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LA AMISTAD O EL CHAPATI

INGREDIENTES:

200 g de harina

1 cucharada de sal fina

1 cucharada de aceite de oliva

1 taza de leche o agua

PREPARACIÓN:

Junta la harina y la sal fina. Vierte el aceite y mézclalo. Poco a poco, vierte el agua hasta que la masa quede homogénea y no se te pegue en las manos. Deja reposar la masa durante media hora. Haz pequeñas bolas y aplana la masa con un rodillo hasta que quede bien fina. Calienta una sartén sin aceite y cuando este caliente cocina el chapati. Cuando veas unas burbujas pequeñas en la masa, dale la vuelta. La masa se inflará poco a poco. Cuando el chapati empiece a dorarse, retíralo de la sartén.

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Marina se abrochó el cinturón. Estaba cansada. Los últimos días habían sido intensos. Apoyó la cabeza en el respaldo y miró a través de la ventana del avión. Mathias estaría ya llegando de nuevo a la ciudad. Esa noche dormiría en el apartamento que la oenegé tenía alquilado para los expatriados que trabajaban en Addis Abeba. Lo imaginó sentado y compartiendo una Moritz con su amigo Sigfried, también cooperante, fanático del Bayer Leverkusen y de Michael Schumacher, quien se había convertido en un gran amigo de ambos. Y a quien prometieron, una noche con un par de cervezas de más, hacer padrino de bodas si algún día se casaban.

En el apartamento también estaría Aritz Goikoetxea, ingeniero vasco y surfero nostálgico de sus olas de Mundaka, y Ona, la contable catalana que por las noches apaciguaba la nostalgia del ingeniero con las letras de Serrat.

Y por supuesto Manolo, un simpático sevillano (del barrio de Triana, como aclaraba siempre), logista y exlegionario tatuado de pies a cabeza. Seguramente, el sevillano prepararía una tortilla de patatas con mucha cebolla para compartirla con todos y sobre todo para impresionar a la nueva cooperante, francesa y cursi, que había aterrizado en el proyecto.

Marina pensó que le hubiera gustado verlos. Siempre era un placer reencontrarse con ellos y con muchos otros expatriados que rotaban en las emergencias médicas del mundo. Eran una gran familia, una gran familia de gente sola, su familia.

Se escuchó el zumbido de los motores, Marina cerró los ojos y el avión despegó.

Los colores de las cosas. Eso era lo primero que le llamaba la atención a Marina al volver a Europa. Llevaba un año sin salir de África, donde, a pesar de la pobreza extrema, todo parecía pintado de colores alegres, naranjas, verdes, amarillos… Al poner un pie en el aeropuerto de Fráncfort, el mundo parecía apagarse. Parecía triste. El cielo casi siempre encapotado cubría la ciudad que servía de enlace a los cientos de europeos trajeados que se cruzaban sin mirarse sujetando maletines negros.

Marina cruzó, con prisa, el hall entre esa marabunta anónima de seres humanos grises hacia la puerta de embarque numero 45A para coger el enlace a Barcelona.

Vio el vaho salir de su boca al dejar la terminal 2 del aeropuerto del Prat. Era de noche. Se frotó las manos. Echó su aliento en ellas y se ajustó la cremallera del anorak. Los cambios de temperatura tan bruscos le afectaban con rapidez. Había aprendido la lección las navidades pasadas, cuando acompañó a Mathias a Berlín a celebrarlas junto con su familia. Pasó de los cuarenta grados etíopes a los menos diez berlineses en pocas horas. El resultado fue la gripe más devastadora de toda su vida.

Marina buscó con la mirada y enseguida reconoció el Mercedes Benz blanco destartalado y a su buena amiga Laura discutiendo, en esos momentos, con un guardia urbano. Tardara lo que tardara en volver, aunque pasaran años, Laura siempre estaría allí, esperándola en aquel viejo cacharro blanco.

Marina aceleró el paso y corrió hasta ella, que ya abría el maletero, solícita como siempre, y le decía al guardia urbano un «¿Ve? Ya le he dicho que mi amiga estaba al caer…».

Las dos amigas se abrazaron mientras el guardia urbano, negando con la cabeza y chasqueando los labios, se alejaba de allí.

Entraron raudas en el coche y, cómo no, al girar la llave del contacto sonó un viejo casete de Leonard Cohen. Marina sonrió al escuchar la voz del cantautor canadiense y Laura aceleró por la A-7.

Laura había cumplido ya los cincuenta y formaba parte de la unidad psicosocial de MSF. Trabajaba en la sede central de España, en un antiguo edificio del barrio del Raval, en Barcelona.

Cuando en 1971 se fundó la oenegé en París, empezó a fraguarse la idea de que los expatriados que volvían del terreno necesitaban apoyo emocional. No era fácil seguir con tu vida tras haber presenciado el horror, la hambruna, las mutilaciones y todas las atrocidades de un mundo que ellos intentaban curar. Así que pronto decidió crearse un departamento psicológico para que los cooperantes pudieran seguir ejerciendo su profesión limpios, sin miedos y sin traumas.

Los cooperantes no eran obligados a sentarse en el diván de Laura, pero la mayoría de ellos acababan pasando por sus manos. Para desahogarse, llorar, intentar entender. Para buscar respuestas.

