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LA MATERNIDAD O LA INJERA

INGREDIENTES:

300 g de harina de teff

250 ml de agua

Una pizca de sal

PREPARACIÓN EN MOGOGO DE CERÁMICA:

Mezcla la harina de teff con el agua y la sal, y deja que repose en un bol cubierto con un trapo. Debes esperar a que fermente de uno a tres días.

Vierte aceite ligeramente en el mogogo y ponlo a fuego mediano. Echa la masa en el mogogo y deja que se tueste. La injera solo debe cocinarse por un lado.

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Anochecía. Un viento despiadado silbaba en el lugar más caluroso y profundo del planeta, el desierto de Danakil, al noreste de Etiopía. Solo sal, arena y azufre en ese espacio infinito del continente africano donde las temperaturas llegan a los sesenta grados y donde nada hace creer que sea posible la vida. Y, allí, en medio del silencio y de la nada, resguardada en una pequeña casa blanca de hormigón, Marina se dejaba acariciar por Mathias después de hacer el amor.

Bäckerei —susurró Mathias.

—No paro de darle vueltas —dijo Marina entrelazando sus manos con las de Mathias—. ¿Por qué a nosotras? ¿Por qué a Anna y a mí? Nadie regala su casa y su negocio a unas desconocidas.

—¿No dejó una carta escrita junto con el testamento?

—En principio no. Mi hermana sigue indagando en los apellidos, pero de momento nada nos vincula a esa mujer.

—¿Y el molino sigue funcionando? —preguntó Mathias.

—Está en ruinas. Pero la panadería sí. Era la única que había en Valldemossa.

Marina se quedó pensativa unos segundos.

—María Dolores Molí… Por más que pronuncie su nombre no me dice nada…

—Dolores en alemán… es Schmerzen, ¿verdad? —preguntó Mathias.

Marina asintió.

—Es extraño llamar a una hija Dolores, es como llamarla angustia o melancolía —siguió él.

—Dolores es un nombre muy común en España —aclaró Marina.

—Me encantaría acompañarte… Debo de ser el único alemán que no conoce Malorca —dijo Mathias entre bostezos.

—Mallorca, con doble ele. —Sonrió cariñosa.

El sonido de la elle no existe en el alfabeto alemán y, por muchas clases de español que le impartiera, Mathias cometía siempre el mismo error. Al igual que Marina, que seguía siendo incapaz de pronunciar los sonidos de la Ä y la Ö. Se comunicaban siempre en inglés y de vez en cuando se enseñaban sus respectivas lenguas maternas. Dos años atrás, en una librería del aeropuerto de Barajas, compraron una libreta Moleskine de tapas negras que habían convertido en su propio diccionario. En ella anotaban en las dos lenguas las palabras que les parecían importantes. En la columna de la derecha, las palabras en español; en la columna de la izquierda, la traducción al alemán.

Marina alargó su mano y cogió la libreta de la mesilla. Abrió su estuche y sacó un bolígrafo negro.

—¿Con diéresis?

—En la a.

Marina escribió panadería y a su lado Bäckerei.

Dejó de nuevo la libreta en la mesilla de noche y suspiró.

—Hace más de diez años que no vuelvo a Mallorca —dijo Marina con cierta tristeza.

Mathias apagó la desnuda bombilla que colgaba del techo.

—… Buenas noches, heredera, y no le des más vueltas, que te conozco. Desde aquí no vas a poder resolver nada.

Marina le dio la espalda y él la rodeó con sus brazos.

Mathias se durmió en apenas unos minutos. Marina siempre tardaba en conciliar el sueño. Caminaba por sus pensamientos repasando los problemas laborales del día y proyectando las soluciones en el siguiente. Era consciente de que por la noche no se solucionaba el mundo, y solía enfadarse consigo misma cuando se encontraba pasada la una en esa situación. Y esa noche, como todas sus noches, caminó por su vida. Pero no pensó, claro está, en el trabajo como solía hacer, sino en ese viaje que no quería pero debía emprender a Mallorca. Recordó las últimas palabras del mail que le había enviado Anna.

Al final, esta herencia misteriosa va a provocar nuestro reencuentro, por fin, tu vuelta a casa.

Esa última frase había molestado a Marina. Mallorca no es mi casa —se dijo a sí misma al leerla—. Es el lugar donde nací y donde pasé parte de mi niñez. Donde vivieron mis padres y donde ahora solo queda Anna. No, ya no es mi casa. Nada me une a esa isla.

Porque Marina no tenía unas piedras que le pertenecieran, no tenía un lugar donde volver por Navidades. Un lugar donde quedarse en las fechas señaladas en el calendario por las familias normales. Tenía el dinero para comprarse una casa, eso sí. Pero nunca tuvo el deseo de poseer cuatro paredes. Su psicóloga, parafraseando a un escritor que no recordaba, le dijo una vez: «Una casa es el lugar donde uno es esperado». Y esa frase se coló en sus pensamientos durante días y durante noches. Sus padres habían fallecido. Tenía familiares lejanos con los que apenas había mantenido contacto. Y sí, claro, estaba su hermana mayor, Anna. Anna y sus circunstancias, que las habían alejado durante demasiado tiempo.

Ese desarraigo de Marina empezó en su adolescencia. Empezó la ruta a los catorce años y ahora con cuarenta y cinco seguía en el camino. Su trabajo la obligaba a viajar. Pero ¿por qué buscó esa vida nómada? Siempre de un lugar a otro. Sin querer echar raíces. ¿Dónde está tu hogar, Marina? ¿Quién te espera? No encontrar la respuesta a esa pregunta tan simple la angustiaba. Y estuvo años buscando una respuesta sincera. Tras muchas vueltas, concluyó que su casa, su verdadero hogar, era el mundo entero junto con Mathias. Esa fue la respuesta que se dio a sí misma. Una respuesta que la tranquilizó, y además era cierta, porque en todos los lugares del mundo a los que acudían, por pequeños, recónditos y escondidos que fueran, sus habitantes les esperaban siempre con los brazos abiertos.

A pesar de haber encontrado esa respuesta sólida, lo verdaderamente cierto es que no tener ese lugar físico, esa Ítaca con que contaban sus amigos, sus compañeros de trabajo, y que, por supuesto, también tenía Mathias en el apartamento de sus padres, en el número 11 de la calle Bergmanstrasse del barrio berlinés de Kreuzberg, a veces, a ella le pesaba.

