

—Entonces ahora seremos amigos.

Tenía la tez muy pálida y dientes pequeñísimos.

—Está bien —dijo Lorq. Decidió que Prince no le gustaba.

—Si dices algo como «estrecha esos cinco» —dijo Ruby—, te dará una paliza. Y puede hacerlo, aunque seas más grande que él.

O que Ruby.

—Sube —lo invitó Prince.

Lorq trepó a la boca junto a los otros dos niños.

—¿Qué hacemos ahora? —Preguntó Ruby—. ¿Bajamos?

—Desde aquí pueden ver el jardín —dijo Lorq—. Y mirar la fiesta.

—¿A quién le interesa mirar una fiesta de viejos? —dijo Ruby.

—A mí —dijo Prince.

—Oh —dijo Ruby—. A ti. Bueno, entonces está bien.

Detrás de los bambúes, los invitados paseaban por el jardín. Reían levemente, comentaban el último psicorama, hablaban de política, bebían de copas esbeltas. El padre de Lorq, junto a la fuente, discutía con varias personas la proyectada soberanía para las Colonias Lejanas; a fin de cuentas poseía una casa aquí y no podía descuidar la situación. Era el año en que fuera asesinado el Secretario Morgan. Aunque habían apresado a Underwood, circulaban varias teorías acerca de cuál era la facción responsable.

Una mujer de cabellos plateados coqueteaba con una pareja joven que había venido con el Embajador Selvin, que también era primo. Aarón Red, un caballero majestuoso, formal, había arrinconado a tres jovencitas y pontificaba sobre la degradación moral de los jóvenes. Mamá iba de un lado a otro entre los invitados, rozando el césped con el ruedo de su vestido rojo, seguida por el zumbante buffet. Se detenía aquí y allá para ofrecer bocadillos, bebidas, y alguna opinión sobre la reciente propuesta de reorganización política. Ahora, luego de un año de extraordinario éxito popular, la intelligentzia había aceptado el Tohu-bohus como música genuina; los ritmos discordantes rodaban por el parque. En el rincón, una escultura de luz ondulaba, parpadeaba, se encendía al ritmo de la música.

De pronto su padre soltó una carcajada estruendosa y todos se volvieron a mirarlo.

—¡Escuchad! ¡Oíd lo que Lusuna acaba de decirme!

Sujetaba por el hombro a un estudiante universitario que había venido con la pareja joven. Al parecer, las fanfarronadas de Von Ray habían inducido al joven a polemizar. Papá lo invitó con un gesto a repetir sus argumentos.

—Lo único que dije es que vivimos en una época en que los cambios económicos, políticos y tecnológicos han destruido todas las tradiciones culturales.

—Mi Dios —rió la mujer del cabello plateado—, ¿eso es todo?

—¡No, no! —Papá la hizo callar con un ademán—. Tenemos que escuchar lo que piensa la joven generación. Continúe, señor.

—No hay un patrimonio de solidaridad nacional, mundial, ni siquiera en Tierra, el centro de Draco, y no puede haberlo. La última media docena de generaciones ha sido testigo de muchas migraciones de pueblos, de un mundo a otro. Esta sociedad seudo interplanetaria que ha reemplazado a las tradiciones auténticas, aunque muy atractiva, es totalmente hueca y enmascara una increíble maraña de decadencia, intrigas, corrupción…

—Por favor, Lusuna —dijo la joven esposa—, la erudición se te escapa por todos los poros. —A instancias de la mujer de cabellos plateados, acababa de servirse otra copa.

—… y piratería.

(Con esta última palabra, y, por la expresión de las caras de los invitados, hasta los tres niños agazapados en las fauces del saurio tallado comprendieron que Lusuna había ido demasiado lejos).

Mamá se acercó a través del parque; el vaivén de la larga túnica roja desnudaba las uñas doradas. Sonriendo, le tendió ambas manos a Lusuna.

—Venga, continuaremos esta vivisección social durante la cena. Tenemos un mango-bongúu totalmente corrompido acompañado de loso ye mbiji a meza nada tradicional y mpati a nsengo peligrosamente decadente. —Su madre siempre preparaba para las reuniones los antiguos platos senegaleses—. Y si el horno coopera, remataremos con un tiba yoka flambé horrorosamente seudointerplanetario.

El estudiante miró alrededor, comprendió que lo que se esperaba de él era una sonrisa, e hizo algo mejor: soltó una carcajada. Del brazo del estudiante, mamá encabezó la marcha al comedor.

—¿No me comentó alguien que había obtenido usted una beca para la Universidad de Draco en Centauri? Usted ha de ser muy inteligente. Por el acento, deduzco que es oriundo de Tierra. ¿Senegal? ¡Bueno! Yo también. ¿De qué ciudad…?

Y papá, tranquilizado, se echó atrás el pelo color roble y siguió a todo el mundo hasta el pabellón-comedor cerrado por celosías.

Sobre la lengua de piedra, Ruby le decía a su hermano:

—No me parece bien que hagas eso.

—¿Por qué no? —dijo Prince.

Lorq se volvió a mirar a los hermanos. Con la mano ortopédica, Prince había recogido una piedra de la boca del dragón. Del otro lado del parque estaba el jaulón de las cacatúas blancas que mamá había traído de Tierra en el último viaje.

Prince tomó puntería. El metal y el plástico se borronearon.

Doce metros más allá, los pájaros chillaron y se alborotaron en la jaula. Cuando uno cayó al suelo, Lorq alcanzó a ver, a esa distancia, sangre en las plumas.

—¡Justo al que le apunté! —Prince sonrió.

—Eh —dijo Lorq—. A mamá no le va a… —Volvió a mirar el apéndice mecánico sujeto al hombro de Prince por encima del muñón—. Oye, tiras mejor con…

—Cuidado con lo que dices. —Las cejas negras de Prince ensombrecieron las esquirlas de vidrio azul—. Te dije que no te rieras de mi mano ¿no? —La mano retrocedió, y Lorq oyó los motores (ronroneo, clic, ronroneo) en la muñeca y el codo.

—Él no tiene la culpa de haber nacido así —dijo Ruby—. Y es mala educación hacer comentarios sobre los huéspedes. De todas maneras, Aarón dice que aquí todos son bárbaros ¿no es cierto, Prince?

—Claro que sí. —Prince bajó la mano.

Una voz llegó al jardín por el altoparlante.

—¿Niños, dónde estáis? Entrad y venid a cenar. De prisa.

Los tres descendieron de un salto y cruzaron por entre los bambúes.

Lorq se fue a la cama todavía excitado por la fiesta. Se acostó bajo las sombras dobles que proyectaban las palmeras sobre el techo del cuarto, transparente desde la víspera.

Un susurro:

—¡Lorq!

Y:

—¡Shhh! No tan alto, Prince.

Más quedo:

—¿Lorq?

Apartó el mosquitero y se sentó en la cama. Incrustados en el piso de plástico, resplandecían los tigres, los elefantes y los monos.

—¿Qué quieres?

—Los oímos salir por el portón. —Prince, en pantalón corto, estaba de pie en el umbral de la puerta—. ¿Adónde fueron?

—Nosotros también queremos ir —dijo Ruby pegada al codo de su hermano.

—¿Adónde fueron? —volvió a preguntar Prince.

—Al pueblo. —Lorq se levantó y caminó descalzo por entre el rutilante zoológico de juguete—. Mamá y papá siempre llevan a sus amigos a la aldea cuando vienen a pasar las vacaciones.

—¿Qué hacen?

Prince se recostó contra el marco de la puerta.

—Van… bueno, van al pueblo. —Donde había habido ignorancia, rebosaba ahora la curiosidad.

—Le hicimos la zancadilla a la niñera —dijo Ruby.

—No vale gran cosa la que tienen; fue fácil. Aquí todo es tan anticuado. Aarón dice que sólo los bárbaros de las Pléyades pueden pensar que vivir en estas lejanías es maravilloso. ¿Nos llevarás a ver adonde fueron?

—Bueno, yo…

—Nosotros queremos ir —dijo Ruby.

—¿Tú no quieres ver?

—Está bien. —Había tenido la intención de negarse—. Tengo que ponerme las sandalias. —La curiosidad infantil por saber qué hacían los adultos cuando los niños no estaban cerca echaba ya los cimientos sobre los que se levantaría el yo del adolescente, y más tarde el del adulto.

El jardín cuchicheaba alrededor del portón. Durante el día la cerradura respondía siempre a la palma de la mano de Lorq, pero le sorprendió que también ahora se abriera.

El camino se internaba en la noche húmeda.

Más allá de las rocas y del otro lado del agua una luna baja transformaba la península en una lengua de marfil que lamía el mar. Y a través de los árboles, las luces de la aldea se apagaban y encendían como en la consola de una computadora. Rocas, de un blanco tiza bajo la alta luna más pequeña, bordeaban el camino. Un cacto elevaba al cielo unas palmas erizadas de espinas.

Al llegar a la primera cafetería de la aldea, Lorq le dijo «hola» a un minero sentado a una de las mesas de la acera.

—Senhorinho. —El minero lo saludó a su vez con una inclinación de cabeza.

—¿Sabes dónde están mis padres? —preguntó Lorq.

—Pasaron por aquí. —El minero se encogió de hombros—. Las señoras con los bonitos vestidos, los hombres con jubones y camisas oscuras. Pasaron por aquí, hace media hora, una hora.

—¿En qué idioma está hablando? —inquirió Prince.

Ruby ahogó una carcajada.

—¿Tú entiendes eso?

Otro descubrimiento había sorprendido a Lorq: él y sus padres le hablaban a la gente de Sao Orini con palabras completamente distintas de las que usaban para conversar entre ellos y con los huéspedes. En la nebulosa de la primera infancia, Lorq había aprendido el canturreado y escurridizo dialecto de los portugueses bajo las luces parpadeantes de un hipnoinstructor.

—¿Adónde fueron? —volvió a preguntar.

El minero se llamaba Tavo; el año anterior, cuando se cerró la mina, había sido enchufado durante un mes a una de las destartaladas jardineras que trazaron el parque de los fondos de la finca. Entre los adultos torpes y los niños vivaces se crean vínculos particularmente tolerantes. Tavo era sucio y estúpido; Lorq lo aceptaba tal cual era. Pero su madre había puesto fin a esa relación cuando, el año anterior, Lorq volvió de la aldea y le contó que había visto cómo Tavo mataba a un hombre que había negado la capacidad del minero para la bebida.

—Vamos, Tavo. Dime adonde fueron.

Tavo se encogió de hombros.

En lo alto de la puerta de la cafetería los insectos se estrellaban contra las letras luminosas.

Guirnaldas de papel crepé, rezagos del Festival de la Soberanía, revoloteaban en los postes que sostenían la marquesina. Era el aniversario de la Soberanía de las Pléyades, pero los mineros la celebraban aquí, en los Confines, tanto por la esperanza de conquistar la propia, como por mamá y papá.

—¿Sabe adónde fueron? —preguntó Prince.

Tavo estaba bebiendo leche agria de un tazón rajado, junto con el ron. Se palmeó la rodilla, y Lorq, mirando de soslayo a Prince y Ruby, se sentó en ella.

Los hermanos se miraron desconcertados.

—Sentaos también vosotros —dijo Lorq—. En las sillas.

Se sentaron.

Tavo le ofreció a Lorq su leche agria. Lorq bebió la mitad, luego se la pasó a Prince.

—¿Quieres un poco?

Prince se llevó el tazón a la boca, y le sintió el olor.

—¿Tú bebes esto? —Hizo una mueca de asco y dejó bruscamente el tazón sobre la mesa.

Lorq tomó el vaso de ron.

—¿Preferirías…?

Pero Tavo le sacó el vaso de la mano.

—Esto no es para ti, Senhorinho.

—Tavo, ¿dónde están mis padres?

—Más lejos, en el bosque, en lo de Alonza.

—Llévanos, Tavo.

—¿A quiénes?

—Queremos ir a verlos.

Tavo reflexionó.

—No podremos ir a menos que tú tengas dinero. —Revolvió el pelo de Lorq—. A ver, Senhorinho, ¿tienes dinero?

Lorq sacó del bolsillo unas monedas.

—No alcanza.

—Prince, ¿tú o Ruby tienen dinero?

Prince tenía dos libras en el pantalón.

—Dáselas a Tavo.

—¿Por qué?

—Así nos llevará a ver a nuestros padres.

Tavo extendió el brazo por encima de la mesa y tomó el dinero de Prince, y enarcó las cejas.

—¿Me dará todo esto?

—Si nos llevas —le dijo Lorq.

Tavo le hizo cosquillas en el pecho. Ambos se rieron. Tavo dobló uno de los billetes y se lo metió en el bolsillo. Luego pidió otro ron y leche agria.

—La leche es para ti. ¿Querrán un poco tus amigos?

—Vamos, Tavo. Dijiste que nos llevarías.

—Cállate —dijo el minero—. Estoy pensando si es conveniente que vayamos allí. Tú sabes que tengo que trabajar mañana a la mañana. —Se palmeó el enchufe de una de las muñecas.

Lorq le echó sal y pimienta a la leche y bebió un sorbo.

—Yo quiero probarla —dijo Ruby.

—Tiene un olor espantoso —dijo Prince—. No tendrías que bebería. ¿Nos va a llevar?

Tavo llamó con un ademán al dueño de la cafetería.

—¿Mucha gente esta noche en lo de Alanza?

—Es viernes ¿no? —dijo el dueño.

—El chico quiere que lo lleve allí —dijo Tavo—, a la velada.

—¿Vas a llevar al chico de los Von Ray a lo de Alonza?

La marca purpúrea de nacimiento se arrugó en la cara del dueño.

—Sus padres están allí. —Tavo alzó los hombros—. El chico quiere que los lleve. Me pidió que los lleve ¿entiendes? Y será más divertido que estarse aquí sentado matando niguas. —Se agachó, entrelazó los cordones de las sandalias que había dejado a un lado, y se las colgó alrededor del cuello—. Vamos, Senhorinho. Diles al manco y a la niña que se porten bien.

Ante la alusión al brazo de Prince, Lorq tuvo un sobresalto.

—Vayamos ahora mismo.

Pero Prince y Ruby no comprendieron.

—Vamos —explicó Lorq—. A lo de Alonza.

—¿Qué es lo de Alonza?

—¿Es como los lugares adonde Aarón lleva siempre a esas mujeres bonitas en Pekín?

—Aquí no hay nada que pueda parecerse a lo de Pekín —dijo Prince—. Tonta. Ni siquiera tienen nada que se parezca a París.

Tavo estiró el brazo y tomó la mano de Lorq.

—No te alejes de mí. Dile a tus amigos que tampoco ellos se alejen.

La mano de Tavo era toda sudor y callos. Por encima de sus cabezas cloqueaba y siseaba la selva.

—¿Adónde vamos? —preguntó Prince.

—A ver a papá y a mamá. —La voz de Lorq sonó insegura—. A lo de Alonza.

Tavo rumió la palabra y asintió. Señaló a través del follaje, moteado por la luz de dos lunas.

—¿Queda lejos, Tavo?

Tavo se limitó a palmearle el cuello, volvió a tomarlo de la mano, y siguió andando.

En lo alto de la colina, un claro: bajo una tienda se filtraba luz. Un grupo de hombres bromeaba y bebía con una mujer gorda que había salido a tomar aire. Tenía la cara y los hombros mojados. Los pechos relucían antes de hundirse bajo el vestido de flores anaranjadas. Jugueteaba distraídamente con su trenza.

