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EL PAN Y MI MÁQUINA DE ESCRIBIR

Fue ese ingrediente que nunca encontraron el motor que le hizo empezar a escribir.

Úrsula arrastró la mesa de madera de pino hasta el ventanal del salón. Sus manos quebradizas y viejas no le impidieron el sobreesfuerzo que ello requería.

Acarició el gramófono de su marido que, aletargado, dormía junto a su vieja máquina de escribir. La cogió y la colocó encima de la mesa. Empujó la silla ergonómica que había comprado con Gabriel en una tienda de Palma y se sentó en ella. Suspiró… Sí. Ese era un buen lugar para pasarse el próximo año de su vida. Si agudizaba la vista, después de los campos de trigo, pasados los olivos y los almendros, podía verse, muy a lo lejos, un pedacito de mar.

La semana anterior apenas había salido de casa. Demasiado frío para una vieja artrítica. Para entretenerse, buscó refugio en las novelas ya leídas que dormían en la estantería. Pensó que quién si no le haría mejor compañía y deslizó sus dedos por los cientos de libros hasta llegar a las novelas de su juventud, y allí estaban las ediciones antiguas de sus maestros latinos, que había leído durante el exilio.

A su edad tenía todavía una asignatura pendiente. En toda su carrera literaria había algo con lo que nunca se había atrevido. Nunca había osado jugar con el realismo mágico del que tanto había aprendido. Lo había intentado, pero sus genes germanos, que tanto buscaban la perfección, la habían frenado siempre. A su edad, no había nada que temer, si se apoyaba con humildad en ellos…

Mientras releía despacio, subrayaba y anotaba en una libreta, a la vez que forjaba su novela. La historia transcurriría entre las cuatro paredes de una panadería ubicada en una isla desconocida bañada por las aguas del Mediterráneo. En la panadería se cocía un pan dulce que contenía un ingrediente mágico que llenaba de un profundo placer a los isleños. Las primeras líneas de la novela estarían dedicadas a ella, a la protagonista femenina, una joven de tez morena, robusta pero bella, de pechos generosos y cabello negro y lacio, recogido siempre en una trenza. Cada mañana, esa joven panadera mezclaba sin prisas la harina, el azúcar, la leche, el limón y las semillas de amapola; entonces… sucedía. Mientras su cuerpo se llenaba de su pasado, cerraba los ojos y recordaba esos minutos en los que acunó a su bebé después de nacer y que, a las pocas horas, sabiendo que eso le pesaría toda la vida, abandonó… Y, entonces, mientras esos pensamientos se cruzaban por su mente, cerraba los ojos y las lágrimas resbalaban cayendo en la masa, que, sabia, las recogía y las esparcía entre los habitantes de su pequeña isla, los cuales al primer mordisco sentían el amor contenido en ellas.

Úrsula tenía un año largo por delante para imaginar personajes, historias de amores imposibles y giros inesperados. Siempre sin perder de vista un final que tenía muy claro. Un final que cerraba la historia, dejando esa pequeña panadería en manos de una niña preciosa de pelo alborotado y piel de chocolate.

Suspiró. Miró la máquina de escribir con recelo. Quince años, sin tregua, castigada. Quizás era ella ahora la que se negaba a colaborar. Intentó esquivar sus inseguridades y esas dudas que la asaltaban en los primeros días. Pero no pudo. ¿Sería capaz de llenar trescientas páginas? Y esas páginas, que, en definitiva, eran tinta sobre papel, ¿le interesarían a alguien?

Se miró las manos. Hizo los malditos ejercicios de cada mañana para intentar desentumecerlas.

El título, como siempre, lo primero. Ya se pelearía con sus editoras para mantenerlo. Posó sus dedos con delicadeza en el teclado y, a sus ochenta y cinco años, y esta vez sí, empezó la que sería su última novela: Pan de limón con semillas de amapola.