Claro que Marina podía haber elegido una vida más convencional. Una vida más segura. Más estable. Podía haberse quedado en ese pedazo de tierra rodeado de mar que tenía cien kilómetros de norte a sur y setenta y ocho de este a oeste. Si hubiera vuelto a Mallorca, quizás estaría casada, como su hermana, con uno de los chicos del Real Club Náutico de Palma, como le sugirió su madre. O tal vez, como quiso su padre, estaría ejerciendo su profesión en la planta de obstetricia y ginecología del Hospital Universitario Son Dureta, ubicado en el distrito de Poniente en el término municipal de Palma.

Pero no. Estaba allí, a siete mil ochocientos cuarenta y tres kilómetros de donde nació, en el desierto de Danakil, abrazada al hombre que amaba.

Seguía sin poder conciliar el sueño. Se volvió hacia Mathias y lo observó dormir plácidamente. Eran tan distintos, él tan caucásico, tan alto, tan grande, tan alemán. Ella morena, con un pelo negro que le caía en la espalda, bajita, fuerte, tan española. Le acarició la mejilla cubierta por una barba castaña siempre descuidada. Le apartó el pelo que le caía en la cara y sus dedos rozaron suavemente su piel tersa y joven alrededor de sus ojos. Mientras repetía el movimiento, pensó en las tímidas arruguitas que empezaban a salirle a ella en el contorno de los suyos. Él tenía treinta y cinco. Ella cumplía cuarenta y seis en agosto. Ese pensamiento la inquietó unos segundos. Pero enseguida lo apartó de su mente. Con su brazo le rodeó la cintura y se sintió tranquila y afortunada de estar abrazada a ese hombre, profundamente bueno, diez años menor que ella, que la quería y la admiraba. Marina cerró los ojos y, por fin, se durmió. Y él, inconscientemente, la apretó hacia su cuerpo. Su hogar. Su casa.

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Un golpe seco. Apenas hacía una hora que Marina había conciliado el sueño. Abrió los ojos. Se incorporó, sobresaltada. Escuchó de nuevo un golpe. Silenciosa, salió de la cama y caminó hacia la puerta del dormitorio. Los golpes venían del exterior de la casa. Siguió caminando por el comedor hasta una pequeña ventana. Miró hacia el exterior. Estaba demasiado oscuro. No vio a nadie. Volvieron a aporrear la puerta, esta vez con menor intensidad.

Se dirigió a la puerta y la abrió. En el suelo yacía, semiinconsciente, una joven etíope embarazada.

—¡Mathias! —gritó Marina.

Marina se puso en cuclillas al lado de la joven, que adivinó no tendría más de quince años.

—Tranquila —le dijo Marina en inglés.

Posó las yemas de sus dedos en la muñeca de la joven. Presionó. La frecuencia del pulso era demasiado alta.

Mathias salió corriendo del dormitorio y recogió a la joven en sus brazos. Un círculo de sangre manchaba la tierra yerma bajo su cuerpo. Corrieron hacia la casa contigua y Mathias tumbó a la joven en la camilla que había en el interior. Marina cogió un estetoscopio de una mesa metálica que contenía material quirúrgico y de auscultación. Mathias le cortó el velo azul marino que le cubría el cuerpo. Actuaban rápido y sin hablarse. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. La joven etíope, también en silencio, cerraba los ojos dejándose hacer.

Marina acercó el estetoscopio al vientre de la joven y comprobó que los latidos cardíacos fetales seguían produciéndose. El feto seguía vivo. Marina se enfundó unos guantes de látex. Abrió las piernas de la joven etíope y se sentó en un pequeño taburete de madera para inspeccionarle la vagina. Como todas las mujeres de la tribu afar, tenía los genitales mutilados y el pequeño orificio que le habían dejado al practicarle la infibulación dificultaba la salida del feto.

Le introdujo los dedos en la vagina y la palpó. Tenía el cuello del útero borrado y una dilatación de siete centímetros. El feto no estaba encajado. El trabajo de parto había empezado, posiblemente, hacía más de doce horas y el feto había dejado de empujar.

Podía practicarle una desinfibulación, seccionándole las cicatrices y permitiendo, así, que los tejidos vaginales se dilataran y cumplieran la función que deberían haber cumplido si la joven no hubiera sido mutilada. Debía decidir. La palpó. El feto estaba demasiado arriba y la joven había perdido demasiada sangre.

—Cesárea, rápido. No hay tiempo —le dijo a Mathias.

Mathias cogió el brazo de la joven, le buscó las venas y le introdujo un gotero.

Sëmëwot man nô? —preguntó Mathias en kuchita a la joven.

La joven no contestó.

Sëme Mathias nô.

Sëme Marina nô.

La joven cerró los ojos. Parecía extenuada.

—Mantenla despierta, como puedas.

Mathias la incorporó. Marina se situó tras ella con la inyección de novocaína. Le encorvó la espalda. Presionó en los últimos huesos de la columna vertebral. Le inyectó la anestesia en el tubo raquídeo y, con cuidado, juntos, la tumbaron de nuevo en la camilla. Debían esperar veinte largos minutos a que la anestesia hiciera efecto. Sin dejar de hablarle medio en inglés medio en kuchita para mantenerla despierta, extendieron unos paños en el campo quirúrgico del vientre y se lo cubrieron de yodo. Prepararon un bisturí, pinzas de disección, pinzas hemostáticas, agujas e hilo de sutura.

Gotas de sudor caían sin descanso de la frente de la joven. Debían de estar a treinta y cinco grados. Marina mojó un paño, se lo pasó por la frente y, levantándole la cabeza, la hidrató. Le preguntó otra vez su nombre, si vivía en el poblado más cercano, si tenía marido… No contestó.

—¿Cómo se llamará el bebé? —le preguntó Marina gesticulando para hacerse entender.

Tampoco contestó, apenas conseguía mantener sus miedosos ojitos adolescentes abiertos.

—Está perdiendo demasiada sangre —observó Matías con preocupación.

Diez minutos hasta que la anestesia surtiera efecto. Marina posó sus manos en el cabello de la joven. Le pasó, despacio, la mano por las cuarenta trencitas azabache que cubrían su cabeza. Se puso frente a ella para que pudiera verla bien y, simulando con sus dos manos hacer una trenza al aire, le dio a entender que, cuando naciera el bebé, ella debía trenzarle el pelo igual. La joven etíope, entendiendo los gestos cariñosos de esa mujer blanca, dibujó en sus labios, como pudo, una pequeña sonrisa.