—No se muevan de aquí —cuchicheó Tavo. Empujó a los niños hacia atrás.

—Eh, por qué…

—Tenemos que quedarnos aquí —le tradujo Lorq a Prince que se adelantaba detrás del minero.

Prince miró alrededor, luego retrocedió y se quedó junto a Lorq y Ruby.

Uniéndose a los hombres, Tavo detuvo la botella envuelta en rafia que volaba de mano en mano.

—Eh, Alonza ¿están los Senhores Von Ray…? —Señaló la tienda con el pulgar.

—A veces caen por aquí. A veces traen a sus huéspedes —dijo Alonza—. A veces quieren ver…

—Ahora —dijo Tavo—. ¿Están aquí ahora?

La mujer tomó la botella y asintió.

Tavo dio media vuelta y con un movimiento de cabeza llamó a los niños.

Lorq, seguido por los cautelosos hermanos, se acercó a Tavo. Los hombres continuaron hablando con voces farfullantes que subrayaban los gritos y risas que llegaban desde la tienda. La noche era calurosa. La botella dio tres vueltas más. Lorq y Ruby participaron de la ronda. Y en la última vuelta, Prince puso cara de repugnancia, pero también bebió.

Por fin, Tavo empujó a Lorq por el hombro.

—Adentro.

Tavo tuvo que agacharse para entrar. Lorq era el más alto de los niños y rozó la lona con la cabeza.

Del poste central colgaba una linterna: un resplandor crudo en el techo, una luz cruda en el pabellón de una oreja, en las aletas de las narices, en las arrugas de unas caras ajadas. Una cabeza se echó hacia atrás entre la multitud estallando en risotadas e interjecciones. Una boca mojada centelleó al separarse del cuello de una botella. Cabellos sueltos, sudorosos. Por encima del ruido, alguien tañía una campana. Lorq sintió que las palmas de las manos le hormigueaban de excitación.

La gente empezó a agacharse. Tavo se acuclilló. Prince y Ruby lo imitaron. Y también Lorq, pero aferrado al cuello de la camisa de Tavo, empapado en sudor.

En el foso, un hombre de botas altas taconeaba de un lado a otro, pidiendo a la multitud que se sentara.

Del otro lado, detrás de la barandilla, Lorq reconoció de pronto a la mujer de cabellos plateados. Estaba apoyada en el hombro del estudiante senegalés, Lusuna. El flequillo se le pegaba a la frente como cuchillos retorcidos y entrecruzados. El estudiante se había abierto la camisa. El jubón había desaparecido.

En el foso, el hombre volvió a tironear de la cuerda de la campana. Una pelusa le había caído en el brazo reluciente, y allí seguía adherida a pesar de las sacudidas y ademanes con que azuzaba a la multitud; ahora golpeaba insistentemente la empalizada de latón con el puño cetrino, reclamando silencio.

El público metía dinero entre las tablillas de la baranda. Los apostadores se apiñaban en el entarimado. Al recorrer con la mirada la baranda que rodeaba la pista, Lorq descubrió un poco más allá a la pareja de jóvenes. Él estaba inclinado hacia adelante y trataba de hacerle ver algo a su compañera.

El maestro de ceremonias —calzado con botas negras hasta las rodillas— pisoteaba con fuerza la mezcla de escamas y plumas. Cuando consiguió que el público callara en parte, fue hacia el extremo más cercano del foso, que Lorq no alcanzaba a ver, se agachó…

La puerta de una jaula se cerró con estrépito. Aullando, el maestro de ceremonias dio un salto mortal sobre la empalizada y se aferró al poste central. Los espectadores gritaron y se removieron en los asientos. Los que estaban en cuclillas empezaron a ponerse de pie. Lorq intentó adelantarse a los empellones.

En el otro lado del foso el padre de Lorq se incorporaba, la cara perlada de sudor contraída bajo el cabello rubio; Von Ray agitó violentamente el puño apuntando a la arena. Mamá, la mano en el cuello, se apretaba contra él. El Embajador Selvin trataba de abrirse paso entre dos mineros que vociferaban junto a la barandilla.

—¡Allí está Aarón! —exclamó Ruby.

—¡No! —replicó Prince.

Pero ahora había tanta gente de pie que Lorq ya no podía ver nada. Tavo se puso de pie y gritó que la gente se sentase, hasta que alguien le pasó una botella.

Lorq se corrió a la izquierda para tratar de ver; luego a la derecha cuando le bloquearon la izquierda. Una excitación inexplicable le martillaba el pecho.

El maestro de ceremonias estaba encaramado en la barandilla por encima de la multitud. Al saltar, había golpeado la linterna con el hombro, haciendo bailotear sombras sobre la lona. Apoyándose en el poste, frunció el entrecejo a la luz oscilante, se frotó los brazos musculosos. Entonces reparó en la pelusa. Con sumo cuidado se la sacó, y luego empezó a explorarse el pecho velludo, los hombros.

El griterío estalló en el borde del foso, cesó un instante, se convirtió en rugido. Alguien agitaba un jubón en el aire.

El maestro de ceremonias, al no encontrar nada, volvió a recostarse contra el poste.

Excitado, fascinado, y al mismo tiempo un poco enfermo a causa del ron y el hedor, Lorq le gritó a Prince:

—¡Ven, subamos un poco, así veremos mejor!

—No me parece bien —dijo Ruby.

—¿Por qué no? —Prince dio un paso adelante. Pero parecía asustado.

Lorq, impetuosamente, tomó la delantera.

De pronto alguien le aferró el brazo y lo hizo girar en redondo.

—¿Qué haces aquí? —Von Ray, sorprendido y furioso, hablaba entre jadeos—. ¡Quién te dijo que podías traer aquí a los niños!

Lorq miró en torno buscando a Tavo. Tavo no estaba allí.

Aarón Red apareció detrás de su padre.

—Te dije que teníamos que haber dejado a alguien con ellos. Vuestras niñeras son tan anticuadas. ¡Cualquier niño avispado hace con ellas lo que quiere!

Von Ray se volvió bruscamente.

—Oh, los niños están perfectamente bien. ¡Pero Lorq sabe que no puede salir solo de noche!

—Yo los llevaré a casa —dijo mamá, acercándose—. No te preocupes, Aarón. Están bien. Lo siento mucho, de veras. —Se volvió a los niños—. ¿Cómo se les ocurrió la locura de venir aquí?

Los mineros se habían reunido alrededor.

Ruby se echó a llorar.

—Por Dios, ¿qué pasa ahora? —Mamá parecía preocupada.

—No le pasa nada —dijo Aarón Red—. Piensa en lo que le va a pasar cuando la lleve a casa. Saben muy bien que hicieron mal.

Ruby, que no había pensado para nada en lo que iba a sucederle, empezó a llorar en serio.

—¿Por qué no hablamos de esto mañana por la mañana? Mamá lanzó una mirada desesperada a Von Ray. Pero papá estaba demasiado trastornado por el llanto de Ruby y enfadado por la presencia de Lorq para poder responderle.

—Sí, llévalos a casa, Dana. —Levantó la mirada y vio a los mineros que observaban la escena—. Llévalos a casa ahora. Ven, Aarón, tú no tienes por qué preocuparte.

—A ver —dijo mamá—. Ruby, Prince, dadme las manos. Vamos, Lorq, vamos…

Mamá ofreció las manos a los niños.

Entonces Prince alargó el brazo ortopédico, y dio un tirón…

Mamá gritó, se tambaleó hacia adelante, y le golpeó la muñeca con la mano libre. Los dedos de metal y plástico apretaban como tenazas.

—¡Prince! —Aarón se abalanzó sobre él, pero el niño lo esquivó, se escabulló, y escapó zigzagueando.

Mamá cayó de rodillas sobre el piso sucio, jadeando, sollozando débilmente. Papá la tomó con suavidad por los hombros.

—¡Dana! ¿Qué te hizo? ¿Qué pasó?

Mamá sacudió la cabeza.

Prince se topó con Tavo.

—¡Deténgalo! —gritó papá en portugués.

Y Aarón rugió.

—¡Prince!

Al oír la voz de Aarón, el niño abandonó toda resistencia; se desplomó sin fuerzas en los brazos de Tavo, la cara demudada.

Mamá, ya otra vez de pie, hacía muecas apoyada en el hombro de papá.

—… y uno de mis pájaros blancos… —le oyó decir Lorq.

—¡Prince, ven aquí! —le ordenó Aarón.

Prince regresó, con movimientos convulsivos y eléctricos.

—Bien —dijo Aarón—. Ahora vuelves a la casa con Dana. Ella lamenta haber mencionado tu mano. No quiso herir tus sentimientos.

Mamá y papá miraron a Aarón, estupefactos. Aarón Red se volvió a ellos: un hombre de baja estatura. La única cosa roja que Lorq veía en él eran las comisuras de los ojos.

—Se dan cuenta… —Aarón parecía cansado y preocupado—… nunca le menciono esa deformidad. Nunca… No quiero que se sienta inferior. No permito que nadie lo señale como diferente. Nunca hablen de eso en presencia de él, entienden. Nunca.

Papá empezó a decir algo. Pero el primero que se había sentido preocupado aquella noche había sido él.

Mamá miró alternativamente a uno y otro hombre; luego le miró la mano. La tenía encerrada en la otra y se la masajeaba con suavidad.

—Niños —dijo—. Venid conmigo.

—Dana, estás segura…

Mamá lo interrumpió con la mirada.

—Venid conmigo, niños —repitió. Salieron de la tienda.

Afuera estaba Tavo.

—Voy con usted, Senhora. Volveré a la casa con usted, si así lo quiere.

—Sí, Tavo —dijo mamá—. Gracias.

Se sostuvo la mano contra la cintura del vestido.

—Ese niño de la mano de hierro. —Tavo meneó la cabeza—. Y la niña, y ese hijo de usted. Yo los traje aquí, Senhora. Pero ellos me lo pidieron, sabe. Me dijeron que los trajera aquí.

—Comprendo —dijo mamá.

Esta vez no fueron por la selva, sino que tomaron la carretera más ancha, más allá de la plataforma de los acuaturbos, que transportaban a los trabajadores a las minas submarinas. Las altas estructuras se mecían en el agua, proyectando sombras dobles sobre el oleaje.

Al llegar al portón del parque, Lorq, repentinamente, sintió náuseas.

—Sosténgale la cabeza, Tavo —le indicó mamá—. Ves, esta excitación no es buena para ti, Lorq. Y otra vez estuviste bebiendo de esa leche. ¿Te sientes mejor?

Lorq no había mencionado el ron. El olor de la tienda, así como el olor que envolvía el cuerpo de Tavo, le guardaron el secreto. Prince y Ruby lo observaban en silencio, intercambiando miradas. Arriba, mamá puso de nuevo en funcionamiento a la niñera, y dejó a Prince y Ruby seguros en su habitación. Por último, fue al cuarto de Lorq.

—¿Todavía te duele la mano, mamá? —preguntó él desde la almohada.

—Me duele. No tengo nada roto, aunque no sé por qué. En cuanto me vaya de aquí llamaré a la unidad médica.

—¡Ellos quisieron ir! —estalló Lorq—. Dijeron que querían ver dónde habíais ido todos vosotros.

Mamá se sentó y le frotó la espalda con la mano sana.

—¿Y tú mismo no querías ver, siquiera un poco?

—Sí —dijo Lorq luego de un momento.

—Eso pensé. ¿Cómo te sientes del estómago? Por mucho que digan, sigo creyendo que la leche agria no puede hacerte ningún bien.

Lorq todavía no había mencionado el ron.

—Ahora duérmete.

Fue hacia la puerta.

La recordaba tocando el interruptor.

Recordaba una luna ensombreciéndose del otro lado del techo giratorio.

Federación de las Pléyades, Ark, New Ark, 3162

Lorq siempre asociaba a Prince Red con la aparición y la desaparición de la luz.

Estaba desnudo, sentado junto a la piscina de la terraza, estudiando para el examen de petrología, cuando las hojas purpúreas de la entrada de piedra se sacudieron. La lucerna canturreó con el huracán que soplaba afuera; las torres de Ark, que rotaban con el viento, aparecían deformadas bajo la escarcha centelleante.

—¡Papá! —Lorq apagó el lector y se puso de pie—. Oye, tercero en matemáticas superiores. ¡Tercero!

Von Ray, envuelto en una parka orlada de piel, se abrió paso entre las hojas.

—Y supongo que esto es lo que llamas estudiar. ¿No sería más fácil en la biblioteca? ¿Cómo te puedes concentrar aquí con todas estas distracciones?

—Petrología —dijo Lorq, levantando el grabador de apuntes—. En realidad no necesito estudiar para eso. Ya tengo menciones en esta materia.

Hasta los últimos años, Lorq no había aprendido a tomar con serenidad las exigencias perfeccionistas de sus padres. Luego de ese aprendizaje, había descubierto que ahora esas exigencias eran sólo rituales y aparentes, y servían para establecer una buena comunicación si las dejaba pasar sin poner objeciones.

—Oh —dijo su padre—. Es cierto. —De pronto sonrió. La escarcha del cabello se le transformó en agua cuando se desató la parka—. Por lo menos has estado estudiando en lugar de arrastrarte por las entrañas del Calibán.

—Eso me recuerda, papá. Lo inscribí para la Regata de New Ark. ¿Irán mamá y tú a ver la llegada?

—Si podemos. Tú sabes que mamá no se siente muy bien desde hace un tiempo. Este último viaje ha sido un poco penoso para ella. Y tú la preocupas con tus carreras.

—¿Por qué? No interfieren en mis estudios.

Von Ray se encogió de hombros.

—Ella piensa que son peligrosas. —Dejó la parka sobre la roca—. Leímos lo de tu premio en Trantor el mes pasado. Felicitaciones. Puede que se preocupe por ti, pero estaba orgullosa como un pavo real cuando les pudo decir a esas mujeres estiradas del club que tú eras hijo de ella.

—Me habría gustado que estuvieseis allí.

—Queríamos ir. Pero no había manera de interrumpir el viaje todo un mes. Ven, tengo algo que mostrarte.

Lorq siguió a su padre contorneando el arroyo que caracoleaba desde la piscina. Von Ray rodeó con el brazo los hombros de su hijo cuando pisaron el primer peldaño de la escalera junto a la cascada que descendía hasta la casa. Bajo el peso de los dos, la escalera mecánica se puso en movimiento.

—Hicimos escala en Tierra, en ese viaje. Pasamos un día con Aarón Red. Creo que lo conociste hace mucho tiempo. Transportes Red Limitada.

—Allá en Nueva Brazillia —dijo Lorq—. En la mina.

—¿Tienes recuerdos de hace tanto tiempo? —Los peldaños, transformados en una cinta, los llevaron a través del invernadero. Por entre el follaje saltaron las cacatúas, chocaron contra la pared transparente donde la nieve se acumulaba por fuera en los paneles inferiores, y se posa-ron en las casias, sembrando de pétalos la arena—. Prince estaba con él. Un muchacho de tu edad, quizá un poco mayor.

Lorq había oído comentarios vagos acerca de Prince a lo largo de los años, como todo niño que oye comentar las actividades de los hijos de los amigos de los padres. Algún tiempo atrás, Prince había cambiado cuatro veces de escuela en un corto lapso, y el rumor se había filtrado hasta las Pléyades: sólo la fortuna de Transportes Red Limitada había impedido que esos traslados fuesen abiertamente calificados de expulsión.