El cincuenta y cinco por ciento de los cooperantes que viajaban en su primera misión decidían, al volver, no seguir trabajando para la oenegé. Se sentaban en el despachito acogedor de Laura, totalmente arrasados y avergonzados, y reconocían que no estaban preparados psicológicamente para seguir interviniendo en territorios en conflicto. La realidad era demasiado dura para ellos. Y era cierto. No es fácil ver morir a niños de hambre o de sed, escuchar el llanto desgarrado de sus madres, atender a jóvenes militares ensangrentados…

Diez años atrás, Marina se sentó en el diván de Laura a la vuelta de su primera misión. Volvió tras seis meses en un programa de salud materno-infantil en el estado indio de Chhattisgarh. Al minuto de sentarse frente a ella, Laura supo que Marina era del cuarenta y cinco por ciento restante. Ahora, Laura seguía siendo su psicóloga, pero con el paso de los años en su vínculo paciente-terapeuta a veces era ya difícil saber quién de ellas era quién, y habían ido forjando, casi sin darse cuenta, una relación de profunda amistad.

El Mercedes blanco bajó la Rambla de les Flors. Eran casi las diez de la noche. Sábado. La Rambla, a pesar del frío, estaba llena de turistas; las tiendas de comestibles seguían abiertas; entraban y salían guiris de los hoteles; los restaurantes acristalados se veían a reventar, y chicas jóvenes acicaladas sonreían mirando sus móviles. Grupos de africanos caminaban con sus enormes bolsas blancas llenas de ropa de imitación; mujeres hindúes ataviadas con sus saris caminaban con sus hijos de la mano; serios magrebís…: Barcelona.

Tomaron la calle Hospital hasta la Rambla del Raval y aparcaron.

—¿Y Mathias?

—Bien. Seguimos siendo un buen equipo —contestó Marina con una sonrisa.

Por fin subieron al viejo edificio donde vivía Laura. Entraron en la casa, en la que quedaba ya poco del feng-shui que pretendió años atrás. La preciosa niña de tirabuzones rubios que se acercó corriendo a abrazar a su madre era la culpable del caos acogedor que reinaba en esa casa.

—Hija…, ¿qué haces despierta a estas horas?

—Quiso esperarla, señora. Lo intenté pero no ha habido manera, discúlpeme —dijo una dulce y joven tibetana en un precario castellano.

El loft de ochenta metros cuadrados estaba lleno de libros de psicología, cuartillas garabateadas y folios pintarrajeados colgados por las paredes, Barbies, juguetes y plastidecores. La calefacción, siempre alta.

—Es preciosa —dijo Marina mirando a su ahijada, a quien no veía desde hacía casi año y medio.

—Debe de ser eso de la ley de la compensación —le contestó Laura con el humor ácido que le salía de vez en cuando.

La hija de Laura era rubia, tenía la piel blanca y los ojos muy claros. Una belleza eslava, casi insólita, nada que ver con su madre biológica. Laura era una mujer poco agraciada. Frente alargada, ojos pequeños, nariz prominente y un pelo fino algo canoso. «Inteligente sí, pero la pobre es fea como un pecao», había escuchado decir de pequeña a su padre una de esas nochebuenas en las que se bebe más de la cuenta. Una frase lapidaria que se quedó clavadita en el corazón de su hija Laura. Y que, por supuesto, toda la psicología que había estudiado en su vida no había conseguido borrar.

Laura pagó treinta euros a la mujer tibetana, que recogió su bolso y salió con discreción asiática.

—Venga, a dormir. Pero ¿sabes qué hora es?

La niña corrió hasta el tatami que compartía con su madre. Marina y Laura la siguieron y se tumbaron junto a ella. A pesar de sus seis años, seguía chupándose el dedo. Placer que su madre nunca le reprimió. Se metió el pulgar en la boca, se volvió a Marina con los ojos muy abiertos y le pidió a su madrina que le contara un cuento.

—A ver, a ver —dijo Marina, que no había contado un cuento en su vida—. Érase una vez…

No se le ocurría nada.

—Pues a ver… No estoy muy acostumbrada a contar cuentos, cariño. Mejor mamá.

Laura rio.

—No, espera. Ya lo tengo —siguió diciendo Marina—. Érase una vez una princesa que vivía en un país lejano llamado Etiopía. Se llamaba Naomi y tenía la piel negra. Vivía en medio de unos campos de cereales…, en una casa de color…, de color rosa.

—¿Rosa? —preguntó la niña sacándose el pulgar de la boca.

—Cierra los ojos —ordenó Laura a su hija.

Marina siguió con un tono pausado, bajando el volumen paulatinamente, inventando el primer cuento infantil de su vida, hasta que la pequeña por fin se durmió.

Dejaron a la niña en el tatami y desplegaron un biombo.

—No sé yo, esto del colecho, cuántos años más va a durar. Me pega una de patadas…

Laura vivía su maternidad plenamente. Y plenamente significaba plenamente. Antes de embarazarse trabajó durante quince años y era mujer de pocos placeres, así que tuvo ahorrado suficiente dinero para, además de la escasa baja maternal de cuatro meses que le otorgaba la ley, pedir dos años de excedencia laboral en los que se dedicó única y exclusivamente a la crianza de su hija. Le dio el pecho a demanda durante esos dos años. La llevó siempre colgada en el mbotou, un portabebés tradicional africano que le compró Marina en una pequeña tienda de un pueblo congoleño a orillas del río Ébola, y en contadísimas ocasiones utilizó el cochecito MacLaren que le regalaron sus compañeros de MSF. Y el colecho, por supuesto: desde el día de su nacimiento, madre e hija compartieron cama.