El bisturí fue introducido bajo el ombligo. Marina, presionando hacia el interior, abrió los tejidos subcutáneos y practicó una incisión vertical hasta el borde del pubis. Tijeras. Con extremo cuidado le cortó la fascia. Introdujo sus dedos y le separó los tejidos hasta llegar a los músculos. Pinzas. Con un corte preciso, desgarró el peritoneo. Perforó la pared uterina hasta alcanzar la bolsa del líquido amniótico. El líquido se entremezcló con la sangre, que brotaba en exceso. Precisa, introdujo la mano en el interior del útero y advirtió que la placenta estaba insertada próxima al cuello uterino. Tocó el cuerpo del feto. Lo colocó en posición. Traccionando de los pies, con un movimiento rápido, lo extrajo de la cavidad uterina. El feto, inmóvil, salió del vientre. Mathias le cortó el cordón umbilical. No reaccionó al corte de oxígeno materno que acababan de provocarle.

El feto fue colocado boca abajo por Marina. Recibió varios golpes en las nalgas. Silencio. Marina volvió a intentarlo. Le cogió el cuello, lo incorporó y lo inclinó de nuevo hacia abajo. Inmóvil, en silencio. Marina se quitó los guantes. Tumbó el feto en la mesa y le inclinó, ligeramente, la cabeza hacia atrás. Con la otra mano, le levantó la barbilla. Se acercó a su corazón. Colocó los dedos medio y anular de una mano en el esternón del bebé y, de forma suave y rítmica, hizo cinco compresiones rápidas. Pensó que probablemente habría aspirado el meconio dentro del útero y sus vías respiratorias estarían obstruidas.

Marina miró a Mathias con preocupación. Mathias había sacado ya la placenta de la cavidad uterina y cosía con hilo de sutura el cuerpo de la joven etíope, que desde la camilla mantenía los ojos abiertos en absoluto silencio y observaba a su bebé. A la primera hija que había traído al mundo.

Con el bebé inmóvil en los brazos, Marina se acercó a la joven. Se sentó a su lado. Tumbó al bebé en su regazo y cogiéndole la mano a su madre intentaron juntas el masaje cardíaco.

Llevaba ya más de un minuto fuera del vientre, sin oxígeno. No aguantaría mucho más. Marina lo sabía. Mathias miro a Marina. Marina lo miró a él y él bajó la mirada. Dos muertes más de las tantas que habían intentado evitar en sus cinco años juntos como cooperantes de la oenegé para la que trabajaban. Y, por muchas muertes que hubieran presenciado, uno nunca se hacía inmune al impacto que causaba la muerte ajena en manos propias. Marina, con la palma de su mano encima de la palma de la mujer etíope, apretó de nuevo, con más fuerza, el cuerpo del bebé.

Inesperadamente, la joven etíope, utilizando sus últimas fuerzas, cogió a su hija del regazo de Marina y se la recostó en el pecho. La bebé, sobre el pecho de su mamá, escuchó, como llevaba haciendo nueve meses, los latidos de su corazón. La joven respiró hondo. Dijo unas palabras en su lengua y envolvió a su hija entre sus brazos. Y como si la niña hubiera entendido las súplicas de su madre, por fin, abrió sus pulmoncitos y lloró.

Escuchó el llanto de su hija y sonrió en paz. La joven etíope miró con agradecimiento infinito a la mujer blanca que había traído a su hija al mundo, cerró los ojos y murió.

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«Cooperación internacional», fueron los términos que utilizó el doctor Sherman, en la última clase de obstetricia que impartía a los alumnos de medicina de la Universidad de Perelman. Les pasó diapositivas donde médicos, uniformados con chaleco blanco y logo rojo con las letras MSF, atendían a pacientes en situaciones de emergencia en el continente africano. Hasta entonces, Marina solo sabía lo que la mayoría de los estudiantes de la Universidad de Pensilvania: que el mundo es injusto y que la medicina es un privilegio de algunos.

Habían pasado diecinueve años desde esa clase magistral en una de las más prestigiosas universidades del mundo y ese día, con esa niña africana entre sus brazos, entendió, más que nunca, las palabras del doctor Sherman cuando afirmó que la generosidad de unos pocos capaces de renunciar a la comodidad del mundo occidental era necesaria para salvar vidas en los lugares más recónditos e inhóspitos del planeta.

Mathias sacó del dispensario el cuerpo de la joven, que yacía inerte en la camilla cubierta por una sábana verde. Marina se quedó sola con la bebé. Dejó de observar al feto para ver al ser humano y tomó consciencia de la personita que tenía frente a sus ojos. De la bebé negruzca, pegajosa y demasiado pequeña que acababa de quedarse huérfana.

Había atendido innumerables partos en los diez años que llevaba como cooperante, pero era la primera vez que una madre fallecía en un parto ante ella. Esa situación la sobrecogió y, mientras observaba a la bebé, sintió la inmensa soledad de esa niña en el desierto africano. Con un paño mojado le sacó los restos de sangre, líquido amniótico y placenta que le cubrían el cuerpo. La envolvió en una sábana también verde como la que cubría el cuerpo de su madre muerta y la tumbó entre sus brazos. La bebé abrió la boquita buscándole el pecho, buscando el pezón de su mamá para metérselo en la boca. Marina abrió la nevera. Metió la mano en una caja de cartón que llevaba el logo de Médicos Sin Fronteras y sacó un biberón preparado de agua y leche en polvo. Lo apoyó en la ventana, dejando que los primeros rayos de sol lo calentaran.

Jugó unas décimas de segundo con la tetina, pero, como si lo hubiera hecho desde el vientre de su mamá, sorbió con una rapidez nada propia de un recién nacido. Seguía moviendo sus labios pidiendo más. Pero Marina consideró que ya había tomado suficiente. La meció, suavemente, entre sus brazos y le colocó la cabeza próxima a su pecho para que pudiera escucharle los latidos del corazón. Los latidos que llevaba escuchando nueve meses dentro del vientre. La niña parecía inquieta y Marina caminó con ella hasta salir del dispensario. Amanecía a cuarenta y ocho grados. El cielo se dejaba pintar de naranja y rosa, el bellísimo paisaje de cada mañana. La bebé lloró. Marina la acarició y mientras la acariciaba, flojito, le cantó:

A la nanita nana nanita ella, nanita ella,

mi niña tiene sueño, bendita sea.

Fuentecita que corre clara y sonora,

ruiseñor que en la selva cantando llora,

calla mientras la cuna se balancea.

A la nanita nana, nanita ella.

La canción de cuna que la abuela Nerea solía cantarle a ella en las suaves noches mallorquinas.

Y la bebé se durmió. Y allí se quedaron las dos solas, frente al desierto de Danakil, entre arena, sal y azufre.