—Lo recuerdo —dijo Lorq—. Tenía un solo brazo.

—Ahora usa un guante negro hasta el hombro con un brazalete enjoyado en la parte superior. Es un joven fuera de lo común. Dijo que te recordaba. En aquel entonces vosotros dos hicisteis no sé qué barrabasada. Él por lo menos, parece haberse serenado un poco.

Lorq se desprendió del brazo de su padre y pisó las alfombras blancas que tapizaban el jardín de invierno.

—¿Qué quieres mostrarme?

Papá se encaminó a una de las columnas visoras. Era una columna transparente de un metro veinte de espesor que sostenía el techo con un capitel de cristal tallado.

—Dana, ¿quieres mostrarle a Lorq lo que has traído para él?

—Un momento. —La silueta de la madre se formó en la columna. Estaba sentada en la silla-cisne. Tomó un paño verde de la mesa que tenía al lado y lo abrió sobre el brocado acolchado de la falda.

—¡Son hermosas! —exclamó Lorq—. ¿Dónde encontraste cuarzo heptadino?

Las piedras, básicamente silicio, se habían formado bajo presiones geológicas, y en cada cristal, casi del tamaño del puño de un niño, la luz fluía por las desmenuzadas líneas azules encerradas en las formas poliédricas.

—Las recogí cuando nos detuvimos en Cygnus. Nos alojábamos en las cercanías del Desierto Explosivo de Krall. Desde las ventanas del hotel, lo veíamos relampaguear más allá de los muros de la ciudad. Era tan espectacular como dicen. Una tarde, cuando tu padre estaba en una conferencia, hice la excursión. Cuando las vi, pensé en tu colección y las compré para ti.

—Gracias. —Lorq le sonrió a la figura de la columna.

Ni él ni su padre habían visto a su madre en persona desde hacia cuatro años. Víctima de una enfermedad mental y física degenerativa que a menudo la incomunicaba por completo, se había recluido con todo un equipo de medicamentos, computadoras de diagnóstico, cosméticos, máquinas gravotérmicas y máquinas lectoras. Ella —o más a menudo uno de los androides, programado de acuerdo con las pautas generales de respuesta de ella misma— aparecía en las columnas visoras y presentaba una réplica de aspecto y personalidad normales. Del mismo modo, merced a los androides y el comunicador telerama, «acompañaba» a Von Ray en los viajes de negocios, mientras ella seguía confinada físicamente en las alcobas misteriosas y aisladas donde a nadie se le permitía entrar excepto al psicotécnico que una vez por mes la visitaba en secreto.

—Son hermosas —repitió Lorq, acercándose un paso más.

—Esta noche las dejaré en tu cuarto. —La imagen tomó una piedra con los dedos morenos y la hizo girar—. También a mí me parecen fascinantes. Casi hipnóticas.

—Ven. —Von Ray se volvió a otra de las columnas—. Quiero mostrarte algo más. Al parecer Aarón había oído hablar de tu interés por las regatas, y estaba enterado de tus éxitos. —Algo se estaba formando en la segunda columna—. Dos de sus ingenieros acaban de inventar un acoplador iónico. Nos dijeron que era demasiado sensible y que no tenía uso práctico comercial. Pero Aarón dijo que el nivel de respuesta era excelente para naves pequeñas de regata. Le propuse comprárselo para ti. No quiso ni oír hablar, te lo envía de regalo.

—¿De veras? —Lorq sintió que la excitación saltaba por encima de la sorpresa—. ¿Dónde está?

En la columna, en el ángulo de una plataforma de carga, apareció un cajón de embalaje. La empalizada del Amarradero de Nea Limani se perdía a la distancia entre las torres de orientación.

—¿Allá, en el campo? —Lorq se sentó en la hamaca verde que colgaba del cielo raso—. ¡Maravilloso! Le echaré un vistazo cuando vaya allí esta noche. Todavía tengo que conseguir la tripulación para la regata.

—¿Eliges a tus tripulantes entre la gente que vagabundea por el espacio-puerto? —Mamá meneó la cabeza—. Eso siempre me preocupa.

—Mamá, la gente aficionada a las carreras, los muchachos que se interesan en naves de regatas, los que saben navegar, vagabundean cerca de los astilleros. De todos modos, conozco a la mitad de los habitantes de Nea Limani.

—Así y todo me gustaría que eligieras tus tripulantes entre tus compañeros de clase, o gente así.

—¿Qué de malo tiene la gente que así habla? —Esbozó una sonrisa.

—No dije absolutamente nada contra ellos. Lo único que quise decir fue que emplearas a gente que conoces.

—Después de la regata —intervino el padre—, ¿qué piensas hacer con el resto de tus vacaciones?

Lorq se encogió de hombros.

—¿Quieres que vuelva a trabajar como capataz en la mina de Sao Orini, como el año pasado?

Las cejas de su padre se separaron, luego se enmarañaron por encima de los surcos que le coronaban la nariz.

—Después de lo que ocurrió con la hija de ese minero… —Las cejas se desenmarañaron—. ¿Quieres volver a ir?

Lorq se encogió de hombros una vez más.

—¿Has pensado en algo que te gustaría hacer? —Esto lo dijo la madre.

—Ya Ashton Clark me mandará algo. En este momento tengo que ir a elegir a mis tripulantes. —Se levantó de la hamaca—. Mamá, gracias por las piedras. Hablaremos de las vacaciones cuando las clases hayan terminado realmente.

Se encaminó al puente que se arqueaba sobre el agua.

—¿No volverás demasiado…?

—Antes de medianoche.

—Lorq. Otra cosa.

Se detuvo en la cresta del puente, recostado contra el pasamanos de aluminio.

—Prince da una fiesta. Te mandó una invitación. Es en Tierra, París, en la Isla St. Louis. Pero es sólo tres días después de la Regata. No llegarás a tiempo…

Calibán puede llegar a Tierra en tres días.

—¡No, Lorq! No harás esa larga travesía a Tierra en esa minúscula…

—Nunca fui a París. La última vez que estuve en Tierra fue cuando tú me llevaste, a los quince años, y fuimos a Pekín. Será fácil llegar a Draco. —Mientras se alejaba, les gritó—: Si no consigo reunir mi tripulación, ni siquiera volveré a clase la semana próxima.

Desapareció del otro lado del puente.

Federación de las Pléyades/Draco (Caliban, en tránsito), 3162

La tripulación consistía en dos hombres que se ofrecieron para ayudarle a desembalar el acoplador iónico. Ninguno de los dos era de la Federación de las Pléyades.

Brian, un muchacho de la edad de Lorq, que había interrumpido por un año sus estudios en la Universidad de Draco y había volado a las Colonias Lejanas, estaba trabajando ahora para pagar el viaje de regreso; había desempeñado tanto funciones de capitán como de acople en yates de carrera, pero sólo en el club de regatas cooperativo patrocinado por la universidad. Fundada en un interés común por las naves de carrera, la relación que se entabló entre ellos era de mutuo deslumbramiento. Lorq sentía una admiración muda por el modo en que Brian había volado hasta el otro confín de la galaxia y se las ingeniaba para seguir viajando sin dinero y sin itinerario deliberado; en tanto Brian había encontrado por fin, en Lorq, uno de esos magnates míticos, dueño de una nave, y cuyo nombre fuera para él, hasta entonces, una mera abstracción en los carretes de cintas deportivas: Lorq Von Ray, uno de los más jóvenes y más espectaculares de la nueva carnada de capitanes de regatas.

Dan, que completaba la tripulación de la pequeña nave de tres palas, era un hombre cuarentón, nacido en Australia, Tierra. Lo habían conocido en el bar donde llegó a contarles una interminable serie de historias de los tiempos en que trabajaba como acople comercial en los grandes cargueros, así como también acerca de los capitanes de las naves de carreras que alguna vez había tripulado, aunque nunca capitaneado. Dan andaba descalzo y una cuerda le sujetaba los andrajosos pantalones que le llegaban a las rodillas: un ejemplar más que típico de los acoples que rondaban por las climatizadas callejas de Nea Limani. Las altas cúpulas paravientos rechazaban las ráfagas huracanadas que soplaban desde Tong y a través de la centelleante Ark. Corría el mes de iumbra, en que sólo había tres horas de luz diurna en el día de veintinueve horas. Los mecánicos, oficiales y acoples hablaban de regatas y cosas del día en los bares y los baños saunas, en las oficinas de enrolamiento y en los diques secos.

Reacción de Brian a la propuesta de seguir viaje a Tierra luego de la regata:

—Magnífico. ¿Por qué no? De todos modos tengo que volver a Draco a tiempo para los cursos de verano.

La de Dan:

—¿París? Eso queda terriblemente cerca de Australia ¿no? Tengo un chico y dos esposas en Melbourne, y no tengo muchas ganas de que me echen el guante. Supongo que si no nos quedamos demasiado tiempo…

Cuando la Regata dejó atrás, como una ráfaga, el satélite de observación en órbita alrededor de Ark, cruzó al borde interno de la constelación hacia la Oscura Hermana Muerta, y regresó una vez más a Ark, se anunció que el Calibán se había clasificado segundo.

—Muy bien. Partamos. ¡A la fiesta de Prince!

—Ten cuidado ahora… —La voz de su madre llegó a través del parlante.

—Dale nuestros recuerdos a Aarón. Y una vez más, felicitaciones, hijo —dijo papá—. Si estropeas esa mariposa de lata en este viaje estúpido, no esperes que te compre una nueva.

—Hasta pronto, papá.

El Calibán se elevó entre las naves apiñadas en la estación visora donde los espectadores se habían reunido a presenciar el final de la Regata. Ventanales de quince metros relampaguearon debajo a la luz de las estrellas. (Detrás de uno de esos ventanales el padre y un androide de la madre estaban de pie junto a la barandilla, mirando la nave que se alejaba). Un momento después el Calibán giraba cruzando la Federación de las Pléyades, hacia el Sol.

Al día siguiente perdieron seis horas en el remolino de una nébula.

—(Con una nave de verdad en vez de este juguete —se quejó Dan por el intercomunicador—, en un soplo saldríamos de este embrollo. —Lorq aumentó la frecuencia del radar en el acoplador iónico—. Punto dos-cinco abajo, Brian. Luego arranca a toda velocidad… ¡Ya!); pero recuperaron el tiempo y algo más aprovechando la Marea de Reflujo.

Otro día, y Sol fue una luz rutilante, creciente en la furia del cosmos.

Draco, Tierra, París, 3162

De la forma del número ocho de un escudo micenio, el Campo De Blau se empinaba kilómetros y kilómetros por debajo de las palas enormes. De aquí partían los cargueros de cabotaje hacia el gran astropuerto de la segunda luna de Neptuno. Los paquebotes de quinientos metros de eslora relucían del otro lado de las plataformas. Descendiendo como una cometa triple, el Calibán se dirigió a la parte más profunda del amarradero para yates. Lorq se levantó de la cucheta en el momento en que los captaban los rayos de orientación.

—Muy bien, marionetas, a cortar las cuerdas.

Un momento después del aterrizaje, desconectó las ronroneantes entrañas de Calibán. Las luces de orientación se extinguieron alrededor.

Brian entró en la cabina de control saltando en un pie, mientras se ataba la sandalia izquierda. Dan, la barba crecida, el jubón desprendido, llegó desde la cámara de proyección, bamboleándose como un marinero.

—Parece que llegamos, Capitán. —Se inclinó para sacarse la mugre de entre los dedos de los pies—. ¿Qué fiesta es ésa a la que ustedes, chicos, piensan ir?

Cuando Lorq tocó el botón de desembarco, el piso se inclinó y la planchada de listones se deslizó hacia atrás hasta que el borde inferior golpeó el suelo.

—No sé muy bien —le dijo Lorq—. Me imagino que lo sabremos cuando lleguemos allí.

Ohhh, no —masculló Dan cuando llegaban a la orilla—. Yo no la voy con esas cosas de alta sociedad. —Empezaron a alejarse de la sombra del casco—. A mí, búsquenme un bar y recójanme a la vuelta.

—Si ninguno quiere venir —dijo Lorq, recorriendo el campo con la mirada— nos detendremos a comer algo, y podrían esperar aquí.

—Yo… bueno, tenía ganas de ir. —Brian parecía decepcionado—. Nunca estaré más cerca de poder asistir a una fiesta de Prince Red.

Lorq miró a Brian. El fornido muchacho de pelo castaño y ojos color café se había cambiado el jubón de fajina con puños de cuero por uno impecable con flores iridiscentes. Lorq sólo ahora empezaba a reconocer hasta qué punto deslumbraba a este joven, que había recorrido el universo a dedo, la riqueza, visible e implícita, que aureolaba a un capitán de diecinueve años, dueño de su propio yate, y que podía ir sin más ni más a una fiesta en París.

A Lorq ni se le había ocurrido cambiarse de ropa para la ocasión.

—Entonces ven conmigo —dijo Lorq—. De regreso, recogeremos a Dan.

—Eso sí, no se emborrachen tanto que no puedan llevarme a mí de vuelta a bordo.

Lorq y Dan se rieron.

Brian miraba fascinado los otros yates amarrados en el embarcadero.

—¡Mira esto! ¿Navegaste alguna vez en un Zephyr de tres alerones? —Tocó el brazo de Lorq, y le señaló, un poco más lejos, un esbelto casco dorado—. Te apuesto a que uno de éstos gira de veras.

—La aceleración es lenta en las frecuencias bajas. —Lorq se volvió a Dan—. Asegúrate de estar de regreso a bordo mañana a la hora de zarpar. No voy a andar dando vueltas de un lado a otro tratando de encontrarte.

—¿Estando yo tan cerca de Australia? No se preocupe, Capitán. De paso ¿no se enojará si me da por llevar una dama a bordo? —Le sonrió, y luego le hizo una guiñada.

—Oye —dijo Brian—, ¿qué tal esos Boris-27? Nuestro club de estudiantes estuvo tratando de hacer un trueque con otro club que tenía un Boris de diez años. Pero querían dinero encima.

—Siempre que no se lleve de la nave nada que no haya traído —le dijo Lorq a Dan. Una vez más se volvió a Brian—: Nunca estuve a bordo de un Boris de más de tres años. Un amigo mío tenía uno, hace un par de años. Funcionaba bastante bien, pero no estaba a la altura del Calibán.

Transpusieron el portón del campo de aterrizaje, bajaron los escalones que llevaban a la calle, y cruzaron la sombra de las columnas de la serpiente enroscada.

París seguía siendo una ciudad más o menos horizontal. Las únicas estructuras que se elevaban hasta cierto punto por encima del horizonte eran la Torre Eiffel a la izquierda y la estructura en caracol de Les Halles: siete plantas de mercados encerrados en paneles transparentes, taraceados con volutas metálicas; era el centro de alimentos y productos para los veintitrés millones de habitantes de la ciudad.

Tomaron por la Rué de Les Astronauts dejando atrás las marquesinas de los restaurantes y los hoteles. Dan metió la mano bajo la cuerda que le rodeaba la cintura para rascarse el estómago; luego se apartó las mechas largas de la frente.

—¿Dónde se emborracha uno aquí si no es más que un acople-ciborg? —Señaló de pronto una calle más estrecha—. ¡Allí!