Además, Laura, desde el día en que su hija salió de su vientre la habló como si fuera una adulta. Nada de dirigirse a la niña en tercera persona, ni guaguás, ni popós, ni yayas. Creía firmemente en la relación entre el habla materna y el desarrollo de la inteligencia. Y era cierto que la niña hablaba con un vocabulario riquísimo para sus seis años de edad.

—¿Qué te apetece cenar?

—Algo ligero, tengo el estómago revuelto del avión.

—¿Hacemos chapati? Con un poco de ensalada.

Laura sacó harina del armario. Marina cogió un rodillo del segundo cajón. Ese sencillo pan indio lo habían preparado muchas veces juntas. Laura no le encontraba sentido a comprar diariamente una barra de pan cuando, con un poco de harina, agua, sal y diez minutos de tu tiempo, podías prepararte el tuyo propio.

—¿Quién es esa princesa etíope? —preguntó la psicóloga vertiendo un vasito de agua en la harina.

Marina la miró con complicidad. Se le escapaban pocas cosas a su amiga.

—Asistí el parto, la madre murió —contestó rápido, juntando con sus manos la masa.

Laura permaneció en silencio dejando que hablara.

—A veces creo… —Marina se quedó pensativa sin dejar de amasar—. Quizás esta niña no debería haber sobrevivido.

—Marina, no digas eso.

—La dejé en un hospicio de mierda.

Laura observó a Marina mientras, seria, cogía el rodillo y alisaba la masa de chapati.

—¿Estás bien?

Marina desvió la mirada.

—Niños que no deben nacer nacen y, sin embargo, niños que quizás deberían haber nacido no nacen…, porque sus madres se lo impiden —concluyó Marina echando el chapati a la sartén.

Ambas sabían qué había entre las rebuscadas líneas que acababa de pronunciar. Laura sabía que ese episodio de la vida de Marina volvería a ella. Llevaba demasiado tiempo psicoanalizando a fotógrafas, médicas, enfermeras, logistas, mujeres fuertes e inteligentes que habían llegado a lo más alto de sus carreras, sacrificando su maternidad; en algún momento de sus vidas y rebuscando en su alma, se arrepentían de esa renuncia tan arraigada en la condición femenina. Pero en Marina había que hurgar un poco más profundo para entender que no fueron solo sus pretensiones laborales las que le hicieron sacarse el feto que llevaba en su vientre.

—Eres capaz de amar a un hijo, Marina. No lo dudes nunca. Tú no eres tu madre —le dijo nueve años atrás Laura posándole la mano en el vientre a Marina.

Pocas horas después, la acompañaba a una clínica abortiva de Barcelona, a pesar de que Marina sabía que el padre de la niña que llevaba en el vientre —Jeremy, treinta años mayor que ella, profesor en la Universidad de Medicina de Perelman y conocido por sus estudiantes como el doctor Sherman— la hubiera ayudado siempre.

—Le puse yo el nombre de Naomi. —Miró de nuevo a su amiga y sonrió con tristeza.

—Es un nombre muy bonito.

—Kaleb insinuó que seguramente la niña era fruto de una violación.

—Bueno. Eso no lo sabremos nunca. ¿Qué más da quién era el padre ahora? Hiciste lo que debías. Esta niña encontrará una familia adoptiva y será feliz.

—Ojalá.

—Te lo aseguro.

Laura cogió lechuga, maíz, cebolla y tomate de la nevera, mientras Marina ponía la masa de chapati en la sartén.

—Hablando de padres… Tengo que contarte algo —dijo Laura abriendo el grifo y lavando la lechuga.

Marina la miró expectante.

—Es sueco.

—¿Quién es sueco?

—El donante, Marina. ¿Quién va a ser?

—Pero… ¿cómo te has enterado? —contestó Marina sorprendida.

—La médica que me inseminó. En una de las últimas revisiones, la noté ojerosa, algo más delgada y, a pesar de no haber intimado con ella, le pregunté si todo estaba en su sitio y se puso a llorar. Sin más.

—¿De verdad?

—Sabía que era psicóloga y supongo que se desahogó, la típica historia marido se deja el móvil en casa y mujer se entera que lleva no sé cuánto tiempo con otra, que, para destrozarla todavía más, se suponía era su mejor amiga.

Llevaron el chapati y la ensalada al salón y se sentaron en el sofá.

—Y este año, supongo que como agradecimiento a estas terapias gratuitas y viendo a esta belleza rubia que he parido, pues me insinuó que cuando no tenían suficiente esperma lo compraban a un banco de esperma sueco…

Marina, tras esa información ilegal que había descubierto su amiga, enmudeció. Era un tema al que Laura y Marina le habían dado muchas vueltas en sus conversaciones, la identidad del donante de esperma. En España, la ley prohibía dar información sobre los donantes. Así que, juntas y gracias a la ayuda de Jeremy, contactaron con la empresa americana Criobank Association. Una empresa privada puntera en el campo de la reproducción asistida y que solo aceptaba esperma de estudiantes de las universidades de Harvard, Yale y Stanford. Razón por la cual era cinco veces más cara que el resto de las empresas del sector. Criobank Association permitía, además, a las receptoras de espermatozoides universitarios elegir el color de piel del donante, el color de pelo, el color de ojos, su altura, y escuchar su voz.