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Sus reproches al mundo hacía tiempo que habían cesado. Como una mujer el primer año de casada, que en su propio hogar le reprocha al marido no cumplir con las promesas hechas, Marina, en sus primeros años como cooperante, reprochaba al mundo no cumplir con las suyas.

Poco después de los veinte y con esa maravillosa ingenuidad propia de la edad, pensó que la humanidad cambiaría. A los treinta era una apasionada activista por la lucha de los derechos humanos capaz de combinar su trabajo como médico con la lucha activa contra la injusticia global. Sobre todo, por la lucha de los derechos de las mujeres. Mujeres como la que acababa de morir en sus manos y la que seguía viviendo entre sus brazos.

Pero la ingenuidad de los veinte y la fuerza de los treinta habían ido menguando al cumplir años, dando lugar a la serenidad, a la templanza, y Marina era, ahora, una mujer madura, una profesional comprometida que trabajaba desde el corazón de cada persona a la que atendía. Sin pretensiones, más allá que la de mejorar la vida de esas personas. Y consciente de que arropar a esa bebé etíope que acababa de nacer era mucho más importante que cualquier lucha, reivindicación, petición o súplica a las organizaciones supranacionales que gobernaban el mundo.

Su reloj de pulsera marcaba las siete y veinte de la mañana. La temperatura empezaba a ser asfixiante y entró de nuevo en el dispensario con la bebé dormida entre sus brazos. La miró y la vio preciosa, negra, delgaducha y pelona. Dormía tranquila. Se sentó sin dejar de mirarla y sintió la paz que desprenden los bebés, dormiditos, al nacer. Apoyó su cabeza en la pared y, agotada, dejó que la acompañara el sosiego.

Por entre la puerta vio, desdibujadas y saliendo de una nebulosa de tierra rojiza, unas siluetas femeninas. Seguramente, los familiares de la niña, pensó aliviada. Le acarició la mejilla. Y se imaginó cómo se la entregaba a otra mujer. Le quitaría la sabanita verde y la envolvería en esas telas tan bonitas de vivos colores que llevaban las mujeres africanas. Pensó en la vida que le esperaba. Sabía que no le faltaría amor. Los afar eran un pueblo amable y bondadoso, que adoraban a sus hijos. A pesar de ser huérfana de madre, tendría el cariño del resto de la tribu, de su padre, de sus tías, de sus innumerables primas, de las abuelas, de las amigas de su madre. Porque, en África, el cuidado de los hijos se compartía con todas las mujeres que formaban el clan. Se ayudaban unas a otras.

Marina, a pesar de no ser madre, reflexionó a menudo sobre la maternidad de las mujeres europeas, aisladas en sus asépticos pisos de ciudad, convirtiendo la crianza en sinónimo de soledad. Como la maternidad de su hermana Anna y su hija, en esa mansión de quinientos metros cuadrados, cubierta de mármol blanco y frente a una piscina con vistas al mar. Marina había aprendido a no juzgar, pero era consciente de que europeas y africanas tenían mucho que aprender unas de las otras.

Pensó, acariciando la mejilla de esa niña negra que tenía entre sus brazos, que también le esperaba una vida dura. La vida nómada. Esa tierra árida sería el único paisaje que verían sus ojos. Y nunca otro. Siempre a más de cuarenta grados. Como el viento, se desplazaría toda su vida en busca de agua. Llevando a cuestas las esterillas que formarían su hogar en cualquier trozo de tierra. Seguramente no aprendería a leer ni a escribir, ordeñaría cabras, buscaría leña, molería el grano, amasaría pan y, antes que todas esas tareas domésticas, al cumplir dos años y siguiendo la tradición milenaria, durante el amanecer, cuatro mujeres se la llevarían debajo de un árbol. La tumbarían. Dos de ellas le sujetarían los hombros, las otras dos le abrirían las piernecitas y se las sujetarían fuerte, para que la partera de la tribu con una cuchilla le desgarrara el clítoris. Cerró los ojos pensando en ello. Apretó el cuerpecito de la bebé hacia su cuerpo, queriendo protegerla.

—¿Ya duerme? —le preguntó Mathias desde el umbral de la puerta.

Marina asintió.

—Ha llegado Samala. Ya me quedo yo.

Con mucho cuidado le entregó a la bebé. Se alejó hacia la puerta y escuchó a Mathias pronunciar unas palabras en alemán, flojito, para no despertarla.

Wilkomen zum leben, meine lieblich mädchen[1].

Marina se volvió hacia ellos. Y esa fotografía tan hermosa la conmovió de nuevo. Mathias, tan corpulento y tan europeo, acunando y mirando con sus enormes ojos verdes a esa pequeñísima niña negra.

—Creo que alguna de esas palabras las tenemos apuntadas en la libreta —le dijo Marina desde el umbral de la puerta.

Mathias esperó expectante la traducción de su mujer:

—Bienvenida a la vida, mi niña bonita.

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—Deben de tener un GPS en el hipotálamo —dijo Marina viendo cómo las mujeres africanas se acercaban por el desierto.

Cada mañana se preguntaba lo mismo. ¿Cómo era posible que pudieran orientarse kilómetros y kilómetros en ese extenso mar de arena que a sus ojos era idéntico, miraras por donde miraras? Las clínicas móviles de la oenegé eran itinerantes y se instalaban cercanas a los poblados afar. Pero llegaban mujeres de tribus lejanas que habían caminado durante horas, orientadas, según decían, siguiendo las estrellas del amanecer y las ondas de la arena.

Marina las observó caminar lentamente hacia ella, con sus bebés atados a la espalda y un grupo de niños de dos a ocho años correteando junto a ellas. Las afar eran mujeres esbeltas que poseían una elegancia innata y sabían cubrir sus delgados cuerpos con grandes pañuelos estampados con cenefas y vivos colores que contrastaban con el color negro de su piel. Marina se acercó a ellas.

Ëndemën aderu —les dijo.

Las mujeres rieron al escuchar a Marina saludarlas en kuchita. Eran mujeres terriblemente ingenuas y siempre agradecidas. Algunos bebés, sin embargo, girando la cabecita por entre los pañuelos, berreaban. Era, probablemente, la primera vez que veían una mujer blanca. Ninguna de ellas preguntó por la mujer embarazada y Marina, gesticulando y en palabras muy básicas en inglés, les explicó lo sucedido esa noche.

—¿Sabéis quién es?, ¿la conocéis? —les preguntó.