En la curva de la calle en forma de L, se veía un pequeño café-bar con una rajadura que le atravesaba el escaparate: Le Sideral. La puerta se cerraba en ese momento detrás de dos mujeres.

—Fantástico —farfulló Dan, y al trote se alejó de Lorq y Brian.

—Algunas veces envidio a la gente como él —le dijo Brian a Lorq, en voz baja. Lorq pareció sorprendido.

—¿De veras no te importa? —prosiguió Brian—. Quiero decir ¿que lleve una mujer a bordo?

Lorq se encogió de hombros.

—Yo también lo haría.

—Oh. Tú eres afortunado con las chicas, sin duda, sobre todo, teniendo un yate de carrera.

—Supongo que ayuda.

Brian se mordisqueó la uña del pulgar y asintió.

—Sería muy bueno. A veces pienso que las chicas se han olvidado de que existo. Probablemente sería igual, con yate o sin él. —Se rió—. ¿Alguna vez… llevaste una chica a tu barco?

Durante un momento Lorq permaneció callado. Luego dijo:

—Tengo tres hijos.

Ahora era Brian el sorprendido.

—Un niño y dos niñas. Las madres son mineras en un pequeño mundo de las Colonias Lejanas: Nueva Brazillia.

—Ah, quieres decir que tú…

Lorq ahuecó la mano izquierda sobre el hombro derecho, la derecha sobre el izquierdo.

—Llevamos un género de vida muy diferente tú y yo, me parece —dijo Brian lentamente.

—Eso es lo que estaba pensando. —Entonces Lorq sonrió.

Una sonrisa forzada reapareció en los labios de Brian.

—¡Deténganse, ustedes! —a espaldas de ellos—. ¡Esperen!

Se dieron vuelta.

—¿Lorq? ¿Lorq Von Ray?

El guante negro que su padre le había descrito, ahora era plateado. El brazalete, en lo alto del bíceps, tenía incrustaciones de diamantes.

—¿Prince?

Jubón, pantalón, botas, todo plateado.

—¡Casi te me escapas! —El rostro marfileño se animó bajo los cabellos renegridos—. Pedí al campo que me avisaran tan pronto como te dieran vía libre en Neptuno. Yate de carrera ¿eh? Te llevó tu tiempo, es claro. Oh, antes que me olvide. Aarón me dijo que si llegabas avenir, te pidiese que le dieras sus recuerdos a tu tía Cyana. El mes pasado estuvo con nosotros un fin de semana en la playa del Mundo de Chobe.

—Gracias. Se los daré si la veo —dijo Lorq—. Si estuvo con vosotros el mes pasado, la habéis visto más recientemente que yo. Ya no va a Ark con mucha frecuencia.

—Gyana… —empezó a decir Brian—… ¿Morgan? —concluyó, asombrado.

Pero ya Prince seguía diciendo:

—Mira —dejó caer ambas manos sobre los hombros del jubón de cuero de Lorq (Lorq trató de notar una diferencia entre la presión de los dedos enguantados y los dedos desnudos)—, tengo que ir a Monte Kenyuna y regresar antes de la fiesta. Tengo todos los medios de transporte disponibles ocupados en traer a la gente de distintos rincones de las galaxias. Aarón no quiere cooperar. No quiere tener nada que ver con la fiesta; dice que se me está escapando de las manos. Me temo que para conseguir lo que me hacía falta he estado utilizando su nombre en ciertos lugares que él no aprobaría. Pero se ha marchado a no sé dónde en Vega. ¿Me quieres acercar hasta el Himalaya?

—Bueno. —Lorq iba a sugerir que Prince se acoplara junto con Brian. Pero quizá Prince, con ese brazo, no estuviese en condiciones de enchufarse correctamente—. ¡Hey, Dan! —gritó calle abajo—. Todavía estás de servicio.

El australiano acababa de abrir la puerta. Ahora dio media vuelta, meneó la cabeza, y regresó.

—¿A qué vamos? —preguntó Lorq cuando se acercaban al campo.

—Te lo diré en el camino.

Cuando trasponían el portón (y la columna de Draco con la Serpiente enroscada brillaba a la luz del atardecer), Brian aventuró unas palabras.

—Llevas un traje magnífico —le dijo a Prince.

—Habrá mucha gente en la Ile. Quiero que todo el mundo pueda ver dónde estoy.

—¿Ese guante es una moda de aquí, de Tierra?

A Lorq se le hizo un nudo en el estómago. Lanzó rápidas miradas de soslayo a uno y otro joven.

—Ese tipo de cosas —prosiguió Brian— nunca llegan a Centauri hasta un mes después, cuando todo el mundo dejó de usarlas en Tierra. De todos modos, hace diez meses que falto de Draco.

Prince se miró el brazo, dio vuelta la mano.

La luz crepuscular lavaba el cielo.

De pronto en lo alto de la empalizada se encendieron los reflectores: la luz mostró los pliegues del guante de Prince.

—Mi estilo personal. —Miró a Brian—. No tengo brazo derecho. Éste —cerró un puño de dedos plateados— es puro metal y plástico y mecanismos chirriantes. —Rió ásperamente—. Pero a mí me sirve… casi tan bien como uno de verdad.

—Oh —la turbación temblequeó en la voz de Brian—. Yo no sabía.

Prince se echó a reír.

—A veces yo mismo casi me olvido. A veces. ¿Por dónde está tu nave?

—Allí.

Mientras señalaba, Lorq tuvo clara conciencia de los doce años pasados entre el primer encuentro con Prince y el presente.

Draco, Tierra, Nepal, 3162

—¿Todo listo?

—Usted es quien paga, Capitán —llegó, áspera, la voz de Dan—. Dé la orden y partimos.

—Listo, Capitán —dijo Brian.

—Abran las palas inferiores…

Prince se sentó detrás de Lorq, y le apoyó una mano en el hombro (la mano natural).

—Todo el mundo y sus hermanos vienen esta noche. Tú acabas de llegar, pero hace una semana que está cayendo gente. Invité a un centenar de personas. Habrá por lo menos trescientas. ¡Crece, crece!

Cuando penetraron en el campo de inercia, De Blau quedó atrás, y el sol, que ya se había puesto, se elevó en el oeste y envolvió al mundo en un creciente de fuego. El borde azul ardía.

—De algún modo Che-ong se apareció con un puñado de salvajes perfectos de algún lugar de los confines de Draco…

Llegó por el parlante la voz de Brian:

—¿Che-ong, la estrella del psicorama?

—El estudio le dio una semana de vacaciones, así que decidió venir a mi fiesta. Anteayer se le metió en la cabeza la idea de salir a escalar montañas, y voló a Nepal.

El sol pasó por encima de ellos. Para viajar entre dos puntos de un planeta, sólo se necesita ascender, y luego aterrizar en el sitio apropiado. En una nave impulsada por pantallas, había que ascender, circunnavegar la Tierra tres o cuatro veces, y descender con suavidad. Se tardaba los mismos siete u ocho minutos en ir de un lado a otro de la ciudad que en volar al extremo del mundo.

—Che me avisó por radio esta tarde que estaban a tres cuartas partes del camino a la cumbre del Kenyuna. Hay una tormenta de nieve más abajo, así que no pueden llegar al puesto de salvamento de Katmandú para pedir un helicóptero que vaya a recogerlos. Naturalmente, la tormenta no le impide recorrer una tercera parte del mundo para contarme sus problemas. Como quiera que sea, le prometí inventar algo.

—¿Cómo demonios se supone que los vamos a rescatar de la montaña?

vuelas a unos seis metros de la cara de la roca y planeas. Entonces yo desciendo y los subo.

—¡Seis metros!

Debajo, el mundo borroso se deslizaba lentamente.

—¿Quieres llegar con vida a tu fiesta?

—¿Recibiste el acoplador iónico que te mandó Aarón?

—Lo estoy usando ahora.

—Se supone que es bastante sensible para ese tipo de maniobras. Y tú eres uno de los ases de las regatas. ¿Sí o no?

—Lo intentaré —dijo Lorq con cautela—. A loco, loco y medio. —Se echó a reír—. ¡Lo intentaremos, Prince!

Retículos de nieve y roca se deslizaban por debajo. Lorq ordenó las coordenadas lorán de la montaña que le había dado Prince. Prince pasó el brazo por encima del de Lorq y sintonizó la radio…

Un voz de mujer rodó por la cabina:

—… ¡Oh, allí! Miren ¿les parece que son ellos? ¡Prince! Prince, querido, ¿has venido a rescatarnos? Aquí estamos sosteniéndonos con las manitas congeladas y sintiéndonos muy infelices. ¿Prince…?

Se oía música por detrás de la voz, y la cháchara de otras voces.

—Ten un poco de paciencia, Che —dijo Prince en el micrófono—. Te dije que algo haríamos. —Se volvió a Lorq—. ¡Allí! Tendrían que estar justo allí abajo.

Lorq bajó el filtro de frecuencia hasta que Calibán empezó a deslizarse suavemente por la distorsión gravitatoria de la montaña. Los picos se elevaron cincelados y espejeantes.

—¡Oh, miren, todos! ¿No les dije que Prince no dejaría que languideciéramos aquí y perdiéramos la fiesta?

Y en el trasfondo:

—Oh, Cecil. No puedo dar este paso…

—Pon la música un poco más fuerte…

—Pero es que no me gustan las anchoas…

—¡Prince —gritó Che—, a ver si te das prisa! Ha empezado a nevar otra vez. Bien sabes que esto no habría ocurrido nunca, Cecil, si no te hubieses empeñado en hacer juegos de salón con los clavos de montaña.

—¡Vamos, amor, bailemos!

—¡Te dije que no! ¡Estamos demasiado cerca del borde!

A los pies de Lorq, en la pantalla del piso, que transmitía con luz natural, el hielo, el pedregullo y los peñascos brillaban a la luz de la luna a medida que el Calibán descendía.

—¿Cuántos son? —preguntó Lorq—. Esta nave no es tan grande.

—Tendrán que apretujarse.

Sobre la comisa de hielo que pasaba velozmente por la pantalla, se veía a algunos sentados en un poncho verde, con botellas de vino, quesos, y cestas de vituallas. Algunos bailaban. Unos pocos estaban sentados en sillas de lona alrededor del grupo. Uno había trepado a una cornisa un poco más arriba y se protegía los ojos, observando la nave.

—Che —dijo Prince—, aquí estamos. Empaquen todo. No podemos esperarlos el día entero.

—¡Cielo santo! Eres tú, realmente. ¡Vamos, pronto, todo el mundo en marcha! ¡Sí, es Prince!

Hubo una explosión de actividad en la cornisa. Los jóvenes corrían de un lado a otro, recogiendo las cosas, guardándolas en las mochilas; dos de ellos doblaban el poncho.

—¡Edgar! ¡No tires eso! Es del cuarenta y ocho y ya no encuentras botellas pasablemente añejas en ninguna parte. Sí, Hillary, puedes cambiar la música. ¡Ato! ¡No apagues el calefactor todavía! ¡Oh, Cecil, eres un tonto! ¡Brrrr!… Bueno, supongo que pronto estaremos en marcha. Claro que bailaré contigo, encanto. Sólo que no tan cerca del borde. Espera un segundo. ¿Prince? ¡Prince…!

—¡Che! —llamó Prince mientras Lorq se ponía cada vez más cerca—. ¿Tienen algo de cuerda ahí? —Cubrió el micrófono con la mano—. ¿La viste en Las Hijas de Mayham, donde hacía el papel de una chiflada de dieciséis años, hija de un botánico?

Lorq asintió.

—No estaba actuando. —Volvió a sacar la mano del micrófono—. ¡Che! ¡Cuerda! ¿Tienen un poco de cuerda?

—¡Mucha! Edgar, ¿dónde está la cuerda? ¡Pero con algo escalamos hasta aquí! ¡Ahí está! Y ahora ¿qué debo hacer?

—Átale grandes nudos cada medio metro. ¿A cuántos metros por encima de vosotros estamos?

—¿Doce metros? ¿Diez metros? ¡Edgar! ¡Cecil! ¡José! Ya lo oyeron. ¡Haced nudos!

En la pantalla del piso, Lorq vio cómo la sombra del yate se deslizaba sobre los témpanos; dejó que la nave descendiera todavía más.

—Lorq, abre la escotilla de la sala de máquinas cuando lleguemos a…

—Estamos a cinco metros de la cornisa —anunció Lorq por encima del hombro—. ¡Listo, Prince! —Extendió el brazo—. Y está abierta.

—¡Magnífico!

Prince entró, encorvándose, en la sala de máquinas. Una ráfaga fría azotó la espalda de Lorq. Dan y Brian mantenían la nave firme contra el viento.

En la pantalla del piso, Lorq vio que uno de los jóvenes arrojaba la cuerda hacia la nave. Prince estaría de pie en la escotilla abierta listo para atraparla con el guante plateado. Tuvo que lanzarla tres veces. Luego la voz de Prince dominó el rugido del viento:

—¡Bien! ¡La até! ¡Subid!

Uno tras otro treparon por la cuerda anudada.

—Ya está. Cuidado…

—¡Caramba, qué frío hace allá afuera! Ni bien se sale del campo climatizado…

—Te alcancé. Entra…

—No creí que lo lográsemos. Oye, ¿quieres un poco de Chateauneuf du Pape cuarenta y ocho? Che dice que no se puede conseguir…

Las voces llenaron la sala de máquinas. Luego:

—¡Prince! ¡Qué divino es que me hayas rescatado! ¿Va a haber música turca del siglo XIX en tu fiesta? No pudimos sintonizar ninguna emisora local, pero oímos ese programa educativo que irradian desde Nueva Zelandia. ¡Genial! Edgar inventó un paso nuevo. Te pones de manos y rodillas en el suelo y te sacudes arriba y abajo. ¡José, no vuelvas a caerte en esta montaña estúpida! Ven aquí ahora mismo y te presentaré a Prince Red. Es el que da la fiesta, y su padre tiene muchísimos más millones que el tuyo. Ahora cierra la escotilla y salgamos de la sala de máquinas. Todos estos aparatos y cosas raras. No son para mí.

—Ven adentro, Che, e importuna un poco al capitán. ¿Conoces a Lorq Von Ray?

—Dios mío, ¿el muchacho que gana todas las carreras? Si hasta tiene más dinero que tú…

—¡Chisss! —dijo Prince con un susurro teatral mientras entraban en la cabina—. No quiero que él lo sepa.

Lorq separó la nave de la montaña, luego se volvió.

—¡Tú tienes que ser el que ganó todos esos premios: eres tan buen mozo!

Che-ong vestía un conjunto para el frío completamente transparente.

—¿Los ganaste con esta nave?

Echó una mirada alrededor de la cabina, todavía jadeante después de subir por la cuerda. Los pezones pintados de rojo se aplastaban contra el vinilo en cada inspiración.

—¡Qué hermosura! Hacía días que no subía a un yate.

Y el grupo entró detrás de ella como una avalancha.

—¿Alguien quiere un poco de este cuarenta y ocho…?

—No puedo sintonizar ninguna música aquí. ¿Por qué no hay música?…

—Cecil ¿te queda todavía algo de ese polvillo de oro?

—Estamos por encima de la ionosfera, estúpida, y las ondas electromagnéticas ya no se refractan. Además, estamos avanzando demasiado…

Che-ong se volvió a todos.