Laura encontró tentador viajar hasta las Américas en busca del mejor espermatozoide para su futuro hijo, pero era una mujer escéptica, y sobre todo escéptica con todo aquello que llegaba de Estados Unidos.

Una noche que salieron juntas a un bar del Gótico, entre copas de vino tinto y tapas de boquerones, Laura se imaginó a su futuro donante, un universitario enclenque de Ciencias Exactas, sentado en una minúscula sala roja insonorizada propiedad del banco de esperma y ubicada en el downtown de Filadelfia, bajándose la bragueta de su Levi’s 501, introduciéndose la mano en el calzoncillo y cascándosela frente a un televisor donde un tipo musculoso de rasgos caucásicos y con un falo tres veces más grande que el suyo empotraba a una rubia de tetas enormes que aullaba de placer. Y siguieron las tapas de boquerones y llegaron más copas de vino y la imaginación femenina les siguió dando para mucho más durante toda la noche… Concluyeron que el procedimiento de recaptación de semen debía de ser similar al de las clínicas de inseminación españolas. Con el pequeño matiz, aclaró Laura, de que el tipo que se la casca puede ser un bala perdida expulsado del colegio en octavo de EGB.

Laura tras darle mil vueltas al tema, y poniendo en duda que los espermatozoides universitarios americanos fueran realmente universitarios, decidió inseminarse en su madre patria. No solo por la duda del origen del esperma, sino porque debería instalarse un periodo de entre tres a nueve meses en Estados Unidos, ya que las estadísticas dictaban que la probabilidad de quedarse embarazada en el primer intento era de un veinte por ciento. De modo que el proceso podía alargarse meses y no se imaginó esperando sola en Estados Unidos por mucho que el donante fuera doctor honoris causa de la Universidad de Stanford.

Así que un lunes del mes de enero del año 2004 dejó que el azar decidiera el espermatozoide que le iba a ser inyectado a través de una cánula aséptica en el departamento de reproducción asistida de la Clínica Dexeus de Barcelona. Y nueve meses más tarde, en el loft en el que se encontraban, acompañadas de la voz de Leonard Cohen, Marina sacó del vientre de su amiga Laura a la preciosa hija que había concebido.

—Desde que lo sé, ese donante anónimo, el padre biológico de mi hija, se cuela en mis sueños… y me atormenta, la verdad. A veces…, el padre. No sé por qué le estoy llamando padre —dijo haciendo una mueca para sí—. El donante aparece como un tipo tranquilo y bondadoso, de mediana edad, rubio, muy guapo, como mi hija…, y los observo a lo lejos; yo estoy dentro del sueño también, es como en una película…: él camina por un desierto y mi hija corre feliz hacia él.

—Es un sueño bonito.

—Sí, ya… Otras veces, sueño que es un vagabundo alcoholizado que arrastra un carro de supermercado lleno de objetos rotos por las calles congeladas de los barrios bajos de Estocolmo —acabó Laura con cierta angustia.

—Desde que tienes a la canguro tibetana, vas mucho al cine, ¿no? —dijo Marina con una sonrisa intentando sacarle hierro al complicado asunto que tenía su amiga entre manos.

Rieron las dos. Pero lo cierto es que Laura no había sentido curiosidad alguna por saber quién era el padre biológico de su hija. De quién era el semen que se había introducido en su óvulo. Y tras esa conversación con la doctora que la inseminó, se abrió un mundo onírico infinito que prefería evitar pero que no podía, porque solo en sueños se le aparecía esa otra mitad de su hija.

—Y lo peor de todo —siguió diciendo Laura— es que Suecia ha aprobado la ley del no anonimato y los hijos nacidos por reproducción asistida tienen derecho a conocer la identidad del donante al cumplir dieciocho años. —Laura esperó un segundo y siguió—: Aunque no tengo por qué decírselo.

—Ahora te voy a robar una frase… La mentira nunca es buena —dijo Marina sonriendo levemente.

—Dejemos el tema, que suficientes vueltas le doy ya por las noches… Yo lo que quiero saber, querida amiga, es cómo se te ocurre darle poderes a tu cuñado después de todo…

—¿Y qué querías que hiciera? Anna es incapaz de gestionar el papeleo de la herencia. Por lo visto, son mil trámites —Marina arqueó las cejas— y ella no hace nada sin consultarle a él. Pero le he dado poderes limitados. Mi hermana y yo tenemos la última palabra.

—Miedo me da…

Y así les dieron las cuatro de la madrugada, picoteando en algunos simpáticos cotilleos de MSF, repasando esos meses en que no se habían visto y alimentando la bonita amistad que habían cultivado a través de charlas sinceras y respetuosas durante años. Seguramente, esas dos amigas no volverían a verse en meses, quizás pasaría un año, tal vez más. Pero no importaba, ellas dos eran de esas mujeres afortunadas a quienes la vida les había regalado un tesoro. Una amistad sólida. Una amistad para toda la vida, de la que presumirían hasta bien viejitas. Aconsejándose de día y cuchicheando de noche entre chapatis, copas de vino tinto y tapas de boquerones.