Ellas no sabían nada de la joven. Ninguna mujer de la aldea donde vivían había desaparecido. A pesar de ello, les pidió que fueran tras la casa de hormigón, donde Mathias había dejado la camilla con la joven muerta cubierta por la sábana verde. Quizás la habrían visto alguna vez. Antes de atender a esas mujeres y a los muchos pacientes que llegarían a lo largo del día, Marina necesitaba comer, una ducha y, sobre todo, beber agua.

Entró en la casa. Samala cocinaba injera, el pan etíope que desayunaban cada mañana. Samala formaba parte del personal local contratado por MSF y se encargaba de limpiar los dormitorios y la ropa, de comprar comida y cocinar para los cooperantes. Sus hijos eran ya mayores y había enviudado hacía cinco años. Malvivía en uno de los kebeles más humildes de Addis Abeba, donde todo se sabía por el boca a boca, y se enteró de que unos médicos europeos contrataban personal local para trabajar con ellos. Buscaban principalmente logistas, hombres con carné de conducir y conocimientos de construcción, electricidad y fontanería para montar las clínicas móviles por todo el país. Pero ella se presentó, sabía cocinar y limpiar, lo que había hecho toda su vida. Cada día durante dos meses se quedó en la puerta de la oficina sentada esperando que algún día los médicos blancos la necesitaran. Y un lunes una de las mujeres que tenía contratadas la organización dejó de venir, sin más, y Samala pasó a formar parte de la gran familia de MSF. De eso hacía ya un año. Y junto a Kaleb, el logista local, formaban el equipo que acompañaba a Marina y a Mathias en el proyecto de nutrición materno-infantil de la depresión de Afar.

Marina dedujo que Mathias ya le habría explicado lo sucedido a Samala, así que no le preguntó, y, tras saludarla cariñosamente y darle las gracias por el desayuno, sorbió un largo trago de agua y se fue a su dormitorio.

La ducha consistía en un hilo finísimo de agua. No más de dos minutos. Pero esos dos minutos eran un placer tal que, a veces, Marina contaba mentalmente los ciento veinte segundos para obligarse a no pensar en nada más que en ese tesoro escaso del desierto que se derramaba por su cuerpo. Pero la mente es así de extraña y, muy a su pesar, le vino a la cabeza el vuelo LH2039, de Lufthansa Airlines, que la llevaría en tres días de Addis Abeba de vuelta «a casa».

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Sentadas en el suelo y apoyadas en la pared del dispensario, las mujeres etíopes y sus hijos esperaban a ser atendidos por los doctores. Unas a otras se explicaban lo sucedido y se acompañaban hasta la camilla donde yacía la joven muerta. Más de sesenta mujeres pasaron a reconocer el cadáver. Nadie supo quién era.

Al anochecer, el hedor a muerte era insoportable.

Marina, desde la ventana de la cocina y mientras daba el biberón a la bebé, vio a Kaleb introducir el cuerpo inerte de la mujer en el asiento trasero del jeep propiedad de la oenegé.

El logista cerró la puerta, encendió el motor y se alejó por el desierto. Cavaría un hoyo a pocos kilómetros, orientaría su cuerpo hacia La Meca y la metería dentro. Lo cubriría, formaría una pequeña montaña de piedras, como indicaba el ritual afar, y oraría a Alá.

El polvo que había levantado el jeep se había desvanecido totalmente. Y ese hecho tan insignificante inquietó a Marina. Sintió que el corazón se le aceleraba y le pareció que en pocos segundos la temperatura había aumentado varios grados. Durante esas doce horas que estuvo el cadáver en la casa, ese pequeño ser humano que tenía entre sus brazos pertenecía a la mujer muerta y así fue comunicado a cada una de las personas que acudieron al dispensario. Ahora, sin ese cuerpo, esa bebé ya no era de nadie. A nadie le importaba. Si lloraba, si tenía sed, si tenía hambre, si estaba sucia, si quería moverse, ningún otro ser humano más que ella acudiría en su ayuda. Y sintió una honda tristeza por la profunda soledad de esa niña sin nombre en el cuerno de África. Apenada, pasó del sentimiento de tristeza al de culpabilidad. Había actuado igual que cualquier otro médico. Pero no era esa la afirmación que le preocupaba, sino una pregunta que ya se había formulado en otras intervenciones médicas a lo largo de su vida laboral en MSF.

—¿Era la vida para ese ser humano la mejor opción?

Se vio a sí misma como una orgullosa médica occidental salvando vidas en el paupérrimo tercer mundo. Pero quizás todo era un error y la ley de la naturaleza era la que debía determinar quién debía vivir y quién no. Y quizás la bebé que acunaba entre sus brazos debería estar abrazadita a su madre, bajo tierra, sepultada en paz.

Marina se pasó la mano por la frente e intentó borrar ese pensamiento de su mente.

—Es extraño que nadie haya venido a por ella. Seguramente es una niña no deseada, fruto de una violación —afirmó Kaleb.

Marina y Mathias no esperaban esa respuesta y les creó malestar.

—Puedo llevarla al orfanato de Addis Abeba —continuó Kaleb.

—Esperemos unos días más, quizás venga alguien a buscarla —contestó Marina—. Si no la reclamara nadie, antes de ir al aeropuerto la dejaremos nosotros en el orfanato.

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El viento golpeaba de nuevo la casa de hormigón donde dormían Marina, Mathias y la bebé. Volvió a llorar como lloran los bebés recién nacidos cuando tienen hambre, desesperadamente.

—Esto no puede ser normal. ¿Quieres decir que no le pasa nada? —dijo Mathias abriendo los ojos, desconcertado.

Era la tercera vez que la niña se despertaba esa noche. Marina cogió a la bebé de nuevo entre sus brazos.

Mathias se incorporó. Él se encargaba de ir a buscar el biberón.

—Ahora entiendo por qué mi hermano mayor se separó al año de tener a su hijo.

—Mi sobrina lloraba sin parar día y noche —añadió Marina—. Un día a las cuatro de la madrugada, desesperadas, llegamos a coger el coche para que se durmiera.

—¿Y se durmió? —preguntó Mathias.

—Sí. Se durmió. Hasta que aparcamos el coche y sacamos las llaves del contacto.

Y así se pasaron dos días y dos noches más. Sin apenas dormir. Alternando el cuidado de los cientos de mujeres y niños que acudían al dispensario con los cuidados de esa niña sin nombre que nadie reclamaba.