—Oh, Cecil, ¿adónde fue a parar ese maravilloso polvo de oro? Prince, Lorq, ustedes tienen que probarlo. Cecil es el hijo de un alcalde…

—Gobernador…

—… en uno de esos mundos minúsculos de los que siempre hemos oído hablar, muy muy lejos. Él tenía de ese polvo de oro que recogen allí en las grietas de las rocas. ¡Oh, miren, todavía tiene montones y montones!

Abajo, el mundo empezó a rotar.

—Mira, Prince, lo inhalas, así. ¡Ahhhh! Te hace ver los colores más maravillosos en todo lo que miras y oír los sonidos más increíbles en todo lo que escuchas, y tu mente se extiende y llena los espacios entre las palabras con frases enteras. Toma, Lorq…

—¡Ojo! —rió Prince—. ¡Nos tiene que llevar de vuelta a París!

—Oh —exclamó Che—, no le hará nada. Llegaremos apenas un poco más rápido, nada más.

Detrás de ellos, los otros decían:

—¿Dónde dijo que era esa maldita fiesta?

—Ile St. Louis. Eso queda en París.

—¿Dónde…?

—París, nene, París. Vamos a una fiesta en…

Draco, Tierra, París, 3162

A mediados del siglo IV el Emperador bizantino Juliano, cansado del ajetreo social de la Cité de París (cuyos habitantes, en aquel entonces, menos de mil, vivían casi todos en cabañas de pieles, apiñadas alrededor de un templo de piedra y madera consagrado a la Gran Madre), cruzó el río para instalarse en la isla más pequeña.

En la primera mitad del siglo XX, la reina de una industria cosmética multinacional, para escapar de la pompa de la Rive Droite y de los excesos bohemios de la Gauche, estableció aquí su pied à terre de París, un edificio cuyas paredes estaban tapizadas con una fortuna en obras de arte (mientras que al otro lado del río, una catedral de torres gemelas había reemplazado el templo de madera).

En las postrimerías del siglo XXXI, la avenida central resplandeciente de luces, los callejones laterales colmados de música, circos de animales, bebida, y tenderetes de juegos de azar, mientras los fuegos de artificio resonaban en la noche, la ile St.-Louis celebraba la fiesta de Prince Red.

—¡Por aquí! ¡Crucen por aquí!

Atravesaron en tropel el puente montado sobre pilares. El Sena negro chisporroteaba. Del otro lado del agua, el follaje caía en racimos sobre las balaustradas de piedra. Las esculturas de los contrafuertes de Notre Dame, ahora inundadas de luz, se alzaban detrás de los árboles del jardín de la Cité.

—¡Nadie puede entrar sin máscara en mi isla! —gritó Prince.

Cuando llegaron al centro del puente, se encaramó de un salto en la balaustrada, se abrazó a una de las vigas, y saludó con la mano plateada a la multitud.

—¡Están en una fiesta! ¡Están en la fiesta de Prince! ¡Y todo el mundo tiene que ponerse una máscara!

Esferas de fuegos de artificio, azules y rojos, florecieron en la oscuridad detrás de la cara angulosa.

—¡Genial! —chilló Che-ong, corriendo hasta la balaustrada—. Pero si me pongo máscara, ¡nadie podrá reconocerme, Prince! ¡El estudio me dio permiso para venir sólo si había publicidad!

Prince saltó, le aferró la mano enguantada en vinilo, y la llevó escaleras abajo. Allí, alineadas en perchas, centenares de máscaras les hacían muecas.

—¡Pero para ti tengo una especial, Che!

Bajó una transparente cabeza de rata de sesenta centímetros, orejas orladas de piel blanca, cejas de lentejuelas, gemas temblando en los extremos de cada bigote de alambre.

—¡Genial! —chilló Che mientras Prince le aseguraba la careta sobre los hombros.

Por detrás de la mueca transparente, el rostro delicado de ojos verdes se retorcía de risa.

—¡Aquí tienes, una para ti! —Una cabeza de pantera con dientes como sables bajó para Cecil; un águila para Edgar, con plumas iridiscentes; el pelo oscuro de José desapareció bajo la cabeza de un lagarto.

Un león para Dan (que había venido a regañadientes porque todos habían insistido, aunque lo olvidaron no bien aceptó con aire belicoso), y un grifo para Brian (a quien hasta entonces todos habían ignorado, pese a que los había seguido de cercad.

—¡Y para ti! —Prince se volvió a Lorq—. ¡También para ti tengo una especial! —Con una carcajada, bajó una cabeza de pirata, con parche en el ojo, pañuelo floreado, cicatriz en la mejilla, y daga entre los dientes. Entró con facilidad por la cabeza de Lorq; podía espiar por los orificios disimulados en el cuello. Prince le palmeó el hombro—. ¡Un pirata, justo para Von Ray! —gritó mientras Lorq empezaba a cruzar la calle empedrada.

Nuevas risas a medida que otros iban llegando al puente.

Desde los balcones, muchachas con peinados altos y empolvados, estilo pre-Ashton Clark del siglo XXIII, arrojaban confeti a la multitud. Un hombre subía por la calle con un oso. Lorq pensó que era alguien disfrazado hasta que la piel le rozó el hombro y olió el almizcle. El animal se alejó y las zarpas chasquearon en la calle. Lorq se unió a la multitud.

Lorq era todo oídos.

Lorq era todos ojos.

El éxtasis pulía hasta la tersura del cristal la superficie receptiva de cada uno de los sentidos. De pronto, la percepción se replegó (como podrían replegarse las palas de una nave) mientras caminaba por la calle empedrada, bajo el bombardeo de papel picado. Sentía la presencia de su propio ser. El mundo se le centró en el ahora de las manos y la lengua. Las voces que lo rodeaban le acariciaban la conciencia, que despertaba del todo.

—¡Champagne! ¿No es genial? —La rata de plástico transparente había arrinconado al grifo del jubón floreado junto a la mesa de los vinos—. ¿No te diviertes? ¡A mí me encanta!

—Claro que sí —respondió Brian—. Pero nunca estuve en una fiesta como ésta. Lorq, Prince, tú… sois la clase de gente que yo sólo conocía de oídas. Es difícil convencerse de que existen de verdad.

—Entre nosotros: de vez en cuando yo tengo el mismo problema. Es bueno que estés tú aquí para recordarlo. Ahora no dejes de repetirnos…

Lorq se unió a otro grupo.

—… en el crucero de Port Said a Estambul, iba ese pescador de las Pléyades que tocaba las cosas más maravillosas en una siringa sensoria…

—… y entonces tuvimos que hacer dedo todo el camino hasta Irán, pues el mono no funcionaba. La verdad, creo que Tierra se está viniendo abajo…

—… preciosa fiesta. Absolutamente genial…

Los muy jóvenes, pensó Lorq; los muy ricos; y se preguntó qué límites de diferencias correspondían a esas condiciones.

Descalzo, con un cinturón de cuerda, el león se apoyaba en el marco de una puerta, observando.

—¿Qué tal le está yendo, Capitán?

Lorq saludó a Dan levantando una mano, y se alejó.

Especioso, cristalino, el ahora estaba en él. La música le invadía la máscara y el sonido de la respiración le acunaba la cabeza. Sobre una plataforma, un hombre tocaba en un clavicordio una pavana de Byrd. Voces en otra clave se alzaron sobre el sonido cuando siguió avanzando; en una plataforma del otro lado de la calle, dos muchachos y dos chicas vestidos a la moda del siglo XX recreaban una fluida antifonía de los Mommas and the Poppas. Al tomar por una calle lateral, Lorq se mezcló con una multitud que lo empujó hacia adelante, hasta que se encontró frente a la imponente consola de instrumentos electrónicos que estaban reproduciendo los silencios discordantes, texturados del Tohu-Bohus. Respondiendo con la nostalgia producida por aquella música popular de hacía diez años, los invitados, con cabezotas de papel maché y plástico, se separaban en grupos de dos, tres, cinco y siete para bailar. Una cabeza de cisne osciló a la derecha. A la izquierda, una cara de rana se bamboleaba sobre hombros bordados de lentejuelas. Se adelantó y le entraron en el oído las modulaciones en tercera menor que oyera en el parlante del Calibán, cuando planeaba sobre el Himalaya.

Aparecieron a la carrera entre los bailarines.

—¡La consiguió! ¡Este Prince es maravilloso! —Gritaban y hacían cabriolas—. ¡Consiguió esa vieja música turca!

Caderas y pechos y hombros resplandecían bajo el vinilo (el material tenía poros que se abrían cuando hacía calor, para que el vestido transparente fuera fresco como la seda). Che-ong giraba en redondo, agarrándose las orejas peludas.

—¡Al suelo todo el mundo! ¡Todos en cuatro patas! ¡Les vamos a enseñar nuestro nuevo paso! Así: meneen sólo los…

Bajo la noche restallante Lorq se volvió, un poco cansado, un poco excitado. Cruzó la calle que bordeaba la isla y se apoyó en la piedra cercana a uno de los reflectores que brillaban sobre los edificios de la lie. A través del agua, en el muelle opuesto, la gente paseaba, en parejas o a solas, contemplando los fuegos de artificio o simplemente observando la algarabía en las orillas.

Detrás, una muchacha lanzó una aguda carcajada. Lorq se dio vuelta…

… cabeza de ave de paraíso, plumas azules rodeando los ojos de papel de estaño rojo, pico rojo, rizada cresta roja…

… en el momento en que ella se apartaba del grupo para mecerse contra el muro bajo. La brisa le agitó los gajos del vestido, tironeando de los alfileres de bronce trabajado que se lo sujetaban al hombro, la muñeca y el muslo. Apoyó la cadera en la piedra, un pie calzado con sandalia tocando el suelo, el otro pocos centímetros más arriba. Con brazos largos (las uñas eran carmesíes) se quitó la máscara. En el momento en que la ponía sobre el muro, la brisa le sacudió la cabellera negra, se la volcó sobre los hombros, la levantó. Bajo el puente, una lluvia de arena parecía caer en la retícula del agua.

Lorq desvió los ojos. Volvió a mirar. Arrugó el ceño.

Hay dos bellezas (el rostro de ella despertó en él el pensamiento, articulado y completo): en la primera, las facciones y las formas del cuerpo responden a un canon que no ofende a nadie; era la belleza de las modelos y las actrices populares; era la belleza de Che-ong. La segunda era ésta: los ojos eran discos estriados de jade azul; los pómulos angulosos coronaban las blancas oquedades de la cara ancha; la barbilla era ancha; la boca, fina, roja, y más ancha. La nariz descendía recta desde la frente para luego ensancharse en las aletas, aspiraba con avidez el viento (y al observarla, Lorq despertó al olor del río, a la noche parisina, al viento de la ciudad); esos rasgos eran demasiado austeros y violentos en la cara de una mujer tan joven. Pero la autoridad que de ellos emanaba lo obligarían a mirarla de nuevo, lo supo, ni bien apartó los ojos; lo obligarían a recordarla, cuando ella se hubiese marchado. Era un rostro con esa fascinación que enferma de celos a las mujeres meramente hermosas.

Lo miró:

—¿Lorq Von Ray?

La arruga del entrecejo se ahondó bajo la máscara.

Ella se inclinó hacia adelante, sobre el pavimento que bordeaba el río.

—Están todos tan lejos. —Señaló con un movimiento de cabeza a la gente apiñada en el muelle—. Están tanto más lejos de lo que nosotros creemos o ellos creen. ¿Qué podrían hacer en nuestra fiesta?

Lorq se quitó la máscara y puso al pirata junto al pájaro crestado.

Ella se volvió a mirarlo.

—De modo que eres así. Eres apuesto.

—¿Cómo me conocías?

Pensando que quizá no la había visto en la multitud del puente, Lorq esperó que ella mencionase las fotos que de vez en cuando aparecían en toda la galaxia cuando ganaba una carrera.

—Tu máscara. Por ella te reconocí.

—¿De veras? —Sonrió—. No comprendo.

Las cejas de ella se arquearon. Hubo unos segundos de risa, demasiado suave, y demasiado pronto ahogada.

—Tú. ¿Quién eres tú? —preguntó Lorq.

—Soy Ruby Red.

Todavía era delgada. En algún lugar una niñita se había asomado por encima de él desde las fauces de una bestia…

Ahora Lorq reía.

—¿Qué tenía mi máscara que me delató?

—Prince ha estado regodeándose con la idea de que te la pondrías, aun desde que mandó la invitación por medio de tu padre y existió una mínima posibilidad de que vinieras. Dime una cosa ¿es por cortesía que toleras esa jugarreta maligna?

—Todo el mundo lleva una máscara. Me pareció una idea ingeniosa.

—Ya veo. —La voz de ella flotó un instante por encima del tono impersonal—. Mi hermano me dice que nos conocimos hace mucho tiempo. —Volvió al tono anterior—. Yo… no te habría reconocido. Pero me acuerdo de ti.

—Yo me acuerdo de ti.

—Prince también. Él tenía siete años. Eso quiere decir que yo tenía cinco.

—¿Qué has estado haciendo estos últimos doce años?

—Envejeciendo con gracia, mientras tú eras el enfant terrible en las regatas de las Pléyades, jactándote de las mal habidas riquezas de tus padres.

—¡Mira! —Lorq le señaló a la gente que los observaba desde la orilla opuesta. Algunos pensaron al parecer que él saludaba con la mano y le respondieron. Ruby se rió y también saludó.

—¿Se darán cuenta de lo especiales que somos? Esta noche me siento muy especial. —Alzó el rostro cerrando los ojos. Unos fuegos azules de artificio le tiñeron los párpados.

—Esa gente está demasiado lejos para ver lo hermosa que eres.

Ella se volvió a mirarlo.

—Es verdad. Eres…

—Somos…

—… muy hermosos.

—¿No te parece peligroso decirle una cosa así a tu anfitriona, Capitán Von Ray?

—¿No te parece peligroso haberle dicho eso a tu invitado?

—Somos únicos, joven Capitán. Si lo deseamos, hasta podemos flirtear con el peli…

Alrededor de ellos se extinguieron los faroles.

Desde la calle lateral llegó un clamor; las guirnaldas de lamparillas multicolores también se habían apagado. En el momento en que Lorq dio la espalda al malecón, Ruby lo tomó por el hombro.

A lo largo de la isla, las luces y las ventanas parpadearon dos veces. Alguien gritó. Entonces la luz volvió, y con ella las risas.

—¡Mi hermano! —Ruby meneó la cabeza…— Todos le decían que tendría problemas, pero él insistió en tender cables eléctricos por la isla. Pensaba que la luz eléctrica iba a ser más romántica que los infalibles tubos de fluorescencia inducida que había aquí ayer, y que de acuerdo con las ordenanzas municipales tendrán que estar otra vez aquí mañana. Lo hubieras visto a la pesca de un generador. Es una preciosa pieza de museo de seiscientos años que ocupa todo un cuarto. Me temo que Prince es un romántico incurable…

Lorq puso su mano sobre la de ella.

Ella lo miró. Retiró la mano.

—Tengo que irme ahora. Prometí ayudarlo. —La sonrisa no era nada feliz. La expresión acerada se grabó en los sentidos afinados de Lorq—. No uses más la máscara de Prince. —Levantó de la balaustrada el ave del paraíso—. Que haya querido insultarte no justifica que exhibas ese insulto delante de todos.

Lorq miró la cabeza de pirata, confundido.

Ojos de papel de estaño lo observaron centelleantes, desde las plumas azules.