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En invierno, la Trasmediterránea fletaba desde Barcelona un único barco al día a la isla de Mallorca. El ferri tenía una capacidad para quinientos ochenta y nueve pasajeros y en ese trayecto no debían de ser más de cincuenta. Pocos viajaban a la isla en invierno. Los pocos que lo hacían preferían los veinte minutos que duraba el vuelo desde el aeropuerto de Barcelona hasta el de Palma de Mallorca y no las ocho horas de trayecto que le esperaban a Marina hasta atracar en el puerto de Peraires. Las nubes eran densas y un único rayo de sol, tímido, conseguía colarse entre ellas. Los cincuenta pasajeros caminaron raudos hacia el interior del ferri, acomodándose en sus butacas sin quitarse los abrigos. Sin embargo, Marina, al entrar al Sorrento, nombre con el cual el nieto predilecto del propietario de la naviera había bautizado al ferri, caminó por el costado de babor hacia la proa. Un viejo capitán encendía motores en el puente de mando. Ciento ochenta metros de eslora y veinticinco de manga, sin apenas tripulación, sin apenas pasajeros. El Sorrento parecía un buque fantasma. Unas gaviotas revoloteaban en círculos emitiendo graznidos ásperos y esperando a que algún pescador generoso se acordara de ellas. Batían las alas ascendiendo y descendiendo en vertical. Observando las aves, se apoyó en la barandilla oxidada de la proa.

Por fin, Marina estaba donde quería estar.

Hubiera sido más práctico volar desde el aeropuerto de Barcelona y más rápido aún haber cogido el vuelo desde el aeropuerto de Fráncfort directo a Palma, pero Marina prefirió revivir ese lento trayecto, esas ocho horas, por las aguas del Mediterráneo. El mismo trayecto que hizo con su padre, el 21 de diciembre de 1982. Cuando ella tenía diecisiete años. Necesitaba revivir ese recuerdo íntimo a pesar de que la llenaría de nostalgia. Podía y quería recordar palabra a palabra la última conversación que mantuvo con el hombre que más había querido en su vida, con Néstor Vega, con su padre, en la cubierta de un ferri muy parecido al que se encontraba ahora.

Dirigió su mirada al horizonte. También era un invierno frío. Marina estudiaba su último curso de bachillerato en el prestigioso internado femenino de Saint Margaret’s School, en la ciudad de Filadelfia, y regresaba como cada año a pasar la Navidad con ellos.

—Hija, estás hecha una mujer. Me gusta en quien te has convertido —le dijo su padre—. Te veo y te escucho y no puedo estar más orgulloso de la persona en quien te estás convirtiendo.

Esas fueron las primeras palabras que su padre le dijo al subir al ferri hacía ya más de veinticinco años.

—Papá…, qué cosas dices.

—Cada año pasan por mi consulta cientos de personas y te aseguro que los hay de muchos tipos: personas maravillosas, personas menos maravillosas, personas a secas, personas perversas y personas repugnantes.

Marina sonrió. Su padre era un hombre crítico con todo, a veces demasiado.

—Creo que el esfuerzo está valiendo la pena. Soy consciente de que no ha sido fácil separarte de nosotros, de mí, de Anna, de la abuela Nerea. —Hizo una pausa, dudó, pero la mencionó—: Y de tu madre.

Marina dejó de mirarle. ¿Por qué tenía que mencionarla a ella? Sabía que no había echado de menos a su madre… Néstor cogió la mano de su hija. Intentaría que fueran unas navidades tranquilas. Sin gritos, sin reproches. Sabía que madre e hija no podían estar juntas más de dos días seguidos sin que la cosa explotara, sin que una acabara llorando y la otra somatizando no se sabía bien qué. Su hija Marina se merecía unas navidades tranquilas… Saldrían abrigados en el llaüt, cuando el invierno se lo permitiera, a navegar.

—Y tu futuro, hija… ¿Qué quieres hacer con tu vida? —le preguntó Néstor a su hija.

—¿A qué te refieres, papá?

—Con tu vida. La vida que tienes por delante cuando salgas de Saint Margaret.

—No lo sé.

—En la isla no hay universidad de ciencias, puedes estudiar en Madrid, donde yo hice la carrera, o aquí, en Barcelona. O… —Marina le interrumpió. Sabía la tercera opción que le iba a plantear pero se negó a escucharla.

—No lo sé, papá. Ahora no puedo contestarte… ¿Sabes? Me parece complicado que a los diecisiete años te hagan decidir lo que vas a hacer. Lo que vas a ser el resto de tu vida.

—Si. Es cierto. Pero así está montado.

—No me imagino en una ciudad nueva. Empezando de nuevo. Sola otra vez… A veces pienso que no debo seguir estudiando.

Néstor endureció su expresión.

—¿Qué dices, hija? —contestó decepcionado—. Sería una pena. Llevas cuatro años en uno de los mejores internados americanos, estás preparada para entrar en cualquier universidad del mundo. Tus notas son excelentes, más que excelentes… No me has dejado acabar antes; claro que podrías estudiar en la Universidad de Madrid o en Barcelona, pero me ha escrito el director del Saint Margaret.