Su vieja mochila negra estaba llena. Cinco camisetas blancas, tres pantalones de tonos ocres con bolsillos laterales, ropa interior, anorak, un neceser y una tela africana con cenefas verdes, amarillas y lilas que compró con Mathias en el Congo y que le hacía de cubrecama allá donde fuera. Abrió la Moleskine, metió el billete y el pasaporte dentro, y la colocó en el bolsillo lateral de la mochila. Del armario sacó el fonendoscopio de su padre. Había viajado con él a los más de treinta países en los que Marina había ejercido su profesión. Siempre el mismo. Nunca quiso otro. No tenía mucho sentido llevárselo a Mallorca porque estaría de vuelta en menos de una semana, pero sin ese viejo fonendoscopio Marina no iba a ningún lado. Con cuidado y pasando el tubo flexible del fonendo por el tubo auditivo, metió su amuleto en la mochila y la cerró.

La bebé estaba tumbada en la cama y, aunque con dos días de vida, seguía con sus ojitos los movimientos de Marina. Olía a injera. Marina se alejó hacia la puerta para recoger su desayuno. La bebé emitió un sonido. Marina se volvió a ella y se la quedó mirando unos segundos. La niña balbuceó otra vez. Marina sonrió percatándose de que la estaba llamando. Caminó hacia ella. Se dio cuenta de que ya les reconocía. Llevaba tres días entre ellos dos. Escuchando sus voces. Sus risas. Sus discusiones cotidianas. Marina se sentó a su lado y le cogió la mano. La bebé cerró su puñito rodeándole el dedo índice y balbuceó como si quisiera decirle algo… «Quédate aquí conmigo».

—Voy a buscar café y un trocito de injera con mantequilla y enseguida vuelvo —le dijo en castellano.

La bebé balbuceó.

—Si no tardo nada… Y te traigo tu biberón también.

La niña respondió de nuevo.

Marina la acarició y la bebé, que seguía con el puñito cogiéndole el dedo, apretó más fuerte. Y ese gesto tan sutil, tan pequeño, que hacían todos los bebés del mundo la estremeció.

El jeep se adentraba en el desierto a ciento cincuenta kilómetros por hora. Kaleb conocía esa carretera como la palma de su mano, conducía charlando orgulloso de sus orígenes en la región de Caffa, de donde provenía el café; la etimología de la palabra ya lo dice: caffa, «café», aseguraba mirando en exceso a Mathias, que, algo inquieto por la velocidad y sentado en el asiento del copiloto, asentía y se sujetaba con una mano al salpicadero y con la otra al agarradero bajo la ventana.

En el asiento trasero, Marina, con la bebé dormida en los brazos, ajena a la conversación, miraba por la ventanilla los kilómetros de arena. A lo lejos, una fila de camellos, cargados con bloques de sal, caminaban en paralelo al horizonte.

Pasaron por un poblado donde unas mujeres nómadas construían sus chozas. Unas disponían piedras en el suelo formando un zócalo, otras sujetaban el entramado de ramas que formaría la estructura y mientras sus bebés se sentaban en las esterillas que cerrarían el techo.

El jeep cruzó el poblado. Los niños corrieron hacia él y siguieron al coche, que aminoraba la marcha.

Hello, hello! —gritaban sonrientes—. Doctor, doctor!

Marina les sonrió. Le gustaba que la reconocieran.

Arena durante kilómetros. El jeep se adentró en una zona profunda, calurosa. Vio un montículo de piedras formando un círculo, señal de que allí había un cuerpo enterrado, y Kaleb se lo confirmó: bajo esas piedras, yacía el cadáver de la madre de la niña que dormía en sus brazos.

Marina miró a la bebé. Se había despertado cinco veces esa noche y ahora, seguramente por el traqueteo del coche, dormía plácidamente. Les quedaban casi siete horas de viaje. Pasaron por montañas de sal, lagos de sulfuro, por la ladera del volcán Ertale, hasta llegar a una zona cercana a la frontera con Somalia.

Un grupo de etíopes uniformados con ropa militar sujetaban unos Kalashnikov. Uno de ellos levantó la mano. Kaleb paró el jeep y bajó la ventanilla. El militar se acercó atisbando las puertas laterales del coche donde, enganchado, había un enorme logo rojo que rezaba «Médecins Sans Frontières». Intercambiaron unas palabras en amárico y Kaleb le tendió un billete de diez birs. El militar sonrió amable a los médicos y les dejó marchar. Ese escaso minuto en el que estuvieron parados sirvió para que la bebé se percatara de la ausencia de movimiento. Se despertó. Marina la miró y le acarició la barbilla con el dedo. La bebé sonrió. Volvió a repetir el movimiento y volvió a sonreír. Movió las manos, desperezándose de esa manera rara que tienen los bebés. Marina se quedó pensativa. Algo la inquietó un segundo. Inclinó su cuerpo hacia el asiento delantero.

—No tiene nombre —les dijo.

—¿Cómo? —le preguntó Mathias.

—La bebé. No tiene nombre —repitió Marina.

—Se lo darán en el orfanato —intervino Kaleb.

Marina se inclinó de nuevo hacia atrás y se apoyó en el respaldo. La niña lloró y, de una manera automática, Mathias abrió su mochila y le pasó el biberón.

«¿En el orfanato? ¿Quién le daría el nombre? Es importante el nombre que uno recibe», se dijo a sí misma.

Pensó el motivo por el cual sus padres le dieron el nombre de Marina y no otro. Nunca lo preguntó. Cursando bachillerato y en clase de latín descubrió que «Marina» significaba «mujer nacida en el mar» y dedujo que fue su padre, que presumía divertido de ser médico y marinero, quien eligió su nombre: «Soy un auténtico lobo de mar», decía, apasionado, subido al llaüt y haciendo reír a sus hijas.

Así que ella concluyó que su nombre era debido a ese amor que sentía Néstor, su padre, por las aguas del Mediterráneo. Marina era la hija del hombre de mar, la hija del lobo de mar.

A su hermana mayor le pusieron el nombre que llevaban todas las primogénitas del matriarcado familiar en el que nació, Ana. Pero sumándole la letra ene, como se llamaban las Annas mallorquinas. Y Anna había seguido con la tradición familiar y bautizó a su hija con el mismo nombre que su tatarabuela, su bisabuela, su abuela, su madre, y su propio nombre. Pero esta vez sin la ene.

Marina, acariciando a la bebé, sonrió para sí recordando la conversación que mantuvo con Anna, tumbadas en una playa mallorquina, acerca del nombre que daría a su hija. Anna tenía un vientre inmenso. Entraba en la semana treinta y ocho de embarazo y argumentaba convencida el motivo por el cual su hija se llamaría Ana sin ene.