—Además —ahora la voz de ella sonaba ahogada— eres demasiado hermoso para esconderte detrás de algo tan ruin y horrible.

Y ya cruzaba la calle, ya desaparecía en el atestado callejón.

Lorq paseó la mirada por la orilla, y no quiso quedarse allí.

Cruzó tras ella, se perdió en la misma multitud, y no se dio cuenta de que la estaba siguiendo hasta que llegó a la mitad de la calle.

Era hermosa.

No era una proyección del éxtasis.

No era la excitación de la fiesta.

Era su rostro y la forma en que ella cambiaba y se transformaba con las palabras.

Era el vacío que quedaba en él, tan evidente ahora, pues momentos antes, en un diálogo breve y trivial, había estado colmado del rostro y la voz de ella.

—… La dificultad de todo esto es que nos falta un sólido fundamento cultural. —(Lorq miró hacia un costado donde el grifo peroraba para un grupo de serios armadillos, simios y nutrias)—. Ha habido tantas migraciones de mundo a mundo que ya no existe un arte verdadero, sólo un seudoarte interplane…

En el suelo, a la entrada, había una cabeza de león y una de rana. Otra vez en la oscuridad, Dan, la espalda sudorosa por el baile, se restregaba con la joven de los hombros recamados de lentejuelas.

Y en la calle, Ruby subió un tramo de escalones detrás de una puerta de hierro labrado.

—¡Ruby!

Corrió hacia adelante…

—Eh, cuidado…

—Atención. Dónde cree que…

—No tanto apuro…

… dio vuelta por el pasamanos, y subió a la carrera.

—¡Ruby Red! —y a través de una puerta—: ¿Ruby…?

Unos tapices anchos entre espejos angostos quitaban a la voz todos los ecos. La puerta junto a la mesa de mármol estaba entornada. Lorq cruzó el vestíbulo, la abrió.

Ruby se volvió en un remolino de luz.

Bajo el piso, mareas de color inundaban la sala, reflejándose en las patas macizas y diamantinas del mobiliario de la República de Vega. Sin sombra, ello dio un paso atrás.

—¡Lorq! ¿Qué haces aquí?

Acababa de colocar la máscara de pájaro en uno de los anaqueles circulares que flotaban a distintos niveles alrededor de la sala.

—Quería hablar un poco más contigo.

Las cejas de ella eran arcos sombríos sobre los ojos.

—Lo siento. Prince ha preparado una pantomima para la balsa que baja a la isla a medianoche. Tengo que cambiarme de ropa.

Uno de los anaqueles se había acercado a él. Antes de que reaccionase a la temperatura de su cuerpo y se alejase flotando, Lorq tomó del panel de cristal veteado una botella de licor.

—¿Tienes mucha prisa? —Levantó la botella—. Quiero saber quién eres, qué haces, qué piensas. Quiero contarte todo lo mío.

—Discúlpame.

Ruby se fue hacia el ascensor en espiral que llevaba a la galería.

La risa de Lorq la detuvo. Se volvió a ver por qué se había reído.

—¿Ruby?

Y siguió girando hasta enfrentarlo otra vez.

Lorq avanzó sobre las reverberaciones del piso, y apoyó las manos en la tela suave que le caía a Ruby de los hombros. Los dedos se le cerraron sobre los brazos desnudos.

—Ruby Red —la inflexión de la voz de Lorq puso en el rostro de ella una expresión de desconcierto—, vete de aquí conmigo. Podemos ir a otra ciudad, a otro mundo, bajo otro sol. ¿No te aburren las constelaciones que ves aquí? Conozco un mundo donde las constelaciones se llaman la Cría de la Marrana Loca, Lince Mayor y Menor, el Ojo de Vahdamin.

Ello tomó dos vasos de un anaquel que pasaba.

—¿De qué estás ebrio, en todo caso? —Le sonrió—. No sé qué es, pero te sienta bien.

—¿Vendrás?

—No.

—¿Por qué no?

Lorq sirvió ámbar espumoso en copas diminutas.

—Primero. —Le tendió la copa cuando él colocaba la botella en otro anaquel flotante—. Porque es una horrible grosería, no sé cómo actuáis vosotros en Ark, que una anfitriona huya de una fiesta antes de medianoche.

—¿Después de medianoche, entonces?

—Segundo. —Probó la bebida y arrugó la nariz (Lorq se sorprendió, le horrorizó que esa piel límpida, tan límpida, pudiese soportar algo tan humano como una arruga)—. Prince ha estado preparando esta fiesta durante meses, y no quiero inquietarlo no apareciendo como prometí. —Lorq le rozó la mejilla con los dedos—. Tercero. —La mirada de ella saltó del borde de la copa para clavarse en la de Lorq—. Soy la hija de Aarón Red y tú eres el hijo moreno, pelirrojo, alto y apuesto —desvió la mirada— de un ladrón rubio.

Aire frío en las yemas de los dedos, allí donde habían tocado el brazo tibio.

Lorq apoyó la palma en la cara de Ruby, le deslizó los dedos entre los cabellos. Ella apartó la mano y subió al ascensor en espiral. Se elevó alejándose, mientras agregaba:

—Y no tienes mucho orgullo si permites que Prince se burle así de ti.

Lorq saltó al borde cuando el ascensor dio la vuelta. Ruby retrocedió, sorprendida.

—¿Qué significa toda esa cháchara de ladrones, piratería y burlas? —Furia, no contra ella sino por la confusión que ella creaba—. No comprendo y no sé si es algo que quiera comprender. No sé cómo es en Tierra, pero en Ark uno no se burla de sus invitados.

Ruby miró su copa, los ojos de Lorq, otra vez su copa.

—Lo siento. —Y luego los ojos de él—. Vete de aquí, Lorq. Prince llegará dentro de pocos minutos. Yo no tendría que haber hablado ni una sola palabra contigo…

—¿Por qué? —La habitación giraba, caía—. ¿Con quién puedes, con quién no puedes hablar? No sé a qué se debe todo esto, pero tú estás hablando como si fuésemos gente común. —Volvió a reír, un sonido lento y bajo en el pecho, que subía a sacudirle los hombros—. ¿Tú eres Ruby Red? —La tomó por los hombros y la arrastró. Por un instante, los ojos azules de Ruby relampaguearon—. ¿Y tú tomas en serio esas tonterías que dice la gente vulgar?

—Lorq, sería mejor que…

—¡Yo soy Lorq Von Ray! ¡Y tú eres Ruby, Ruby, Ruby Red!

El ascensor ya había pasado por la primera galería.

—Lorq, por favor. Tengo que…

—¡Tienes que venir conmigo! ¿Cruzarás los confines de Draco conmigo, Ruby? ¿Irás a Ark, donde tú y tu hermano no han estado nunca? O ven conmigo a Sao Orini. Hay allí una casa que recordarás si la viste alguna vez, a orillas de la galaxia. —Llegaron a la segunda galería, rotaron hacia la tercera—. Jugaremos detrás de los bambúes sobre las lenguas de piedra de los saurios…

Ella lanzó un grito. Porque el cristal veteado había golpeado el cielo raso del ascensor y sobre ellos llovían esquirlas afiladas.

—¡Prince!

Ruby se separó bruscamente de Lorq y se asomó al borde del ascensor para mirar hacia abajo.

¡Apártate de ella! —El guante de plata arrancó otro de los anaqueles del campo de inductancia en que flotaban alrededor de la sala y lo arrojó hacia ellos—. Maldito seas tú, maldito… —La furia le enronqueció la voz hasta el silencio, luego estalló—: ¡Apártate!

El segundo disco pasó siseando junto a los hombros de Lorq y Ruby y se hizo trizas en la galería. Lorq sacudió los brazos para quitarse las esquirlas.

Prince cruzó el piso a todo correr hacia la escalera que subía a la izquierda de la sala. Lorq se precipitó desde el ascensor a través de la galería alfombrada hasta el rellano superior de la misma escalera, y Ruby tras él, y empezó a bajar.

Se encontraron en la primera galería. Prince se apoyó en los dos pasamanos, jadeante de furia.

—Prince, qué demonios pasa con…

Prince se abalanzó sobre él. El guante de plata resonó contra la barandilla donde Lorq se había detenido. La barra de bronce cedió, el metal se quebró.

—¡Ladrón! ¡Tránsfuga! —siseó Prince—. ¡Asesino! ¡Escoria…!

—¿De qué estás hablando…?

—… hijo de la escoria. Si tocas a mí… —El brazo volvió a azotar.

—¡No, Prince! —Ésta era Ruby.

Lorq saltó de la galería al suelo, tres metros y medio más abajo. Cayó sobre manos y rodillas en un charco rojo que cambió al amarillo, cruzado por un oleaje verde.

—¡Lorq…! —Otra vez Ruby.

Lorq se sacudía, mientras rodaba por el oleaje policromo (y vio a Ruby junto a la barandilla, cubriéndose la boca con las manos; entonces Prince se soltó de la barandilla, estaba en el aire, caía sobre él). Prince golpeó el lugar donde había estado la cabeza de Lorq con el puño de plata.

¡Crac!

Lorq, tambaleante, se puso de pie y trató de recuperar el aliento. Prince seguía en el suelo.

La policromía se había hecho pedazos bajo el guante. A un metro del impacto zigzagueaban unas grietas. El diseño se había inmovilizado en un estallido de sol alrededor del núcleo.

—Tú… —empezó a decir Lorq. Las palabras se le entrecortaban con el jadeo—. Tú y Ruby ¿estáis locos…?

Prince, balanceándose, se puso de rodillas. La furia y el dolor le retorcían la cara. Los labios temblaban sobre los dientes menudos, los párpados alrededor de los ojos turquesa.

—¡Payaso, cerdo, vienes a Tierra y te atreves a poner tus manos, tus manos en mi…!

—¡Prince, por favor…! —Allá arriba la voz era tensa, angustiada. La belleza violenta se quebró en un grito.

Prince se bamboleó hasta ponerse de pie, tomó otro anaquel flotante, y lo lanzó, rugiendo.

Lorq gritó cuando el disco le abrió el brazo y fue a estrellarse contra las puertas-ventanas.

Los batientes se abrieron de par en par y entró una bocanada de aire fresco. Las risas de la calle se volcaron en la habitación.

—¡Te alcanzaré, te atraparé y… —se precipitó hacia Lorq— te mutilaré!

Lorq dio media vuelta, saltó la puerta de hierro forjado y cayó como una tromba sobre la multitud.

Todos gritaron cuando se desplomó en medio de ellos. Manos le golpearon la cara, lo empujaron por el pecho, le apretaron los brazos. Los gritos —y las risas— se hicieron más estruendosos. Prince lo seguía de cerca.

—¿Quiénes son…? Eh, con cuidado…

—¡Están peleando! ¡Miren, es Prince…!

—¡Sujétenlos! ¡Deténganlos! ¿Qué están…?

Lorq se libró de la multitud y se tambaleó contra la balaustrada. Por un momento el oleaje del Sena y las rocas mojadas estuvieron a sus pies. Retrocedió y se dio vuelta para ver.

—¡Suéltenme! —La voz de Prince aullaba desde la multitud—. ¡Suéltenme la mano! ¡Mi mano, suéltenme la mano!

Los recuerdos lo golpearon, lo sacudieron. Lo que antes era confusión, ahora era miedo.

Los escalones de piedra descendían hasta el malecón del río. Lorq los bajó a la carrera, y oyó pasos que lo seguían.

De pronto, unas luces le golpearon los ojos. Sacudió la cabeza. Luz a través del pavimento mojado, el mohoso murallón de piedra junto a él… alguien había movido un reflector.

—Suéltenme la… —Oyó la voz de Prince, elevándose por encima de las otras—. ¡Que no se me escape!

Prince se precipitó escalones abajo; unos reflejos centellearon desde las rocas. Al llegar al último peldaño se balanceó, entornando los ojos ante el río inundado de luz.

Le habían arrancado el jubón desde un hombro. En la escaramuza había perdido el guante largo.

Lorq retrocedió.

Prince levantó el brazo.

Engranajes de cobre y condensadores enjoyados recubrían como una membrana el hueso negro de metal; en la envoltura transparente zumbaban los engranajes.

Lorq dio otro paso atrás.

Prince atacó.

Lorq le esquivó acercándose al murallón; los dos jóvenes giraron, uno alrededor del otro.

Los invitados se amontonaban contra la balaustrada, empujaban el pasamanos. Zorros y lagartos, águilas e insectos se codeaban unos a otros para ver. Alguien tropezó con el reflector, y la galería invertida onduló en el agua.

—¡Ladrón! —El angosto pecho de Prince se sacudió en un espasmo—. ¡Pirata! —Un cohete estalló allá arriba. El estampido retumbó largamente—. ¡Eres basura, Lorq Von Ray! Eres menos que…

Ahora atacó Lorq.

La furia le estalló en el pecho, en los ojos, en las manos. Un puño golpeó el costado de la cabeza de Prince, el otro se hundió en el estómago. Atacaba movido por un orgullo ciego, una furia instigada por el desconcierto, y una espesa humillación que le apretaba las costillas mientras luchaba, a los pies de aquellos espectadores fantasmagóricos. Volvió a golpear, sin saber dónde.

El brazo ortopédico de Prince giró con violencia.

Alcanzó a Lorq bajo la barbilla, los dedos brillantes de plano. Despedazó la piel, arañó el hueso, siguió hacia arriba, partiendo el labio, la mejilla y la frente, desgarrando la grasa y el músculo.

Lorq gritó, la boca llena de sangre, y se desplomó.

—¡Prince! —Ruby (forcejeando para ver, había sido ella quien moviera la luz) estaba de pie sobre el murallón. El vestido rojo y la cabellera negra le azotaban la espalda sacudidos por el viento del río—. ¡Prince, no!

Jadeando, Prince dio un paso atrás, otro. Lorq yacía de cara al suelo, un brazo en el agua. Por debajo de su cabeza la sangre embadurnaba la piedra.

Prince giró bruscamente, y se encaminó a la escalinata. Alguien volvió a enfocar el reflector hacia arriba. La gente que miraba desde el muelle en la otra orilla del Sena quedó momentáneamente iluminada. Luego la luz siguió subiendo, y se inmovilizó en el edificio.

La gente empezó a alejarse de la balaustrada.

Alguien bajó los escalones, enfrentó a Prince. Luego de un segundo dio media vuelta. La cara de plástico de una rata se apartó del balaustre. Alguien tomó los hombros de vinilo transparente, se los llevó. La música de una docena de épocas golpeaba a lo largo de la isla.

La cabeza de Lorq oscilaba junto al agua oscura. El río le chupaba el brazo.

De pronto un león trepó al muro, se dejó caer descalzo sobre la piedra. Un grifo corrió escaleras abajo y se arrodilló junto a él.

Dan se arrancó la cabezota y la arrojó contra los escalones. Sonó a hueco, y rodó un corto trecho. La cabeza del grifo la siguió.

Brian dio vuelta a Lorq.

Dan contuvo el aliento en la garganta, luego lo soltó en un silbido.

—Se diría que hizo papilla al Capitán ¿mmm?

—Dan, tenemos que llamar a la patrulla o algo. ¡No pueden hacer una cosa así!

Las cejas hirsutas de Dan se arquearon.

—¿Qué demonios te hace pensar que no? He trabajado para hijos de puta con mucho menos dinero que Transportes Red, y podían hacer cosas peores.

Lorq gimió.