—Ya lo sé, papá —interrumpió Marina de nuevo—. Quizás puedan becarme en la Universidad de Medicina de Filadelfia —siguió sin un ápice de entusiasmo Marina—. Él ya habló conmigo.

—¿Y no te alegras, hija? ¿Tú sabes lo que eso significaría para tu futuro?

—El director cree que podría entrar. Pero todavía queda mucho curso por delante. Y tengo que hacer un examen parecido al de la selectividad, y no es fácil.

—Vas a entrar, hija. Vas a aprobar el examen. Con nota. Estoy convencido de ello. Si tú quieres, claro. Hija, si pasas las pruebas, te ofrecerían una beca completa y recibirías la mejor educación que un médico puede recibir. Te lo mereces.

Marina no quería hablar de sus progresos académicos ni de su futuro, ni de nada que tuviera que ver con todo aquello por lo que tanto se la valoraba. Le bastaba estar en silencio, abrazada a su padre en ese viejo ferri. Recuperando el tiempo perdido. Verlo dos meses al año no era suficiente. Vivía nueve meses a miles de kilómetros de distancia de él, y ahora que estaba a escasos milímetros solo necesitaba silencio, amor y no más conversaciones que giraran alrededor de sus progresos académicos. Pero Néstor, incapaz de intuir ese sentimiento, siguió preguntando por ese futuro brillante que auguraba.

—Mira, te voy a explicar una historia… ¿Te acuerdas cuando te visité el año pasado? ¿Recuerdas que volvía de Washington, de un congreso de medicina?

Marina asintió sin mirarle. ¿Por qué no dejaba de hablar de una vez?

—Pues en el congreso conocí a un ginecólogo norteamericano. La farmacéutica nos había hospedado en el mismo hotel y la primera noche coincidimos en la barra del piano-bar. Había un pianista esmirriado muy viejo y tristísimo que versionaba el «Fly me to the moon» de Frank Sinatra. —Néstor sonrió con ese simpático recuerdo.

—Papá, ¿adónde quieres llegar?

—Espera un segundo, no seas impaciente. El pianista era lamentable y el ginecólogo me dijo: «No sé si pagarle el sueldo de esta noche y decirle que deje de atormentarnos». Nos reímos. Acto seguido me tendió la mano con humildad y se presentó. Digo con humildad porque todos en el congreso sabíamos quién era, una eminencia en la ginecología a nivel mundial… Jeremy Sherman, se llama. Un tipo amable, algo mayor que yo y, curiosamente, un enamorado de Mallorca. Había viajado con su esposa antes de casarse y, lo mejor, había probado el arroz brut de la fonda de Valldemosa. Increíble, ¿no?

Néstor miró a su hija, que seguía cabizbaja, escuchando sin querer escuchar.

—Bueno, pues nos pasamos el resto de la semana juntos de ponencia en ponencia. Hemos entablado cierta amistad… Nos escribimos asiduamente y además me envía revistas de ginecología imposibles de conseguir en la isla. Este señor, Marina, es el decano de la Universidad de Medicina de Perelman. Y sé que nos ayudará si es que quieres estudiar allí.

Marina escuchaba mirando el mar, que, a pesar del invierno, estaba en calma.

—El último día del congreso acabamos sentados en el taburete junto al pianista cantando «Fly me to the moon»… Fue algo lamentable… Jeremy es un buen tipo. Nos ayudará.

Néstor aguardó la respuesta de su hija.

—Quiero volver a Mallorca, papá. No quiero seguir sola a siete mil kilómetros de vosotros…, ¿no lo entiendes?

Néstor agudizó su mirada y Marina la dirigió hacia él intentando mostrar seguridad.

—Sí, papá, trabajar. Como hacen muchos jóvenes que deciden no seguir estudiando.

—¿Cómo vas a dejar los estudios? Hija, por favor. ¿Y trabajar de qué? —No alzó la voz pero el tono era duro y su hija lo conocía bien.

Marina le cogió la mano, sabía que estaba decepcionando a su padre. Lo sabía y le dolía. Pero ya había decidido demasiadas cosas por ella y sentía que, a pesar de sus diecisiete años, quería ser dueña de su propio destino.

Néstor se apoyó en la barandilla del barco. No entendía a su hija.

—Papá, no sé qué va a ser de mi vida. Pero si sé una cosa. Y es que quiero volver. Quiero volver, papá. Os he añorado tanto…, tantas noches sola en Estados Unidos. Quiero estar cerca de ti, de la abuela Nerea, por muy senil que esté y aunque ya no me reconozca, y junto con Anna. Es de lo único de lo que estoy completamente segura. De que quiero volver.

Las gaviotas seguían su vuelo; le pareció que habían dejado de volar en círculos y formaban un triángulo. El cocinero del Sorrento se acercó a la barandilla con una barra de pan duro en la mano.

—Me esperan a mí…, saben que no les fallo —dijo con voz grave el cocinero a Marina.

Marina observó cómo dos marineros soltaban los amarres del muelle de Botafort y el Sorrento emprendía, lento, su rumbo a Mallorca.