—Mi hija se llamará Ana. Ana sin la segunda ene. Lo tengo claro. Llevo toda la vida corrigiendo mi nombre en pizarras de colegios y documentos oficiales y prefiero ahorrárselo. Ana a secas. Anita —insistía convencidísima Anna—. Anita. La llamaremos Anita.

La bebé entornaba los ojos y hacía muecas extrañas molesta por el sol que entraba a través de la ventana.

—Necesitas un nombre, bebé, un nombre bonito, para toda la vida —le dijo.

Marina dejó que las letras de su nombre se deslizaran lentas por sus pensamientos. M, A, R, I, N, A. Hizo el mismo ejercicio con las letras del nombre de su hermana: A, N, N, A; y con las de M, A, T, H, I, A, S. Concluyó que su nombre compartía cuatro letras con el de Mathias y la última sílaba con el nombre de su hermana Anna y, así, jugando con el abecedario, encontró el nombre que acompañaría el resto de la vida al bebé que mecía entre sus brazos. Naomi.

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Por fin, se adivinaba a los lejos el perfil de Addis Abeba. Los lujosos rascacielos junto a la ladera del monte Entoto. Marina suspiró aliviada. Estaba exhausta. Tenía el cuerpo dolorido y los brazos adormecidos de aguantar siete horas a la bebé. Entraron por una carretera perfectamente asfaltada, pasando por el esqueleto de un edificio en construcción, donde un centenar de obreros trabajaba en la futura y deslumbrante sede de la Unión Africana. Pasaron el Hilton, el Sheraton, el palacio imperial, el estadio de atletismo, hasta adentrarse en la avenida Churchill, donde un guardia urbano con sobrepeso movía sus brazos intentando organizar el tráfico. Bocinas. Taxis. Coches. Motos. Africanos vestidos de Armani. Bellas etíopes en traje de chaqueta con tacón de aguja. Tiendas de artesanía. Escaparates con maniquís vestidos de Nike. Turistas. Mendigos. Una avenida europea, un espejismo del cuerno de África que, por más veces que Marina frecuentara, no le era indiferente… Pegado al lujo se extendía la miseria de África, cientos de chozas de adobe y uralita sin agua corriente, sin luz, sin porvenir alguno.

Serpentearon por una callejuela entre rebaños de cabras y pequeños mercados al aire libre llenos de gente hasta llegar a un camino de tierra. Condujeron por él durante un kilómetro y medio, alejándose del centro urbano y adentrándose de nuevo en la verdadera Etiopía. La carretera llevaba hasta unos campos de cereales donde mujeres agachadas recogían la cosecha. Condujeron un kilómetro y medio más hasta llegar a una casucha de paredes desvencijadas color rosa palo. El orfanato estatal Minim Aydelem Children Orphanage.

Kaleb aparcó. Marina observó a través de la polvorienta ventanilla la humilde casa que albergaba el hospicio. Mathias le abrió la puerta del coche. Marina esperó unos segundos, escrutando el lugar, que le pareció tristísimo. Miró a la niña, que seguía durmiendo tranquila en su regazo.

—Qué silencio —dijo extrañada.

Bajó del coche, intentando no despertarla. Caminaron hacia la puerta del orfanato. Mathias picó con los nudillos. Una mujer etíope de ojos bondadosos abrió la puerta.

—¿Hablas inglés? —le preguntó Marina.

Ella asintió. Marina le explicó quiénes eran y cómo había llegado Naomi al mundo. Mientras, inconscientemente, atisbaba las cunas de hierro que se amontonaban en el pasillo con bebés silenciosos. Algunos, despiertos, miraban la nada, desde la cuna. Olía a orines, a leche rancia y a excrementos de bebé. El silencio del lugar la molestó. Demasiado silencio para albergar una casa de niños sin padres. Era el lugar más lúgubre que había visto en todos los años que llevaba como cooperante. Sus manos habían curado a niños mutilados del Congo, a bebés infectados de ébola, a agotadas niñas refugiadas en Sudán. Pero siempre ante la atenta mirada de sus madres, o de una abuela, un hermano, algún familiar. Ningún lugar como el que se encontraban, donde los niños no lloraban, no demandaban nada, no guardaban contacto visual con nadie…

La mujer les mostró la cuna donde debían dejar a Naomi. Una cuna de hierro rota con colchón de plástico todavía sin sábanas y junto a otra bebé también de escasos días. Marina miró la cuna para volver la mirada hacia Mathias. Naomi, serena, empezaba a desperezarse todavía con los ojitos cerrados. Mathias acercó su mano al rostro de la niña y la acarició. La miró unos segundos, le besó la mejilla y la dejó tumbadita en el colchón de plástico de la cuna rota y, entonces, sin ella pretenderlo, el alma se le rompió en mil pedazos.

Se volvió hacia la puerta de salida y caminó cabizbaja. Sin mirar atrás. Naomi emitía ruiditos mientras se desperezaba, esperando los brazos de esa mujer que la había acunado los tres días de su vida. Naomi emitió un sonido más agudo. Otro. Gritó. Una vez y otra. Hasta que rompió en llanto, demandando esos brazos conocidos. Marina cerró los ojos. Su alma en dos mil pedazos. Sintió la pena en lo más profundo de su corazón. Una pena que se mezclaba con rabia, vergüenza y tristeza. Escuchó el llanto histérico de la bebé mientras ponía un pie fuera del hospicio. Notó una presión en el pecho y un suspiro se le incorporó al sollozo. Respiró hondo caminando rápido hacia el jeep. Comprendió, en ese momento, el silencio del orfanato. No había suficientes manos en ese lugar para poder acudir al llanto de los cincuenta bebés que yacían en las cunas. Y lloraban y lloraban los primeros días, hasta que se acostumbraban al vacío y, poco a poco, enmudecían.

Kaleb puso las llaves en el contacto. Mathias, que estaba ya en el asiento del copiloto, la miró con tristeza. Marina subió, cerró la puerta y abrió la ventanilla. El llanto de Naomi era tan intenso que pudo oírlo desde el coche. El logista arrancó y Marina volvió su mirada hacia la casucha rosa de paredes desvencijadas.

—Para el coche.

—¿Cómo? —dijo el logista sin entender.

—Para el coche, por favor, Kaleb.

—Faltan menos de dos horas para que salga el avión, Marina —dijo Mathias.

—Para, por favor —insistió.

Kaleb frenó. Marina abrió la puerta. Corrió hacia al hospicio. Entró y caminó hasta la cuna de hierro donde Naomi lloraba totalmente desconsolada. La cogió en sus brazos y se la apoyó en el pecho.

—Tranquila —le susurró con voz suave—. ¿Tienes hambre, verdad, bebé? ¿Verdad, Naomi?