—¡Una unidad médica! —dijo Brian—. ¿Dónde se consigue aquí una unidad médica?

—No está muerto. Llevémoslo a la nave. ¡Cuando vuelva en sí, recogeré mi paga y me iré de este planeta maldito! —Paseó la mirada por el río, desde las torres gemelas de Notre Dame hasta la orilla opuesta—. Tierra no es bastante grande como para contenernos a mí y a Australia al mismo tiempo. Estoy ansioso por partir. Pasó un brazo por debajo de las rodillas de Lorq, el otro por debajo de los hombros, y se irguió.

—¿Lo vas a llevar tú mismo?

—¿Se te ocurre alguna otra forma? —Dan fue hacia la escalera.

—Pero tiene que haber… —Brian lo siguió—. Tenemos que…

Algo siseó en el agua. Brian miró hacia atrás.

El ala de una lancha rozó la orilla.

—¿Adónde llevan al Capitán Von Ray? —Ruby, en el asiento delantero, vestía ahora una capa oscura.

—De regreso a su nave, señora —dijo Dan—. No parece que sea bienvenido aquí.

—Tráiganlo al bote.

—No creo que debamos dejarlo en manos de nadie de este mundo.

—¿Ustedes son su tripulación?

—Así es —dijo Brian—. ¿Pensaba llevarlo al médico?

—Lo iba a llevar al Campo De Blau. Tendrían que marcharse de Tierra cuanto antes.

—Totalmente de acuerdo —dijo Dan.

—Pónganlo ahí atrás. Hay un equipo de primeros auxilios debajo del asiento. Vean si pueden detener la hemorragia.

Brian subió a bordo y metió la mano debajo del asiento entre las velas y cadenas para sacar la caja de plástico. La lancha se sacudió bajo el peso de Dan y su carga. En el asiento delantero Ruby tomó el cable de control y se lo enchufó en la muñeca. La nave arrancó, con un silbido. La pequeña embarcación se elevó sobre sus patines por encima de la espuma y se alejó velozmente. Pont St. Michel, Pont Neuf y Pont des Arts proyectaron sus sombras sobre la lancha. París fulguraba en las costas.

Minutos más tarde los puntales iluminados de la Torre Eiffel se destacaron entre los edificios de la izquierda. A la derecha, encima de la piedra sesgada y detrás de los sicómoros, los últimos noctámbulos iban y venían por la Allce des Cygnes bajo los faroles.

Federación de las Pléyades, Ark, New Ark, 3162

—Está bien —dijo su padre—, te lo diré.

—Yo creo que tendría que hacer algo con esa cicatriz —dijo la imagen de su madre desde la columna visora—. Ya han pasado tres días, y cuanto más tiempo la deje…

—Si quieres rondar por ahí como si hubiera pasado por un terremoto, es cosa de él —dijo papá—. Pero lo que yo quiero ahora es contestar a su pregunta. —Se volvió a Lorq—. Pero para poder decírtelo —fue hasta la pared y contempló, pensativo, la ciudad— tengo que contarte algo de historia. Y no la que tú aprendiste en Causby.

Era pleno verano en Ark.

Del otro lado de los muros de cristal, el viento agitaba en el cielo nubes color salmón. Cuando una ráfaga era demasiado intensa, las venas azules de las paredes que giraban con el viento se contraían en brillantes mándalas, para dilatarse cuando el viento amainaba.

Los dedos de la madre, morenos y enjoyados, acariciaban el borde de la copa.

El padre cruzó las manos detrás de la espalda mientras miraba las nubes que se deshilachaban en andrajos y huían precipitadamente de Tong.

Lorq se reclinó contra el respaldo del sillón de caoba, esperando.

—¿Cuál es para ti el factor más importante en la sociedad de hoy?

Lorq aventuró, luego de un momento:

—¿La falta de una sólida tradición cultu…?

—Olvídate de Causby. Olvídate de los balbuceos que intercambia la gente cuando se siente obligada a decir algo serio. Tú eres un joven que quizá un día llegue a manejar una de las fortunas más grandes de la galaxia. Si te hago una pregunta, quiero que recuerdes quién eres al contestarme. Ésta es una sociedad en donde la mitad de un producto, cualquiera que sea, puede ser cultivada en un mundo, y la otra mitad extraída de minas a un millar de años luz de distancia. En Tierra, diecisiete de los centenares de elementos posibles constituyen el noventa por ciento del planeta. Toma cualquier otro mundo, y encontrarás que una docena de elementos diferentes constituyen del noventa al noventa y nueve por ciento. Hay doscientos sesenta y cinco mundos y satélites habitados en los ciento diecisiete sistemas solares que forman Draco.

»Aquí, en la Federación, tenemos las tres cuartas partes de la población de Draco diseminadas en trescientos doce mundos. Los cuarenta y dos mundos poblados de las Colonias Lejanas…

—Transporte —dijo Lorq—. Transporte de un mundo a otro. ¿Es eso lo que quieres decir?

Su padre se apoyó contra la mesa de piedra.

—Es al costo del transporte a lo que me refiero. Y durante muchísimo tiempo el factor más importante en el costo del transporte fue el ilirión, una fuente de energía que podía mover las naves entre los mundos, entre las estrellas. Cuando mi abuelo tenía tu edad, el ilirión se producía artificialmente, unos billones de átomos por vez, a un costo muy elevado. Por ese entonces se descubrieron otras estrellas, más jóvenes, mucho más alejadas del centro galáctico, y en cuyos planetas había aún cantidades minúsculas de ilirión natural. Y hasta que tú naciste no fue posible una explotación minera en gran escala en esos planetas que ahora son las Colonias Lejanas.

—Lorq está enterado de todo eso —dijo su madre—. Creo que debería…

—¿Sabes por qué la Federación de las Pléyades es una entidad política independiente de Draco? ¿Sabes por qué las Colonias Lejanas pronto serán una entidad política independiente tanto de Draco como de las Pléyades?

Lorq se miró la rodilla, el pulgar, la otra rodilla.

—Tú me preguntas cosas y no me contestas lo que yo pregunté, papá.

El padre suspiró.

—Estoy tratando. Antes de que hubiera en las Pléyades ningún tipo de colonización, la expansión a través de Draco estaba a cargo de los gobiernos nacionales de Tierra, o de corporaciones, algunas comparables a Transportes Red, corporaciones y gobiernos que podían soportar el costo inicial del transporte. Las nuevas colonias eran subvencionadas y administradas por Tierra y propiedad de Tierra. Pasaron a ser parte de Tierra, y Tierra pasó a ser el centro de Draco. En aquel entonces, otro problema técnico que los primeros ingenieros de Transportes Red Limitada empezaban a resolver, era la construcción de naves del espacio con gamas de frecuencia más sensibles y capaces de atravesar las áreas relativamente «polvorientas», como las nébulas flotantes interestelares, y regiones de densa población estelar como las Pléyades, donde había una concentración mucho más elevada de resaca interestelar. Algo así como una nébula arremolinada todavía le crea problemas a tu pequeño yate. A una nave construida doscientos cincuenta años atrás, la habría inmovilizado por completo. Tu tatarabuelo, cuando la exploración de las Pléyades había empezado apenas, previo con absoluta claridad lo que acabo de explicarte: el costo del transporte es el factor más importante en esta sociedad. Y dentro de la misma Federación de las Pléyades, el costo del transporte es sustancialmente menor que en Draco.

Lorq frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que las distancias…?

—El sector central de las Pléyades tiene sólo treinta años luz de ancho y ochenta y cinco de largo. En este espacio hay amontonados unos trescientos soles, muchos de ellos separados por menos de un año luz. Los soles de Draco están diseminados a lo largo de todo un brazo de la galaxia, casi dieciséis mil años luz de extremo a extremo. Hay una gran diferencia de costo cuando se trata de salvar distancias ínfimas dentro de la constelación de las Pléyades, o recorrer las inmensas extensiones de Draco. Por esa razón, la gente que vino a las Pléyades era muy diferente: pequeñas empresas que querían prosperar y trasladarse con armas y bagajes; grupos comunitarios de colonos; hasta particulares, particulares ricos, pero particulares al fin. Tu tatarabuelo vino aquí con tres cargueros comerciales repletos de chatarra, refugios prefabricados para el calor y el frío, equipos de rezago de minería y agricultura para una gran variedad de climas. Por la mayor parte, le habían pagado para que la sacara de Draco. Dicho sea de paso, dos de los cargueros eran robados. También se había apropiado de un par de cañones atómicos. Recorría todas las colonias nuevas y ofrecía sus mercancías. Y todos le compraban.

—¿Les obligaba a comprar a punta de cañón?

—No. También les ofrecía un servicio gratuito que hacía que valiera la pena comprarle la chatarra. Te das cuenta, el hecho de que los costos de transporte fueran más bajos no había impedido que los gobiernos y las grandes corporaciones tratasen de meter mano. Cualquier nave que llegase de Draco ostentando un nombre multimillonario en dólares, cualquier emisario de algún monopolio draconiano que tratase de expandirse en nuevos territorios… mi bisabuelo los hacía volar por los aires.

—¿También los saqueaba? —preguntó Lorq—. ¿Recogía los despojos?

—Nunca me lo dijo. Lo único que sé es que tenía una visión, egoísta, mercenaria, egocéntrica, que hacía realidad por cualquier medio y a expensas de quien fuese. Durante los primeros años de su carrera, no permitió que las Pléyades se convirtiesen en una prolongación de Draco. En la independencia de las Pléyades veía la oportunidad de convertirse en el hombre más poderoso de una entidad política que algún día podría rivalizar con Draco. Antes de que mi padre tuviese tu edad, mi bisabuelo lo había conseguido.

—Todavía no comprendo qué tiene que ver todo esto con Transportes Red.

—Transportes Red era uno de los monopolios que más se esforzaba por introducirse en las Pléyades. Intentaron reclamar derechos sobre las minas de torio que ahora explota el padre de tu compañero de clase, el doctor Setsumi. Trataron de producir líquenes plásticos en Circe IV. Cada vez, el abuelito los hacía volar por el aire. Transportes Red es transporte, y cuando el costo del transporte baja en relación con el número de naves construidas, Transportes Red se siente ahogado.

—¿Y es por eso que Prince Red nos llama piratas?

—Un par de veces Aarón Red primero (el padre de Prince es el tercero) envió a uno de sus sobrinos más desalmados a la cabeza de una expedición a las Pléyades. Tres de ellos, creo. Nunca regresaron. Incluso en tiempos de mi padre el litigio era una cuestión más bien personal. Hubo represalias, y continuaron hasta mucho después de que las Pléyades se proclamaran soberanas, en el veintiséis. Uno de mis proyectos personales, cuando era un joven de tu edad, era el de acabar con esa situación. Mi padre hizo importantes donaciones de dinero a Harvard en Tierra, les construyó un laboratorio, y luego me mandó a la universidad. Yo me casé con tu madre, oriunda de Tierra, y hablé largamente con Aarón, el padre de Prince. No fue demasiado difícil, ya que la soberanía de las Pléyades era un hecho reconocido desde hacía una generación, y Transportes Red no se sentía amenazado por nosotros desde hacía mucho tiempo. Mi padre adquirió la mina de ilirión allá en Nueva Brazillia (fue la época en que se iniciaron las operaciones mineras en las Colonias Lejanas), principalmente como pretexto para entrar en tratativas formales con Transportes Red. Nunca te hablé de esa enemistad entre nuestras familias porque me parecía innecesario.

—Entonces Prince está loco, volviendo a despertar viejos rencores que tú y Aarón habían aclarado antes que naciéramos nosotros.

—Sobre el estado mental de Prince no puedo opinar. Pero una cosa has de tener presente: ¿Qué factor principal afecta hoy el costo del transporte?

—Las minas de ilirión en las Colonias Lejanas.

—Nuevamente una mano se cierra sobre la garganta de Transportes Red —le dijo su padre—. ¿Te das cuenta?

—Extraer el ilirión natural es mucho más barato que fabricarlo.

—Aun cuando ello signifique enchufar a una población de millones y millones. Aun cuando tres docenas de compañías rivales tanto de Draco como de las Pléyades hayan abierto minas en todas las Colonias Lejanas y apoyen enormes migraciones de mano de obra desde distintos rincones de la galaxia. ¿Qué es lo que a primera vista te parece diferente en las Colonias Lejanas comparado con Draco y las Pléyades?

—Tienen comparativamente todo el ilirión que quieren al alcance de la mano.

—Sí. Pero hay algo más: Draco creció gracias a las clases adineradas terrestres. Las Pléyades fueron pobladas por un movimiento más bien de clase media. Y aunque las Colonias Lejanas han sido impulsadas por los plutócratas tanto de las Pléyades como de Draco, la población de las colonias proviene de los estratos económicos más bajos de la galaxia. La combinación de diferencias culturales, y no me importa lo que digan en Causby tus profesores de sociología, y la diferencia en el costo del transporte es lo que asegura la inminente soberanía de las Colonias Lejanas. Y de súbito Transportes Red empieza una vez más a atacar a cualquiera relacionado con el ilirión. —Von Ray señaló a su hijo con un gesto—. A ti mismo te ha tocado.

—Pero nosotros tenemos una sola mina de ilirión. Nuestro dinero proviene del control de unas cuantas docenas de negocios diferentes en todas las Pléyades, y ahora de unos cuantos en Draco; la mina de Sao Orini es una insignificancia…

—Es cierto. ¿Pero alguna vez te has puesto a pensar en los negocios que no manejamos?

—¿Qué quieres decir, papá?

—Tenemos muy poco dinero invertido en la producción de refugios y alimentos. Vendemos computadoras, pequeñas piezas técnicas, hacemos las carcasas para las baterías de ilirión; fabricamos tomas y enchufes; iniciamos importantes explotaciones mineras en otras áreas. La última vez que vi a Aarón, en mi viaje reciente, le dije, en broma, por supuesto: «Sabes una cosa, si el precio del ilirión bajara a sólo la mitad del que tiene ahora, dentro de un año yo podría estar construyendo naves del espacio a menos de la mitad de tu precio». ¿Y sabes lo que me dijo, en broma?

Lorq meneó la cabeza.

—«Eso lo sé desde hace diez años».

La imagen de su madre dejó la taza.

—Creo que tiene que hacerse arreglar la cara. Eres un muchacho tan hermoso. Lorq, hace tres días que ese australiano te trajo de vuelta a casa. Esa cicatriz te va…

—Dana —dijo el padre—. Lorq ¿tienes alguna idea de cómo se podría hacer para rebajar a la mitad el precio del ilirión?

Lorq frunció el entrecejo.

—¿Para qué?

—He calculado que a la actual tasa de expansión, dentro de veinte años las Colonias Lejanas estarán en condiciones de reducir el costo del ilirión en casi una cuarta parte. Durante ese período, Transportes Red tratará de liquidarnos. —Hizo una pausa—. Tratará de arrebatar a los Von Ray todas sus posesiones, y por último, arrasar con la Federación de las Pléyades. Será una caída lenta. La única forma en que podremos sobrevivir es adelantándonos; y para eso hay que encontrar un modo de reducir el precio del ilirión a la mitad antes que baje a las tres cuartas partes, y construir esas naves. —Su padre se cruzó de brazos—. No quería mezclarte en esto, Lorq. Veía todo el asunto terminado antes de mi muerte. Pero ocurre que Prince ha tomado la responsabilidad de darte a ti el primer golpe. Es justo entonces que sepas lo que está sucediendo.