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Anna imaginó que el ferri ya habría zarpado del puerto de Barcelona. Volvió a preguntarse por qué había querido Marina navegar durante ocho frías horas en ese barco incómodo y no tomar el Ryanair a sesenta euros que ella le había buscado. Cuando vio la aguja extrafina llena de toxina botulínica a punto de penetrarle en la comisura del labio superior, se olvidó de su hermana. Anna abrió los ojos de par en par, observando cómo el pulgar de la cirujana plástica presionaba lentamente en el émbolo de la jeringuilla, haciendo bajar la mezcla de suero y polvos de bótox que contenía el barril traslúcido. Era el primero de los veinte pinchazos que le quedaban en el código de barras.

Cuca, que así se llamaba la cirujana, extrajo la jeringuilla del rostro de Anna. Anna no sintió dolor pero palideció. Mareada y para evitar mirar la jeringuilla, observó la consulta aséptica en la que se encontraba. Cajones metálicos, líquidos, jeringuillas, algodones y grandes recipientes con alcohol. De nuevo, la aguja en su piel. Sintió un sudor frío en las palmas de las manos. Las separó y se agarró a la camilla metálica en la que yacía semitumbada. Sin pretenderlo, y mientras sentía el frío metal en sus manos sudadas, recordó la fobia que le provocaban las agujas de niña. Recordó una noche con apenas siete años escondida con Marina bajo el colchón de la abuela Nerea. Habían visto a su padre abrir su maletín negro lleno de agujas metidas en bolsas. Y huyeron las dos hacia el cuarto de la abuela. Néstor encontró a sus hijas media hora más tarde y, tras una buena reprimenda, las vacunó de viruela. Anna chilló como si se fuera a acabar el mundo, sin dar crédito a la actitud pasiva de su hermana pequeña, que, habiendo sido ya vacunada, sin soltar una sola lágrima, alineaba las jeringuillas de su padre tras sacarlas del maletín.

Sintió la aguja salir de la piel. Apretó los dientes. Tensó la mandíbula. Un algodón se posó sobre la pequeña gota de sangre que le brotaba del labio. Se fijó en los guantes de látex blancos que sujetaban el algodón. Respiró, levemente, intentando no mover un solo músculo. Ahora el sudor frío llegaba a las axilas. Sintió flojera en las piernas. La cirujana levantó el algodón que estaba levemente manchado de rojo. Anna vio su sangre y cerró los ojos.

La noche anterior tuvo la brillante idea de meterse en el ordenador de su hija y teclear la palabra «bótox». Treinta y ocho millones de entradas. Cliqueó en la primera entrada y, al recibir el segundo pinchazo y como si la pantalla del ordenador cobrara vida dentro de sus párpados cerrados, recordó las salvajadas que se decían en el mundo virtual acerca del Clostridium botulinum, el microbio que le era inyectado en ese momento. La primera frase que leyó rezaba: «Un solo gramo de toxina botulínica es suficiente para matar a un millón de cobayas». El texto venía acompañado por varias fotos de cobayas maltratadas en un laboratorio de alguna localidad norteamericana que no se especificaba.

Abrió un ojo. Solo uno. El ojo izquierdo. Miró fijamente a Cuca, que con el pulgar volvía a apretar el émbolo de la jeringa.

«Como la capulla esta se haya equivocado de dosis, me quedo tiesa en la camilla».

La cirujana, sintiéndose observada por el ojo izquierdo de su paciente, se inclinó hacia atrás.

—¿Todo bien? —le preguntó apartando la jeringuilla de su rostro.

—Hace un poco de calor aquí, ¿no? —dijo Anna incorporándose.

—Hombre, calor calor… No recuerdo un invierno tan frío en toda mi vida. La calefacción está a veintiséis. La bajo un poco si quieres.

—La menopausia quizás —contestó, sorprendiéndose a sí misma con la improvisación de la respuesta. Todavía le quedaban algunos años para llegar a los cincuenta y seguía menstruando regularmente.

—¿No tendrás un poco de agua?

Lo cierto es que Cuca era algo parecido a una amiga. Era su amiga hasta que no demostrara lo contrario. Ambas habían estudiado en el colegio San Cayetano. Cuca era dos años menor, fue compañera de Marina en el colegio. Además, Curro, el marido de Cuca, un conocido notario mallorquín y miembro fundador de J&C Baker, un temido bufete de abogados en la isla, y Armando, el marido de Anna, eran también colegas de la infancia y socios del Real Club Náutico de Palma. En verano, los dos matrimonios salían a navegar juntos. Un día con la lancha de uno, otro día con la del otro. Además, coincidían en las cenas femeninas que organizaba el club para todas las socias, en las que intimaban y se contaban cosas de sus hijos, de sus maridos y de sus arrugas.

Cuca le acercó un vaso con agua.

—Es que ayer leí acerca de esto que me estás inyectando. —Señaló innecesariamente la jeringuilla—. ¡Se dicen unas barbaridades! Leí que era treinta millones de veces más letal que el veneno de una cobra y que Al Qaeda la está fabricando como arma de destrucción masiva.

—¿Perdona? —dijo Cuca apoyándose en la mesa.

—No se puede mirar internet —dijo Anna tras sorber el agua—, dicen unas tonterías… Pero, claro, te asustas. A ver si ahora por sacarme un par de arrugas me quedo criando malvas.