La última toma del biberón había sido hacía más de cuatro horas. Una niña demasiado mayor para seguir tumbada en la cuna las observaba silenciosa con ojitos tristes.

Con Naomi en brazos, se dirigió a una puerta trasera. Apareció en un pequeño patio con una construcción de hormigón por donde salía humo de una improvisada chimenea. Dentro, una mujer ponía a hervir una enorme olla llena de biberones sucios. La mujer escuchó el llanto de Naomi y se volvió hacia ellas.

—Por favor —pidió Marina—, ¿me puede dar leche para la niña?

Sin prestar atención a Naomi, la mujer se acercó a una balda de madera con una lata grande de leche en polvo.

—Cuando hayan hervido se lo traigo —dijo señalando la olla.

Amesegënallô —le agradeció Marina.

La mujer sonrió hacia ese gesto de respeto que mostró la mujer blanca dándole las gracias en amárico.

Naomi seguía llorando. La cambió de posición, colocándole el cuerpecito estirado contra su pecho, de manera que pudiera ver lo que sus ojos le permitieran. La meció, paseó por el patio hacia una ventanilla y atisbó a los diez niños en las cunas, silenciosos.

Naomi, hambrienta, lloraba cada vez más y a Marina cada segundo todo le dolía más. El punzante llanto de la bebé penetró en lo más profundo del alma de la cooperante europea. Nunca antes se había sentido tan indispensable para otro ser humano y, sin quererlo, una lágrima resbaló por su mejilla, y flojito, al oído, le cantó «A la nanita nana», la canción de cuna que la abuela Nerea solía cantarle a ella en las suaves noches mallorquinas.

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El control de pasaportes del Aeropuerto Internacional de Addis Abeba estaba colapsado. Azafatas sonrientes caminaban junto con orgullosos pilotos, empresarios chinos estrechaban manos a colegas africanos, turistas cargados de maletas sorteaban a vendedores ambulantes mientras las empleadas de la limpieza repasaban, sin descanso, el edificio futurista que albergaba el aeropuerto. Marina, cogida de la mano de Mathias, esperaba en la cola.

Mathias se sacó la mochila de los hombros mientras Marina se cogía la trenza con las manos y se la colocaba en el pecho para que Mathias pudiera ponerle la mochila en sus hombros.

—Te voy a echar de menos.

—No más de diez días —respondió Marina de puntillas y acercando sus labios a los de Mathias.

Marina le dio la espalda y se alejó hacia el control de pasaportes. Mathias dio unos pasos detrás de ella y la llamó. Ella se volvió y él le cogió la mano.

—¿Me quieres? —susurró Mathias.

Marina le miró extrañada. Parecía realmente sorprendida, como si aquellas palabras tan simples fueran lo último que esperaba oír en aquel momento. Le abrazó.

—Claro…

—Pues dímelo, por favor. Aunque solo sea de vez en cuando.

Marina le acarició la mejilla. Era consciente de sus propias carencias, no era una mujer cariñosa que mostrara sus sentimientos a menudo. Más bien reservada y discreta siempre en sus relaciones. Era un reproche que había escuchado otras veces a lo largo de su vida. Amaba como cualquier otra mujer, quizás con menos pasión pero con toda la sinceridad de la que era capaz. Era una mujer fiel y sin dobleces. Y eso lo sabía Mathias y los pocos hombres que habían pasado por su vida. Marina le abrazó con fuerza y le susurró:

—Eso solo son palabras. Pero si quieres oírlas puedo decírtelas cada día, cada noche, tantas veces como quieras.

—De vez en cuando bastará.

Los labios de Marina dejaron escapar las últimas palabras.

Ich liebe dich.

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«Libro de cocina etíope», rezaba la portada del libro que Marina sujetaba entre sus manos en una tienda del Duty Free de la terminal del aeropuerto. Lo compró. Salió de la tienda y mientras buscaba la puerta de embarque leyó el inmenso rótulo con el eslogan ideado por el gobierno etíope para atraer turismo al país: «Bienvenido a Etiopía, la cuna de la humanidad». Así habían bautizado los paleontólogos a Etiopía. Fue el país donde se encontró enterrado el primer esqueleto de hembra, la primera mujer de la tierra sepultada hacía más de tres millones de años. Marina no pudo reprimir el recuerdo de la joven madre de Naomi que yacía bajo tierra.

Llegó a la puerta de embarque. Todavía estaba cerrada. Se sentó en un moderno banco transparente de varios metros de longitud junto a otros pasajeros europeos.

¿En cuántos aeropuertos había esperado? ¿Cuántos aviones había cogido en su vida? ¿Y cuántos más cogería? Vuelos internacionales a los cinco continentes, vuelos nacionales, avionetas de hélice hacia lugares remotos. Así llevaba Marina, saltando de país en país, diez años, entregada a la humanidad.

Llegar a Etiopía fue, paradójicamente, encontrar estabilidad en su vida. Médicos Sin Fronteras trabajaba en Etiopía desde hacía veinte años. Es el único país en el que la oenegé tiene una misión estable, ya que se considera en estado de emergencia permanente, dada la constante desnutrición de la mayoría de la población. A los cuarenta y tres años le ofrecieron el cargo de jefa de misión en el país africano, durante un año. Iba ya por el tercero…

Sacó el libro de cocina etíope de la bolsa y deslizó la mano por la cubierta. Lo abrió y lo ojeó. En la primera fotografía aparecía una mujer africana amasando pan. Acompañando a la foto, la receta y el proceso de elaboración de ese alimento básico del pueblo etíope.

El sonido de un avión despegando hizo que Marina desviara la mirada hacia el exterior del aeropuerto. Ninguna nube. El cielo azul.

A Anna le gustaría el libro. Desde muy niñas, ambas ayudaron a la abuela Nerea a amasar pan. La abuela las esperaba cada tarde a la salida del colegio. Tenía los ingredientes preparados sobre una larguísima mesa de madera para hacer ese pan negro que según ella tanto alimentaba, el pa moreno amb farina de xeixa[2]. Mezclaban el agua con la harina y chapoteaban con sus deditos dentro de la masa. Aunque pareciera increíble, después de tantos años seguía recordando las cantidades exactas del pa moreno. La sensación de sus dedos dentro de la masa. Y el olor. Ese olor a pan recién hecho que se desparramaba por toda la casa y se le metía en el corazón. El olor a su hogar.

«Your attention, please. This is a boarding announcement for flight number 2039 destination Frankfurt. Please, passengers proceed to gate number eleven[3]».