Lorq se miraba las manos. Al cabo de un momento, dijo:

—Le devolveré el golpe.

—No —le dijo su madre—, no es ésa la forma de resolverlo, Lorq. No puedes tomarte la revancha con Prince. No puedes pensar en vengarte de…

—No pienso vengarme. —Se puso de pie y caminó hasta el cortinado—. Mamá, papá, voy a salir.

—Lorq —dijo el padre descruzando los brazos—. No tuve la intención de preocuparte. Sólo quise que supieras…

Lorq corrió las cortinas de brocado.

—Voy hasta el Calibán. Hasta luego. —El cortinado volvió a caer.

—Lorq…

Se llamaba Lorq Von Ray y vivía en 12 Extol Park, en Ark, la ciudad capital de la Federación de las Pléyades. Caminó por el borde de la carretera rodante. Más allá de los paravientos florecían los jardines de invierno de la ciudad. Iba pensando en el ilirión. La gente lo miraba, a causa de la cicatriz. Lo miraban y apartaban en seguida los ojos cuando él también los miraba. Aquí en el centro de las Pléyades, él mismo era un centro, un foco. Una vez había tratado de calcular la cantidad de dinero que manejaban sus familiares más cercanos. En él, en Lorq, se concentraban miles de millones, pensó, mientras caminaba junto a los muros transparentes de las calles techadas de Ark, y escuchaba el ulular de los líquenes lustrosos en los jardines de invierno. Uno de cada cinco transeúntes —así le había informado uno de los contadores de su padre— percibía, directa o indirectamente, un sueldo de los Von Ray. Y Transportes Red se estaba preparando para declarar la guerra a toda la estructura que eran los Von Ray y que se centraba en él, como heredero de los Von Ray. En Sao Orini, animales semejantes a lagartos con melenas de plumas blancas, vagabundeaban y siseaban en las selvas. Los mineros los capturaban, los mataban de hambre y los arrojaban al foso azuzándolos a unos contra otros para apostar al supuesto vencedor. Muchos millones de años atrás, los antepasados de esos lagartos de un metro de largo habían sido bestias enormes de más de cien metros, y la raza inteligente que habitaba Nueva Brazillia les había rendido culto, tallando cabezas de tamaño natural alrededor de los cimientos de los templos. Pero la raza —esa raza— se había extinguido. Y los descendientes de los dioses de esa raza, empequeñecidos por la evolución, servían ahora de diversión a mineros borrachos, cuando luchaban en los fosos clavándose las garras, aullando y mordiéndose. Y él era Lorq Von Ray. Y de una manera u otra el precio del ilirión tendría que bajar a la mitad. Se podría inundar el mercado con el producto. ¿Pero adónde se podía ir en busca de la que era quizá la sustancia más rara del universo? Imposible volar al centro de un sol y sacarlo a cucharadas de ese crisol de materia nuclear en bruto, donde se funden todas las sustancias de la galaxia por unidades de cuatro. Sorprendió su propia imagen en una de las columnas de espejos, y se detuvo justo antes de tomar el desvío a Nea Limani. La fisura le dislocaba los rasgos, los labios llenos, los ojos amarillos. Pero donde la cicatriz se internaba en el rojo ensortijado, notó algo. El pelo que ahora le creciera del mismo color y la misma textura que el de su padre, suave y amarillo como la llama.

¿Dónde conseguir todo ese ilirión? (Se apartó de la columna de espejos). ¿Dónde?

—¿Me lo pregunta a mí, Capitán? —Desde la plataforma giratoria del piso, Dan levantó el pichel hasta la rodilla—. Si lo supiera, no andaría ahora vagabundeando por este campo. —Se estiró, tomó el asa de entre los dedos del pie, y bebió la mitad—. Gracias por el trago. —Con la muñeca se restregó la boca cercada de púas de barba recién crecida y embigotada de espuma—. ¿Cuándo se hará arreglar la cara…?

Pero Lorq se había reclinado en su asiento y miraba a través del cielo raso. Las luces del espacio-puerto sólo permitían ver un centenar de las estrellas más brillantes. En el cielo raso, el iris caleidoscópico del viento se estaba cerrando. En el centro mismo, entre las veletas azules, bermejas y purpúreas, había una estrella.

—Oiga, Capitán, si quiere subir a la galería…

En el segundo nivel del bar, visible a través de la cascada, los oficiales de los cargueros y parte de los tripulantes de las naves de línea se confundían con los deportistas que discutían las condiciones cósmicas y las corrientes. El nivel inferior estaba atestado de mecánicos y acoples comerciales. En uno de los rincones se jugaba a las cartas.

—Tengo que conseguirme un trabajo, Capitán. Que me deje dormir en la cabina de popa del Calibán, y emborracharme todas las noches no me sirve de mucho. Tengo que dejarlo a usted en libertad.

Volvió a pasar el viento; el iris parpadeó alrededor de la estrella.

—Dan, ¿has reparado alguna vez —reflexionó Lorq en voz alta— que cada astro, cuando navegamos entre ellos, es un crisol donde se amalgaman los mundos mismos del imperio? Cada elemento de los centenares que existen puede separarse del núcleo central de materia. Toma ése, por ejemplo… —señaló el techo transparente—… u otro cualquiera: en este preciso momento se fusionan en él oro y radio, nitrógeno, antimonio, en cantidades inmensas, más grandes que Ark, más grandes que Tierra. Y también hay ilirión allí, Dan. —Se rió—. Supongamos que haya alguna forma de sumergirse en una de esas estrellas y de extraer una colada de lo que a mí se me antoje. —Volvió a reírse; el sonido se ahogaba en el pecho y era una mezcla de angustia, furia y desesperación—. Supongamos que pudiésemos permanecer al borde de una estrella en estado de nova y esperar a que arroje lo que buscamos, y que pudiéramos recogerlo en plena incandescencia, en el momento mismo de la explosión… pero una nova es una implosión, no una explosión ¿verdad, Dan?

En son de broma, empujó al acople por el hombro. La bebida desbordó del pichel.

—Yo, Capitán, estuve una vez en una nova. —Dan se lamió el dorso de la mano.

—¿De veras? —Lorq apretó la mano contra el almohadón. La estrella aureolada parpadeó.

—Mi nave encontró una nova… unos diez años atrás quizá.

—¿No estás contento de no haber estado allí?

—Estaba. Además, salimos.

Lorq bajó la vista del cielo raso.

Dan, sentado en el banco verde, adelantó el torso, los codos nudosos apoyados en las rodillas, las manos rodeando el pichel.

—¿Salieron?

—Seguro. —Dan se miró de reojo el hombro donde se había anudado torpemente la cinta rota del jubón—. Caímos en ella, y salimos.

La perplejidad afloró al rostro de Lorq.

—¡Eh, Capitán! ¡Tiene una cara que asusta!

Para ese entonces Lorq ya había pasado cinco veces delante de un espejo, creyendo que tenía una expresión, para descubrir que la cicatriz la había transformado en algo desconcertante.

—¿Qué pasó, Dan?

El australiano miró el pichel. En el fondo, sólo quedaba espuma.

Lorq apretó el botón de pedidos en el brazo del banco. Dos nuevos picheles giraron hacia ellos, burbujeantes.

—¡Justo lo que necesitaba, Capitán! —Dan estiró el pie—. Uno para usted. Aquí tiene. Y uno para mí.

Lorq sorbió su bebida y se descalzó para apoyar los pies en los talones de las sandalias. Nada se le movió en la superficie del rostro. Nada se movió bajo la superficie.

—¿Conoce el Instituto Alkane? —Dan levantó la voz por encima de los vítores y las risas del rincón donde dos mecánicos habían empezado a luchar sobre el trampolín. Los espectadores agitaban en el aire las bebidas—. En Vorpis de Draco está ese gran museo con laboratorios y todo lo demás, y estudian cosas como las novas.

—Mi tía es curadora allí. —La voz de Lorq era grave, las palabras se abrían paso en medio de los gritos.

—¿De veras? Como quiera que sea, mandan gente cada vez que reciben informes de que una estrella está cambiando…

—¡Miren! ¡Ella ganando está!

—¡N-o! ¡Él del brazo tira miren!

—Eh, Von Ray ¿quién el hombre o la mujer que gana es?

Un grupo de oficiales había descendido por la rampa para seguir de cerca la lucha. Uno de ellos palmeó a Lorq en el hombro y luego dio vuelta la mano. Tenía en la palma un billete de diez libras @.

—Esta noche apuestas no hago. —Lorq apartó la mano que lo invitaba.

—Lorq, por la mujer la apuesta dobló…

—Mañana yo tu dinero tomo —dijo Lorq—. Ahora tú vete.

El joven oficial hizo un ruido de fastidio y se pasó el dedo por la cara, mirando a sus compañeros y meneando la cabeza.

Pero Lorq estaba esperando a que Dan prosiguiera su historia.

Dan dejó de mirar la lucha.

—Según parece un carguero se perdió en una marea a la deriva y notó que algo raro pasaba con las líneas espectrales de cierta estrella, un par de sistemas solares más allá. Las estrellas son casi hidrógeno puro, claro, pero había una gran acumulación de sustancias pesadas en los gases de la superficie; eso quiere decir que pasaba algo raro. Cuando por fin reencontraron el rumbo, informaron acerca de las condiciones de la estrella a la Sociedad Cartográfica de Alkane, que conjeturó la inminente formación de una nova. Como la preparación de la nova no produce cambios en el exterior de la estrella, no es posible estudiarla por medio del espectroanálisis o algo similar. El Alkane envió un equipo a observar la estrella. Han estudiado unas veinte o treinta en los últimos cincuenta años. Instalaron anillos de estaciones de control remoto tan cercanas a la estrella como lo está Mercurio de Sol y televisaron fotos de la superficie de la estrella. Estas estaciones se queman ni bien el sol entra en combustión. Ponen anillos de estaciones cada vez más cerca de la estrella y envían informes continuos de todo el proceso. Al cabo de una semana-luz ya funcionan las primeras estaciones controladas por hombres; también éstas son abandonadas por otras más distantes tan pronto como la nova entra en actividad. Sea como fuere, yo estaba en una nave destinada a abastecer a una de esas estaciones que hacían tiempo esperando a que el sol estallara. Usted sabe que el tiempo real que tarda el sol para pasar de la luminosidad normal a la magnitud máxima veinte o treinta mil veces mayor es de apenas dos o tres horas.

Lorq asintió.

—Todavía no han podido determinar exactamente cuándo va a estallar una nova que tienen en observación. Bueno, yo no lo entiendo del todo, pero de alguna forma el sol al que nos acercábamos estalló antes que llegásemos a la estación terminal. Quizá fue una desviación en el espacio mismo, o una falla de los instrumentos, pero dejamos atrás la estación y nos metimos de cabeza en la estrella durante la primera hora de implosión. —Dan agachó la cabeza para sorber la espuma.

—Bien —dijo Lorq—. Por el calor, tendrían que haberse atomizado antes de llegar tan cerca de ese sol. No hubieran podido resistir el impacto físico del astro ni las mareas gravitacionales. La cantidad de radiación a que estaba expuesta la nave tendría que haber destruido, primero, todos los compuestos orgánicos que había en la nave, y segundo, fisionado los átomos en hidrógeno ionizado…

—Capitán, yo puedo pensar sin esfuerzo en siete cosas más. Las frecuencias de ionización tendrían que haber… —Dan se detuvo—. Pero nada de eso ocurrió. Nuestra nave atravesó como por un tubo el centro del sol… y salió por el otro lado. Dos semanas-luz más allá, éramos devueltos sanos y salvos. El capitán, tan pronto se dio cuenta de lo que sucedía, metió la cabeza en la cabina y apagó todos los radares de alimentación sensoria, de modo que caímos a ciegas. Una hora más tarde espió y se sorprendió mucho al ver que aún estábamos con vida… punto. Pero los instrumentos registraron el itinerario. Habíamos atravesado la nova de parte a parte. —Dan vació el vaso. Miró a Lorq de reojo—. Capitán, otra vez tiene una cara que da miedo.

—¿Cuál es la explicación?

Dan se encogió de hombros.

—Hubo muchas conjeturas cuando el Alkane nos echó mano. Se habló de esas burbujas, sabe, que estallan en la superficie de cualquier sol, dos o tres veces más grandes que un planeta mediano, donde la temperatura es de apenas cuatrocientos a quinientos grados. Una temperatura como ésa no puede destruir una nave. Quizá entramos en una de esas burbujas y atravesamos el sol. Algún otro dijo que quizá las frecuencias de energía de una nova están todas polarizadas en una dirección, y si las energías de la nave se polarizaran en otra dirección, una podría pasar por la otra como si no se tocasen. Pero otra gente apareció con otras tantas teorías que destruían las anteriores. Lo que parece más probable es que cuando el tiempo y el espacio están sometidos a tensiones tan violentas como las de una nova, las leyes que gobiernan los mecanismos naturales, los fenómenos físicos y psíquicos, dejan de cumplirse. —Dan volvió a encogerse de hombros—. Nunca lo aclararon.

—¡Miren! ¡Miren, él la derribó!

—Uno, dos… no, ella otra vez pelea…

—¡No! ¡Él la tiene! ¡Él la tiene!

En el trampolín, el mecánico sonriente pasó tambaleándose por encima de su adversaria. Ya la alcanzaban media docena de tragos; por tradición, tenía que terminar tantos como pudiese, y el perdedor bebía el resto. Otros oficiales habían bajado a felicitarlo y hacer las apuestas para el próximo encuentro.

—Me pregunto… —Lorq frunció el entrecejo.

—Capitán, ya sé que no puede evitarlo, pero no tendría que poner esa cara.

—Me pregunto si el Alkane tendrá algún informe sobre ese viaje, Dan.

—Supongo que sí. Como le dije, eso fue hace unos diez años…

Pero Lorq estaba mirando el cielo raso. El iris se había cerrado bajo el viento que asolaba la noche de Ark. El mándala cubrió por completo la estrella.

Lorq se llevó las manos a la cara. Apretaba los labios mientras hurgaba buscando las raíces de la idea que le venía a la mente. La carne fisurada le transformó la expresión en una mueca de beatífica tortura.

Dan empezó a hablar de nuevo. Luego se alejó, el rostro barbudo colmado de asombro.

Se llamaba Lorq Von Ray. Tuvo que repetírselo en silencio, convencerse de ello mediante las repetición; porque una idea acababa de traspasarlo de arriba abajo. Mientras estaba allí sentado, la mirada perdida, algo vital lo había partido en dos tan violentamente como la mano de Prince le había partido la cara. Parpadeó para ver más claramente las estrellas. Y se llamaba…

Draco (Roc, en tránsito), 3172

—¿Sí, Capitán Von Ray?

—Recojan las palas laterales.

El Ratón las recogió.

—Estamos llegando a la corriente estable. Las palas laterales adentro. Lynceos e Idas, quédense y tomen la primera guardia. El resto de ustedes puede descansar. —La voz de Lorq tronó sobre los ruidos del espacio.

Apartando la mirada del torrente bermejo en que estaban suspendidas las estrellas calcinadas, el Ratón parpadeó y una vez más tuvo conciencia de la cabina.

Olga parpadeó.

El Ratón se sentó en la cucheta para desenchufarse.

—Los veré en la sala común —continuó el capitán—. Y tú, Ratón, trae contigo…