Cuca corroboró lo que ya pensaba, que su amiga, además de ingenua, era boba.

Hacía ya un par de años Cuca, tumbada en topless en el yate de su marido, al ojear la revista Naturaleza y Vida leyó que el bótox era utilizado como un arma de destrucción masiva que había sido prohibida por el protocolo de Ginebra… Pero ese artículo de ciencia ficción veraniego le hizo más gracia que otra cosa y los efectos secundarios de la toxina botulínica se la traían floja; ella tenía muy claro que no quería seguir ganando un mísero sueldo de médico de la Seguridad Social. Demasiadas guardias hechas en el Hospital Universitario de Son Dureta, demasiados pacientes y demasiados años sin llegar a dos mil euros al mes. Así que, gracias al Clostridium botulinum, montó su propia clínica privada y, lo más importante, había podido cambiar la vieja lancha de seis metros de eslora por un yate de treinta y cinco… Ese era el tipo de amigas que frecuentaba Anna.

—¿Quieres que sigamos mañana?

—No, no —dijo tumbándose de nuevo en la camilla—. Es que soy muy aprensiva. Porque ¿no tendrás un ibuprofeno?

Cuca, con cierto cabreo, se volvió y abrió un armario lleno de frascos y medicamentos. Sacó una pastilla de seiscientos miligramos y se la dio.

—No me queda agua. —Sonrió tímidamente Anna.

Cuca rellenó el vaso y se lo acercó, casi arrepintiéndose del descuento que había prometido hacerle, como amigas que eran.

Anna sorbió el agua y le entregó de nuevo al vaso a la doctora.

—Te voy a poner música. Te relajará.

Evidentemente, la cirujana no pensaba en su paciente sino en ella misma. Necesitaba oír su música de relajación, la que escuchaba en el centro Kundalini Yoga Mallorca, cada tarde, junto con otras tantas mujeres de mediana edad que seguían las instrucciones de Carlos Shankar Awhit, en verdad Carlos Fernández Fernández, un caradura que se paseaba por los ashrams hindúes una vez al año y había conseguido montar su propia escuela, y con quien Cuca, por cierto, follaba de vez en cuando.

Las cuerdas de un sitar dieron paso a una música relajante. Los seiscientos miligramos de ibuprofeno empezaban a surtir efecto.

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La tarjeta de crédito de Anna se deslizaba por el datáfono de la consulta de Cuca. Pensó que todavía tenía muchas cosas que hacer antes de que llegara Marina. Pasar por el supermercado a comprar pescado fresco, por la floristería a por un ramillete de lavanda seca, ir a la tintorería a recoger los trajes de su marido, recoger a Anita en el colegio, y, lo que más le inquietaba, preparar el dormitorio para Marina. Había dado órdenes precisas a la filipina de cómo debía arreglar el cuarto, pero Anna quería supervisarlo todo antes de su llegada.

Una señora septuagenaria entró en la consulta. El exceso de bótox le había dejado los ojos excesivamente abiertos, los labios excesivamente hinchados y la frente excesivamente lisa. Pero, a juzgar por sus andares, la vieja se sentía guapa. Anna deseó no perder la cabeza y acabar convirtiéndose en ese esperpento con ojos de lubina.

El datáfono emitió un pitido continuo.

—No la coge —le dijo una auxiliar de enfermería mascando chicle.

—¿Cómo que no la coge?

La auxiliar meneó la cabeza.

—Habrá un problema con el datáfono —sugirió Anna con cierto nerviosismo.

Era 1 de febrero. El banco tenía la orden de hacer el traspaso de la cuenta de su marido a la suya. Debía de ser un error.

—Hemos pasado varias esta mañana, sin ningún problema —afirmó la auxiliar—. ¿No lo tiene en efectivo?

—Pues no, señorita. No suelo llevar tanto dinero en efectivo encima —argumentó algo avergonzada y atisbando a la septuagenaria, que la miraba fijamente.

—Espere un segundo. —La auxiliar rodeó el escritorio, hizo un globo con el chicle y entró en la sala donde Cuca rejuvenecía a otra mujer.

Anna sacó su móvil del Louis Vuitton y llamó a su marido. ¿Quizás se trataba de un error bancario? Sabía que su marido no cogería la llamada, pero ella aguardó con el móvil pegado a la oreja…, por si acaso. Miró hacia el despacho de Cuca. Volvió a mirar a la lubina. Colgó la llamada. Volvió a intentarlo. Ni caso.

Mientras dejaba el móvil de nuevo en el bolso, pensó en la maravillosa herencia que le había caído del cielo. Esa humillación por la que estaba pasando no volvería a sucederle nunca más. ¡Qué vergüenza!

Vio a Cuca acercarse a ella.

—Lo siento…, la tarjeta debe de estar defectuosa.

—Ya me lo das en la próxima cena del club. —Cuca dudó—: O cuando puedas… No hay prisa.

Anna percibió en ese segundo de duda que mostró Cuca que sabía algo de la situación económica por la que estaban pasando su marido y ella. Era obvio, Curro era quien llevaba los asuntos legales de Armando, pero ellas dos nunca habían hablado al respecto y sintió todavía más vergüenza.

—Esta tarde sin falta te lo traigo.

—No te preocupes, de verdad, ya me lo pagarás, hay confianza, mujer, somos amigas.